En el antepenúltimo Humvee del convoy, donde Ruiz luchaba por su vida, el sargento Burns no podía contactar con McKnight por radio y decidió acercarse a pie. Temía que si no evacuaban a Ruiz de inmediato, el joven texano moriría. Burns advirtió que el tiroteo ensordecedor del principio parecía amortiguado, distante. Sus oídos se habían habituado al ruido. Conforme se dirigía a la cabeza de la columna, vio en la parte trasera de un Humvee atestado a Joyce sangrando y pálido, y a un enfermero que lo atendía frenético. Estaba a punto de llegar al principio del convoy cuando un chico D le detuvo.
—Te han dado —dijo el operador Delta.
—No, no me han disparado.
Burns no había notado nada. El muchacho del cuerpo D deslizó la mano dentro del chaleco de Burns, a la altura del hombro derecho; y el sargento sintió un dolor agudo.
—¿Te cuesta respirar? —preguntó el chico D.
—No.
—¿Sientes opresión en el pecho?
—Me encuentro bien —contestó Burns—. No sabía que me habían dado.
—De todas formas vigila que no te duela nada —aconsejó el chico D.
Burns llegó hasta McKnight, pero como lo vio cubierto de sangre y muy ocupado con la radio, le explicó lo de Ruiz al sargento Bob Gallagher. En opinión de Burns, debían permitir que un Humvee, o dos, volvieran de inmediato a la base con Ruiz, como habían hecho antes con Blackburn. Pero Gallagher sabía que, en aquellos momentos, no podía permitirse el lujo de quedarse sin más vehículos y potencia de fuego. Aún tenían unos cien hombres que los esperaban en las inmediaciones del primer helicóptero siniestrado, además estaba el segundo… Gallagher ya se estaba maldiciendo a sí mismo por haber dejado que aquellos tres vehículos volviesen a la base con Blackburn. Si bien sabía que ello podía suponer una sentencia de muerte para Ruiz, le dijo a Burns que no había ni que pensar en que se marchara nadie.
—Tenemos que llegar hasta el helicóptero siniestrado y allí concentrar a todas las fuerzas —explicó.
Disgustado, Burns inició el regreso a su vehículo caminando a lo largo de la columna. Apenas había avanzado unos pasos cuando el convoy volvió a ponerse en movimiento. Saltó a la parte trasera de un Humvee. Ya estaba atestado. La parte posterior del vehículo se hallaba pegajosa y manchada de sangre. De los rangers amontonados surgían gemidos de dolor. Junto a él, Joyce parecía muerto aunque un enfermero aún lo atendía. El sargento Gallagher gritaba:
—¡Me han arrancado el pulgar! ¡Me han arrancado el pulgar!
Burns no quería permanecer en aquel Humvee. Iban en dirección norte. Algunos hombres estaban al límite. En el Humvee donde se encontraba Burns, el soldado Jason Moore veía que algunos de sus compañeros rangers se limitaban a esconder la cabeza detrás de los sacos de arena. Entre ellos estaban algunos de los más bravucones y bulliciosos de la unidad. Moore, un muchacho fornido procedente de Princeton, Nueva Jersey, tenía mucosidad pegada bajo el labio inferior y saliva oscura en la barbilla sin afeitar. Sudaba y estaba aterrorizado. Una RPG había sobrevolado el vehículo y explotado en medio de un ruido ensordecedor contra el muro junto al cual circulaban. Las balas zumbaban a su alrededor. Luchó contra la terrible tentación de tumbarse. Pero se dijo que le iban a disparar de todas formas.
Moore consideraba que, si permanecía incorporado y no dejaba de disparar, por lo menos le atacarían tratando de salvar a los muchachos y a sí mismo. Fue un momento crucial para él, una iluminación en medio de aquel caos. Seguiría combatiendo. No permanecería de brazos cruzados.
Habían herido a Joyce, lo cual causó una profunda conmoción al soldado Carlson, quien notó un repentino golpe y un dolor agudo en la rodilla derecha. Tenía la sensación de que alguien le había clavado un cuchillo en la rodilla para luego adentrarlo en la carne con la ayuda de un mazo. Bajó la vista y vio que sus pantalones estaban empapados de sangre. Rezó una oración y siguió disparando. Había pasado más miedo que en toda su vida y pensaba que sería capaz de morir de terror. El corazón le daba vuelcos en el pecho y le costaba respirar. Los sonidos de los disparos y de las explosiones se le agolpaban en la cabeza junto a la imagen de sus amigos que, uno tras otro, caían abatidos, y de la sangre derramada por doquier, aceitosa, pegajosa, que olía a humedad y cobre; imaginaba que el siguiente iba a ser él. En aquel momento de máximo terror, notó que, de golpe, inexplicablemente, nada importaba. Segundos antes se hallaba paralizado por el pánico y el dolor, y luego… dejó de preocuparse por sí mismo.
Reflexionó sobre ello más adelante y la mejor explicación que encontró fue que su propia vida había dejado de importar. Todo lo que de verdad contaba eran sus compañeros, sus hermanos, que no los hirieran, que no los mataran. Aquellos hombres que lo rodeaban, a algunos de los cuales conocía tan sólo desde hacía unos meses, eran más importantes para él que su propia vida. Como cuando Telscher corrió al descubierto para llevarse a Joyce. Carlson comprendió que había sido un acto heroico. Y al contrario. En cierta forma sabía que Telscher no había tenido que tomar decisión alguna, de la misma manera que él no escogía no tener miedo. Simplemente, le había sucedido, como si hubiera traspasado una barrera. Debía seguir combatiendo porque los otros muchachos le necesitaban.
En el segundo de los tres Humvees que iban detrás de los camiones, el soldado Ed Kallman, al volante, se asombró y alarmó por cuanto veía. Más adelante empezó a explotar una hilera de árboles situados en la acera, uno detrás del otro, como si contuvieran cargas y alguien las hiciera detonar a un intervalo aproximado de cinco segundos.
Esto, o que alguien, en la creencia de que pudieran ocultar francotiradores, arrancara sistemáticamente con la ayuda de un arma muy potente los árboles de dos pisos de altura. De todas formas, aquellas explosiones que avanzaban en su dirección y que partían los árboles uno a uno le parecieron muy extrañas.
Kallman, quien tan excitado se había sentido una hora antes cuando se encontró en plena batalla por primera vez, en aquellos momentos sólo experimentaba un terror nauseabundo. Hasta aquel instante ni él ni nadie de su vehículo había sido víctima del tiroteo, pero sólo parecía cuestión de tiempo. Veía con espanto que el convoy se desintegraba delante de él. Era un soldado que servía a la nación más poderosa de la tierra. Ya que estaban inmersos en aquel terrible caos, ¿no debía alguien haber intervenido? ¿Dónde estaba la demostración de fuerza mayor? En cierto modo no parecía justo verse reducidos a aquello, a combatir en aquellas calles angostas y sucias, ¡a desangrarse, a morir! Se suponía que esto no debía ocurrir. Veía hombres a quienes conocía, apreciaba y respetaba gritando de dolor en medio de la calle acribillados y mostrando rojos jirones de carne reluciente, soldados que andaban a trompicones entre el humo, sangrando, aturdidos, inconscientes, con las ropas desgarradas. Soldados estadounidenses. Quienes permanecían ilesos llevaban en sus uniformes la sangre de otros. Kallman era joven y un novato en la unidad. Si disparaban a los soldados más veteranos, tarde o temprano le tocaría. Cosa curiosa, el asombro que sentía eclipsaba el miedo. No dejaba de repetirse: «Se suponía que esto no debía ocurrir».
Y le llegó el turno a Kallman. Mientras aminoraba la marcha antes de otro cruce, miró a la izquierda por la ventana abierta y vio una estela de humo dirigiéndose hacia él. Todo ocurrió en un segundo. Supo que se trataba de una RPG y supo que le iba a dar. Y así fue. Se despertó tumbado a la derecha en el asiento del acompañante con los oídos zumbando. Abrió los ojos. Estaba frente a la radio situada bajo el salpicadero. Se incorporó y pisó el acelerador. Delante de él, el convoy giraba a la izquierda y se apresuró a alcanzarlo.
Más tarde, cuando tuvo ocasión de examinar el Humvee, observó que la RPG le había dado a la puerta de su lado, abollada y con un agujero que atravesaba el acero. Era evidente que, tanto él como los demás ocupantes, habían salido bien librados gracias al cristal antibalas que había detrás de la puerta. Kallman tenía la ventana bajada. El armazón exterior del Humvee había absorbido la mayor fuerza de la granada, y como la barrera de vidrio era muy gruesa pudo detenerla. Su brazo izquierdo empezaba a hincharse y a ponerse blanco, pero, por lo demás, se encontraba bien.
Dan Schilling se sentía mejor cuando se movían. Daba la sensación de que el convoy avanzaba palmo a palmo, porque se paraba, avanzaba, se paraba, avanzaba. Cada vez que se detenían se intensificaban los disparos, eran tantas las ráfagas que por momentos parecía que las paredes de ambos lados de la calle estaban siendo limpiadas con chorros de arena. Había un montón de blancos a los que disparar. Arriba, en la torreta, Pringle disparó la calibre 50 contra un grupo de somalíes armados. Schilling observó que uno de ellos, un hombre delgado y alto vestido con una camisa amarilla y portando una AK-47, se desmembraba cuando los enormes proyectiles lo atravesaron. Aparecieron profundas manchas de sangre en la camisa amarilla. Primero se desprendió un brazo. Luego explotaron la cabeza y el pecho del hombre. Los demás somalíes se dispersaron, doblaron la siguiente esquina, donde, como Schilling sabía, los esperarían cuando fueran a cruzar.
Cuando el Humvee llegó a la altura de esa calle, Schilling no dudó en hacer uso de su arma, pues los hombres estaban muy cerca. El primer somalí al que disparó estaba a sólo diez metros de distancia. Se encontraba agachado y en su rostro se reflejaba una mueca de dolor. Tal vez Pringle le disparó antes. Schilling le cosió dos ráfagas al pecho. Le disparó al hombre que estaba junto a él dos veces en el pecho y, conforme lo hacía, notó un golpe y un dolor sordo en el pie derecho. Schilling se examinó la bota mientras atravesaban el cruce. La puerta había recibido dos balas. Una había atravesado el acero exterior pero el vidrio antibalas dentro de aquélla la había detenido. La segunda dio un poco más abajo, y atravesó la puerta.
Ésta, garantizada para detener una ráfaga de una AK-47 de 7,62mm., no detuvo ningún proyectil. El vidrio recibió el primero, y el segundo fue disparado más abajo, es decir, donde podía tener fuerza bastante para herir, pero no la suficiente para traspasar la puerta.
Pringle había colocado las puertas en el vehículo aquella misma mañana. Habían realizado seis misiones sin ellas, que acababan de llegar en un envío procedente de Estados Unidos. Schilling no tenía una idea clara con respecto a ellas. Le gustaba la protección, pero las puertas obstaculizaban la marcha del vehículo por ser muy pesadas. Cuando las comprobó por la mañana una vez instaladas, se dio cuenta de que no podía bajar la ventana y se dispuso a quitar una. Pringle lo detuvo.
—¡Eh, que acabo de ponerlas! —gritó.
Schilling le mostró que la ventanilla se trababa y Pringle cogió un martillo y se limitó a dar unos golpes al marco hasta que la ventana bajó. En aquellos momentos, Schilling se alegró de haber conservado la puerta, pero había desaparecido parte del sentido de invulnerabilidad que había experimentado. Los dos proyectiles la habían atravesado por completo.
Prosiguieron dirección norte por espacio de unas nueve manzanas, hacia la avenida de las Fuerzas Armadas, una de las calles principales y asfaltadas de Mogadiscio. Habían pasado por el lugar del siniestro, a sólo una manzana al este, sin detenerse. Los helicópteros les indicaron que girasen a la derecha, pero tanto a Schilling como a los demás ocupantes del Humvee de cabeza las callejuelas les parecían demasiado angostas para poder pasar. Cabía la posibilidad de que, si los camiones se quedaban atascados allí, acabaran muriendo todos. Por consiguiente prosiguieron su camino. Cuando pasaron por allí cerca, algunos hombres que iban en el convoy vieron el Black Hawk abatido a sólo una manzana de distancia, pero nadie les había dicho que fuera su objetivo. Muchos de aquellos hombres pensaban todavía que se estaban encaminando de vuelta a la base. Se estaban acercando a la avenida de las Fuerzas Armadas cuando volvieron a detenerse.
Schilling descartó de sus pensamientos sentimientos inútiles. McKnight parecía aturdido y vencido. Le sangraba el brazo y el cuello, y había perdido el talante decisivo que le caracterizaba. Murmuró para sí mismo: «Vamos a seguir circulando por aquí hasta que nos maten a todos, mierda».
Como McKnight parecía paralizado, decidió hacer algo. Utilizando una frecuencia que, según él sabía, usaban los pilotos de los helicópteros para hablar entre ellos, puenteó al Black Hawk C2 y contactó con los helicópteros de observación que volaban en círculos sobre ellos. Coordinar comunicaciones aire-tierra era la especialidad de Schilling. Les pidió que le indicasen el camino hasta el aparato siniestrado. Los helicópteros estaban ansiosos por complacer. Le dijeron que condujera el convoy hacia el este por la avenida de las Fuerzas Armadas y que, luego, girara de nuevo a la izquierda. McKnight autorizó a Schilling a hacerse cargo del avance, y el convoy se puso en marcha de nuevo.
Doblaron a la izquierda desde la avenida de las Fuerzas Armadas y avanzaron en medio de una tormenta de fuego a lo largo de unas siete manzanas hasta que Schilling vio delante los restos, ardiendo lentamente, del cinco toneladas incendiado delante del edificio asaltado. Habían hecho un círculo completo. Schilling no le había dicho al helicóptero de observación hasta cuál de los helicópteros siniestrados quería ir. Como los pilotos podían ver la situación desesperada que se vivía alrededor del aparato abatido de Durant, donde las turbas somalíes empezaban a rodear al Black Hawk derribado y sin protección, tomaron la iniciativa de dirigir el convoy hacia allí. Shilling no lo advirtió hasta que vio de nuevo la casa tomada por asalto y el Hotel Olympic.
—Nos dirigimos al segundo helicóptero siniestrado —le informó a McKnight.
El teniente coronel sólo sabía cuáles eran sus órdenes. Repitió que debían dirigirse adonde estaba el primer helicóptero abatido.
En la red de mandos, sus vagabundeos se habían convertido en comedia negra. La situación iba a complicarse más porque desde la base habían despachado un segundo convoy para la evacuación allí donde se hallaba el helicóptero de Durant.
—Danny, creo que habéis ido demasiado al oeste en busca del segundo aparato siniestrado. Parece que habéis recorrido unas cuatro manzanas al oeste y cinco al sur, cambio.
—Romeo Seis Cuatro [Harrell], aquí Uniforme Seis Cuatro [McKnight]. ¡Dadme instrucciones precisas para girar, bien precisas! ¡Instrucciones precisas!
—Uniforme Seis Cuatro, aquí Romeo Seis Cuatro… Tenéis que seguir recto cuatro manzanas al sur, luego girar al este. Hay un humo verde que indica el lugar al sur. Seguid hacia el sur.
A través de la muy activa frecuencia de los mandos, surgió una voz que suplicaba un poco de orden.
—¡Basta de dar instrucciones!… ¡Creo que os estáis equivocando de convoy!
—Aquí Uniforme Seis Cuatro, me has mandado de vuelta frente al Hotel Olympic.
—Uniforme Seis Cuatro, aquí Romeo Seis Cuatro. Tenéis que girar al este.
Por consiguiente, el convoy giró en redondo. Acababan de cruzar por una emboscada atroz delante del edificio asaltado y, en aquellos momentos, daban la vuelta para volver a pasar por el mismo sitio. Los hombres de los vehículos traseros no entendían nada. ¡Era una locura! Daba la sensación de que estaban intentando que los matasen.
La situación se había deteriorado hasta el punto que Harrell, desde el helicóptero C2, consideraba la posibilidad de soltar a los prisioneros, su botín, el supuesto objetivo de la misión y de toda aquella carnicería. Mandó instrucciones a las unidades Delta de a pie que en aquellos momentos se aproximaban al primer helicóptero siniestrado:
—Tan pronto como consigamos que os unáis al elemento Uniforme deberéis deshaceros de toda la preciosa carga que lleváis. Vamos a intentar que las fuerzas se reúnan donde está el segundo helicóptero.
Las voces de los helicópteros que trataban de dirigir al pobre McKnight transmitieron la frustración de sus inútiles vueltas y giros.
—Uniforme Seis Cuatro, aquí Romeo Seis Cuatro. Siguiente a la derecha. ¡Siguiente a la derecha! ¡Siguiente a la derecha! ¡El callejón! ¡El callejón!
—No han doblado donde debían.
—Girad a la derecha en cuanto podáis, Uniforme.
—Cuidado; vais a encontraros con un tiroteo.
—Uniforme Seis Cuatro, aquí Romeo Seis Cuatro.
—¡Maldita sea, deteneos! ¡Maldita sea, parad!
—¡Girad a la derecha! ¡Girad a la derecha! ¡Estáis en medio del fuego! ¡Daos prisa!
Los hombres del convoy veían cosas extrañas en medio de aquella confusión terrible. Adelantaron a una anciana que llevaba dos bolsas de plástico para alimentos y caminaba tranquilamente entre la cortina de fuego. Cuando el convoy se acercó más, la vieja dejó sin prisas las bolsas en el suelo, se metió los dedos en los oídos y continuó caminando. Minutos después, cuando tomaron la dirección opuesta, vieron a la misma anciana. Llevaba de nuevo las bolsas. Las posó en el suelo, se metió los dedos en los oídos y siguió caminando como había hecho antes.
En cada intersección, nuevos somalíes se sumaban a los anteriores, inundaban los dos lados de la calle y disparaban a todos los vehículos que pasaban por allí. Como había hombres a ambos lados, cualquier proyectil que fallaba y no le daba al vehículo sino que pasaba por encima, podía alcanzar a quienes estaban al otro lado. El sargento Eversmann, que había encontrado un cobijo mejor en el fondo de su Humvee, lo observaba anonadado. ¡Vaya estrategia! Tuvo la sensación de que aquella gente no respetaba ni su propia vida. ¡Les importaba un bledo!
La ciudad estaba acabando con ellos manzana a manzana. No había lugar seguro. El aire estaba lleno de trozos de metal caliente arrojados con furia. Escuchaban el terrible ruido seco de las balas cuando entraban en la carne y oían los gritos, y veían que las entrañas de los hombres salían desparramadas y que la palidez de los rostros de sus amigos se intensificaba, y los mejores hombres contraatacaban. Eran los combatientes de elite de Estados Unidos e iban a morir allí, excedidos en número por aquella chusma decidida. Su futuro estaba establecido bajo aquel sol, aquel día y en aquel lugar.
Schilling no podía dar crédito a cuanto veía y, en aquellos momentos, se sentía culpable. Había llevado al convoy en la dirección equivocada, durante parte de aquella calamidad. Aturdido por la confusión, se debatía para convencerse de que sucedía de verdad. No dejaba de murmurar: «¡Vamos a seguir dando vueltas por aquí hasta que estemos todos jodidamente muertos!».