20

El soldado Spalding se hallaba detrás de la puerta derecha en el primer camión, con el rifle asomado por la ventana y puesto de lado en el asiento para poder disparar más seguido, cuando le sobresaltó un resplandor luminoso bajo las piernas. Parecía como si un rayo láser atravesara la puerta para instalarse en su pierna derecha. Una bala traspasó el acero de la puerta y la ventana, que estaba bajada, y se introdujo, con trozos de acero y cristal, bajo la rodilla y, desde allí, ascendió hasta llegar a la cadera. Se le había clavado el dardo de luz que había atravesado la puerta. Gritó.

—¿Ha pasado algo, te han dado? —gritó Maddox.

-¡Sí!

Y entró otro rayo láser, éste en su pierna izquierda. En esta ocasión, Spalding sintió una sacudida pero no dolor. Se agachó para sujetarse el muslo derecho y sus dedos se ensangrentaron. Estaba triste y asombrado a la vez. La forma en que el láser había pasado. Aún no le dolía. No quería mirar.

—¡No veo nada! ¡No veo nada! —gritó Maddox en ese momento.

El piloto llevaba el casco torcido y las gafas magulladas puestas de lado sobre la cabeza.

—¡Ponte las gafas, estúpido! —le gritó Spalding.

Pero a Maddox le habían dado en la parte posterior de la cabeza. El proyectil debió de golpear el casco, lo que le salvó la vida, pero el impacto tuvo que ser tan fuerte que le dejó ciego. El camión circulaba descontrolado y Spalding, con las piernas heridas, no podía moverse ni hacerse con el volante.

Como lo último que podían hacer era detenerse en el campo de tiro, no quedaba otra solución que gritar instrucciones a Maddox, quien seguía con las manos en el volante.

—¡Gira a la izquierda! ¡A la izquierda! ¡Ahora! ¡Ahora!

—¡Acelera!

—¡Frena!

El camión iba haciendo eses y chocando contra las casas a ambos lados. Atropellaron a un somalí que caminaba con muletas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Maddox.

—No te preocupes, no ha sido nada, sólo hemos atropellado a alguien.

Y se rieron. No sentían compasión y traspasaban la barrera del miedo. Los dos se reían todavía cuando Maddox frenó y el camión se detuvo.

Uno de los chicos D, el sargento Mike Foreman, saltó de la parte posterior del camión, corrió adelante por la izquierda y abrió la puerta de la cabina salpicada de sangre.

—¡Mierda! —exclamó.

Maddox se deslizó junto a Spalding, quien estaba muy preocupado por sus heridas. En la rodilla izquierda, se apreciaba un agujero redondo, pero no se veía la salida del proyectil. Parecía evidente que la bala se había fragmentado al impactar con la puerta y el vidrio y que sólo la funda se había introducido en la rodilla, aplastado al impactar con la rótula y deslizado bajo la piel hasta llegar a la articulación. El resto de la bala había acribillado la parte inferior de la pierna, que sangraba. Spalding subió las piernas y las apoyó sobre el salpicadero y aplicó un vendaje de campaña sobre una de ellas. Acto seguido apoyó el rifle en el borde de la ventana, cambió el cargador y, según Foreman volvía a poner el vehículo en movimiento, él reanudaba los disparos. Disparaba a todo cuanto se movía.

Para hacer sitio a otros heridos en la parte posterior de su Humvee, el también herido soldado Clay Othic, quien recibiera una bala en el brazo al principio de la contienda, saltó y corrió hasta el segundo camión. Uno de los hombres que viajaba en él le alargó una mano para ayudarle a subir, pero Othic no podía agarrarse a nada con el brazo roto. Tras varios intentos infructuosos, se dirigió a la cabina, donde el soldado Aaron Hand bajó para dejarle sitio entre él y el conductor, el soldado Richard Kowalewski, un muchacho delgado y tranquilo de Texas al que llamaban «Alfabeto» ante la imposibilidad de poder pronunciar su nombre.

Kowalewski era nuevo en la unidad, y discreto. Acababa de conocer a una muchacha con la que quería casarse y expresado su intención de dejar el regimiento apenas finalizado aquel despliegue al cabo de unos meses. Su sargento intentaba que se quedara. Minutos después de que Othic se deslizara junto a él, Kowalewski recibió un balazo en el hombro y el impacto lo lanzó contra el respaldo. Después de comprobar la gravedad de la herida, se incorporó tras el volante.

—Alfabeto, ¿quieres que conduzca yo? —preguntó Othic.

—No, estoy bien.

Othic forcejeaba en el reducido espacio para aplicar un vendaje de campaña sobre el hombro ensangrentado del conductor, cuando les alcanzó la RPG. Les llegó por la izquierda, cercenó el brazo izquierdo de Kowalewski y se incrustó en su pecho. No explotó. El misil de más de sesenta centímetros de largo se absorbió dentro del muchacho, las aletas sobresalían por su costado izquierdo bajo el brazo perdido, la punta asomaba por el costado derecho. Estaba inconsciente, pero con vida.

Sin conductor, el camión chocó con el que le precedía, donde detrás viajaban los prisioneros y, en la cabina, Foreman, Maddox y Spalding. El impacto arrojó a este último contra la puerta lateral y luego el camión se estrelló contra un muro.

El golpe dejó inconsciente a Othic, que recobró la conciencia cuando el soldado Hand lo zarandeaba gritándole que debía salir de allí.

—¡Está ardiendo! —chillaba Hand.

Aunque la cabina estaba llena de humo, Othic pudo ver el plomo del cohete asomando brillante de lo que parecían ser las entrañas de Alfabeto. La granada alojada en su pecho no había explosionado, pero algo había provocado una detonación. Podía haber sido un fogonazo montado en el chaleco de Kowalewski, o el misil que propulsaba la granada. Hand saltó por encima de su puerta para bajar. Othic quiso agarrar a Kowalewski para sacarlo fuera, pero sólo pudo coger la ropa ensangrentada del conductor que se deslizó húmeda de su pecho partido. Othic bajó a trompicones a la calle y advirtió que tanto su casco como el de Hand habían salido volando. El rifle de este último había quedado aplastado. Se sentían aturdidos y mareados. La muerte había pasado zumbando tan cerca que había matado a Kowalewski y les había arrancado los cascos, pero estaban ilesos. Hand se había quedado sordo del oído izquierdo, pero eso era todo. Los dos recuperaron los cascos en la calle; era evidente que habían salido volando por la ventana.

Hand también encontró la parte inferior del brazo de Kowalewski. La mano izquierda y la muñeca. Lo cogió, volvió corriendo hasta el Humvee donde los chicos D habían colocado a Kowalewski y lo metió en un bolsillo del hombre mortalmente herido.

Aún aturdido, Othic subió como pudo a un Humvee. Cuando se pusieron de nuevo en marcha empezó a palpar el suelo con la mano buena, la izquierda, para recoger los proyectiles que se les habían caído de las armas a los muchachos y los fue pasando a los que todavía podían disparar.

Muchos vehículos se estaban quedando sin municiones. Habían gastado miles de proyectiles. Tres de los veinticuatro prisioneros somalíes habían muerto y uno estaba herido. Detrás de los camiones y Humvees todavía en circulación todo estaba impregnado de sangre. Trozos de visceras se adherían al suelo y a las paredes interiores. El Humvee de cabeza, el de McKnight, tenía dos neumáticos reventados, ambos en el lado derecho. Se suponía que aquellos vehículos podían circular con reventones, pero en ningún caso a una velocidad cercana a la normal. El segundo Humvee de la fila era una ruina casi total. Arrastraba un eje y lo empujaba el cinco toneladas que lo seguía, al que le había alcanzado la granada que acabó con la vida de Kowalewski. El Humvee que conducía un SEAL, el tercero de la hilera, tenía tres neumáticos reventados y estaba tan acribillado que parecía una esponja. El SEAL Howard Wasdin, con dos proyectiles en las piernas, las llevaba apoyadas sobre el salpicadero y estiradas en el capó. Algunos Humvees sacaban humo. El de Carlson tenía un agujero de granada en un lado y cuatro neumáticos reventados.

Cuando la RPG le dio a Kowalewski en la cabina del primer camión, obligó a que todos y todo lo que iba detrás se detuviera. En medio del estruendo y de la confusión, nadie del Humvee de cabeza lo advirtió y, por consiguiente, prosiguieron solos hacia la avenida de las Fuerzas Armadas avanzando en aquellos momentos a poco más de treinta kilómetros hora. Los helicópteros de observación les dijeron que debían doblar a la derecha (unas siete manzanas atrás, buscando en vano una calle bastante ancha para poder girar a la izquierda, el convoy había pasado por segunda vez cerca del lugar del siniestro, en esa ocasión una manzana al este). Cuando llegaron a la avenida de las Fuerzas Armadas, a Schilling le sorprendió verla desierta. Doblaron a la derecha y habían avanzado cuarenta metros, con la idea de volver a doblar a la derecha y regresar al lugar del siniestro, cuando Schilling vio por la ventana de la derecha que un somalí saltaba a la calle y apuntaba el tubo de una RPG hacia ellos.

—¡RPG! ¡RPG! —gritó.

La enorme torreta del Humvee estaba silenciosa. Schilling se volvió para ver por qué Pringle no disparaba y distinguió al tirador buscando un bidón nuevo de munición. Pringle levantó las manos para cubrirse la cabeza.

—¡Corre! —le gritó Schilling al conductor, el soldado Joe Harosky.

Pero en lugar de evitar la intersección, Harosky se metió de lleno en ella, y fue a parar donde se hallaba el somalí con el tubo de la RPG. Ocurrió en segundos. La granada fue lanzada. Schilling vio una humareda y oyó el característico sonido y la gran bola de la granada dirigiéndose hacia ellos. Se quedó de piedra. Ni siquiera alzó el arma. La granada se precipitó en línea recta al otro lado del Humvee pasando a la altura de la puerta de su lado. Notó el sonido silbante que hizo al pasar.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó.

Schilling disparó algunas balas, y Pringle estaba de regreso haciendo funcionar la calibre 50 antes de que hubieran despejado la callejuela. Cuando Schilling se volvió preocupado de que hubieran chocado con el Humvee que iba detrás de ellos, descubrió que estaban solos. Harosky retrocedió hasta la avenida de las Fuerzas Armadas, donde dieron media vuelta y tomaron rumbo oeste. Distinguieron al resto de la columna donde la habían dejado, todavía apuntando hacia el norte al borde de la calle principal.

McKnight, que había permanecido en silencio desde que dieran media vuelta junto al Hotel Olympic, pareció recobrarse. Descendió del Humvee y fue a conferenciar con el sargento Gallagher junto al capó del vehículo. Este último estaba furioso por la confusión. Pero, mientras discutía con McKnight, lo arrojó al suelo. Se desplomó a los pies de Schilling. De su brazo brotó un chorro de sangre de color rojo brillante. Schilling nunca había visto una sangre tan escarlata. Procedía, evidentemente, de las arterias y salía a chorro. Apretó los dedos en la herida y buscó un vendaje de campaña en su botiquín. Curó a Gallagher lo mejor que pudo, le aplicó gasa Curlex (una gasa muy absorbente usada para detener las hemorragias) y luego le apretó la venda. Durante las semanas que llevaban en Somalia, los PJ, habían enseñado a todos los hombres a aplicar los vendajes de campaña. Practicaron con cabras vivas, disparaban a los animales y luego los hombres los atendían para que sus manos entraran en contacto con heridas verdaderas. La experiencia resultó positiva. Gallagher regresó a su vehículo, pero Schilling se quedó con su arma. Necesitaba munición.

Llevaban ya dando vueltas por espacio de tres cuartos de hora. McKnight pensaba que ya había llegado el momento de dejarlo. Había muchos más muertos y heridos en el convoy que en las inmediaciones del primer helicóptero siniestrado. Llamó por radio a Harrell.

Romeo Seis Cuatro, aquí Uniforme Seis Cuatro. Tenemos muchos vehículos que no pueden avanzar. Bastantes bajas. Va a ser muy difícil llegar al helicóptero siniestrado. Estamos atrapados.

Harrell no cejaba:

Uniforme Seis Cuatro, aquí Romeo Seis Cuatro. Danny. Necesito que volváis a la zona donde está el aparato. Sé que habéis girado a la izquierda en Fuerzas Armadas [avenida], ¿cuál es vuestra situación?

Pero McKnight y sus hombres estaban hartos.

—Aquí Uniforme Seis Cuatro. Tengo muchas bajas, vehículos que apenas funcionan. Tenemos que sacar de aquí a las víctimas inmediatamente.

* * *

Todavía no habían llegado a casa.

Empezaron a moverse, y todos se alegraron cuando corrió la voz de que por fin tomaban la dirección de la base. Quizá, después de todo, alguno lograra salir con vida de aquello.

Desembocaron en la vía Lenin, una calle de cuatro carriles con una medianera que les llevaría a la rotonda K-4 y a casa. Spalding empezó a perder sensibilidad en las yemas de los dedos. Por primera vez en aquella pesadilla sintió pánico. Creyó que debía de estar cayendo en estado de shock. Vio a un niño somalí que no parecía tener más de cinco años que blandía y disparaba una AK-47 apoyándola en la cadera, y de cuyo cañón salían relámpagos deslumbrantes. Alguien disparó al niño y sus piernas volaron por los aires como si resbalara sobre mármol, luego aterrizó en el suelo boca arriba. Sucedió como en una escena a cámara lenta de una película, o un sueño. El chico D que conducía, Foreman, era un tirador de primera. Con una mano manejaba el arma, con la otra conducía. Spalding lo vio abatir a tres somalíes sin siquiera aminorar la marcha. Estaba impresionado.

Notó que las manos se le agarrotaban como si tuviera parálisis cerebral.

—¡Oye, tío! ¡Volvamos de una puñetera vez! —gritó—. No me encuentro muy bien.

—Te estás comportando bien —replicó Foreman.

El Humvee del SEAL John Gay iba en aquel momento a la cabeza. Circulaba sobre tres llantas, parecía un colador de lo acribillado que estaba y se movía muy despacio. Había ocho rangers heridos y el cuerpo de Joyce detrás, además de Wasdin con las piernas ensangrentadas extendidas sobre el capó (le habían vuelto a disparar en el pie izquierdo). Wasdin iba gritando:

—¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí!

Los sammies habían derramado dos grandes tanques de gasolina en la calzada junto con basura, muebles y otros escombros, y habían prendido fuego al conjunto. Como les dio miedo que el Humvee no pudiera retroceder en caso necesario, pasaron a través de los restos en llamas y estuvieron a punto de volcar el sólido vehículo, que se enderezó y siguió avanzando. Les siguió el resto de la columna.

Eran las 17:40 horas. Llevaban en aquellas calles mas de una hora. De los aproximadamente setenta y cinco hombres que componían el convoy, entre soldados, y prisioneros, casi la mitad habían sido heridos por balas o metralla. Otros estaban muertos o cercanos a la muerte. Se acercaban a la rotonda K-4 y se prepararon para tener que resistir otra emboscada.