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En circunstancias normales, y dado que estaban tan cerca del primer avión estrellado, el convoy se habría dirigido sin demora al lugar del suceso abriéndose paso a tiros. Pero como contaban con aquella ayuda aérea, los boinas verdes estaban a punto de demostrar cuánto puede perjudicar la información a los soldados en el campo de batalla.

Desde el Black Hawk C2, que sobrevolaba la zona, Harrell y Matthews veían a quince hombres armados avanzar a buen paso por las calles paralelas a la del convoy formado por ocho vehículos. Los somalíes podían avanzar al mismo ritmo que los vehículos porque éstos, los camiones y Humvees, se tenían que parar en cada intersección. Cada conductor debía esperar hasta que el vehículo que le precedía sorteara por completo el fuego cruzado antes de arriesgarse a atravesarlo. Quedarse en la zona abierta era suicida. Cada vez que el convoy se rezagaba les daba tiempo a los grupos de tiradores a llegar hasta la calle siguiente y organizar una emboscada a los vehículos cuando pasaran disparando. El convoy estaba completamente acribillado. Como desde arriba Harrell y Matthews podían ver las manzanas y las plazas donde los somalíes se amontonaban para sorprender al convoy, guiaron a éste de forma que se mantuviera alejado.

Había una complicación añadida. Volando a unos tres mil metros de altura sobre el helicóptero C2, se hallaba el Orion, el avión espía de la fuerza aérea, el cual, gracias a las cámaras de vigilancia que llevaba, se hacía una idea de las tribulaciones que estaba padeciendo el convoy. Pero sus pilotos tenían una desventaja. No estaban autorizados a comunicarse con el convoy. Sus indicaciones eran transmitidas al comandante del Centro de Operaciones, quien se comunicaba por radio con Harrell en el helicóptero de mando. Sólo entonces se enviaba la advertencia del avión al convoy en tierra. Esto suponía un retraso vergonzoso. Los pilotos del Orion tenían una perspectiva directa sobre el lugar del siniestro. Decían: «¡Girar a la izquierda!». Pero cuando la instrucción llegaba a McKnight en el Humvee de cabeza, ya habían sobrepasado la esquina en cuestión. Atendían entonces a la orden tardía y doblaban más abajo en la calle errónea. Arriba, sobrevolando el combate, los comandantes que lo miraban por las ventanillas o en las pantallas, no podían oír el tiroteo y los gritos de los hombres heridos, o sentir el impacto de las explosiones. Desde el cielo, daba la impresión de que el avance del convoy estaba dentro del orden previsto. La imagen visual no siempre transmitía lo desesperado de la situación.

Eversmann, todavía tumbado de espaldas, indefenso, en la retaguardia de la columna, notó que el vehículo, como él esperaba, giraba a la derecha después de haberlos recogido en su posición de bloqueo. Sabía que el helicóptero siniestrado estaba a sólo unas manzanas de distancia en aquella dirección. Pero le sorprendió que el Humvee llevara a cabo un segundo giro a la derecha. ¿Por qué se dirigían al sur? Era fácil perderse en Mogadiscio. Las calles no estaban diseñadas como las nítidas cuadrículas propias de un urbanista. Cuando uno creía que una calle iba a conducirle a una determinada plaza, de repente se desviaba en dirección distinta. Hubo otros giros. Al cabo de un rato, el lugar del siniestro, tan cerca que Eversmann lo vio desde su posición en la avenida Hawlwadig, se perdió en medio del avispero.

El convoy se dirigía hacia el sur cuando se estrelló el helicóptero de Durant. En el Humvee de cabeza, McKnight recibió un mensaje radiado del teniente coronel Harrell.

Danny, los disparos de las RPG han tumbado otro Hawk al sur del Hotel Olympic. Necesitamos que llevéis a todos primero allí. Necesitamos que la QRF nos ayude, cambio.

—Aquí Uniforme. Comprendido. Aparato derribado al sur del Hotel Olympic. De acuerdo, y veremos qué podemos hacer después de esto.

Vamos a intentar que la QRF nos preste ayuda. Intenta sacar a todo el mundo de aquel siniestro [Súper Seis Uno], y luego dirigíos hasta el otro Hawk derribado, que deberéis atender y vigilar, cambio.

No iba a resultar una tarea fácil. Se suponía que McKnight debía coger el convoy, con los prisioneros y los heridos, dirigirse al primer helicóptero siniestrado y reunirse con el grueso de la tropa allí. No había suficiente espacio en los atestados Humvees y camiones para los hombres que ya tenía a su cargo. Sin embargo, el plan inmediato requería que el convoy cargase a todos los soldados y se desplazara al sur hasta el segundo helicóptero derribado, recorriendo el camino traicionero por el que estaban pasando.

El intenso tiroteo y el número creciente de víctimas empezó a afectar negativamente a los hombres que viajaban en los vehículos. Algunos de los heridos leves que iban en el de Eversmann parecían haber entrado en diferentes grados de parálisis, como si el cometido que tenían asignado hubiera llegado a su fin. Otros gemían y gritaban de dolor. Estaban todavía muy lejos de la base.

La situación enfurecía al sargento Matt Rierson, el jefe de la escuadra Delta que había capturado a los prisioneros y que iba con éstos en el segundo camión. Rierson no sabía adónde se dirigía el convoy. Formaba parte del procedimiento normal operativo que todos los vehículos de un convoy conocieran su destino. De esta forma, si el primero era alcanzado, o giraba por donde no debía, el resto podía continuar. ¡Pero McKnight, un teniente coronel más acostumbrado a mandar un batallón que una fila de vehículos, no le había dicho nada a nadie! Rierson veía que los inexpertos conductores de los Humvees se detenían después de pasar un cruce, con lo cual dejaban a los vehículos que los seguían a merced del fuego cruzado. Cada vez que el convoy se detenía, Rierson saltaba a tierra e iba de vehículo en vehículo para reconducir la situación.

Cuando volvieron a pasar por detrás de la casa asaltada, un proyectil lanzado de una RPG le dio al tercer Humvee de la columna, aquel donde se había metido McLaughlin con calzador. El soldado Carlson, que se había desplazado para dejarle sitio al sargento, oyó que lanzaban una granada en las cercanías. Luego fue un resplandor cegador y un ensordecedor ¡BOOM! El Humvee se llenó de humo negro. Las gafas que había enganchado en la parte superior del casco volaron por los aires.

La granada se había abierto paso a través de la carrocería del vehículo por el tapón de la gasolina, luego había entrado y el impacto arrojó a tres hombres a la calle. Le arrancó a McLaughlin las protecciones para las manos del arma y un trozo de metralla le atravesó el antebrazo. No sintió dolor, sólo la mano entumecida. Se dijo que era preferible esperar a que se despejara el humo para ver qué le había pasado. La metralla le había roto un hueso del antebrazo, le desgarró un tendón y le fracturó un hueso de la mano. No sangraba demasiado y aún podía disparar.

A Carlson le silbaban los oídos, contuvo la respiración en medio de la nube oscura y se palpó en busca de puntos húmedos. Le sangraba el brazo izquierdo. La metralla lo había perforado en varios puntos. Tenía las botas en llamas. Había sido alcanzado un bidón de munición de calibre 50 y oyó que los demás le gritaban: «¡Una patada! ¡Dale una patada!», lo que él hizo antes de inclinarse y darse golpes en los pies a fin de apagar las llamas.

Dos de los hombres caídos a la parte posterior del vehículo estaban gravemente heridos. Uno, el sargento mayor de la Fuerza Delta, Tim «Canoso» Martin, se había llevado lo peor de la explosión. La granada había hecho un agujero del tamaño de una pelota de fútbol estadounidense en la carrocería del Humvee, atravesó los sacos de arena, al propio Martin, y penetró en el bidón de municiones. Había arrancado la mitad inferior del cuerpo de Martin. La explosión le desgarró los muslos, por la parte posterior, al soldado Adalberto Rodríguez, que fue dando traspiés a lo largo de diez metros antes de detenerse. Sus piernas eran un amasijo de sangre y carne. Intentaba ponerse en pie con gran esfuerzo cuando se dio cuenta de que un camión de cinco toneladas iba directo hacia él. Su conductor, el soldado Maddox, desorientado por la explosión de una granada, estaba a punto de atropellarlo.

El convoy se detuvo y los soldados saltaron para recoger a los heridos. Los enfermeros hicieron lo que estaba en sus manos por Rodríguez y Martin, que daban la impresión de estar mortalmente heridos. Mientras los rangers se dispersaban para cubrir las calles y callejones de las inmediaciones, los heridos fueron subidos a la parte trasera de los vehículos. En una de las calles, el soldado Aaron Hand y el sargento Casey Joyce se vieron envueltos en un furioso tiroteo. Cada uno estaba en un lado de la calle. Spalding, de pie fuera del camión, vio que unas ráfagas de ametralladora hacían añicos la pared que había sobre la cabeza de Hand.

Como éste estaba concentrado en disparar hacia la parte baja de la calle, no advirtió que le llegaban proyectiles desde un ángulo diferente. Spalding le gritó a Hand que volviera a los vehículos, pero había demasiado ruido para hacerse oír. Spalding, desde donde se hallaba, tuvo la sensación de que a Hand le iban a disparar con toda seguridad. Todo lo estaba haciendo mal. Luchaba con mucho valor, pero no se hallaba a cubierto y, además, cambiaba los cargadores con la espalda al descubierto. Spalding era consciente de que debía cubrirlo y llevárselo de allí, pero eso significaba atravesar la calle donde volaba el plomo. Vaciló. Luego pensó que no, que no iba a cruzar la calle. Se debatía consigo mismo cuando el SEAL John Gay salió corriendo para ayudar. Gay cojeaba, su cuchillo había desviado una ráfaga de AK-47 dirigida a su cadera. Lanzó varias ráfagas calle arriba y se llevó a Hand al convoy.

Al otro lado de la calle, Joyce estaba apoyado sobre una rodilla mirando al norte, es decir, que estaba haciendo lo correcto. Había encontrado un sitio donde ponerse a cubierto y devolvía el fuego de forma disciplinada, tal y como le habían enseñado, cuando desde una ventana situada encima y detrás de él asomó el cañón de una pistola que empezó a disparar con rapidez. Carlson lo vio. Aunque Joyce hubiera podido oírlo, no había tiempo para lanzarle un grito de aviso. Ruido seco y lluvia de balas; el sargento se desplomó de bruces sobre el polvo.

No había transcurrido un segundo cuando un arma del calibre 50 acribilló la pared en la que estaba la ventana donde había aparecido el arma, y el sargento Jim Telscher, ajeno al tiroteo, corrió de un salto hasta Joyce, lo agarró por la camisa y el chaleco y, sin aminorar el paso, lo arrastró hasta la columna.

Joyce tenía el rostro macilento y los ojos abiertos como platos y desorbitados. Le habían dado en la parte alta de la espalda, donde los chalecos Kevlar antibalas carecían de chapa protectora. La ráfaga le había atravesado el corazón y el torso para salir y alojarse en la parte delantera del chaleco, donde se hallaba la placa blindada. Lo cargaron en la parte trasera del Humvee de Gay, donde un enfermero de la Fuerza Delta, sosteniendo el gotero con una mano, lo atendía frenética y desesperadamente.

—¡Hay que llevarlo a la base de inmediato! ¡Tenemos que evacuarlo o morirá!

El convoy empezó a avanzar de nuevo con movimientos bruscos, dobló primero a la izquierda (dirección este) y luego otra vez a la izquierda, encaminándose de esta forma otra vez hacia el norte. Estaba en una calle situada a una manzana al oeste del lugar donde se hallaba el helicóptero. Para llegar allí, no tenía más que seguir dos manzanas al norte y luego doblar a la derecha. Pero el tiroteo era implacable. En el Humvee de cabeza, fue alcanzado el teniente coronel McKnight. Le entró metralla en el brazo derecho y en el lado izquierdo del cuello.

En la retaguardia del convoy, el sargento Lorenzo Ruiz, el fornido y modesto boxeador de El Paso, que se había hecho cargo de la ametralladora del calibre 50 del soldado Clay Othic después de que éste fuera alcanzado en un brazo, se desplomó deslizándose fláccidamente sobre los hombres del Humvee.

—¡Le han dado! ¡Le han dado! —gritó el conductor conforme seguía lo más rápido que podía a la columna.

La torreta de su Humvee estaba vacía y el arma giraba a su antojo.

—¡Que suba un quintacolumnista! —gritó uno de los sargentos—. ¡Que suba inmediatamente un quintacolumnista!

Apretujados como estaban, y con Ruiz tumbado sobre ellos, ninguno podía trepar a la torreta desde dentro, así que el soldado Dave Ritchie saltó fuera del vehículo y subió a la torreta desde el exterior. Como no podía agacharse dentro porque el peso muerto del cuerpo de Ruiz lo bloqueaba, tuvo que sujetar el arma inclinándose desde fuera. Y así siguieron, mientras él giraba y disparaba el arma enorme y se sostenía como podía para no caer a la calle.

Mientras, los de dentro empujaron a Ruiz hacia abajo para que Ritchie pudiera instalarse detrás del arma. El sargento mayor John Burns le arrancó el chaleco y la camisa al herido.

—¡Me han dado! ¡Me han dado! —susurraba Ruiz conforme empezaba a toser sangre.

Burns encontró el lugar por donde había entrado la bala, bajo el brazo derecho, pero no consiguió localizar la salida del proyectil. Lo apoyaron contra una radio y un enfermero Delta se apresuró a atenderlo. Ruiz estaba en estado de shock. Como muchos de los que iban en los otros vehículos, se había sacado la placa de cerámica del chaleco antibalas.

Encaramado en la torreta de un Humvee detrás de una Mark-19, una ametralladora lanzagranadas, el cabo Jim Cavaco lanzaba una detrás de otra ráfagas de 40mm. a las ventanas de un edificio desde el cual disparaban. Cavaco arrojaba diestramente granadas a las ventanas del segundo piso, una detrás de otra. ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Desde el segundo camión, Spalding gritó:

—¡Bien! ¡Acaba con ellos, Vaco!

Acto seguido, vio que su amigo caía hacia delante. Una ráfaga había alcanzado a Cavaco en la nuca; había muerto en el acto. El convoy volvió a detenerse y Spalding saltó para ayudar a sacar a Cavaco de la torreta. Lo llevaron a la parte posterior del camión de Spalding y lo arrojaron allí, aterrizando sobre las piernas de un ranger herido que gritaba de dolor.

La intensidad del tiroteo era terrorífica. Parecía que los somalíes invadían la calle desde todos los puntos. Desde el Humvee en cabeza, Schilling miraba a la muchedumbre que corría con estupor. Pensaba en a quién podía ocurrírsele transintar por aquellas calles invadidas por proyectiles. Descubrió que dejando rodar granadas por la calle se impedía que los tiradores asomaran sus armas. Intentó ahorrar munición disparando sólo a los somalíes más cercanos. Cuando se quedó sin arma, un ranger herido le dio los cargadores de sus bolsillos.