11

El sargento Paul Howe y los tres hombres de su equipo Delta estaban de vuelta en la azotea de la casa asaltada cuando vieron a unos quinientos metros al nordeste que el grupo CSAR descendía por la cuerda procedente de un Black Hawk. Se dieron cuenta de que una RPG le había alcanzado mientras los hombres bajaban por las cuerdas y se quedaron admirados por la forma en que, incluso después del impacto, el piloto mantuvo el helicóptero estabilizado hasta que los últimos hombres llegaron al suelo. Howe supo que algo andaba mal, pero como no tenía conexión radiofónica con la emisora de mando y, además, estaba demasiado ocupado dentro de la casa asaltada para advertir que habían abatido a un Black Hawk, no sabía por qué los hombres CSAR se descolgaban por las cuerdas.

Cuando el comandante de tierra, el capitán Scott Miller, le dijo que bajara se enteró de lo ocurrido.

—Nos vamos a desplazar hasta allí para controlar la zona —le explicó Miller.

Le contó que el convoy terrestre, que estaba descargando a los prisioneros somalíes delante del edificio, iba a dirigirse hasta el lugar del siniestro. Los demás lo harían a pie. La Tiza Uno de los Rangers, al mando del capitán Steele, iría en cabeza. Seguirían los operadores, y la Tiza Tres de los rangers apostados en el extremo sur de la casa, al cargo del sargento Sean Watson, cubrirían la retaguardia.

Howe se enteró de que el combate se estaba poniendo de mal en peor fuera en las calles. La idea de cruzar a pie la zona donde había visto que descendía la tripulación del helicóptero CSAR ponía los pelos de punta. Pensó que iba a ser bastante movido.

El capitán Steele vio que los operadores salían en avalancha del patio interior y se dirigían al este hacia él, lo que constituía una situación nueva para el comandante ranger. Él y sus hombres habían sido entrenados para proteger al cuerpo Delta, pero las dos unidades no se intercomunicaban. Cada una contaba con su propia cadena de mando, sus propias e independientes conexiones radiofónicas y, lo más importante, su propia manera de actuar. Y los habían juntado para aquel desplazamiento hasta el Black Hawk abatido. Steele y Miller discutieron brevemente la forma de proceder y decidieron que los Rangers debían tomar las posiciones de vanguardia y retaguardia.

La columna formada por ochenta hombres se puso en marcha apenas unos minutos después de que el malparado convoy del teniente coronel McKnight abandonase el edificio asaltado. Mientras el convoy vagaba desesperadamente perdido por la ciudad y era tiroteado, y mientras el Black Hawk de Durant se estrellaba a un kilómetro y medio al suroeste, la fuerza de chicos D y de Rangers pasaban dificultades según se desplazaban a pie hacia el lugar del primer siniestro.

No habían recorrido ni una manzana cuando al sargento Aaron Williamson le alcanzó un proyectil. Ya le habían herido con anterioridad, la bala le había arrancado la punta del dedo índice, pero él había seguido luchando. El teniente Perino oyó que alguien gritaba y, cuando se volvió, vio que Williamson se retorcía en el suelo y, a la vez que se sujetaba la pierna izquierda, gemía y gritaba.

_Tengo un hombre herido —informó Perino a Steele por radio.

Recogedlo y seguid avanzandoordenó Steele.

Cuando Howe y su equipo adelantaron a Williamson, había cinco rangers inclinados alrededor del hombre herido.

—¡Seguid avanzando y dejad que el enfermero se ocupe de ello! —les gritó Howe.

Llevaron a Williamson de nuevo calle arriba hasta uno de los Humvees del convoy terrestre a punto de emprender la marcha.

El especialista Stebbins, el secretario de la compañía que vivía su primera misión, estaba en el frente. Su posición de bloqueo había estado en la esquina sudeste y en aquellos momentos se desplazaban hacia el este. Caminaba rápida pero precavidamente y manteniéndose algo apartado de las fachadas como habían aconsejado los chicos D. A cada pocos metros calle abajo se abría una puerta que daba a un pequeño patio. Cuando Stebbins llegó a la altura de una de estas puertas, salió corriendo del edificio un somalí y Stebbins le disparó. Fue instintivo. El hombre le había sobresaltado. Bang bang. Dos disparos. El hombre se dobló sobre sí mismo hasta quedarse sentado con las manos agarrándose el pecho y expresión asombrada. Acto seguido se desplomó hacia delante y empezó a balancearse y a gemir. Era un hombre alto con cabello corto. Iba vestido con la típica camisa azul eléctrico con mangas largas y cuello grande. La mayoría de los sammies iban sucios y llevaban ropas andrajosas, pero aquel hombre vestía bien e iba limpio. Llevaba unos pantalones de pana acampanados y en el cinturón una enorme hebilla de metal troquelado. Parecía completamente fuera de lugar. Stebbins le había disparado, así de simple. Era la primera vez que lo hacía.

Todo ocurrió en segundos pero pareció mucho más largo. Stebbins se estaba preparando para volver a dispararle cuando el soldado Carlos Rodríguez le sujetó el arma.

—No desperdicies munición con él, Stebby —le dijo—. Sigue avanzando.

Steele, que llevaba una radio sujeta a su amplia espalda mediante correas, iba cada vez más rezagado con respecto al teniente Perino y el resto de la Tiza Uno. La idea era mantenerse desplegados y proporcionarse mutua cobertura cuando atravesaban los cruces. Pero enfrente, ante la consternación de Steele, la formación quedó destartalada. Los chicos D hacían caso omiso de las órdenes para la marcha y seguían avanzando. Habían entrenado a aquellos hombres para pensar por sí mismos y actuar de forma independiente en las batallas, y eso es lo que hacían en ese momento. Todos los operadores contaban con unos auriculares radiofónicos bajo sus pequeños cascos de plástico parecidos a los de jockey (Steele los llamaba «cascos de monopatín») y un micrófono alrededor de la boca. Así podían por regla general mantenerse siempre en contacto mutuamente. Cuando las radios no funcionaban o cuando el nivel de ruido era demasiado alto, como en aquellos momentos, los chicos D se comunicaban con gran pericia mediante señas. Los rangers de Steele tenían que conformarse con las órdenes que les gritaban sus oficiales y los jefes de equipo. Eran más jóvenes, menos expertos y estaban aterrorizados. Algunos se limitaban a seguir a los operadores en lugar de permanecer con sus grupos. Steele vio que la integridad de la unidad se colapsaba antes de que hubieran recorrido dos manzanas.

Era típico de los problemas que había tenido con la Fuerza Delta desde el principio. Para bien o para mal, las actitudes y prácticas de los comandos de elite empezaron a influir en los Rangers cuando se pusieron a alternar en la base. Al poco tiempo, allí donde uno mirase veía un soldado jovencito con gafas de sol y camisa arremangada. Los soldados rasos hacían guardia con casco, chaleco antibalas, shorts de gimnasia y las camisetas marrones de reglamento. Los soldados más jóvenes empezaron a impacientarse cada vez más con lo que ellos consideraban una formalidad sin sentido típica de los robots Rangers.

Cuando Steele tomó medidas al respecto, muchos pensaron que era porque su capitán se sentía amenazado por los chicos D. Durante el año que precedió a aquel despliegue, el fornido ex linier supuso un tormento para sus hombres, fue el más duro, el más macho de todos. Cuando el especialista Dave Diemer derrotó a todos los contendientes en una competición de lucha libre, Steele lo tomó por banda, lo venció y lo dejó lamentándose de que el capitán lo había engañado. Steele dejaba entrever con una actitud de disculpa que podía derrotarle a uno sólo con las manos si no fuera por su devoción estricta a Jesús y a la disciplina del Ejército. Se mostraba inflexible incluso cuando sus suboficiales pensaban que llegaba la hora de descansar, como aquella vez en Fort Bragg cuando ordenó a los hombres que se levantaran después de medianoche porque habían ido a la cama, con el permiso de sus sargentos de pelotón, sin limpiar sus armas después de una misión de entrenamiento muy severa que duró varios días. Pero poco importaba lo duro que fuese Steele; por supuesto, eran los chicos D quienes ocupaban el pináculo absoluto de la cadena que alimentaba la actitud varonil. La mayoría de ellos eran suboficiales y no sólo su presencia bajaba los humos de las manifestaciones normales del machismo bronco, sino que se mostraban serena y abiertamente no impresionados por el rango de Steele.

El desdén era mutuo. Steele aceptaba que aquellos operadores fueran buenos en sus respectivos trabajos, pero no le impresionaban. En su opinión, resultaba difícil aceptar su conducta propia de civiles y su actitud despreciativa para con la disciplina Ranger. Por supuesto, era una buena idea fomentar la iniciativa individual y las opiniones creativas en los combates, pero algunos de esos muchachos se alejaban tanto de las normas tradicionales del Ejército que parecía insano. Podían resultar cómicamente arrogantes. Por ejemplo, cuando se presentó una lista de posibles blancos, los chicos D formaron varios equipos. Cada uno tenía encomendado el diseño de un plan de asalto. Como sus hombres estaban involucrados en los planes, Steele asistió a la reunión donde se presentaron los diferentes esquemas. La experiencia del capitán con respecto a sus propias sesiones de planificación era como sigue: uno se sentaba, tomaba notas y formulaba preguntas sólo para asegurarse de que lo había anotado todo correctamente y luego se marchaba no sin antes haber saludado. Las reuniones de los chicos D eran un verdadero barullo. Un grupo presentaba un plan y alguien intervenía diciendo que por qué, que era lo más estúpido que había escuchado en su vida, lo que provocaba una brusca réplica al estilo «¡Anda ya que te den…!», que no tardaba en degenerar en un griterío general. Steele tenía la sensación de que iban, de un momento a otro, a adoptar las posturas clásicas de Kung Fu para resolver sus diferencias.

Steele podía imaginarse lo que pasaría si una compañía de rangers funcionase de esta manera. Algunos de sus hombres eran todavía unos muchachos. Por lo que sabía el capitán, la mayoría salía de toda una vida de estar tumbados en sofás, a la vez que comían Fritos y veían el canal MTV. La instrucción básica Ranger había formado razonablemente bien a la mayoría, pero la media en la Compañía Bravo tenía todavía un largo camino que recorrer antes de cualificarse como un soldado profesional. Había buenas razones, y el tiempo había demostrado que eran válidas para la disciplina Hoo-ah.

Resultaba fácil advertir por qué Steele estaba destinado a la parte del perdedor en la pugna por la popularidad con los chicos D. La mayoría de sus hombres no se paraba a considerar en causas. Lo veían solamente como un conflicto de ego.

Como en aquella ocasión en que Steele estaba con sus hombres en misa y vio que el sargento Delta Norm Hooten llevaba un rifle con el seguro quitado. El reglamento Ranger requería que todas las armas, cargadas o no, estuvieran siempre con el seguro puesto mientras estaban en la base. Era una regla sobre todo de sentido común, un principio básico para llevar armas sin peligro.

Le dio un golpecito en el hombro al operador rubio y se lo hizo notar mediante un gesto de la mano.

Hooten levantó el dedo índice y le dijo:

—Esto es mi seguro.

Puso a Steele en evidencia frente a sus hombres.

Y el colapso que el capitán había temido se estaba produciendo cuando más delicada era la situación. No había nada que él pudiera hacer al respecto. Cuando sus hombres pasaron atropelladamente, Steele retrocedió hasta casi el centro de la fila. Se aclararían las cosas una vez en el lugar del siniestro. Si lo podían encontrar. Nadie sabía con seguridad dónde estaba.

En orden cerrado, Howe y su equipo Delta iban delante de la tropa. Howe veía balas que rebotaban en el suelo y levantaban polvo, otras que rozaban las paredes y arrancaban lascas de cemento. Estaba lejos de preocuparse por permanecer en formación. La calle era una zona mortal. Sobrevivir significaba moverse como si uno tuviera el cabello en llamas. Había llegado el momento de practicar con el ejemplo. El objetivo era abrirse paso hasta el helicóptero siniestrado, y cada segundo era vital. Si no lograban reunirse, habría entonces dos fuerzas débiles en lugar de una sola y fuerte. Dos perímetros que defender en lugar de uno. Por consiguiente, avanzaban rápida pero también astutamente. Mientras avanzaba, Howe pensó que había que aprovechar todos y cada uno de sus disparos y que siempre debía tener una pared detrás de él. El campo de batalla en el que se hallaban tenía 360 grados; por consiguiente, si conseguía que detrás de él hubiera un muro habría un ángulo menos desde el que podrían dispararle. En cada cruce, él y sus hombres se detenían, observaban y escuchaban. ¿Daban las balas en los muros? ¿Rebotaban en las calles? ¿Iban los tiros de izquierda a derecha o de derecha a izquierda? Cualquier experiencia vivida, por nimia que pareciese así como todo conocimiento práctico eran útiles en aquellos momentos para seguir con vida. ¿Eran balas de ametralladoras o de AK? Como una AK contaba sólo con veinticinco o treinta proyectiles por cargador, si uno esperaba el respiro, el sammy estaría recargando mientras uno corría. Lo más importante era no dejar de avanzar. Una de las cosas más difíciles de este mundo es alcanzar un blanco en movimiento.

Él y sus hombres se habían pasado años entrenándose entre ellos, luchado juntos en Panamá y en otros lugares, y se movían con confianza y autoridad. Howe consideraba que eran los soldados perfectos para aquella situación. Habían aprendido a ir más allá de la confusión, a levantar una cortina mental. La única información que llegaba completa era la más crítica de aquel mismísimo momento. Howe podía pasar por alto la detonación de un rifle o el estallido de un proyectil cercano. Por regla general, se trataba sólo de alguien que disparaba al aire. Para hacerle reaccionar hacían falta lascas volando de una pared cercana. Conforme marchaban calle abajo realizaban una rutina fluida: comprobar posibles amenazas, encontrar un lugar seguro adonde ir a continuación, disparar, avanzar, comprobar posibles amenazas… La clave estaba en no dejar de avanzar. Con la intensidad de disparos que había en la calle, detenerse significaba morir. El mayor peligro estribaba en quedar bloqueados.

Los Rangers seguían atravesando los cruces a la carrera lo mejor que podían. Stebbins y el soldado y tirador de la 6o Brain Heard avanzaban a su altura, tranquilizados por estar cerca de los chicos D. «Esos muchachos sabían cómo seguir vivos. Stebbins no dejaba de repetirse: Esto es peligroso, pero saldremos de ésta. Todo irá bien». En los cruces se agachaba sobre una rodilla y disparaba mientras el hombre de delante corría. Acto seguido el de detrás le daba un golpe en el hombro y él despegaba, con los ojos cerrados, corriendo y rezando por todo lo que más quería.

El sargento Goodale, que en una ocasión se había jactado delante de su madre de lo mucho que ansiaba entrar en combate, estaba aterrorizado. Esperaba su turno para echar a correr y cruzar la calle cuando uno de los chicos D le dio una palmada en el hombro. Goodale lo reconoció: era el bajito y corpulento Earl, sargento primero Earl Fillmore, un buen tío. Éste debía de haber advertido lo asustado que estaba Goodale.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí, estoy bien.

Fillmore le guiñó un ojo y le dijo:

—No te preocupes. Saldremos de ésta, muchacho.

Esto tranquilizó a Goodale. Creía a Fillmore.

Para cuando hubieron recorrido tres manzanas, los hombres de Howe les habían tomado mucha delantera. Con ellos iban Stebbins, Heard, Goodale, Perino, el cabo Jamie Smith y otros rangers. Doblaron a la izquierda en la calle Marehan, donde se terminaba la callejuela. Como la amplia y polvorienta calle ascendía primero ligeramente para luego descender por espacio de varias manzanas, cuando efectuaron el giro se hallaron justo en la cresta de la colina. Calle abajo dirección sur vieron a unos sammies que corrían por todas partes. Por encima de la cresta hacia el norte, Howe vio la señal de humo procedente de donde debía de haber ocurrido el siniestro. Estaban a unos doscientos metros de distancia.

En aquel cruce había una lluvia de tiros. Proyectiles de rifles automáticos y RPG procedentes de todas las direcciones. Howe notó que la tropa estaba en peligro de quedarse atrapada y dividida. Antes de aventurarse recto hacia abajo por el lado izquierdo, le gritó al capitán Miller que estaba detrás de él en la calle:

—¡Seguidme!

Stebbins y algunos otros rangers así lo hicieron. Perino, Goodale, Smith y otros fueron detrás del grupo Delta de Hooten que cruzó la calle y empezó a bajar a lo largo del muro derecho. Justo detrás de ellos, estaba el equipo Delta del sargento primero John Boswell.

Una RPG explotó en la pared junto a la cual estaban Howe y sus hombres. Este notó el impacto de la presión en los oídos y el pecho, y se dejó caer sobre una rodilla. A uno de sus hombres le alcanzó un trozo de metralla en el costado izquierdo. Howe abrió de una patada una puerta que daba a una casa de un solo ambiente situada a su izquierda. Él y sus hombres habían aprendido a moverse como si el mundo les perteneciese. Toda vivienda era su casa. Si necesitaban cobijo, le daban una patada a una puerta. Cualquiera que se atreviese a amenazarlos era hombre muerto. Así de sencillo. Dentro no había nadie. Tomaron aliento y volvieron a cargar las armas. Resultaba agotador correr con todo aquel equipo. El chaleco antibalas era como llevar un traje isotérmico. Sudaban profusamente y les costaba respirar. Howe sacó el cuchillo y rasgó por detrás la camisa de su compañero a fin de inspeccionar la herida. El hombre tenía en la espalda un agujero de cinco centímetros que formaba un anillo hinchado y amoratado. Casi no había sangre. La inflamación había cerrado el agujero.

—Puedes seguir —le dijo Howe, y salieron por la puerta para ponerse de nuevo en movimiento.

* * *

Goodale se puso a la altura de Perino, vio los familiares uniformes de campaña calle abajo y se regocijó interiormente. «¡Lo han conseguido!» Apenas entrasen en contacto, llegaría el convoy y podrían salir todos de aquel infierno. El sol empezaba a ocultarse. Goodale le había prometido a su novia, Kira, que la llamaría aquella noche. Tenía que estar de vuelta a tiempo para telefonearla.

Goodale corrió hasta ponerse detrás del sargento Chuck Elliot, agazapado en una esquina de la primera intersección de la pendiente y disparaba hacia el este. Goodale apuntó su arma hacia abajo, en la calle Marehan. Vio a Howe y a sus hombres avanzar al otro lado de la calle, en las sombras. El sol todavía proporcionaba gran luminosidad al lado de la calle donde se hallaba Goodale. Como estaban en una pendiente, podía disparar por encima de las cabezas de sus compañeros a los somalíes que, calle abajo, pululaban a tres o cuatro manzanas al norte. Era un disparo largo, pero no tenía otros blancos. Se le ocurrió que no había nadie que disparara hacia la izquierda, la callejuela al oeste. Le cegaba mirar en aquella dirección. Goodale entornó los ojos para mirar a la luz y estaba efectuando algunos tiros de contención cuando notó un dolor agudo. Se le agarrotó la pierna derecha y se cayó hacia atrás, encima de Perino.

—¡Ay! —gritó.

Una bala le había entrado en el muslo derecho y, después de atravesar éste, había dejado una enorme herida de salida en la nalga derecha. Lo primero que le pasó por la mente a Goodale fue una historia que le habían contado sobre un muchacho de la 10.a División de Montaña que perdió una mano la semana anterior cuando un proyectil detonó la granada en la LAW que llevaba y tuvo que forcejear para sacársela del hombro.

Perino no comprendía qué hacía Goodale.

—¿Dónde estás herido? —preguntó.

—En el mismísimo culo.

Goodale dejó caer la LAW y le gritó a Elliot:

—¡Ahí hay una LAW!

Elliot la recogió.

Perino llamó de nuevo por radio a Steele, que estaba entonces siguiendo la pista a la columna.

—Capitán, tengo otro herido.

—Cogedlo y seguid —insistió Steele.

Sin embargo, Perino avanzó hasta el otro lado del cruce con algunos de los otros rangers de la Tiza Uno y dejó a Goodale con el sargento Bart Bullock, el mismo enfermero que poco antes en el combate había ayudado a atender con una primera cura al ranger Todd Blackburn después de que éste se cayera desde el Black Hawk. Los dos, Bullock y el enfermero Kurt Schmid se habían reunido con sus unidades Delta en la casa asaltada después de haber enviado a Blackburn de vuelta a la base en el convoy formado por tres Humvees (en el cual habían matado al sargento Pilla). Schmid estaba en aquellos momentos avanzando a una manzana al norte con Perino y otros rangers. Goodale estaba echado de espaldas sobre el suelo cuando Bullock se inclinó sobre él.

—Te han dado —le dijo Bullock—. Pero estás bien. Ningún problema.

Goodale estaba disgustado. Final del partido. Era la misma sensación que había tenido cuando se lesionaba jugando al fútbol estadounidense. Le sacaban a uno del campo y todo acabado. Era decepcionante, pero si lo ocurrido había sido particularmente duro también podía ser un alivio. Se quitó el casco, pero una RPG pasó volando a menos de dos metros frente a él para explotar en medio de un estruendo increíble a unos seis metros de distancia. Se volvió a poner el casco. Estaba claro que aquel juego no había terminado.

—Tenemos que salir de esta calle —dijo Bullock.

Arrastraron a Goodale hasta un pequeño patio interior y el equipo Delta encabezado por el sargento Hooten se introdujo allí con ellos. Goodale le pidió a Bullock su cantimplora, que el enfermero le había quitado junto con el resto del equipo. Bullock la sacó de la mochila de Goodale y descubrió que estaba atravesada por un limpio agujero de bala, la misma que le había pasado por el cuerpo. Aún había agua en la cantimplora.

—Querrás guardarla de recuerdo —dijo Bullock.

Con los hombres en la retaguardia de la columna, el objetivo primordial del capitán Steele era consolidar su fuerza Ranger y volver a establecer cierto orden. El tiempo era esencial. Le habían dicho que, probablemente, el convoy iba a llegar al lugar del siniestro antes de que lo hicieran él y sus hombres. Acababa de oír por la radio que se había estrellado otro Black Hawk (el de Durant), lo que significaba que todo era más urgente. Desde el helicóptero C2, Harrell explicó:

Vamos a intentar que todo el mundo quede consolidado en el helicóptero siniestrado del norte, evacuar luego a todos desde el norte para desplazarnos al sur, cambio.

Cuando llegaron los vehículos, a pesar de que Steele debía dar razón de unos sesenta hombres, en aquellos momentos sólo tenía una idea vaga de dónde estaban todos ellos.

Cuando llegó al cruce en lo alto de la pendiente, atravesó corriendo hasta el lado derecho de la calle con el teniente James Lechner y algunos otros rangers. El sargento Watson y el resto de la Tiza Tres fueron los últimos en doblar la esquina.

Steele coronó la ligera pendiente y empezó a bajar la colina. Apenas había recorrido diez metros cuando una lluvia de proyectiles le obligó tanto a él como a sus acompañantes a tirarse al suelo. Se echó boca abajo, con el amplio rostro casi pegado a la tierra. A su izquierda, estaba el sargento Chris Atwater, su operador radiofónico. Tumbado a la izquierda de este último, estaba el teniente Lechner, el segundo en el mando de Steele. Atwater y Steele, los dos corpulentos, intentaron ponerse a cubierto detrás de un árbol que tenía un tronco de unos treinta centímetros de ancho.

A unas tres zancadas a su derecha, el jefe del equipo Delta, Hooten, estaba en la puerta de acero que daba al pequeño patio donde Bullock había arrastrado a Goodale. Steele observaba a otro grupo de operadores que intentaban abrirse paso calle arriba delante de él. Quiso seguirlos, pero justo entonces uno de los chicos D, Fillmore, empezó a dar traspiés. El pequeño casco se le levantó y cayó hacia atrás, y de su cabeza empezó a brotar sangre. Su estado era letal. Fillmore se desplomó.

Un operador lo agarró y lo arrastró hasta un callejón estrecho. Entonces le dispararon, en el cuello.

Steele tuvo la sensación de que la gravedad de la situación había llegado a su punto álgido. Era irreversible.