Estaban ocurriendo demasiadas cosas al mismo tiempo, y todas malas. El destacamento especial Ranger llevaba dos horas en una misión que se suponía debía haber durado una. El general Garrison y sus hombres, que estaban en el Centro de Operaciones del aeródromo mirando y escuchando las pantallas de televisión y la radio, así como los comandantes de la unidad Harrell y Matthews, apostados en el Black Hawk C2 y sobrevolando en círculo el lugar del combate, llegaron a la terrible conclusión de que la situación estaba fuera de control.
Su tropa estaba en aquellos momentos diseminada más allá de los límites aceptables. El lugar donde estaba el helicóptero siniestrado de Durant y sus inmediaciones estaban en peligro inminente de ser sitiados. La mayoría de los primeros asaltantes, unos ciento sesenta entre chicos D y rangers, estaban separados en el desmembrado convoy terrestre o dispersados y a pie entre la casa asaltada y el primer helicóptero abatido. Pertenecían a la fuerza militar más poderosa de la tierra pero, mientras no pudieran enviarles otras fuerzas para ayudarlos, estaban desamparados y tenían que defender sus vidas en las calles de la ciudad rodeados por miles de somalíes furiosos y bien armados. Había llegado a la base de la unidad especial una compañía entera de la 10.a División de Montaña, ciento cincuenta hombres más lanzados a la tarea de llegar al lugar donde se hallaba Durant con su helicóptero, pero tropezaban con los mismos problemas que los otros vehículos que trataban de avanzar a través de emboscadas mortales y barricadas tendidas por toda la ciudad.
Estaban en camino dos compañías más de la 10.a de Montaña y los cuerpos paquistaníes y malasios de Naciones Unidas habían aceptado contribuir al combate con sus tanques y sus vehículos blindados para el transporte de tropas, pero la logística necesaria para organizar este políglota convoy de rescate era aterradora, y larga de preparar. Dentro de dos horas sería de noche.
Los hombres que se debatían por sus vidas en la ciudad no tenían idea de la visión de conjunto. No podían ver más allá de la cada vez más desesperada lucha que se desarrollaba en su esquina, y todos y cada uno combatían con la esperanza de que los rescates no tardarían más que unos minutos.
Poco antes de que fuera abatido el helicóptero de Durant, el único equipo de rescate que había en el aeródromo se había deslizado por las cuerdas rápidas en el primer lugar donde había caído el aparato, el que estaba a sólo unas manzanas del edificio asaltado. Habían ido hasta allí en el Black Hawk Súper Seis Ocho. El sargento técnico de las Fuerzas Aéreas Tim Wilkinson estaba sentado entre los dos oficiales de tripulación en la parte posterior del mismo cuando empezó a pasarse de mano en mano una pizarra blanca. Escrito con unas letras grandes y negras podía leerse «61 DERRIBADO». La mala noticia produjo una subida de adrenalina. Significaba que la acción no se había acabado.
Llevaban meses haciendo instrucción juntos, una mezcla de soldados de diferentes unidades y ramas. Wilkinson era uno de los PJ de las fuerzas armadas que iba a bordo. Con él iban cinco hombres de la Fuerza Delta y siete rangers. Desde el momento en que aquella misión fue aprobada a principios del verano anterior, aquel equipo formado por catorce hombres se había preparado para aterrizar descolgándose por las cuerdas junto a un helicóptero abatido, primero en Fort Bragg y luego en Mogadiscio. Todo el mundo sabía que cabía la posibilidad de que derribaran a uno de los helicópteros en el ejercicio de una de aquellas misiones, si bien se consideraba tan improbable que, en un principio, no se había contado con el elemento CSAR en el despliegue. Pero Garrison se impuso y aquél fue incluido, pero se siguió considerando que aquel helicóptero era un lujo y un estorbo, al igual que las voluminosas cajas de material y equipo médico de emergencia que el cirujano de la Fuerza Delta, el mayor Rob Marsh, había insistido en acarrear por todo el mundo durante los últimos ocho años. Siempre surgía la tentación de prescindir de tales precauciones incómodas, como la tomada con los chicos D, que entraban en combate con su respectivo grupo sanguíneo impreso en los zapatos. No era cuestión de ser gafe, sino que la prudencia dictaba estar preparado para lo peor. Durante las seis primeras misiones, el equipo CSAR estuvo volando en círculo por espacio de una hora para luego regresar al aeródromo.
Wilkinson y los otros muchachos de la fuerza armada practicaban medicina de emergencia como un deporte extremo. Su trabajo consistía primordialmente en rescatar pilotos cuyo avión se hubiera estrellado y, como no se podía predecir dónde o cuándo se iba a caer una aeronave, en medio del mar o en la cima de una montaña, en una tundra helada o en medio de una ciudad superpoblada, se enorgullecían del lema de su unidad: «En cualquier momento, en cualquier lugar». Estaban entrenados para escalar montañas, escudriñar desiertos y saltar desde aviones a unas altitudes elevadísimas, en caso necesario, bastante detrás de las líneas enemigas a fin de localizar a aviadores perdidos o heridos, rescatarlos y llevarlos a casa. La instrucción que habían recibido estaba pensada para llevarlos más allá de la resistencia humana habitual. Cuando Wilkinson se alistó voluntario a principios de los ochenta, a veces morían hombres incluso durante las pruebas para pasar el examen de PJ. El tenía veinticinco años y era un hombre ávido de toda actividad al aire libre. Tomó la decisión de tirar por la borda una carrera convencional de ingeniero electrónico por algo que le acelerara el corazón. La pesadilla para él era el ejercicio acuático que debía realizar en el centro militar de instrucción perteneciente a los boinas verdes SCUBA. Lo llamaban «pasos». Sobrecargaban a los reclutas con bombonas llenas de agua y los arrojaban así a una piscina honda. Tenían que aguantar la respiración y «caminar» veinticinco metros hasta el otro extremo sin sacar la cabeza para coger aire. A Wilkinson ya le resultaba dificilísimo recorrer aquella distancia sin desmayarse, pero es que, además, los instructores le frenaban expresamente, le empujaban para que retrocediera, le desorientaban, le quitaban la máscara y las aletas, le golpeaban, le hacían chocar con otros reclutas… todo ello a fin de simular la tensión de un rescate en el mundo real, que se desarrollaba con riesgo para la propia vida y, generalmente, de forma atropellada. Dejarse llevar por el pánico o perder el conocimiento significaba no haber pasado la prueba. Los que conseguían atravesar la piscina, contaban con treinta segundos para tomar aire antes de reemprender el regreso. Esto se repetía una y otra vez hasta que muchos de los que habían pasado la prueba en un principio acababan abandonando. Y éste era sólo uno de los muchos ejercicios sádicos. Quienes pasaban tales pruebas y quienes tenían a sus espaldas años de experiencia en realizar rescates complicados eran unos hombres arriesgados, endurecidos y valientes. Pero en el mundo de los boinas verdes, a los «camisas azules» se les consideraba todavía blandengues. Los chicos D los llamaban los comandos «llegar y besar el santo» porque según la opinión general la vía de los PJ era un atajo para incorporarse en la comunidad de operaciones especiales. En la mayoría de los casos, la fuerza aérea era la rama menos exigente en cuanto a preparación física se refería. Muchos chicos D veían su presencia allí, y la de los cuatro SEAL también, como una sumisión a la rivalidad que había entre los diferentes servicios. Aquello era una operación comunitaria. Todos querían tener la oportunidad de participar en aquella guerra. Muchos de los jóvenes estaban por encima de semejantes mezquindades, pero había suficiente en la base para distraer a Wilkinson durante las semanas que debía estar allí. Era algo con lo que tanto él como los demás especialistas de las Fuerzas Aéreas habían aprendido a vivir.
Apenas Wilkinson leyó la pizarra, tuvo deseos de más información. ¿Dónde había caído el Seis Uno? ¿Se había incendiado? ¿Cuántos iban a bordo? Para él, aparte del peligro físico (en ese caso, de recibir un tiro), los rescates eran un reto mental. Las vidas de los accidentados dependían de su capacidad de pensar una vez en tierra. Llevaba dos bolsas pesadas, una contenía el material médico y en la otra había herramientas para hacer un agujero en el fuselaje y liberar a los ocupantes. Gracias a la experiencia adquirida, sabía actuar bajo gran presión y manejar asimismo las herramientas. El resto no era más que improvisación.
El especialista Rob Phipps, el «Phippster», era el ranger más joven de los que iba a bordo. Tenía veintidós años. Para convertirse en hombres más experimentados, la batalla era una necesidad cruel, parte de su trabajo. Habían sopesado los riesgos y, cada uno por distintas razones, los habían aceptado. Para Phipps, la idea de participar era muy excitante. Se le aceleraba el pulso y tenía la impresión de que los sentidos estaban más alerta de lo normal. Con lo único que podía compararlo era con una droga. Apenas podía permanecer quieto en su asiento. Fue un adolescente problemático de Detroit que no respetaba ninguna regla, se había descontrolado completamente, y lo único que hacía era salir de juerga y beber. Los Rangers eliminaron y canalizaron aquella exuberancia indómita y su bravuconería inútil. Aquí estaba la esencia secreta de toda la disciplina y el espíritu Hoo-ah. Uno iba a contar con el permiso de, en la batalla, romper con el mayor tabú social de todos. Matar personas. Se suponía que uno debía matar personas. No siempre se hablaba de ello de forma tan cruda, pero era así; Phipps no se consideraba un sanguinario, pero le habían enseñado y preparado precisamente para un momento como aquél, y estaba deseándolo. Llevaba su CAR-15, con la que podía disparar en sentido ascendente a un promedio de seiscientos proyectiles por minuto, y le habían enseñado a acertar en lo que apuntaba. Una parte de él jamás creyó que contaran realmente con él para la guerra. Y se recordaba a sí mismo: «¡Esto es real!». Se sentía a la vez asustado, excitado y nervioso. Nunca se había sentido de aquel modo.
Cuando el piloto Dan Jollata les anunció hablando por encima del hombro, «Un minuto», los hombres comprobaron las armas sin olvidar las recámaras con las balas y fueron pasando toda la información que les ofrecían los oficiales de vuelo y los que estaban en las puertas y que podían ver lo que pasaba abajo. Estaban sobre el abatido Black Hawk de Wolcott ocho minutos después de haberse estrellado. Jollata llegó hasta allí procedente del norte, estuvo sobrevolando un momento y luego se quedó suspendido sobre la calle a cien metros del suelo. El Little Bird que había ido a rescatar a los dos chicos D heridos había aterrizado sobre la avenida Marehan, pero el Black Hawk era demasiado grande para llegar hasta abajo.
Como estaba sentado en el centro, Wilkinson no podía ver nada. Las indicaciones le llegaban a través del responsable del equipo, el sargento mayor Scott Fales. Se cruzaban las miradas y asentían con la cabeza. Y entonces Jollata dijo que había llegado el momento, arrojaron las cuerdas afuera de una patada y los hombres empezaron a deslizarse por ellas. Cuando le tocó su turno, Wilkinson se dio cuenta que no habían tirado fuera, como estaba previsto, las imprescindibles mochilas. Por consiguiente, él y Fales esperaron hasta que los hombres que los precedían hubieran dejado la cuerda libre para arrojar las mochilas. Antes de saltar, hicieron una última comprobación al interior del aparato ahora vacío.
El retraso les costó caro. Jollata estaba manteniendo la aeronave en suspenso durante aquellos segundos más, cuando una RPG le explotó en el lado izquierdo del fuselaje. El Black Hawk se sacudió violentamente, como si le hubiesen dado un puñetazo fortísimo. De forma instintiva, Jollata empezó a subir y a alejarse.
—Me alejo del lugar. Creo que nos han alcanzado —dijo por radio.
Pero la confirmación ya llegaba de los Little Birds de las inmediaciones.
—Te han dado.
—Detrás de los motores.
—Estás echando humo.
—¡Todavía hay hombres bajando por las cuerdas! —gritó uno de los oficiales de vuelo.
Jollata oía que las hojas del rotor estaban silbando. La metralla de la onda expansiva las había llenado de agujeros. El aparato iba haciendo eses como un borracho. La metralla había dañado la caja principal del rotor y destruido el sistema de refrigeración del motor. Tanto el instinto como la experiencia le dictaban que debía marcharse de allí, enseguida, pero Jollata mantuvo el Black Hawk suspendido durante los restantes segundos que necesitaron Wilkinson y Fales para terminar de deslizarse por las cuerdas.
Estirado cuan largo era en la cuerda, Wilkinson oyó una explosión encima de él, pero estaba tan absorto en salvar su bajada en medio de la nube de polvo marrón que no advirtió que el aparato daba una sacudida hacia delante y luego hacia arriba, y no supo hasta mucho más tarde que la sangre fría de Jollata le había salvado la vida.
—Sería mejor que intentaras posarte cuanto antes —le aconsejaron desde uno de los helicópteros de arriba—. Tienes un agujero grande encima.
—Por ahora todos los sistemas están normales, sólo un ligero silbido procedente del sistema del rotor. Creo que conseguiré llegar hasta campo abierto —dijo Jollata.
—Ten cuidado porque sale humo de la parte alta del rotor. Yo te aconsejo que aterrices en el puerto nuevo. Pósate en cuanto puedas.
—Dejad que Seis Ocho haga su maniobra —dijo Matthews desde el Black Hawk C2—. Parece que está bien.
Apenas Wilkinson y Fales llegaron al suelo, el Súper Seis Ocho se fue dando tumbos despacio y a baja altura por encima de la ciudad a la vez que arrastraba una fina estela gris. Jollata se debatía en la cabina para hacerlo volar. Era como conducir un camión en una pista de hielo. El Black Hawk podía sobrevivir sin aceite durante un cierto espacio de tiempo, pero perder el sistema de refrigeración significaba que los mecanismos se iban a quemar. Buscó un campo abierto cerca del puerto.
—He distinguido un campo. Todos los sistemas funcionan con normalidad. Ahora estoy perdiendo fuerza de transmisión.
El sólido Black Hawk siguió adelante. Sobrevolaron el campo abierto y pasaron a ras de la valla que rodeaba la base del aeropuerto. Jollata seguía enfrentado al reto de posar el aparato. Como era consciente de que el helicóptero no soportaría ni un segundo de suspensión, avisó a los oficiales de vuelo que iban detrás que se prepararan para un aterrizaje violento. Pidió por radio que estuviese preparado el equipo de emergencia en tierra y acto seguido, mediante un veloz balanceo a sesenta nudos, dejó caer el aparato con violencia. Lo posó recto sobre las ruedas, que golpearon el suelo con fuerza, pero aunque el Black Hawk se sacudió, se quedó derecho e intacto.