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Después de haber dejado al soldado Blackburn, el ranger caído del helicóptero, al cargo de la reducida columna de rescate que lo debía llevar hasta la base, los sargentos Jeff McLaughlin y Casey Joyce tomaron de regreso la avenida Hawlwadig para reunirse con su elemento, Tiza Cuatro. No llegaron muy lejos. Un somalí armado apostado en una callejuela les entretuvo, pues se asomaba y disparaba para esconderse antes de que ellos tuvieran tiempo de devolver los disparos. McLaughlin cubrió el callejón para que Joyce pudiera situarse en el lado opuesto. Se colocaron uno a cada lado de la callejuela y se apostaron con una rodilla en el suelo para abatir al tipo. Desde lejos, los somalíes parecían iguales, de piel negra, con enormes y desaliñadas matas de cabello, largos pantalones abombachados y camisas sueltas y enormes. Mientras que la mayoría disparaba tiros indiscriminadamente y luego echaban a correr, otros eran de una persistencia terrible. De vez en cuando, alguno, en su huida, desembocaba en la zona abierta, y siempre lo derribaban. Aquél era listo. Se asomaba lo justo para apuntar y disparar, acto seguido se escondía otra vez detrás de la esquina. McLaughlin intentó adelantarse. Cuando apareciese la cabeza del tirador, le lanzaría una ráfaga que hubiera apuntado con antelación, y el somalí se apresuraría a ocultarse de nuevo.

McLaughlin estaba resuelto a acabar con él. Detrás de una esquina, sujetó la M-16 con firmeza y apuntó al lugar del callejón donde no tardaría en aparecer el tirador. El sudor le cegaba la vista. Estaba tan ensimismado en aquel duelo fútil que perdió la noción del tiempo y del espacio y se sobresaltó cuando un sargento de escuadrón gritó su nombre.

—¡Eh, Mac! ¡Ven aquí!

El convoy avanzaba por la calle detrás de él, en dirección norte por Hawlwadig. Parecía que todo el mundo lo estuviera esperando. Buscó a Joyce con la mirada pero también parecía haberse marchado. Ya había subido a uno de los vehículos. McLaughlin cruzó la calle y se puso a trotar junto a la parte más alejada de uno de los Humvees, ya pasado el callejón de la contienda. El vehículo estaba abarrotado.

—¡Sube al capó! —gritó uno de los hombres que había dentro.

McLaughlin ya tenía una de sus largas piernas levantada cuando se le ocurrió que era una idea nefasta. Aquellos vehículos eran imanes para las balas. Se imaginó abriéndose paso a través de aquella terrible locura que se había desencadenado montado encima de un Humvee. Ya era malo tener que andar por una de aquellas calles, pero mucho peor convertirse en un blanco perfecto —six-five Ranger— allí arriba. Rodeó el vehículo, abrió la puerta y apremió al soldado Tory Carlson para que le dejara espacio. Así lo hizo y McLaughlin trepó hasta el asiento y colocó la M-16 en el borde de la ventana posterior derecha, que estaba abierta.

Cien metros más adelante, el convoy llegó a la altura de lo que quedaba del sitiado Tiza Cuatro del sargento Eversmann. Éste y sus hombres permanecían inmovilizados desde que Blackburn cayera del helicóptero. Había visto estrellarse al otro helicóptero. Si se ponía de pie, como era muy alto, Eversmann podía ver los restos del Súper Seis Uno desde una de las callejuelas que cruzaba en diagonal hacia el este. El capitán Steele había ordenado por radio al sargento que trasladase su tiza hasta allí a pie.

«Roger», había contestado Eversmann… queriendo decir, «sí, de acuerdo». Pero no tenían muchas posibilidades de marcharse a otro lugar. Desde lejos veía hombres con cascos, chalecos antibalas y uniformes de camuflaje en torno a los restos de la aeronave, así que sabía que los estadounidenses habían llegado allí. Estaban bastante cerca y podía ordenar a sus hombres que dirigieran sus disparos en aquella dirección. De todas formas se había quedado reducido a sólo cuatro o cinco soldados capaces de seguir combatiendo.

El convoy llegó como una respuesta al avemaria que había rezado al despegar. Eversmann vio a su amigo el sargento Mike Pringle en la torreta del Humvee que mandaba McKnight y manejaba la calibre 50 con la cabeza tan agachada que miraba por debajo del arma. A pesar de la situación, le arrancó una sonrisa a Eversmann.

—¡Eh, sargento, subid! Nos dirigimos al lugar del siniestro —gritó McKnight.

—El capitán Steele quiere que vayamos a pie, está ahí mismo — replicó Eversmann a la vez que señalaba el lugar con la mano.

—Ya lo sé —dijo McKnight—. Subid. Vamos hacia allí.

Schilling se ocupó de cubrir la parte alta de la avenida Hawlwadig mientras Eversmann y sus hombres cruzaban la calle. El jefe del tiza condujo a sus hombres a bordo de los vehículos ya repletos; para ello subieron primero a los heridos amontonándolos literalmente en la parte trasera sobre otros muchachos, y luego buscó lugar para los otros. Era el último hombre que quedaba en la calle cuando McKnight le gritó que se diera prisa. Eversmann repasó mentalmente la lista de nombres, resuelto a responder por todos y cada uno de los hombres de su tiza. Les había perdido la pista a McLaughlin, a Joyce y a los médicos que había mandado con Blackburn, pero no estaban ni en su intersección ni manzana abajo. La columna circulaba de nuevo. No podía hacer otra cosa que subir a la parte trasera de un vehículo. Aterrizó sobre alguien y se quedó tumbado boca arriba mirando al cielo conforme se desplazaban por las calles todavía llenas de somalíes que les disparaban, y cayó en la cuenta de que era un blanco perfecto y que ni siquiera podía devolver los disparos. Pensó que le iban a disparar y que no había nada que pudiera hacer para impedirlo. A pesar de lo vulnerable que se sentía, era un alivio estar de nuevo con los otros y moverse. Si estaban juntos y se movían significaba que el final estaba cerca. El avión siniestrado estaba a sólo unas manzanas de distancia. Una vez allí se organizaría mejor para el viaje de regreso.

Mientras Eversmann se ocupaba de sus hombres, Schilling corría hasta el centro de la calzada para recoger las cuerdas rápidas del Tiza Cuatro, todavía extendidas en la avenida Hawlwadig. El destacamento especial había hecho instrucción para recuperar las cuerdas, que medían siete centímetros y medio de ancho y eran difíciles de reemplazar. A pesar del fuego cruzado, consiguió hacerse con una. Como era un trabajo arduo arrastrarla de vuelta y él sudaba, tenía sed y estaba cansado, le pidió a John Gay, un SEAL que iba en un Humvee detrás de él, si podía ayudarlo con la otra. Gay estaba agazapado a cubierto y estaba devolviendo los disparos. Le lanzó a Schilling una mirada de asombro y luego puso los ojos en blanco.

—¡Olvídate de las jodidas cuerdas! —gritó.

Schilling cayó en la cuenta de que acababa de arriesgar su vida por un ramal largo de nailon trenzado. Regresó al Humvee sorprendido de sí mismo. Cuando el convoy volvió a ponerse en marcha, el tiroteo era más intenso que en ningún otro momento. Las balas rebotaban en los lados blindados de los vehículos y a cada momento pasaba silbando la estela humeante y titubeante de una RPG. Schilling distinguió un burro atado a un olivo en un callejón. El animal, angustiado y con las largas orejas dobladas hacia atrás y la cola recta hacia abajo, permanecía muy quieto en medio de aquella vorágine. Había visto al burro al principio cuando llegaron y supuso que al final acabarían alcanzándolo. Según se alejaban, lo volvió a mirar, todavía de pie inmóvil e ileso.

Ninguno de los que iban en los vehículos de detrás sabía adónde iban. Muchos hombres no sabían que un helicóptero había sido derribado. Uno de ellos era Eric Spalding, el ranger que fabricó aquella trampa tan eficaz para las ratas de la base. Spalding iba en el asiento del pasajero en la cabina del segundo camión, el que transportaba a los prisioneros. Cuando se pusieron en movimiento, supuso que ya estaba, que la misión había concluido. Iban camino de casa. Al volante iba el soldado John Maddox. Habían levantado el parabrisas frontal para que Spalding pudiera abrir fuego hacia delante.

Apoyó el M-16 fuera de la ventanilla del camión. Aunque era un tirador experto, había dejado de lanzar ráfagas precisas una después de la otra. Había tantos blancos, tanta gente que le disparaba… Daba la sensación de que se hubiera declarado en Mogadiscio el Día de Matar a un Estadounidense. Parecía como si todos los somalíes de la ciudad estuvieran en las calles para cargárselos. Había gente en las callejuelas, en las ventanas, en las azoteas. Sin embargo Spalding seguía disparando con el rifle. Luego, mientras reemplazase el cartucho del rifle con una mano, utilizaría la pistola Beretta de 9mm. para tirar con la otra. Lo único que quería era salir de allí. Cuando la columna dobló a la derecha, se preguntó qué estaban haciendo. ¡La misión se había acabado! ¿Por qué no tomaban el camino de regreso? No había tiempo para encontrar a alguien susceptible de contestar a su pregunta.

Después de avanzar dos manzanas al este, el convoy volvió a girar a la derecha. Les habían perdido la pista a los hombres que se desplazaban a pie al lugar del siniestro. El convoy llevaba dirección sur, se dirigía hacia el objetivo y hacia la calle Nacional, la carretera asfaltada por la que habían llegado. Por lo menos Spalding pensó que era allí adonde se dirigían. La mayoría de las calles de Mogadiscio parecían iguales, caminos de tierra naranja, con grandes baches en el centro, montones de sospechosos escombros, deteriorados muros de piedra bombardeados con morteros a cada lado, olivos achaparrados, matorrales de cactos y callejuelas sucias que los atravesaban. Los cruces eran un problema. Cada vez que el camión se aproximaba a un callejón, Spalding se asomaba fuera, se apoyaba en el ardiente capó y abría fuego mientras la cruzaban. No oía otra cosa que el ruido de los proyectiles de las armas automáticas y las balas volando en torno al sonido metálico cuando le daban al camión.

Una mujer que llevaba un vestido suelto de color morado pasó corriendo por el lado del conductor. Maddox tenía la pistola apoyada en el brazo izquierdo y le disparaba a casi todo lo que se movía.

—¡No dispares! —gritó Spalding—. ¡Lleva un niño!

La mujer se volvió de golpe. Sin soltar al bebé que llevaba en un brazo, levantó una pistola con la mano libre. Spalding le disparó sin titubear. Le lanzó cuatro ráfagas más hasta que cayó. Esperaba no haberle dado al niño. Ellos se movían y no podía ver si le había alcanzado o no. Pensó que tal vez sí le había dado. Llevaba al bebé en el brazo derecho delante de ella. ¿Por qué una madre iba a hacer una cosa así con un niño en los brazos? ¿En qué estaría pensando? Spalding no podía entenderlo. Tal vez lo único que quería era alejarse, pero vio el camión, se asustó y alzó el arma. No había tiempo para preocuparse de ello.