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El almirante Jonathan Howe tuvo la primera sospecha de que algo andaba mal en Mogadiscio cuando los controladores del tráfico aéreo de la base de Naciones Unidas obligaron al avión donde iba él a esperar un rato volando en círculos sobre el mar antes de aterrizar.

Howe volvía de un viaje a Djibouti y Addis Abeba, donde había tenido diferentes reuniones para explorar la posibilidad de someter a Aidid pacíficamente. Cuando estaban listos para aterrizar, Howe vio que, en el hangar situado junto a la base del destacamento especial de los Rangers, unos helicópteros de ataque estaban repostando y cargando municiones. En tierra, telefoneó a su jefe del Estado Mayor. Le informaron sobre el asalto de los Rangers y sobre el helicóptero derribado. El edecán le explicó que se había desencadenado una batalla campal en la ciudad y que, probablemente, iba a permanecer retenido un rato en el aeropuerto.

Howe era un hombre delgado con cabello cano cuya tez pálida ni siquiera había adquirido un tono rosado después de siete meses en Mogadiscio. Sus hombres comentaban en broma que era por los muchos años pasados a bordo de submarinos, si bien durante su distinguida carrera naval había estado al mando de navíos de superficie, de todos los tipos, desde buques de guerra hasta portaaviones. Era un misterio, pero parecía inmune a la luz de sol, el de Somalia incluido. Los panfletos propagandísticos de Aidid se referían a él como «Howe, el Monstruo»; sin embargo, su flema propia de un diplomático y sus modales corteses desmentían el apodo. Ostentó el cargo de consejero delegado para la seguridad nacional con el presidente Bush y colaboró con la transición en la Casa Blanca para la administración Clinton, y el nuevo equipo quedó tan impresionado que lo sacaron de un agradable retiro en Florida para que asumiera la nada envidiable tarea de supervisar la cada vez más complicada transición en Somalia. Era el hombre de Boutros-Ghali en Mogadiscio, el responsable efectivo de la misión en tierra.

No era un destino fácil. Howe había pasado meses durmiendo en un catre en su despacho del primer piso de la derruida embajada de Estados Unidos. Durante algún tiempo, contó con un cobertizo con tejado de hojalata, pero los bombardeos regulares solían llevar a él y a los otros civiles al recinto situado dentro de los muros de piedra del edificio principal. No había lavabos en la embajada, y eran tan escasos los portátiles instalados fuera, que los hombres se paseaban con botellas de plástico para sus necesidades menores. Hacían tres comidas al día en una cafetería de las bases. Una historia que, aparecida en el Washington Post, insinuaba que el personal de Naciones Unidas gozaba de lujosas instalaciones, provocó en ellos amargas sonrisas.

Howe había sido el artífice principal del envío de los Rangers a Mogadiscio. El verano anterior, había presionado tanto a sus amigos de la Casa Blanca y del Pentágono para obtener un destacamento especial con la finalidad de derribar a Aidid, que en Washington lo llamaban Jonathan Ahab. Estaba convencido de que si conseguían desembarazarse del señor de la guerra —no se trataba de matarlo, sino de capturarlo y tratarlo como a un criminal de guerra—, aflojaría el intrincado nudo de odios tribales origen de la guerra, la anarquía y la carestía.

Cuando llegó allí ocho meses atrás, se quedó impresionado ante el estado de la ciudad. Era un lugar salvaje. Todo estaba manga por hombro, nada funcionaba, todo cuanto tuviera valor había sido saqueado y no existía una cabeza visible por encima de aquel caos. No se trataba de un país a nivel cero, sino bajo cero. Incluso habían destruido los mismísimos medios de recuperación. La precaria situación del lugar se reflejaba en el gran número de víctimas de las minas terrestres, hombres, mujeres y niños que se arrastraban por las calles con muletas. La intervención de Naciones Unidas había terminado con el hambre, pero ¿adonde se encaminaría Somalia a partir de ahí? Los esfuerzos para constituir un gobierno de coalición al margen de los clanes rivales del país estaban todavía lejos de ir bien encaminados. Nueve de cada diez somalíes estaban desempleados y quienes trabajaban lo hacían en su mayor parte para Naciones Unidas y Estados Unidos. Desde la perspectiva del almirante, las luchas partidistas llegaban más allá de lo racional o incluso de lo comprensible. Sentía desprecio por los responsables, por hombres como Aidid, Alí Mahdi y los otros señores de la guerra, los líderes que, supuestamente, debían levantar Somalia.

Howe no tardó mucho en comprender que el poder compartido no entraba en los planes de Aidid y de su Alianza Nacional de Somalia (ANS), el brazo político-militar del Habr Gidr. Como habían sido el motor de la derrota de Barre dos años atrás, Aidid y su clan consideraban que había llegado su turno de gobernar. Habían adquirido este derecho con sangre, la antigua moneda del poder. Alí Mahdi y los líderes de las facciones menores estaban entusiasmados con los planes de reconstrucción del país. ¿Por qué no iban a estarlo? Naciones Unidas les ofrecía participar de un poder que jamás podrían arrebatarle a Aidid por sus propios medios.

Mientras en el país permaneció la fuerza militar de la UNITAF (Unidad del Destacamento Especial), compuesta por treinta y ocho mil hombres de los cuales la espina dorsal eran los Marines y la 10.a División de Montaña, los señores de la guerra dejaron de luchar entre ellos. Pero cuando el 4 de mayo los últimos marines abandonaron el país y la 10.a División fue relegada, bajo el nombre de QRF, a tareas de apoyo, la situación, como era de prever, se deterioró. El incidente más grave se produjo el 5 de junio con el asesinato de veinticuatro paquistaníes. Al día siguiente, Naciones Unidas declararon que la ANS era una facción fuera de la ley, y manifestaron oficialmente que Aidid quedaba excluido del proceso de reconstrucción del país. Durante las semanas que siguieron, Howe autorizó una recompensa de 25.000 dólares por el señor de la guerra, a la vez que los helicópteros de combate arrasaban la emisora de Aidid, Radio Mogadiscio, y las tropas asaltaban el recinto donde se hallaba la residencia del señor de la guerra. Para nada. El Habr Gidr se consideró insultado por la miserable cantidad de dinero que se ofrecía por su jefe. Respondieron con una desafiante recompensa de un millón de dólares por la captura de la Bestia Howe. Radio Mogadiscio siguió retransmitiendo su propaganda con antenas móviles y el astuto antiguo general se evaporó en la ciudad.

Aidid mantuvo la presión. Desde su reducto del sur, se lanzaban diariamente ráfagas de mortero a la base de Naciones Unidas. Aterrorizaban y ejecutaban a los somalíes que trabajaban en la misión de Naciones Unidas. Su nombre, Aidid, significaba «el que no tolera insulto alguno». Había estudiado en Italia y en la antigua Unión Soviética, y servido como jefe del Estado Mayor del Ejército y luego embajador en India par Siad Barre antes de volverse contra el dictador y derrocarlo. Aidid era delgado, de aspecto frágil y rasgos semíticos, era calvo y tenía unos ojos pequeños y negros. Podía ser encantador, pero también despiadado. Howe creía que Aidid tenía dos personalidades distintas. Un día era todo sonrisas, cálido, simpático, moderno, educado, de mentalidad abierta, gran sentido del humor y capaz de hablar varios idiomas. Tenía catorce hijos que vivían en Estados Unidos. (Uno, Hussein, era reservista de la Marina y había estado en Somalia con las fuerzas UNITAF en la intervención del pasado diciembre.) Este lado cosmopolita de Aidid era lo que había hecho albergar en un principio esperanzas de éxito. Pero al día siguiente, sin una razón aparente, los ojos de Aidid no mostraban más que odio. Había ocasiones en que incluso sus edecanes más próximos lo evitaban. Este era Aidid, el hijo de un criador somalí de camellos que alcanzó el éxito siendo un asesino inteligente y despiadado. Carecía de escrúpulos a la hora de ordenar un asesinato, incluso tratándose de su propia gente. Howe tenía pruebas de que sus secuaces incitaban a la manifestación y luego disparaban contra sus propios partidarios a fin de acusar a Naciones Unidas de genocidio. No cabía duda de que Aidid utilizaba el hambre como un arma contra los clanes rivales, pues interceptaba envíos de alimentos procedentes de todo el mundo y se apoderaba de ellos. El señor de la guerra también conocía la importancia del terror: destripaban y despellejaban a los soldados paquistaníes muertos.

Howe estaba indignado, y su posición de que había que detener a Aidid era inexorable. El almirante estaba acostumbrado a hacer las cosas a su modo. No era un trallazo, pero cuando le daba a algo no cejaba. Muchas personas expertas en la vieja África consideraban que este rasgo no encajaba con aquella parte del mundo. En Somalia, los señores de la guerra que hoy se peleaban podían ser entrañables viejos amigos al día siguiente. Howe se mostraba inflexible. Si carecía de los medios para acabar con Aidid, los encontraría. Todavía tenía amigos, amigos en lugares muy altos, amigos que estaban en deuda con él, que lo habían convencido para que aceptase aquel destino. Uno de ellos era Anthony Lake, el consejero de seguridad nacional del presidente Clinton. Otra era Madeleine Albright, la emisaria estadounidense para Naciones Unidas, que era una descarada entusiasta del Ordenamiento del Nuevo Mundo. Había muchísimos políticos, diplomáticos y periodistas que, entusiasmados con el éxito contra Saddam Hussein y la caída de la Unión Soviética, albergaban grandes esperanzas de que en el nuevo milenio hubiera mercados capitalistas y libres en el mundo entero. El gran y sin par bastón estadounidense podía enderezar los errores del mundo, alimentar a los hambrientos y democratizar el planeta. Pero los generales, muy en especial el saliente presidente de los cojefes de Estado de Colin Powell, exigían razones más sólidas para que sus soldados murieran. Howe encontraba algunos aliados en la Administración, pero una oposición estricta de los jefazos del Pentágono.

Cuando en junio Washington no accedió a su petición de Fuerzas Delta, él dio comienzo a un trabajo inútil para apresar a Aidid con las fuerzas que ya estaban allí. Al principio, con la finalidad de no dañar a inocentes, helicópteros provistos de altavoces anunciaban las inminentes acciones de Naciones Unidas, un gesto que la mayoría de los somalíes consideraba ridículo. Después de lanzar un aviso de esta índole, una fuerza multinacional asaltó la propiedad de Aidid el 17 de junio. Tropas italianas, francesas, marroquíes y paquistaníes registraron casa por casa, y los franceses y los marroquíes formaron un cordón de hombres armados alrededor del recinto. Aidid no tuvo dificultad en escapar. Los relatos callejeros decían que el general había escapado ante las narices de las tropas de Naciones Unidas envuelto en una sábana como un cadáver en un carro tirado por un burro. No sólo Naciones Unidas fueron incapaces de capturar a Aidid, sino que, además, lo convirtieron en un héroe popular.

La decisión de atacar la casa de Abdi el 12 de julio reflejaba la creciente frustración de Naciones Unidas. Después de la emboscada a los paquistaníes, el clan intensificó sus ataques con francotiradores y morteros. El comandante turco de las tropas de Naciones Unidas, general Cevik Bir, y su segundo, el estadounidense general de división Thomas Montgomery, querían quitarle el ratón al gato. Iba a ser un ataque sin previo aviso, una oportunidad para decapitar la cabeza de la ANS. Los principales miembros del clan solían reunirse en la casa de Abdi. El plan consistía en que unos helicópteros la rodearan desde el aire, le lanzaran misiles TOW y cañones, y acto seguido asaltaran la vivienda para capturar a los supervivientes.

Howe se opuso. Preguntó por qué no podían hacer que las tropas rodearan el lugar y se ordenara a los de dentro que salieran, o por qué no tomar la casa por asalto y capturarlos a todos. Le contestaron que estas opciones pondrían en peligro a las fuerzas de Naciones Unidas. Como ninguna de las unidades apostadas en el país era capaz de controlar un cordón «saneado», lanzar un aviso sería contraproducente. Los oficiales se limitarían a huir, como había hecho Aidid con anterioridad. Y, además, la fuerza carecía de la capacidad de realizar el tipo de tácticas relámpago que usaban los del Cuerpo Delta. Howe cedió cuando el Pentágono y la Casa Blanca autorizaron el ataque.

Había diversidad de opiniones sobre el número de somalíes muertos en el ataque. Mohamed Hassan Farah, Abdullahi Ossoble Barre, Qeybdid y otros allí presentes afirmaban que eran 73 los muertos, entre ellos mujeres y niños que estaban en el primer piso. Dijeron que hubo cientos de heridos. Los informes que recibió Howe después del ataque situaban el número de muertos en 20, todos hombres. El comité internacional de la Cruz Roja situó el número de muertos en 54, con un total de 250 bajas. Pero la muerte de cuatro periodistas occidentales, que se abalanzaron sobre la casa de Abdi para cubrir la noticia del ataque y murieron a manos de una furiosa turba somalí, no tardó en eclipsar la disputa sobre el número de muertos somalíes.

Los asesinatos de los periodistas concentraron la ira mundial contra los somalíes, pero en Mogadiscio la impresión y la rabia estaban puestas en el ataque sorpresa. La masacre reforzó la posición de Aidid y menoscabó en gran manera la imagen humanitaria de Naciones Unidas. Los moderados opuestos a Aidid se solidarizaron con él. Desde el punto de vista del Habr Gidr, Naciones Unidas y, en particular, Estados Unidos, habían declarado la guerra.

Howe siguió insistiendo para que le enviaran Fuerzas Delta. Era la salida más directa que él veía. En Fort Bragg pilotos de los Cazadores Nocturnos y oficiales Delta idearon un plan en junio que sólo precisaría veinte hombres. Se introducirían en el país subrepticiamente y utilizarían los helicópteros y el equipamiento de los QRF. Los servicios informativos descubrieron que Aidid seguía haciendo apariciones públicas y se movía por Mogadiscio con su conspicua escolta de asesores. Pero ni en julio ni en agosto hubo luz verde por parte de Washington.

Los ruegos de Howe fueron atendidos en agosto, cuando unas minas terrestres accionadas por control remoto mataron a cuatro soldados estadounidenses y, luego, dos semanas más tarde, hirieron a otros siete. El presidente Clinton, de vacaciones en Martha’s Vineyard, consintió por fin. Los Delta acudirían a Somalia. Aidid se convirtió en la ballena blanca de Norteamérica.

El destacamento especial de los Rangers llegó el 23 de agosto con una misión prevista para realizarse en tres fases. La Fase Uno, que iba a durar hasta el 30, era sólo para que la tropa se instalase y habituase al lugar. La Fase Dos, prevista hasta el 7 de septiembre, se concentraría exclusivamente en localizar y capturar a Aidid. El Estado Mayor sospechaba que sería coser y cantar, porque sólo propagar la noticia sobre las intenciones de los Rangers había mandado a toda velocidad a Aidid bajo la tierra. La Fase Tres tenía como objetivo la estructura formada por los mandos de Aidid. Este era el meollo de la misión del destacamento especial Ranger. Si los chicos D no podían apresar al señor de la guerra, le iban a poner de patitas en la calle.

En un principio, Howe había previsto una pequeña unidad de operadores clandestinos, pero le alegró muchísimo poder contar con un destacamento especial al completo, 450 hombres. Soportó con paciencia sus primeros tropezones. A medida que transcurría septiembre, a pesar de los fallos técnicos, el destacamento fue logrando algunos éxitos. Howe se quedó contento el 21 de septiembre, cuando un asalto sorpresa a la luz del día a un convoy de vehículos dio como resultado la captura de Osman Atto, traficante de armas y banquero jefe de Aidid, quien acabó encarcelado junto con un número creciente de otros SNA cautivos en una isla situada frente a la costa de la ciudad sureña y portuaria de Kismayo, en tiendas de campaña militares y rodeados de alambradas.

Aidid percibía la tensión. Un líder del Habr Gidr que cooperaba con las fuerzas de Estados Unidos les dijo: «Él [Aidid] está muy tenso. La situación ahí fuera está muy tensa». A finales de agosto, el señor somalí de la guerra le mandó una carta al ex presidente Jimmy Carter en la que le rogaba que intercediese con el presidente Clinton. El general quería una comisión independiente «compuesta por hombres de estado, académicos y juristas de renombre y procedentes de países diferentes» para investigar las acusaciones sobre que él fuera el responsable del incidente acaecido el 5 de junio (Aidid afirmaba que había sido un alzamiento espontáneo de los habitantes de Mogadiscio que temían que Naciones Unidas atacaran Radio Mogadiscio). También pidió una solución negociada a la situación estancada que tenía con Naciones Unidas.

Carter llevó este mensaje a la Casa Blanca y Clinton recibió de buen grado la sugerencia y dirigió sus esfuerzos a resolver el conflicto pacíficamente. El Departamento de Estado empezó con discreción a trabajar en un plan para interceder a través de los gobiernos de Etiopía y Eritrea. El plan exigía un inmediato cese el fuego y que Aidid desapareciera de Somalia hasta que se llevase a cabo la investigación internacional. Establecía una nueva ronda de conversaciones para la reconstrucción de país en noviembre. Howe, por su parte, en Mogadiscio, hizo un sondeo discreto entre los veteranos del Habr Gidr, alarmados por el reciente giro de los acontecimientos. Tanto Howe como sus partidarios en Washington estaban convencidos de que la repentina flexibilidad de Aidid era el resultado directo de la presión ejercida por Garrison.

La razón del viaje que había hecho Howe aquel fin de semana había sido la paz. Durante el largo viaje sobre las tierras secas y yermas, conforme observaba la sombra del avión que corría delante de éste por las dunas, tenía la sensación de que, por fin, Naciones Unidas estaban negociando desde una posición de poder.

Después de dar vueltas sobre el agua por espacio de casi una hora, el avión de Howe pudo por fin aterrizar en la base de los Ranger a última hora de la tarde del domingo. Sabía que se había desencadenado una buena batalla, pero no tuvo una idea clara del conflicto hasta que llegó a la base de Naciones Unidas algo más tarde. El general Montgomery estaba organizando un enorme convoy internacional para acudir al rescate de los rangers y los pilotos caídos.

Como Howe no podía hacer gran cosa, buscó un lugar donde instalarse y se puso a observar. Montgomery no daba abasto. Los malasios y los paquistaníes, que eran los que contaban con los equipamientos necesarios, no querían saber nada del mercado Bakara. Se trataba de las mismas tropas que abandonaron las calles de la ciudad apenas se hubieron marchado los Marines. Querían ayudar, pero se amilanaban ante la idea de enviar los grandes vehículos blindados a la boca del lobo. En aquellas zonas tan densamente pobladas, teniendo que desplazarse despacio por las calles estrechas, lo blindado era muy vulnerable.

Los italianos, cuya lealtad había sido puesta en duda durante la intervención, estaban, no obstante, dispuestos a ayudar, al igual que los indios, que tenían tanques propios que podían lanzar al combate. Como iban a necesitar tiempo para que los italianos y los indios estuvieran en posición, Montgomery seguía presionando a los malayos y a los paquistaníes.

Howe no pudo dejar de preguntarse qué habría ocurrido si, como él había solicitado de forma apremiante, la matanza de las tropas paquistaníes el 5 de junio hubiera obtenido una respuesta internacional tan determinada como aquélla. A pesar de todo, estaba contento de verla ahora. Era una lástima que el destacamento especial hubiera dado un traspié, pero en cuanto la carnicería llegara a su fin, tal vez apeteciera a Washington librarse de ese general arribista de una vez por todas.