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A más de una milla al nordeste, en la posición inicial de bloqueo de la Tiza Dos, la batalla perdía fuerza para el sargento Ed Yurek. Después de haber irrumpido en el pequeño colegio somalí, donde convenció con buenas palabras a los niños y a la profesora de que se echaran al suelo, a Yurek le habían dejado al cargo del resto de su tiza después de que el teniente DiTomasso y ocho rangers se fueran corriendo a ayudar a los tripulantes del primer helicóptero siniestrado. Yurek vio que el convoy terrestre se marchaba. Como el combate se desplazaba hacia el lugar donde estaba el Black Hawk siniestrado a tres manzanas al este, la esquina de Yurek quedó tan tranquila que hasta le entró miedo. Al haberse marchado el teniente y el operador de radio, se había quedado sin contacto con la emisora radiofónica de los mandos. Le inquietaba que todo el destacamento los hubiera olvidado.

Utilizó su radio personal para llamar a DiTomasso.

—¿Qué hago, mi teniente?

Tienes que abrirte camino hasta mí.

—Roger, señor. ¿Dónde está?

Vete hasta la calle ancha que tienes a tres manzanas al este, luego dobla a la izquierda. Nos verás enseguida.

—Roger.

Era y no era una buena noticia. Parecía que por fin encontraban un rincón tranquilo en Mogadiscio. Se habían ido familiarizando con los ángulos de tiro y los lugares de posible peligro y encontrado el adecuado refugio. Los niños del pequeño colegio permanecían quietos como ratones. Yurek les vigilaba para que no se movieran. No le hacía ninguna gracia tener que abandonar una esquina que parecía haberse vuelto segura y tranquila para salir a aquella ciudad peligrosa donde no cesaban de volar los proyectiles y la metralla de las RPG. Oían el intenso tiroteo procedente de las inmediaciones del aparato siniestrado; apenas se pusieran en pie y empezaran a caminar se quedarían al descubierto. DiTomasso y los primeros hombres que habían ido calle abajo contaban por lo menos con el elemento sorpresa. Yurek y los hombres a su cargo iban a formar el segundo equipo que se exponía. No le cabía duda de que algún sammy les estaría esperando.

—Vamos, muchachos. ¡Nos tenemos que marchar! —informó de mala gana a los hombres.

Empezaron a caminar hacia el oeste calle abajo. Llevaban las armas listas y apuntando y marchaban a paso rápido en fila india en el lado sur de la callejuela. Procuraban ir unos metros apartados de las paredes de piedra de aquella cara del callejón. La inclinación natural era ir lo más cerca posible de la pared. Ésta sugería por lo menos un margen de seguridad. Pero el sargento mayor Paul Howe, uno de los chicos D, les recomendó que no lo hicieran. Les explicó que las balas recorren las paredes. Si el enemigo concentraba los disparos en una calle, los muros a sendos lados actuaban como embudos. De hecho, algunas balas podían recorrer una pared por espacio de treinta metros. En realidad, quedarse pegado a los muros era más peligroso que estar en medio de la calle.

Cuando llegaban a las esquinas, se detenían y se cubrían los unos a los otros. Yurek corría mientras sus hombres disparaban de forma disuasiva al norte y al sur. Luego cubrían al siguiente. Así cruzaban.

No pasó mucho tiempo antes de que se abriese la galería de tiro. Los sammies se asomaban de pronto por ventanas, puertas o esquinas y disparaban ráfagas de armas automáticas. Con toda evidencia la mayoría eran aficionados. Los culatazos y el deseo de permanecer a cubierto significaban que era poco probable que acertasen a darle a alguien. Yurek se imaginó que aquellos tipos sólo trataban de no hacer el ridículo delante de su pandilla. Disparaban una ráfaga al aire con la cabeza vuelta y los ojos cerrados, arrojaban el arma y echaban a correr. En alguno de estos casos, Yurek ni siquiera se molestaba en devolver los tiros. Sin embargo, ciertos hombres que aparecían de repente en las ventanas eran diferentes. No disparaban al instante. Apuntaban. Se lo tomaban en serio. Supuso que formaban parte de la milicia de Aidid. Por regla general, había un miliciano por cada cuatro o cinco tiradores.

De forma invariable, Yurek y sus hombres disparaban primero. A lo largo de las largas y aburridas semanas que precedieron a esta misión, estuvieron practicando casi a diario. El capitán Steele insistió en ello. Disponían de cantidades ilimitadas de munición y, en el desierto, montaban diferentes campos de tiro, el de hilera incluido. En la práctica, los blancos surgían inesperadamente. Tenían diferentes formas y colores. Las reglas eran: disparad si veis el triángulo azul, pero esperad si se trata de un cuadrado verde. Yurek notaba cuánto le habían ayudado todas aquellas prácticas. Él y sus hombres se metieron en una serie continuada de fuego cruzado. Le disparó a un hombre que estaba en la puerta de una casa a tres metros de distancia. El somalí, un hombre melenudo, cubierto de polvo y vestido con unos pantalones marrones abombachados y una camisa azul de algodón ligero, se había asomado a la calle con una AK y había apuntado. No disparó al instante, y esto fue lo que acabó con él. Conforme Yurek apretaba el gatillo, sus miradas se cruzaron. El somalí se desplomó hacia delante en el callejón sin haber tenido la oportunidad de disparar. Era el segundo hombre al que Yurek había disparado en su vida.

El especialista Lance Twombly disparaba la enorme arma SAW desde la cadera contra un hombre. El sammy surgió de una esquina con una AK y empezó a disparar. Tanto él como el ranger se tirotearon mutuamente a una distancia máxima de cincuenta metros. Twombly vio que sus proyectiles, unos cuarenta, desportillaban las paredes y levantaban polvo alrededor de su blanco, pero no llegó a darle al somalí. Tampoco el somalí alcanzó a Twombly. El primero huyó corriendo. Twombly se limitó a seguir su camino a la vez que se maldecía por ser un tirador tan malo.

Yurek no podía creer en su buena suerte cuando recorrieron tres manzanas completas sin que le dispararan a ninguno de sus hombres. En el cruce de la calle principal miró cuesta abajo y vio a Waddell apoyado contra el muro en el mismo lado de la calle donde él se hallaba. Al otro lado de la calle en la esquina opuesta, detrás de un árbol enorme y un coche, estaban Nelson y el sargento Alan Barton, los cuales habían llegado descolgándose por una cuerda desde el helicóptero CSAR. Twombly descendió por aquel lado de la calle y cruzó la avenida para sumar su SAW a la M-60 de Nelson. Junto al vehículo había dos somalíes muertos tirados en el suelo cuan largos eran. Al otro lado, en diagonal con respecto a Waddell, había un pequeño Volkswagen verde. DiTomasso y algunos hombres del helicóptero CSAR estaban allí agazapados.

Yurek cruzó corriendo la calle hasta el coche para reunirse con DiTomasso. Cuando pasó por delante de la callejuela vio el helicóptero abatido a su derecha. Justo cuando llegaba, el Volkswagen empezó a estremecerse por el impacto de los proyectiles, tung tung tung tung. Fuera cual fuera el tipo de arma, sus balas atravesaban el auto. Yurek y los demás se arrojaron al suelo. No podía decir de dónde procedían los tiros.

—¡Nelson! Nelson, ¿qué demonios es? —gritó desde el otro lado de la calle.

—¡Es una ametralladora! —le contestó a gritos Nelson.

Yurek y DiTomasso se miraron y abrieron los ojos de par en par.

—¿Dónde está? —le gritó a Nelson.

Nelson señaló calle arriba, y Yurek se asomó con precaución por detrás del coche. Había tres somalíes muertos en la calle. Yurek se agachó y los arrastró para amontonarlos juntos y poder deslizarse a su izquierda y mantenerse a cubierto. Vio a tres somalíes apostados en el suelo al norte, calle arriba, detrás de una ametralladora montada en un trípode. Desde aquella posición, el arma controlaba la calle. No podían ver a Nelson detrás del árbol al otro lado de la calle, pues no había sido tan insensato para exponer su posición.

Yurek tenía una LAW (arma ligera antitanque) sujeta a la espalda con correas y que había llevado consigo en todas las misiones desde hacía semanas. Era un lanzacohetes ligero de plástico desechable (pesaba sólo un kilo doscientos gramos). Después de soltar las correas, trepó encima del coche, se inclinó hacia delante y apuntó a través de la mira del arma. Calculó que debían de estar a unos doscientos metros de distancia. El cohete salió con la fuerza de la onda explosiva retroactiva y Yurek lo vio salir zumbando hasta su blanco y explotar en medio de un gran resplandor y un enorme estrépito. El arma se fue volando por los aires.

Estaba aceptando las felicitaciones por su disparo cuando se reanudó el tung tung. Era evidente que el cohete había aterrizado a corta distancia, lo bastante cerca para que el arma volara y levantara una nube de polvo, pero estaba claro que no lo suficiente para destruir o detener a los tiradores. Los vio arriba, en la calle, de rodillas detrás del arma, que habían vuelto a enderezar en el trípode. Yurek recogió una LAW que alguien había dejado por allí cerca, pero estaba doblada y chafada. No logró abrirla. En vista de lo cual, cargó un cartucho 203 de 40mm. en el lanzagranadas montado bajo el tambor de su M-16. En esta ocasión apuntó mejor. De hecho, fue posible observar que la espiral del grueso proyectil 203 daba en el blanco, y en esta ocasión de lleno en el centro. Supuso que el arma había quedado destruida. Cuando se disipó el humo, la vio en el suelo entre los dos hombres. Nadie más apareció para recuperarla. Yurek y los demás no le quitaron la vista de encima hasta la caída de la noche.