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Jousuf Dahir Mo’alim estaba cerca del hombre que lanzó la granada. Se ocultaba detrás de un árbol en una callejuela que rodeaba el Hotel Bar Bakin, un pequeño edificio de piedra blanca situado a una manzana dirección sur del Hotel Olympic. Se guareció detrás del árbol para esconderse del Black Hawk que estaba sobre él. Simultáneamente, uno de sus hombres, parte de una milicia compuesta por veintiséis hombres que habían acudido corriendo desde el pueblo vecino Hawlwadigli, se arrodilló en medio del callejón y apuntó hacia lo alto con un arma rusa antitanque que llevaba. Se había montado el tubo con un conducto metálico, el cual estaba soldado en el extremo posterior a un ángulo a fin de que el efecto del retroceso no afectara al cuerpo del tirador.

—¡Si fallas, disparo otra ráfaga! —gritó Mo’alim.

Eran combatientes veteranos y, si bien luchaban contra los estadounidenses sin remuneración alguna, la mayor parte eran mercenarios. El padre de Mo’alim murió en 1984 en la guerra entre Somalia y Etiopía y reclutaron al hijo, que entonces contaba quince años, para ocupar su puesto. Era un joven esquelético cuyo cuerpo se perdía en una camisa y unos pantalones demasiado grandes, tenía unos pómulos muy hundidos y una perilla que sobresalía de la estrecha barbilla. Por espacio de dos años había sido soldado de Siad Barre, pero cuando cambió la corriente de aquella insurrección, se fue de su unidad para unirse a las tropas rebeldes de Aidid. Era experto en muchos combates callejeros, pero ninguno tan encarnizado como aquel.

Había organizado a los hombres de su pueblo, un laberinto de sucios y sinuosos senderos flanqueados de cactos en torno a unas chozas de harapos y barracas cubiertas de hojalata al sur de la zona del mercado Bakara, en una milicia irregular de alquiler. Permanecían aliados a Aidid, porque pertenecían, al igual que él, al clan Habr Gidr. Casi todos defendían a su pueblo de bandas merodeadoras de jóvenes luchadores. Proporcionaban seguridad a todo aquel que estuviera dispuesto a pagar, lo cual incluía, de vez en cuando, a Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales. A veces, ellos mismos iban en busca de algo que saquear. A los hombres como Mo’alim y su banda los llamaban mooryan, o bandidos. Vivían con las armas, sobre todo los M-16 y las rusas AK-47 que se podían comprar en el mercado por un millón de chelines somalíes, o unos doscientos dólares. También usaban armas antitanque, desde bazucas de la Segunda Guerra Mundial hasta las más seguras y precisas RPG fabricadas en Rusia. Cobraban por sus servicios, en arroz o en khat. La droga causaba estragos. Otra acepción para los mooryan era dai-dai, o «rápido-rápido» por su carácter inquieto y sus tics nerviosos. Eran unos guerreros temerarios y, en muchos casos, morían jóvenes. Pero en aquellos momentos, todos los mooryan del sur de Mogadiscio tenían un enemigo común. Algunos habían empezado a llamarse a sí mismos «Revengers»,[2] como juego de palabra de rangers.

Sabían que la mejor forma de menoscabar la seguridad de los estadounidenses era derribar uno de sus helicópteros. Éstos eran el símbolo del poder de Naciones Unidas y de la impotencia del pueblo somalí. Cuando llegaron, los Rangers parecían invencibles. Los Black Hawks y los Little Birds eran casi invulnerables en comparación con el pequeño armamento que constituía la mayor parte del arsenal somalí. Estaban pensados para castigar con impunidad desde lejos. Cuando los Rangers hacían su aparición, bajaban deprisa de los helicópteros, se apoderaban de sus prisioneros y desaparecían antes de que se constituyera una fuerza significativa para combatirlos. Si se desplazaban por tierra, lo hacían en convoys blindados. Pero todo enemigo muestra su punto débil por la forma en que lucha. Para los hombres de Aidid, era evidente dónde flaqueaban los Rangers. No estaban dispuestos a morir.

Los somalíes tenían fama de desafiar el fuego enemigo, de llevar a cabo asaltos frontales, casi suicidas. Crecían dentro de clanes y les ponían el mismo nombre que sus padres y sus abuelos. Iniciaban un combate con astucia y coraje y se entregaban a la salvaje emoción que proporcionaba. Retirarse, incluso ante un devastador fuego enemigo, se consideraba impropio de hombres de verdad. Para el clan, estaban siempre listos para morir.

Para matar a los Rangers, había que hacerles resistir y luchar. La respuesta estaba en derribar un helicóptero. Parte de la superioridad falsa de los estadounidenses, su reticencia a morir, significaba que harían cualquier cosa por protegerse mutuamente, algo que era intrépido pero a veces también imprudente. Aidid y sus lugartenientes sabían que, si podían derribar un helicóptero, los Rangers se movilizarían para proteger a su tripulación. Formarían un perímetro alrededor y esperarían la llegada de ayuda. Tal vez no los fuesen a atacar pero podían hacer que se desangrasen y murieran.

Los hombres de Aidid recibieron algunas directivas expertas para derribar helicópteros de los soldados fundamentalistas islámicos, venidos clandestinamente de Sudán, los cuales tenían experiencia en luchar con helicópteros rusos en Afganistán. En esta misma línea de esfuerzo, decidieron concentrar todo su arsenal en las RPG, el armamento más potente que le quedó a Aidid después de los ataques aéreos a sus tanques y armas de mayor tamaño. Esto era problemático. Las granadas explosionaban cuando impactaban, pero era difícil alcanzar un blanco en movimiento con ellas, y por esta razón en muchas se reemplazaron los detonadores por temporizadores para que explotasen en medio del aire. Así no haría falta un disparo directo para dañar un helicóptero. Los consejeros fundamentalistas les enseñaron que el rotor de cola en un helicóptero es la parte más vulnerable. Por consiguiente, se entrenaron para dejar pasar el aparato y luego dispararle por detrás. Además de incómodo, era peligroso apuntar con los tubos al cielo, y suicida hacerlo desde las azoteas. Desde los helicópteros no se tardaba en localizar a un hombre armado en una azotea, por regla general antes de que aquél tuviera ocasión de apuntar el arma y disparar. Por esta razón, los soldados de Aidid idearon otros métodos para disparar al cielo sin peligro desde tierra. Cavaron unos agujeros profundos en las polvorientas calles. El tirador debía tumbarse en posición supina con la parte posterior del tubo apuntando hacia el agujero. En ocasiones, arrancaban un arbolito y lo apoyaban en el agujero, luego el tirador se cubría con una tela verde para poder tumbarse bajo el árbol a la espera de que un helicóptero sobrevolara el lugar.

Le dieron al primer Black Hawk la madrugada del 25 de septiembre cuando todavía era oscuro, pero el aparato no formaba parte de una misión de los Rangers. El éxito les envalentonó. La próxima vez que acudiesen en gran número, ellos estarían preparados. Sólo debían alcanzar a uno.

Cuando el 3 de octubre Mo’alim oyó que llegaban los helicópteros a baja altura, fue a buscar su M-16 y reagrupó a su banda. Se dirigieron corriendo hacia el norte y, después de haberse dispersado en grupos de siete u ocho, cruzaron la calle Nacional y rodearon el Hotel Olympic por detrás a través de zonas que conocían bien. El cielo estaba atestado de helicópteros. Los pequeños grupos de Mo’alim intentaban mantenerse juntos en medio de la muchedumbre que se desplazaba en su dirección. Sabían que los estadounidenses, aunque los distinguieran, no se atreverían tanto a dispararles si los veían rodeados por civiles desarmados. Llevaban sábanas y toallas sobre los hombros para cubrir las armas y los rifles automáticos iban pegados a los costados de los cuerpos. Era uno de los muchos grupos de milicianos que se dirigían con premura al combate.

Fue en el cruce que había al sur del hotel en la avenida Hawlwadig donde el grupo de Mo’alim tuvo su primer encuentro con unos rangers que iban en un Humvee. Se acercaron sin llamar la atención y les dispararon a los estadounidenses pero apareció un helicóptero que abrió fuego y mató al miembro de mayor edad de la compañía, un hombre gordinflón de mediana edad al que llamaban «Alcohol».

Mo’alim sacó a rastras su fláccido cuerpo de la calle y la escuadra se reagrupó una manzana más al sur, detrás del Hotel Bar Bakin.

Desde allí vieron caer el primer helicóptero. Los hombres lanzaron salvajes exclamaciones de júbilo. Continuaron avanzando y disparando, pero siempre manteniéndose a unas dos manzanas de los rangers. Estaban todavía al sur del objetivo cuando un miembro del grupo de Mo’alim se arrodilló en plena calle, apuntó a otro Black Hawk, y disparó. La granada alcanzó el rotor de atrás, cuyos trozos volaron con la explosión. Luego, durante unos instantes, no sucedió nada.

Mo’alim tuvo la sensación de que el helicóptero caía muy despacio. Estuvo volando un rato como si nada se hubiera dañado y luego, bruscamente, se inclinó hacia delante y empezó a descender en barrena. Cayó en Wadigley, una calle situada en un barrio muy poblado al sur del suyo. El estallido provocó gritos exaltados entre la muchedumbre. Mo’alim vio que a su alrededor la gente cambiaba de dirección. Momentos antes, la muchedumbre y los combatientes se desplazaban hacia el norte, hacia el Hotel Olympic y donde se había estrellado el primer Black Hawk. En esos momentos, todos en torno a él corrían apresuradamente dirección sur. Y él, el soldado veterano con barbas de chivo, echó a correr con ellos de nuevo a través de su propio pueblo de Hawlwadigli, conforme blandía el arma y gritaba:

—¡Dad la vuelta! ¡Deteneos! ¡Hay hombres dentro y pueden dispararnos!

Algunos lo escucharon y se pusieron detrás de Mo’alim y de sus hombres. Otros continuaron corriendo hacia delante. Alí Hussein, quien regentaba una farmacia cerca del lugar donde había caído el helicóptero, vio que sus vecinos se hacían con armas y corrían en aquella dirección. Agarró por el brazo a su amigo Alí Mohamed Cawale, propietario del restaurante Black Sea. Cawale llevaba un rifle. Hussein lo sujetó por los hombros.

—¡Es peligroso! ¡No vayas! —le gritó.

Pero el olor a sangre estaba en el aire. Cawale se desasió de los brazos de Hussein y se reunió con la multitud que corría.