4

El sargento primero Al Lamb se alegraba de poder contar con aquel agujero. Les estaban disparando desde todas las direcciones y no había muchos sitios donde esconderse. Los sammies hincaban sus AK-47 en la parte superior de los muros. Lamb había ido al extremo del callejón, hasta la parte delantera del helicóptero, con un operador de la Fuerza Delta, un ranger, el sargento Mark Belda y el joven y entusiasta soldado Rob Phipps.

Este último había llegado a la calle después de deslizarse por la cuerda junto con el soldado John Belman, y los dos se apresuraron a empujar una puerta para salir de la calle. Tropezaron con una mujer que llevaba un turbante en la cabeza y un vestido a cuadros de color rojo. Se puso a gritar y vieron que le faltaba un diente delante. Phipps distinguió a cinco o seis niños escondidos bajo una cama. La somalí se dejó caer sobre las rodillas y alzó las manos conforme les suplicaba con palabras que ellos no entendieron. Los rangers volvieron entonces a salir a la callejuela, desde donde vieron la cola del helicóptero. De pie junto a este último estaba el sargento McMahon, quien les gritaba detrás de su hinchado y amoratado rostro:

—¡Las doce! ¡Las doce!

Eso significaba que necesitaban mayor cobertura de fuego en la posición de las doce horas. Phipps se instaló junto a la pared de piedra contra la cual había caído el helicóptero. A poco más de veinte metros, había una pequeña intersección cruzada por otro callejón sin asfaltar. En las dos esquinas opuestas, vio unos muros de piedra y, detrás de ellos, un grupo de árboles. A su espalda, sobresaliendo de la parte inferior del aparato y extendiéndose unos metros en dirección al cruce, había un enorme matorral de cactos. Esto y el helicóptero siniestrado ocultaban su posición a cualquiera que estuviera detrás de él. Permaneció alejado de la esquina para no convertirse en un blanco desde el callejón frente a él. Al principio estaba solo, pero como no las tenía todas consigo, llamó al sargento Lamb por su radio portátil y le pidió ayuda. El sargento del Estado Mayor Steven Lycopolus fue hasta él y se agazapó al otro lado del callejón, después del agujero en el muro sur que había hecho el Black Hawk al caer. La pila de piedra y mortero procedente del cemento pulverizado le ofrecía protección por detrás. Pretendían eliminar a los tiradores situados al este y que no dejaban de lanzar regularmente ráfagas en dirección a la parte alta del callejón, e impedir que los sammies se acercasen al helicóptero desde aquella dirección. No tuvieron que esperar mucho para poner en práctica el plan. Un hombre vestido con una camisa blanca de algodón, pantalones anchos y sandalias se deslizó subrepticiamente en el callejón recto en su dirección, llevaba una AK y caminaba en cuclillas con el arma delante. Phipps le disparó y el hombre se desplomó de costado en la callejuela. A continuación, apareció otro hombre corriendo con la intención de recuperar el arma. Phipps le disparó. Luego llegó otro. Phipps también le disparó. Después Lamb, Belda, y el soldado Gregg Gould subieron para reunirse con Phipps y con Lycopolus. Belda se colocó junto a Phipps en el callejón. Gould se puso al lado de Lycopolus, y Lamb ocupó el agujero.

La Tiza Dos de los Rangers, que habían llegado los primeros, ocupó la posición de las seis. Se desplegaron en abanico para cubrir las cuatro esquinas del gran cruce situado al oeste del aparato siniestrado. Los cinco hombres situados en la posición de las doce se atrincheraron lo mejor que pudieron para cubrir la pequeña intersección este. Se quedaron cerca del helicóptero. Lamb consideró que, si desplazaba a sus hombres al otro lado del cruce, se podía romper el perímetro y, como consecuencia, correr el riesgo de quedarse aislados.

Daba la impresión de que la mayoría de los proyectiles procedían del grupo de árboles que había a unos veinte metros, detrás del muro alto situado en la esquina sureste al otro lado del cruce. Los proyectiles lanzaban piedra desportillada y arena alrededor de Phipps y los oía acribillar el delgado casco metálico del Black Hawk.

Como Lycopolus y Gould eran los que estaban más cerca del muro, Lamb les dijo que lanzaran granadas por encima de aquél. Éstas fueron explosionando una a una, pero no por ello cesó la lluvia de proyectiles. Belda disparó a los árboles con su SAW, mientras Phipps le pasaba granadas a Lycopolus. El sargento del Estado Mayor las lanzó y también éstas explotaron sin causar el efecto deseado. En vista de lo cual, Belda le pasó también sus granadas a Lycopolus. El sargento del Estado Mayor arrojó la primera, que explosionó debidamente, y acto seguido lanzó la segunda. Esta vez no se produjo explosión alguna, sino que, por el contrario, al cabo de unos segundos, lo que parecía ser la misma granada volvió hacia ellos volando por encima del alto muro. O bien Lycopolus no le había retirado la tira de seguridad a la última granada que arrojó, o bien ésta tenía un defecto y el somalí situado detrás de la pared tenía en su poder otra granada estadounidense.

Phipps se inclinó hacia delante cuando varias voces gritaron al unísono: «¡Granada!». La explosión fue como un derechazo en el estómago. Se quedó sin aliento. Tuvo la sensación de estar ardiendo, le zumbaron los oídos por la explosión y se le llenaron la nariz y la boca de un sabor metálico, amargo y lacerante. Cuando desapareció la bola inicial de fuego, notaba todavía que las piernas y la espalda le ardían terriblemente. La explosión le había afectado en gran manera. El rostro, ennegrecido, empezaba a abotargarse y tenía los ojos tan empañados que apenas podía abrirlos. Cuando Phipps pudo reaccionar, levantó la cabeza y miró hacia atrás por encima del hombro. A Gould también le habían alcanzado y le sangraban las nalgas. Un somalí había ido corriendo hasta el centro de la calzada y había cogido la AK del montón de muertos y heridos en cuya dirección él había disparado antes. El hombre estaba apuntando cuando uno de los chicos D situado junto al hueco de la pared lo derribó con un disparo certero. La cabeza del hombre quedó cercenada.

El operador le hizo una seña a Phipps con la mano al tiempo que le gritaba:

—¡Ven! ¡Ven aquí!

Phipps intentó ponerse en pie, pero le flaqueó la pierna izquierda. Volvió a probarlo y cayó de nuevo.

—¡Ven! —gritó de nuevo el chico D.

Phipps empezó a andar a gatas. El ardor era agudo y la pierna izquierda no le respondía. Cuando estuvo lo bastante cerca, el chico D lo agarró por el rostro y tiró de él hasta ponerlo a cubierto.

Phipps estaba aterrorizado.

—¡Jodida mierda! ¡Me han dado! ¡Me han dado!

—No será nada —le tranquilizó el chico D—. Verás como no será nada.

Le rasgó el pantalón y le aplicó un vendaje de campaña.

Se había acabado la fiesta para Phipps. Quedaba relegado del combate.