Tan pronto como puso los pies en la calle, Wilkinson oyó el tableteo de los proyectiles. Hacía mucho calor y la nube de polvo le impedía ver. Corrió hasta un muro que había a la derecha y esperó a que se dispersara.
Llevaba un pequeño botiquín, su CAR-15, un arma en el cinto, municiones, la radio, una cantimplora y un equipo de protección corporal. En lugar del casco regular del Ejército estadounidense, el fabricado con material Kevlar, Wilkinson llevaba el casco ligero Pro-Tech de plástico que preferían la mayoría de los chicos D. Por su trabajo tan especializado, tenían que entrar y salir rápidamente de lugares pequeños y, por consiguiente, el riesgo principal era el de golpearse la cabeza, no de que les metieran en ella una bala o metralla. Wilkinson prefería el casco pequeño porque le podía pegar una tira de velero en la parte alta y sujetar allí la linterna.
Wilkinson llevaba una de las pesadas placas de cerámica delante de la protección corporal y, con todo el resto del equipo, su peso total debía de verse aumentado en la mitad de sus setenta y dos kilos; sin embargo, no advertía el peso adicional. En el helicóptero del CSAR habían mantenido una conversación profesional sobre los pros y los contras de llevar las placas de protección. Pesaban mucho y, en algunas ocasiones, la parte delantera superior de la placa les tocaba la barbilla a los hombres cuando estaban sentados en los helicópteros, lo cual resultaba harto incómodo. Debido a que se pasaban la mayor parte del tiempo sentados, la opinión generalizada de los ocupantes del aparato era la de dejarlas a bordo. El material Kevlar de los chalecos ya podía detener tanto metralla como un proyectil de 9mm. Como Wilkinson imaginaba que el arma habitual de los somalíes debía de ser una AK-47, que disparaba unas ráfagas más rápidas, se dejó la placa de delante pero no la posterior. Era un recordatorio de una regla de suma importancia: jamás le des la espalda al enemigo.
Salvo que, en aquella intersección de calles sucias y casas de piedra, parecía que los proyectiles enemigos llegaran de todas partes. No podía ver nada. Se quitó los gruesos guantes de piel para el descenso por las cuerdas, los enganchó al chaleco y esperó a que la nube se redujera lo suficiente para ver dónde estaba.
Habían bajado en la avenida Marehan, una calle ancha y sucia que estaba justo al este del avión siniestrado, si bien Wilkinson todavía no podía ver el Súper Seis Uno. En comparación con otros barrios, aquél era residencial. Angostas callejuelas que iban del este al oeste cruzaban esta amplia calle norte-sur. Sabía que el Súper Seis Uno estaba en una de aquéllas. Las casas de los alrededores eran de una o dos plantas, de piedra rosada, blanca o gris oscuro, coronadas por tejados de hojalata y la mayoría dispuestas alrededor de un pequeño patio interior. Algunos de los muros exteriores eran de yeso fino y estaban pintados, aunque todos aparecían manchados con la arena naranja de las calles. La mayoría de las paredes eran desiguales. Pero incluso en el caso de las paredes hechas con los modernos ladrillos de carbonilla, éstos se habían colocado con tal descuido que los muros parecían más bien una pila de piedras amontonadas allí deprisa y corriendo. Era evidente que la mayoría de las construcciones, si bien ambiciosas en algunos casos, era estrictamente «hágalo usted mismo». En los patios había árboles pequeños, y también algunos en la calle.
Vio que algunos de su grupo estaban al otro lado de la calle, en lo alto de una callejuela angosta, y se desplazaban dirección oeste. Las mochilas y las cuerdas estaban todavía en medio de la calle Marehan. Al lado, había un largo fragmento de los rotores estropeados del Súper Seis Uno. La fuerza del impacto había lanzado trozos de los rotores a unas manzanas de distancia. Sin dejar de oír el estrépito de los proyectiles a su alrededor, Wilkinson cruzó la calle corriendo y recogió las dos bolsas. Vio el avión accidentado apenas dobló la esquina del callejón. Su tamaño le dejó perplejo. Estaban acostumbrados a ver a los Black Hawks en el aire o en grandes espacios al aire libre. En aquella calle angosta daba una sensación trágica, parecía una ballena arponeada, embarrancada sobre su costado izquierdo. El botalón de cola en forma de T se había torcido y estaba doblado hacia abajo. Así de costado, el aparato debía de tener unos dos metros y medio de altura. Había trozos y piezas del rotor y del motor, piedras y cemento dispersos sobre su superficie. En la parte delantera del helicóptero, bajo la puerta derecha de la cabina, y boca arriba, había un dibujo, que allí parecía fuera de lugar, de un indio con la nariz aguileña y una pluma en la cabeza, y las palabras «Toro Sentado». Recordó que Toro Briley era el copiloto del Seis Uno.
Ya había mucho trabajo hecho. El equipo de rescate formado por chicos D y rangers, además del grupo de la Tiza Dos que había acudido procedente del edificio asaltado, habían establecido un perímetro para, básicamente, controlar el callejón por delante y por detrás de la aeronave derribada. El morro chafado apuntaba al este. Dispersos por el suelo, se veían algunos somalíes muertos. Había gente, en muchas ocasiones mujeres o niños, que salían corriendo para recuperar sus armas, y otros se aventuraban unos pasos en la calle para arrastrar los cuerpos y ponerlos a cubierto.
El sargento Fales estaba en la parte delantera del helicóptero aupándose para ver su interior cuando sintió un tirón en la pierna izquierda. Luego llegó el dolor. Tuvo la sensación de que le habían clavado un atizador candente en el músculo de la pantorrilla. Fales, un hombre grandote de ancho rostro que había luchado en Panamá y en la guerra del Golfo, sintió ira además de dolor. Se había preparado durante años para un momento como aquél y, al cabo de apenas tres minutos de estar en tierra, le disparaban. ¿Cómo iba a hacer su trabajo, es decir, dirigir el rescate, con un condenado y enorme agujero en la pierna?
Con una mueca desilusionada en el rostro, saltó del helicóptero. Wilkinson llegó junto a él cuando Fales se dirigía cojeando hacia la cola del aparato. Se apoyaba en el brazo del sargento primero de la Fuerza Delta, Bob Mabry.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Wilkinson.
—Me han pegado un tiro.
—¿Qué dices?
—Que me han disparado. Una rata bastarda me ha disparado.
Fales y Mabry se agacharon para meterse en el agujero que el helicóptero siniestrado había dejado en el muro sur de la callejuela. Mabry les hizo un corte a los pantalones con las tijeras que llevaba y vio que la bala le había atravesado el músculo de la pantorrilla y había salido por la parte delantera de la pierna. Aparentemente no había roto ningún hueso. Por el aspecto que presentaba, colgajos de tejido muscular desparramados fuera de la herida, imaginaron que debía de doler muchísimo, pero aparte de aquel padecimiento lacerante que había notado justo después del tiro, Fales no sentía nada. El miedo y la adrenalina hacían de anestésicos. Mabry metió el tejido muscular en su agujero, introdujo un poco de gasa en este último y luego aplicó un vendaje de emergencia. Acto seguido, los dos hombres salieron a gatas al callejón y se metieron en un espacio en forma de copa que había detrás del armazón principal del helicóptero y creado por el botalón doblado de cola.
La herida de su compañero aumentó la sensación de urgencia que ya experimentaba Wilkinson. Creyó que tendrían unos cuantos minutos para organizarse antes de que empezaran a atacarles. Por regla general, según su experiencia, las turbas somalíes precisaban entre diez y veinte minutos para coordinar cualquier acción en las calles. Resultaba evidente que en esa ocasión iba a ser diferente. La velocidad era crítica. Mientras se dirigían hacia allí, les habían informado que el cuerpo principal de la fuerza de asalto se iba a desplazar en vehículos desde el edificio asaltado hasta el lugar del siniestro, por consiguiente esperaba su llegada de un momento al otro. Ellos tenían que sacar a los heridos y a los muertos del helicóptero, aplicarles las curas de emergencia necesarias e instalarlos en las camillas antes de que llegase aquél. Y él se había quedado sin el jefe del equipo.
Wilkinson se dirigió a la parte delantera. Un francotirador de la Fuerza Delta, sargento primero James McMahon, que estaba en el Súper Seis Uno cuando éste se estrelló, ya estaba en lo alto del aparato y trataba de sacar a Toro Briley. McMahon tenía la cara llena de cortes profundos y amoratada. Parecía llevar una máscara del terror. Era evidente que Briley estaba muerto. Con el impacto, algo que había entrado justo bajo la barbilla le había atravesado la cabeza limpiamente en diagonal. Dentro de lo posible, resultaba fácil acceder hasta él porque estaba sujeto con el cinturón en el asiento derecho, el cual había quedado en la parte superior. Wilkinson ayudó a McMahon a auparlo, sacarlo y poner el cuerpo en tierra. McMahon se introdujo en la cabina y comprobó el estado de Elvis.
—Está muerto —le dijo a Wilkinson.
El PJ quiso verlo él mismo. Le dijo a McMahon que vigilara fuera y luego subió al helicóptero para meterse en él.
Dentro el silencio asustaba. Como no se había producido ningún incendio, no había humo. A Wilkinson le sorprendió que todo estuviera tan intacto. Lo que no había sido sujetado con correas descansaba en aquellos momentos en el lado izquierdo, que se había convertido en la parte inferior. La mayoría de las cosas se habían deslizado hacia el frente y aparecían apiladas contra el respaldo del asiento del piloto. Olía a gasolina y de algunos lugares salía líquido. Pasó el dedo por un fluido que corría por el lado, lo olió y luego lo probó. No era gasolina. Probablemente fluido hidráulico. La luz del sol entraba por las amplias puertas de la derecha, que en aquellos momentos daban al cielo.
Observaba todo esto por la puerta de la derecha, colgado boca abajo. Alargó una mano y le tocó el cuello a Wolcott para comprobar el pulso. Estaba muerto. Los dos pilotos habían recibido lo más fuerte del impacto, aunque Wolcott todavía más porque su lado golpeó el suelo primero. Toda la parte frontal del helicóptero se había doblado hacia el interior aplastándolo de cintura para abajo. Seguía en su asiento. Tenía la cabeza y el torso intactos, pero el resto de su cuerpo se hallaba aprisionado bajo el tablero de instrumentos. Wilkinson quiso deslizar la mano entre el tablero y las piernas del piloto, pero no había espacio ni por arriba ni por abajo. No podía levantarlo o tirar de él para liberarlo. Wilkinson entró en el aparato y se arrastró hasta el asiento del piloto para ver si podía tirarlo hacia atrás o por lo menos reclinarlo, para poder así sacar a Wolcott, pero tampoco parecía dar resultados. Volvió afuera y saltó al polvoriento suelo por la destrozada parte izquierda de la cabina y escarbó para ver si existía una posibilidad de abrir un agujero bajo el fuselaje y sacar el cuerpo de «Elvis» por él. Pero el gran tonelaje del Black Hawk se había hundido en la tierra. No iba a ser fácil sacarlo de allí.