Dale Sizemore escuchaba la radio y se estaba volviendo loco. Aquéllos eran sus hermanos, sus compañeros rangers que estaban bloqueados en la ciudad y recibiendo de lo lindo. Oía gritos de dolor y miedo en boca de hombres duros. Era la gran batalla para la que se habían estado preparando todos durante muchos años; ¡y él estaba allí dando vueltas como un tigre alrededor de la radio con un maldito brazo escayolado!
Unos días antes, Sizemore se había lastimado en el codo mientras mataba el tiempo en la base. Los oficiales del destacamento especial habían retado a los suboficiales a un partido de voleibol, pero antes de la competición los rangos inferiores les habían tendido una emboscada a sus comandantes y los habían atado con unos estiradores con esposas flexibles y una cinta dúctil. A continuación los sacaron a la pista de voleibol, les echaron agua por encima y los humillaron. Pero no todos los mandamases fueron pacientes. Steele, un comandante ranger, desencadenó la pelea que uno habría esperado de un ex linier del equipo campeón nacional de fútbol estadounidense de Georgia, y varios oficiales del cuerpo Delta resultaron todavía más difíciles de reducir. Sizemore fue el primero en golpear a Harrell, el teniente coronel de los Delta, y fue como darle un puñetazo a una roca. Sizemore era un joven de fuerte musculatura y piernas como columnas y un luchador más que decente en el instituto; sin embargo, Harrell lo arrojó al suelo como si fuera un peso pluma. Al caer se golpeó en el codo, pero Sizemore no le dio mayor importancia. Entre él y otros cinco rangers lograron reducir a Harrell. Al día siguiente, iban en un helicóptero para un viaje de inauguración sobre la ciudad cuando Sizemore se volvió a golpear el codo y advirtió que estaba blando e hinchado.
El viernes de madrugada, dos días antes del asalto, se despertó en su catre bajo la mosquitera porque tenía el codo tan hinchado y dolorido que no podía dormir. Se tomó cuatro Motrins y se quedó sentado dando cabezadas hasta la hora de levantarse. Por la mañana, lo llevaron en helicóptero al hospital situado en la vieja embajada de Estados Unidos, donde le diagnosticaron celulitis y bursitis y le practicaron una incisión de unos diez centímetros de ancho a fin de drenar la articulación. Le dieron unos puntos de sutura, le escayolaron, le conectaron un gotero con antibiótico y le dijeron que el lunes siguiente lo repatriarían a Fort Benning.
Sizemore estaba muy triste. Había estado solo en la cama del hospital mirando por la ventana otra brillante mañana africana, sorprendido por lo mucho que iba a echar de menos aquel lugar. De hecho, era la primera zona de combate real para él, y le encantaba. El grandote y rubio tirador SAW de Illinois lucía tanto el distintivo como la palabra «ranger» tatuados en el muy musculoso hombro izquierdo. Sus camaradas eran su familia.
¿Y la base? ¡Cielos, la vida en la base era la repera! Seguían entrenándose a diario y no se libraban de las guardias, y otras mierdas del estilo, pero desde que llegaron a Mogadiscio ni siquiera los pringados del Ejército regular podían llenar todo el tiempo libre. No paraban de jugar al voleibol. Un almacén vacío con paredes de cemento y techo alto resultó ser un lugar perfecto para practicar pingpong. Habían organizado un concurso de gin rummy (el pequeño y astuto soldado Othic iba en cabeza muy destacado), y largas sesiones de juegos de mesa como risk, scrabble y stratego. Cuando no estaban de instrucción o realizando alguna que otra tarea, se dedicaban a leer, jugar al Gameboy, mirar vídeos, escribir a casa o mataban el tiempo como podían. A Sizemore le encantaba irse a un lugar situado detrás y hacia la mitad de la base donde soplaba constantemente la brisa del mar, allí se colocaba los auriculares y se aislaba una hora de vez en cuando. Además, estaba la playa. Aunque hubiera tiburones en el mar… una playa era una playa. Como vivían rodeados de arena y de polvo y las duchas estaban racionadas a una cada dos días, parecía lógico que prevaleciera más o menos la costumbre de ir a la playa, por lo menos si se comparaba con los hábitos normales de los Rangers, que no solían practicar este tipo de actividad.
Cualquiera que no fuera un ranger, consideraría que las instalaciones eran austeras. Cada hombre contaba sólo con el espacio correspondiente a un rectángulo de un metro y medio por dos metros y medio que pudiera llamarlo suyo. Se había creado un protocolo informal con respecto al espacio mencionado; los muchachos pedían permiso antes de pisarlo o atravesarlo. Los catres tenían unas estacas delgadas de madera en cada esquina, de las cuales podían colgar por la noche la mosquitera a fin de mantener fuera a los feroces mosquitos somalíes. Los propios barracones estaban hechos un asco. Olían al olor típico a almizcle del Tercer Mundo. Como la pista con todos los helicópteros estaba delante de las grandes puertas siempre abiertas de la fachada, la constante brisa salada que llegaba hasta allí se aromatizaba con el carburante a chorro y el aceite. Los hombres debían guardar las armas envueltas para preservarlas del polvo fino y de la arena que lo invadían todo. El techo tenía goteras y las delgadas paredes estaban agujeradas; por consiguiente, cuando llovía, entraba agua por todas partes. Algunos habían colocado sacos de arena en su espacio para protegerse del agua, lo cual convertía el espacio cavernoso en madrigueras que incrementaban la sensación de hogar. Los muchachos de las Fuerzas Aéreas se habían organizado un apañado espacio a modo de club-casa en la parte posterior de los barracones. Antes de llegar al muro posterior, aparecía una enorme bandera estadounidense que colgaba del techo y, al lado, un póster hecho por ellos y que mostraba el estandarte de su unidad, 3.o Batallón, 75.o Regimiento.
A la tripulación de los diferentes helicópteros le correspondía la parte situada justo frente a la entrada de la puerta principal, los chicos D ocupaban el rincón del barracón a la izquierda de aquélla y el resto era para los Rangers, los compañeros de Sizemore. Su banco estaba en el centro, hacia la parte posterior. Podía apoyar los pies en la mochila y ver a las ratas que se escabullían por el intrincado techo u observar a unos halcones con crías en un árbol de fuera que se dejaban caer en picado y le hincaban el pico a las palomas a media altura.
¿Y qué podía ser más chulo que vivir con los operadores de la Fuerza Delta, los temidos D? Ellos eran los verdaderos profesionales, totalmente antiortodoxos. En el vuelo que duró dieciocho horas a bordo del gigante Starlifter C-141, si bien los camisas azules de las Fuerzas Armadas insistieron en que todos permanecieran sentados, los chicos D se tomaron la orden por el pito del sereno. Apenas hubieron despegado, sacaron mantas térmicas (el brillante suelo metálico del avión se vuelve frío como el hielo a elevadas alturas) y ponchos aislantes, se pusieron tapones en los oídos, repartieron antifaces, se tomaron Bombarderos Azules (pastillas de Halcyon) y se pusieron a dormir. Les enseñaban pequeños trucos, como colocar esparadrapo en la arandela de las granadas para que ninguna pieza del equipo se enganchase en ella accidentalmente. Cuando iban al combate, se ponían rodilleras, con lo cual les resultaba más fácil y era más rápido arrodillarse y disparar, y permanecer en esa posición durante horas en caso necesario. Si hacía mucho calor, no se paseaban con todo el equipo de batalla. Iban con camisetas, o sin ellas, pantalones cortos y chancletas. Todos iban con gafas de sol. Si se habían acostado tarde, hacían la siesta. Cuando salían para una misión, se llevaban las armas que consideraban necesarias y dejaban el resto en la base. Entre los chicos D, para todos los que tenían una graduación de sargento primero o superior, el rango no significaba nada. Todos ellos, oficiales y suboficiales, se llamaban por el nombre de pila o el apodo. Les habían enseñado a pensar y a actuar por sí mismos. Nada se hacía en consideración al reglamento; les guiaba su propia experiencia. Conocían sus armas, sus tácticas y su trabajo mejor que nadie y, básicamente, hacían su propia vida, lo cual suponía algo extraordinario en el Ejército de Estados Unidos.
Algunos operadores, como el rubio Norm Hooten o el achaparrado Earl Fillmore o el macizo Paul Howe, hacían con ellos sesiones de instrucción en las que les enseñaban los puntos más refinados de la lucha letal. Hooten enseñó al especialista Dave Diemer a disparar mejor su SAW trucada desde la cadera, y consiguió que uno de los armeros de la Fuerza Delta le montara una empuñadura a medida para él. Les proporcionaron a algunos muchachos unas bolsas especiales negras de lona para enfundar una SAW, lo cual evitaba que el bombo del lanzagranadas se saliera al bajar por la cuerda (como ocurría a veces). Cosas útiles. Fillmore, que era uno de los operadores más jóvenes a sus veintiocho años, les enseñó la forma de dejar inconsciente a un hombre mediante una patada fuerte en el muslo, golpeándole en la arteria femoral. Howe les mostró las técnicas para ponerse a cubierto en zona urbana y el modo de asaltar una casa. Era genial.
El operador del cuerpo Delta Dan Busch había sido ranger hasta hacía poco, antes de volverse más introvertido. Algunos hombres lo conocían de antes. Busch había cambiado mucho. En primer lugar, ahora era Dan, no el sargento Busch. Algunos muchachos de la Compañía Bravo lo consideraban un bravucón. Busch siempre estaba dispuesto a armar la gorda. En Mogadiscio parecía otra persona. Aquel hombre, antes extravagante, se había vuelto religioso y blandengue, completamente distinto. Se pasaba mucho tiempo en su reducto, donde se dedicaba a limpiar tranquilamente sus armas y batir al scrabble a todo aquel que se prestara a jugar con él.
Algunos eran soldados legendarios, como el cachazudo veterano Tim Martin, que contaba con un humor ágil y lacónico, una gran mancha roja de nacimiento y «Canoso» como apodo, lo cual le encajaba muy bien porque empezaba a tener el cabello blanco. Tenía más de cuarenta años y había participado en casi todos los conflictos, públicos o secretos, desde Vietnam. Llevaba en el Ejército más de veinte años. Nada le confundía o desconcertaba. Estaba casado y tenía tres hijas en Estados Unidos, y decía que pensaba retirarse el año siguiente y montar un negocio. Pero el más enrollado era «Mazo» John Macejunas, un ex ranger nada pretencioso y simpático cuyo cabello era rubio y su tez tan curtida que parecía un surfista. Mazo no era tan corpulento como los demás hombres, pero su físico redefinía el concepto de estar en forma. Tenía tan poca grasa en el cuerpo y estaba tan bronceado que parecía una guía andante de musculatura masculina. En contraste con el cachazudo Canoso, el ritmo del motor de Mazo estaba siempre puesto en la quinta velocidad. Se entrenaba muchísimo, hacía flexiones, abdominales, levantamientos de piernas, contracciones y se castigaba tanto con otros ejercicios de su propia invención, que los Rangers lo consideraban una especie de mutante del esfuerzo. Incluso los otros chicos D sentían admiración por él. Se decía que no conocía lo que era el miedo.
A pesar de que habían hecho instrucción juntos un par de veces, los rangers no habían tenido ocasión de frecuentar a esos muchachos con anterioridad. Era como una tutoría diaria en soldadesca librada por los mejores de la profesión.
Lo peor de la vida en la base, por supuesto, era la falta de mujeres. Había mujeres por allí, pero todas eran enfermeras que trabajaban en diferentes lugares de la base o en las instalaciones de Naciones Unidas, y estaban estrictamente fuera de su alcance. Esto resultaba muy duro. Tenían acceso a cantidad de pornografía, como es de suponer, y muchos rangers practicaban la masturbación de forma despreocupada. Muchos lo hacían discretamente, pero algunos adoptaban una especie de actitud desafiante y cruda, y se ponían de pie junto a su catre y anunciaban: «Me voy al retrete a hacerme una paja». El especialista John Collett, un tirador de SAW que carecía de todo pudor en cuanto a este asunto, se jactaba de su repertorio, y describía nuevas técnicas onanísticas. «¡Tíos, teníais que haberme visto anoche. ¡No os miento, me quedé sin aliento!» Asimismo indicaba lugares nuevos e inusuales para masturbarse. Collett afirmaba haber tenido una «paja-arnés», es decir, haberse masturbado colgado del arnés de un paracaídas. Daba lástima. Uno de los PJ de las Fuerzas Aéreas recibió una muñeca hinchable por correo y casi nadie se rió. Toda aquella obsesión sexual bajo presión hacía que se hicieran más tonterías propias de los adolescentes que de costumbre. Una noche, el cabo Jim Cavaco apareció con un trozo de nailon atado en la punta del pene, sujetaba el cordel con delicadeza entre dos dedos y le explicaba a todo el mundo: «Voy a sacar a pasear un poco a mi pollita».
Jugaban mucho al risk, un juego de mesa donde unos ejércitos con códigos de colores luchaban para conquistar el mundo. Era estupendo para matar el tiempo porque cada partida duraba horas. El soldado primero Jeff Young, un muchacho alto y rubio que iba siempre con unas enormes gafas encaramadas sobre una nariz demasiado pequeña para su rostro alargado, que era RTO (operador de radioteléfono) y procedía del estado interior de Nueva York, se había pasado la vida jugando al risk con sus cinco hermanos y sabía tanto que sus compañeros formaban equipos para ganarle. Young y su sargento, Mike Goodale, les habían pedido el juego prestado a los chicos D poco después de su llegada, pero lo habían monopolizado de tal manera que el escuadrón Delta había pedido que les mandaran otro. Young y Goodale lo colocaban delante de sus estanterías y, por regla general, era el mismo grupo de jóvenes que miraban inclinados sobre ellos. Alrededor del tablero, soldados rasos, sargentos e incluso oficiales, todos, olvidaban los rangos. Bromeaban unos con otros, se gritaban mutuamente, como una pandilla de muchachos.
Hasta los bombardeos nocturnos con morteros era una especie de juego. Los skinnies lanzaban dentro del recinto vallado unos morteros que aterrizaban con un ruido seco y estrepitoso, como algo muy grande que cayese dentro del enorme hueco formado por un ingente montón de hojalata. En un primer momento asustaba a los muchachos. Se echaban al suelo o buscaban cobijo. Pero los skinnies tenían una puntería tan mala que rara vez acertaban y, al cabo de un rato, los hombres se limitaban a echarse al suelo y gritar con entusiasmo cada vez que aterrizaba un mortero. Alguien, probablemente Dom Pilla, descubrió que si se levantaba la gran puerta que cerraba la nevera portátil de soda y agua y luego se la dejaba caer, hacía un ruido muy parecido a un mortero. Mandó a un par de muchachos a meterse dentro antes de que todo el mundo se percatase del juego. Transcurrido un rato, cuando oían el ruido, ni siquiera se molestaban en arrojarse al suelo. Gritaban entusiasmados. Una noche, un mortero explotó tan cerca que Sizemore vio las chispas de la metralla en el muro exterior de la base. Se limitaron a aplaudir y a chillar. Al otro lado de la calle, el asustado personal médico de las Fuerzas Aéreas, que no eran precisamente unos tipos endurecidos por las batallas, se cogían de la mano y cantaban cánticos religiosos conforme los enloquecidos Hoo-ahs al otro lado gritaban como posesos. Los hombres de los barracones habían incluso iniciado una quiniela. Por un dólar se podía escoger entre un espacio de tiempo de diez minutos y, si el mortero caía durante ese intervalo, se ganaba la apuesta. Por consiguiente, después de gritar todos entusiasmados, corrían a comprobar quién había ganado. A nadie se le ocurrió pensar qué harían con el pote si el mortero caía sobre el ganador.
La sala de cine contaba con tres aparatos de televisión y tres de vídeo. La cadena CNN era la favorita. En ocasiones se emitían sus propias misiones. De hecho, cuando el destacamento regresó de su primera misión con los prisioneros somalíes esposados, se quedaron de piedra al ver que, antes de haber tenido siquiera tiempo para despertrecharse, aparecían en la pantalla, su misión de alto secreto había sido filmada a distancia mediante cámaras infrarrojas. Ninguno contestó nunca a las preguntas de los periodistas, y se reían y quejaban entre ellos por la forma tan ultrajantemente equivocada en que se publicaba todo, tanto en la prensa como en la televisión.
Las Fuerzas Armadas contaban con dos emisoras de radio, una que ponía casi siempre música country y la otra que dividía su programación entre música «blanca», en su mayoría rock clásico, y música «negra», principalmente rap. Los Rangers, que a diferencia de los muchachos de la 10.a División de Montaña, cuya base estaba situada al otro lado de la ciudad, eran casi todos blancos, se desternillaban de risa con las dedicatorias durante el espacio «negro»: «Escuchad hermanos y hermanas, yo soy el artista de segunda generación 4-U pinchando un disco para Regina en la 271.a División de Intendencia y que le dedica Dope Gangsta en la 33.a. ¡Paz!». Después de cenar, solían ver vídeos, unas colecciones que les enviaban en cajas y que prácticamente desgastaban de tanto pasarlas, siendo la mayoría del estilo acción y aventura heroica. Una semana disfrutaron de un festival de James Bond, una película diferente cada velada. Una de las pocas y nuevas adquisiciones fue El último mohicano; una noche, unos cuantos acababan de verla dos veces seguidas cuando apareció el capitán Steele que, al ver los créditos finales, anunció que nunca la había visto. Rebobinaron la cinta y la vieron por tercera vez.
La mayoría de los días en que no salían a realizar ninguna misión, se dedicaban a instrucción, lo cual era absolutamente genial. Se dirigían al norte de la ciudad donde comenzaba el desierto y hacían volar objetos o practicaban arrojando granadas o cohetes a determinados blancos, o perfeccionaban su puntería con diferentes armas automáticas. En las dunas fuera de Mogadiscio había muchos más objetos y munición que de costumbre, y no tenían todas las restricciones propias del campo de tiro que había en la base. Allí, al aire libre, bajo el tórrido sol y vestidos con los uniformes de campaña y los sombreros de camuflaje para el sol que les caían flojos sobre la frente, parecían unos niños demasiado grandes para su edad jugando a los soldaditos… con balas y granadas de verdad. Era lo que hacía que la calidad de ser un ranger fuera tan especial. Era soldadesca real. Pura y dura. Era mucho más divertido que la universidad. Sizemore y los demás muchachos que se alojaban en aquel barracón estaban viviendo una aventura. Estaban en África, y no detrás de un escritorio, de una caja registradora o de un pupitre mirando por la ventana un campus aletargado. Hacían cosas como saltar de aeroplanos, descolgarse por las cuerdas rápidas de los helicópteros, descender acantilados… cosas como las que estaban haciendo allí, y haciéndolas bien, como correr tras un sanguinario señor de la guerra en una ciudad exótica del Tercer Mundo.
Sizemore le había pedido al médico que le dejara volver al barracón para pasar allí el último día con su unidad, y estaba terminando de recoger sus cosas en la enfermería para estar listo al regreso de los helicópteros, cuando ingresaron dos hombres a los que una mina controlada remotamente les había herido cuando patrullaban la ciudad en un Humvee. Había un chico de la 10.a División de Montaña herido leve y un intérprete de somalí-inglés al que habían partido en dos. Desde la cintura para abajo había desaparecido. Sus entrañas yacían junto a él en la camilla rodante.
Sizemore jamás había visto una cosa igual. Uno de los brazos del hombre colgaba balanceándose a un lado de la camilla, sujeto al tronco sólo por un trozo de carne. ¿Quién era aquella gente? ¿Qué les hacía pensar que no iban a pagarlo?
Cuando llegó al barracón, había unos jóvenes que se equipaban para la misión. Sizemore hervía de frustración y contrariedad. Todos los muchachos decían que la lucha estaba al rojo vivo. ¿Y si tenían razón? ¿Había llegado hasta allí para perderse lo mejor? En su lugar mandaban al especialista Stebbins, el secretario de la sala de instrucción de la compañía. ¡Stebbins! Sizemore no daba crédito a su mala suerte.
En el barracón bullía el nerviosismo. Incluso el sargento Lorenzo Ruiz, el boxeador, estaba inquieto. Por regla general, nada alteraba a Lo.
—Tengo un mal presentimiento, Dale —dijo.
Ruiz y Sizemore eran muy buenos amigos. No tenían nada en común pero, por alguna razón, empezaron a llevarse a las mil maravillas años atrás. Ruiz era un muchacho duro de El Paso, en Texas, un ex boxeador aficionado que se alistó en el ejército después de que un juez le diera a escoger entre el ejército o la cárcel. En el regimiento Ranger, Ruiz reorganizó su vida y se superó a sí mismo. Estaba casado y tenía una niña pequeña. Sizemore, por su parte, no era más que un típico muchacho suburbano, una especie de mujeriego (sus compañeros lo apodaban «Adonis» por sus labios carnosos, sus grandes ojos azules y los anchos hombros). Pero Ruiz era un romántico. A veces, cuando salía de copas con los muchachos, su genio explotaba en un momento dado para, al cabo de un minuto, tener que secarse una lágrima y decir sorbiendo por la nariz y acento mexicano: «Os quiero, chicos». Ruiz era supersticioso y había luchado contra la premonición de su muerte en Somalia. Sizemore no era supersticioso, pero hizo un pacto con su amigo, seguirle la corriente. Los dos escribieron unas cartas póstumas para las respectivas familias, que sólo deberían enviarse en caso de fallecimiento. Como medida de seguridad, se las habían intercambiado. La de Sizemore iba dirigida a su madre, a su padrastro y a una tía, y les decía lo mucho que los quería. Ruiz escribía a su mujer que la quería y le daba instrucciones a su hermano, Jorges, para que se ocupara de su madre y de su abuela. Los dos escribieron que habían muerto haciendo lo que deseaban. No era necesario añadir mucho más. Aquella tarde, cuando Ruiz se disponía a cumplir con su misión en el barrio Mar Negro, le recordó a Sizemore la carta.
—¡Cierra el pico! —replicó este último—. Estarás de vuelta dentro de unos minutos.
Pero en aquellos momentos Ruiz estaba con los demás muchachos pasándolas moradas (lo que no sabía Sizemore era que su amigo ya estaba mortalmente herido). Sizemore se preguntó dónde estaría Ruiz, y cómo se las apañaban Goodale y Nelson. Estaba preocupado por Stebbins. ¡Cielo santo, Stebby era quien les hacía el café! Él, probablemente el mejor hombre en la unidad con una SAW, estaba allí, y el secretario de la compañía se iba a librar su batalla. Sizemore estaba pegado a la radio fuera del Centro de Operaciones junto con otros muchachos que se habían quedado porque habían salido para una expedición acuática poco antes de que se preparase la misión en curso. Este grupo tenía sus respectivos Humvees aparcados en semicírculo fuera de las grandes y abiertas puertas frontales del barracón, preparados para ponerse en marcha si fuera necesario.
* * *
Lo que oía por la radio, palabras y sonidos, tenían para el especialista Steve Anderson un efecto diferente. Le daba miedo. Eran tantas sus ganas de ser soldado que ocultó sufrir de asma agudo cuando se alistó. Llevaba siempre consigo el inhalador. El primer día de instrucción básica les advirtieron a todos de forma muy rigurosa de que cualquier droga se consideraba contrabando y que si pescaban a alguien en posesión de alguna se vería metido en un buen, buen lío. Pasaron una caja por todo el cuartel y les dijeron que tenían una última oportunidad, una amnistía, para deshacerse de todo lo que pudieran tener. Anderson fue presa del pánico y arrojó en la caja su inhalador, pero luego, tres o cuatro días más tarde, sufrió un ataque de asma tan terrible que tuvo que confesar y lo mandaron al hospital. Al día siguiente, el sargento instructor dijo a Sizemore y a los demás chicos del pelotón que Anderson había muerto.
Al cabo de un mes, en la escuela de vuelo, Sizemore distinguió de pronto a un fantasma alto y delgado que era ayudante de cocina, y se frotó los ojos para ver mejor. Anderson no sólo había sobrevivido al ataque de asma, sino que alguien en la cadena de mando había admirado tanto su determinación que le habían dejado quedarse y le habían devuelto el inhalador.
Sin embargo, en aquellos momentos, enfrentado a la perspectiva de una batalla campal de aquella envergadura, el pánico que transmitía la radio cundió en Anderson. Todo el mundo hablaba el doble de lo habitual, como si necesitaran estar en contacto, como si la radio fuera una red para impedir su caída libre. Anderson no lo demostraba, pero estaba temblando. Tenía el estómago revuelto y le inundaba un sudor frío. «¿Voy a tener que ir allí?», se preguntaba. Hasta aquella misión, nadie había resultado gravemente herido. Las misiones eran muy divertidas. Cuando el megáfono anunciaba «¡En marcha!», él siempre pensaba: «Acción, fabuloso». Igual que sus camaradas. En aquel momento, no.
El horror se hizo realidad cuando el convoy formado por los tres Humvees del sargento Struecker llegó a toda velocidad y acribillado, y los enfermeros sacaron el cuerpo destrozado del soldado Blackburn, el ranger caído desde el helicóptero hasta la calle. El especialista Brad Thomas salió de uno de los vehículos con los ojos inyectados en sangre. Vio a Anderson y le dijo de forma entrecortada:
—Pilla ha muerto.
Thomas lloraba y Anderson notó que él también empezaba a hacerlo. El miedo era palpable. Anderson se alegró de estar en un lugar seguro. Se avergonzaba de sí mismo, pero era esto lo que sentía.
Sin embargo, no era el único. Poco después de haber bajado el cuerpo de Pilla y a Blackburn, recibieron la orden de volver a la ciudad. Se había estrellado un segundo Black Hawk, el de Durant, y corrían el peligro de verse sitiados por los somalíes. Se enteraron por la radio de que Casey Joyce, otro compañero, había muerto. Mazo y el SEAL que había acompañado de vuelta a Blackburn, estaban rearmados y preparados. Anderson no advertía vacilación alguna en esos muchachos. Pero los rangers más jóvenes, todos, estaban temblando.
Brad Thomas no podía creerlo. Estaba en la playa con Joyce y Pilla cuando los llamaron para aquella misión. Dentro de la compañía Ranger, Thomas, Joyce, Pilla, Nelson y otros pocos eran los mejor avenidos. Eran algo mayores que los otros y tenían un poco más de experiencia. Tanto Joyce como Thomas estaban casados. Antes de enrolarse, este último estuvo en la universidad unos cuantos años para estudiar guitarra clásica. Alborotaban menos que los demás y, cuando se trataba de correr riesgos, seguían haciéndolo gustosamente pero de forma menos entusiasta.
Thomas vio a su amigo Pilla muerto y pensó durante el resto de aquella insensata caravana de regreso a la base que él no iba a poder seguir adelante. Cuando llegaron se sintió aliviado. Imaginó que se había dado la misión por finalizada. La situación se había descontrolado y los otros muchachos iban a aparecer de un momento al otro. Desde un punto de vista emocional, la batalla había sido librada.
Por consiguiente, cuando Struecker se acercó y ordenó a los hombres que se rearmasen, porque volvían a salir, Thomas no podía dar crédito a lo que oía.
¿Cómo podían volver a aquel infierno? A duras penas habían escapado con vida. ¡Toda la maldita ciudad trataba de matarlos!
Struecker notó que le daba un vuelco el corazón. Sus vehículos estaban llenos de agujeros. Había restos de sangre y cerebro de Pilla en la parte posterior de su Humvee. Cuando sacaron el cuerpo ya no parecía que fuera el de Pilla. La parte alta de la cabeza había desaparecido y el rostro estaba grotescamente hinchado y desfigurado. Los hombres de Struecker estaban profundamente impresionados.
Mazo, el inflexible luchador de la Fuerza Delta, tomó a Struecker y se lo llevó a un lado.
—Escuche, sargento, tiene que limpiar su vehículo. Si no lo hace, a sus muchachos les va a dar un ataque.
Y Struecker se acercó despacio a su pelotón.
—Escuchad, chicos. No tenéis que hacerlo si no queréis. Lo haré yo mismo si es necesario. Pero tenemos que limpiar esto ahora mismo porque se nos ha ordenado que volvamos allí lo antes posible. Los demás que vayan a abastecerse de nuevo. Id vosotros a por más munición.
Struecker preguntó a su tirador del calibre 50:
—¿Me ayudas a limpiarlo? No tienes que hacerlo si no quieres.
Juntos fueron a buscar cubos de agua y, con la ayuda de esponjas, retiraron la sangre, los restos de cerebro y rascaron las manchas del interior.
Sizemore lo vio todo y se puso furioso.
—Me voy con ellos —anunció.
—No puedes, estás herido —replicó el sargento Raleigh Cash, al cargo del pelotón que había ido a la expedición acuática.
Sizemore no discutió. Iba vestido con pantalones cortos de gimnasia y una camiseta, y ya había empaquetado su equipo en vistas al viaje a casa del día siguiente; sin embargo, entró corriendo en el barracón y, después de ponerse los pantalones y la camisa, se apoderó del primer equipo perdido por ahí que pudo encontrar. Encontró un chaleco antibalas que le iba tres tallas demasiado grande para él y un casco que le bailaba alrededor de la cabeza como una ensaladera. Cogió su SAW, introdujo munición en los bolsillos y bolsas y, con las botas sin abrochar y la camisa desabrochada, llegó corriendo al convoy y saltó al Humvee de Cash.
—Voy con vosotros —le dijo a este último.
—No puedes ir con esa escayola en el codo.
—Entonces me la quito.
Entró a toda prisa en el barracón en busca de unas tijeras. Cortó la juntura interior del yeso y se lo retiró. Luego volvió y se instaló de nuevo en el vehículo.
Cash se limitó a sacudir la cabeza.
Anderson admiró el entusiasmo de Sizemore y se sintió más avergonzado de sí mismo. Había dejado prestado su propio equipo, pero se sentía mortificado. No sabía si sentirse más avergonzado de su miedo o de la aceptación incondicional de las órdenes recibidas.
Cuando llegó el momento de subir a los vehículos él volvió a obedecer, asombrado de su propia pasividad. Iba a ir a Mogadiscio y arriesgar su vida, pero no por pasión, solidaridad o patriotismo, sino porque no se atrevía a negarse. No exteriorizó nada de todo eso.
No todo el mundo se mostraba tan pasivo. Brad Thomas se llevó a Struecker a un lado.
—Oye, chico, no quiero volver allá, te lo digo de verdad.
El sargento había contado con que algo así sucediera, y lo había temido. Él sabía cómo se sentía por tener que volver a la ciudad. Era una pesadilla. Las palabras de Thomas expresaban los sentimientos de todos. ¿Cómo podía obligar a aquellos hombres a volver al campo de batalla, sobre todo a los que habían vivido un infierno para regresar a la base? El sargento sabía que los jóvenes estaban pendientes de él para ver cómo iba a tratar el asunto. Struecker era un ranger modelo, fuerte, modesto, obediente, duro y estrictamente celoso del reglamento. Era como el primero de la clase. Los oficiales lo adoraban y ello significaba que algunos de los hombres lo miraban con cierta envidia. Así desafiado, esperaban que Struecker explotase.
Por el contrario, se apartó un poco con Thomas y se puso a hablarle despacio, de hombre a hombre. Intentó tranquilizarlo, pero Thomas ya estaba tranquilo. Struecker se percató de ello, el hombre había decidido que había dado todo lo que podía dar. Thomas se había casado hacía sólo unos meses. Nunca fue uno de los bravucones del regimiento. Era una decisión racional. No quería volver y que lo mataran. La ciudad entera disparaba contra ellos. ¿Hasta dónde podían llegar? Por muy caro que fuera el precio que iba a pagar por echarse atrás, y para un ranger iba a ser un precio elevado, a Struecker le pareció que Thomas tenía muy clara su decisión.
—Escucha —empezó a decir este último—, comprendo lo que sientes. Yo también estoy casado. No te consideres un cobarde. Sé que estás asustado. Yo estoy que me cago de miedo. Tampoco había estado nunca en una situación similar. Pero tenemos que ir. Es nuestro trabajo. La diferencia entre ser un cobarde y un héroe no estriba en si uno tiene miedo o no, sino en lo que uno hace cuando está presa de él.
No pareció que a Thomas le gustara la respuesta. Se alejó, pero cuando estaba a punto de ponerse en marcha, Struecker observó que había subido a su vehículo junto con los demás hombres.