—Tú irás en cabeza y nos guiarás —le ordenó el teniente Larry Moore a Struecker—. Nos llevaremos estos tres camiones de cinco toneladas, tus dos vehículos delante, los dos míos en la retaguardia. El helicóptero siniestrado está en esta zona —prosiguió conforme señalaba un punto entre la rotonda K-4 y el edificio asaltado—. No lo sabemos con certeza. Debes mantener esta emisora abierta — añadió a la vez que le mostraba la frecuencia de su radio—, y tenemos un helicóptero cuyo piloto te indicará adonde debes dirigirte. —Está bien —asintió Struecker.
Se acercó uno de los secretarios de la compañía, el sargento Mark Warner.
—Sargento, ¿puedo acompañarles?
—¿Tienes un arma y munición suficiente?
—Afirmativo.
—Adelante, colócate en el asiento posterior.
Otros voluntarios se instalaron en los vehículos del convoy. El especialista Peter Squeglia, el armero de la compañía, se pertrechó para la batalla y saltó a un camión. Se había lastimado un tobillo cuando jugaba al rugby en la playa con unos muchachos de Nueva Zelanda unos días antes y lo habían relegado a hacer guardias en el barracón. Ni se le pasó por la imaginación utilizar un tobillo hinchado como excusa para permanecer al margen. Por consiguiente, estaba en aquellos momentos sentado con su M-16 apuntando hacia fuera por la ventanilla del pasajero en un camión de cinco toneladas, y se preguntaba por qué se metía en aquella situación. Uno se alistaba en el Ejército y se ofrecía voluntario para el cuerpo Ranger sobre todo porque estaba dispuesto a entrar en combate, pero en aquel momento y siendo tan joven no se contaba con que le acabasen tomando la palabra. Si bien nunca había entrado en combate, Squeglia se consideraba más realista que la mayoría de sus camaradas rangers. Algunas de las bravuconadas que había visto durante las semanas anteriores le habían quitado las ganas. Solía advertir a sus amigos que aquello iba en serio, que en una de ésas alguno de ellos podía acabar estirando la pata. Pero todos se reían de él. Bien, y ahora como mínimo uno de ellos estaba definitivamente muerto (había visto el cuerpo de Pilla cuando lo bajaban del Humvee), y él se iba a adentrar en lo más reñido de la batalla. Era un domingo por la tarde de principios de otoño, el clásico momento cuando allá en casa, él y sus compañeros se dedicaban a mirar el fútbol estadounidense por la televisión para luego salir un rato a tomar copas en los bares de Newport, en Rhode Island, e intentar ligar con las chicas, pero él, un muchacho listo de veinticinco años llamado Peter Squeglia, estaba allí con el rifle preparado y en un camión que iba a introducirse en las calles de Mogadiscio donde, por lo que parecía, toda la población indígena pretendía matarlo. El camión se puso en marcha.
Cuando Struecker traspasó la puerta este de la base, esperó las instrucciones del Black Hawk C2 que sobrevolaba la zona.
—Tienes que girar a la izquierda y seguir hasta el primer cruce, donde volverás a doblar a la izquierda.
Struecker giró a la izquierda en la calle Tanzania, pero cuando se acercaba al cruce los tirotearon de todas partes. No estaban a más de ochenta metros de la puerta posterior de la base.
En el Humvee anterior al de Struecker, el sargento Raleigh Cash gritó:
—¡Acción a la izquierda!
El tirador de su torreta giró en redondo para enfrentarse a seis somalíes armados y Cash, que iba delante en el asiento del copiloto, oyó la explosión del fuego y los proyectiles que pasaban cerca silbando y detonando. A Cash le habían enseñado que si uno oía un ruido seco significaba que la bala había pasado cerca de su cabeza. Un silbido, que a él le sonaba como el ruido que se hacía al golpear el cable tirante de un poste de teléfono con un palo, significaba que la bala había fallado por un margen superior. Una descarga cerrada y estruendosa contestó a los disparos.
En el otro de los Humvees de retaguardia, Steve Anderson, el que había acabado consintiendo a regañadientes, oyó la erupción del tiroteo y se le revolvió el estómago. Luego se dio cuenta de que casi todo lo que oía eran las armas de los Rangers. Cualquier somalí armado se enfrentaba a una aplastante lluvia de plomo estadounidense, calibres 50 en tres de los Humvees, así como las SAW y todos los M-16 concentrados en los camiones.
Anderson intentó también disparar con su SAW, pero ésta se le atascó. Tiró y volvió a tirar de la manivela de carga en un intento de desobstruirla, pero no se movió. Entonces, se apoderó del M-16 que llevaba el conductor y apuntó hacia la parte posterior del vehículo. Un momento antes de hacerlo, vio a un somalí con un rifle que desaparecía corriendo por una puerta pero era demasiado tarde para disparar con precisión.
Los vehículos de cabeza se llevaban la peor parte. Una granada propulsada por cohete pasó rozando por encima del techo del Humvee de Struecker con un ruido metálico y explotó al otro lado de la calle contra un muro de cemento en medio de una perturbación tal que el vehículo de ancho cuerpo se quedó levantado sobre dos ruedas. Entonces su tirador de la calibre 50 devolvió el fuego a una concentrada ráfaga de tiros prodecentes de unas AK-47. El sargento pensó que aquel sammy no era un gran experto en el arte de la emboscada. La idea era dejar que pasara el vehículo de cabeza, bloquear a la columna y abrir fuego. Los camiones sin armas y suelos acolchados para el transporte de tropa que iban en el centro cargados con cocineros, secretarios y otros voluntarios serían blancos enormes y vulnerables. Al abrir fuego sobre los vehículos de cabeza le daban al convoy la oportunidad de retroceder antes de que las cosas empeorasen.
Struecker gritó a su conductor que diera marcha atrás. Los que seguían tendrían que adivinarlo. Chocaron contra la parte delantera del Humvee al que precedían y luego este conductor hizo a su vez marcha atrás y le dio al primero de los camiones. Al final todos comprendieron el mensaje.
—Tenéis que encontrarnos otra ruta —les dijo a sus ojos en el cielo.
—Retroceded hasta el principio y girad a la derecha en lugar de a la izquierda. Por ahí podréis llegar.
Struecker llevó a la columna hasta la entrada de la base y, en esta ocasión, doblaron a la derecha. Delante, amenazadora, había una barricada inmensa. Aunque muchos de los que les disparaban eran aficionados, no cabía duda de que había mentes militares y expertas entre ellos. Aquella barricada no era algo espontáneo. Habían previsto las rutas que podía tomar un convoy procedente de la base y habían montado barreras de basura, trastos viejos, muebles, carrocerías de automóviles, trozos de cemento, alambres y todo aquello que les viniera a mano. Contenían también neumáticos en llamas que lanzaban nubes revueltas en el cielo cada vez más oscuro. Struecker notaba el hedor de la goma ardiendo. El convoy sabía que el Súper Seis Cuatro se había estrellado a poco menos de un kilómetro y medio de distancia, delante de ellos.
Durant dijo después que oía el ruido de una calibre 50, que casi con toda certeza procedía del Humvee de Struecker. El piloto creía que el rescate era inminente. Pero el convoy no pudo acercarse más. Al otro lado de la barricada, entre donde estaban ellos y el siniestrado Black Hawk de Durant, se hallaba el muro de cemento que rodeaba un extenso gueto formado por cabañas y senderos. Struecker sabía que él podría pasar por encima de la barricada, pero ni pensar que los camiones que lo seguían pudieran conseguirlo. Además, imaginando que se lograra, no habría forma de cruzar el muro de cemento.
—¿Ves dónde arden aquellos neumáticos? Allí es donde está el helicóptero. A unos cien metros después de aquéllos.
—Tendrás que encontrarnos otra ruta —replicó Struecker.
—No hay otra ruta.
—Pues tienes que encontrar una. Piensa en un camino para llegar hasta allí.
—La única ruta es rodear toda la ciudad y llegar por detrás.
—Está bien. La tomaremos.
Struecker sabía que cada minuto era vital. Durant y su tripulación no aguantarían mucho. Pareció una eternidad el tiempo que tardaron los cinco toneladas en dar la vuelta en la angosta calle. A pesar de que no se andaban con chiquitas pues arremetían contra las paredes y los objetos que se ponían en su camino. Mientras los camiones se esforzaban en dar la vuelta, la mayoría de los hombres saltaron a la calle para defender el convoy. El sargento Cash estaba con una rodilla hincada en el polvo cuando recibió un golpe en el pecho que lo hizo caer. Tuvo la sensación de que le habían dado un puñetazo en la parte alta del hombro. Se metió la mano dentro de la camisa, en busca de sangre. No había. La bala había rozado la parte frontal de la placa pectoral y le había arrancado las correas del arnés con bolsillos y compartimientos, y ahora colgaba sólo de unos hilos.
Squeglia vio que un proyectil arrancaba el retrovisor lateral del camión en el lado del conductor, y devolvió el fuego disparando su M-16 por encima del pecho del conductor. A fin de desahogar su creciente rabia, Sizemore descargaba sobre todo lo que veía. Anderson, en busca de blancos específicos, mantenía la cabeza agachada. Disparó varias veces, pero no creía haberle dado a nadie.
Cuando por fin lograron estar colocados hacia la dirección deseada, el convoy avanzó por una carretera que rodeaba la ciudad hacia el sudoeste, a lo largo de la cual tuvieron que atravesar una única lluvia de balas de AK-47. Desde lo alto de una elevación, vieron el helicóptero de Durant. Estaba abajo, en un pequeño llano, y parecía fácil acceder hasta allí.