Bajo el zumbido constante de los rotores, el suboficial jefe Mike Durant distinguió la voz de su amigo Cliff, arraigada en medio de la superposición de llamadas urgentes en sus auriculares.
—Seis Uno derribado.
Así de simple. La voz de Elvis estaba llena de una extraña calma, flemática.
Durant y su copiloto, el suboficial jefe Ray Frank, sobrevolaban en círculos una tierra yerma al norte de Mogadiscio en el Súper Seis Cuatro, un Black Hawk idéntico al que pilotaba Elvis. Tenían detrás a dos oficiales de tripulación, el Staff sergeant Bill Cleveland y el sargento Tommie Field, quienes esperaban detrás de sus momentáneamente silenciosas armas. Durante años, no habían hecho gran cosa más que prepararse para la batalla con rigor; ahora estaban allí y lo único que hacían era volar en círculos sobre la arena, a cuatro minutos en avión de donde se desarrollaba la acción.
La sombra de su helicóptero se deslizaba sobre el plano y vacío paisaje. Al norte de la calle 21 de Octubre, Mogadiscio se terminaba bruscamente para convertirse en arena y monte bajo. Desde allí hasta el horizonte abrasador, no había más que árboles achaparrados y espinosos, cactos, cabras y camellos en medio de un nebuloso mar de arena.
Durant pensó en sus amigos, Elvis y Toro. Eran profesionales, soldados veteranos. Parecía increíble que un montón de simples somalíes hubiera logrado derribarlos en pleno vuelo. Toro Briley había visto acción desde Corea hasta la invasión de Panamá. Durant recordó que había visto a Toro enfadado la noche anterior. Tuvo la posibilidad de llamar a casa, la primera vez desde hacía meses, pero dio con el maldito contestador automático. Cielos, ya sería mala suerte si…
Durant siguió dando vueltas de forma rutinaria. Cada vez que se ladeaba hacia el oeste tenía la sensación de volar hacia el sol.
Abajo, en Mogadiscio, las noticias eran malas pero no catastróficas. Era una contingencia. Habían practicado desde que llegaron con el propio helicóptero de Elvis, de hecho… Lo cual era raro. Ni siquiera resultaba tan sorprendente, por lo menos para los pilotos, quienes habían agudizado los sentidos ante el peligro de forma más intensa que la mayoría de los pilotos. Muchos rangers eran casi unos niños. Crecieron en la mayor potencia mundial, y consideraban aquellos helicópteros modernos y cargados de tecnología los símbolos del poder militar de Estados Unidos, casi invulnerable en una población del Tercer Mundo como Mogadiscio.
Era un mito que sobrevivió al derribo del Black Hawk de QRF. Aquello se atribuía a un golpe de buena suerte. Se suponía que las RPG eran para combates en tierra. Apuntar al cielo con una de ellas era difícil y peligroso, casi suicida. El violento impacto de retroceso podía matar al tirador y la granada sólo se elevaría trescientos metros, con mucho ruido y una estela indicadora de humo apuntada hacia el tirador. Por consiguiente, si no le daba el impacto de retroceso sin duda lo haría una de las armas de tiro rápido del Little Bird. Resultaban inútiles contra un helicóptero que se movía tan rápido y volaba a baja altura, así proseguía la lógica. Y el Black Hawk era, qué diantre, casi indestructible. Lo podían machacar sin que cambiase un ápice su rumbo. Estaba proyectado para permanecer en el aire pasara lo que pasara.
Por consiguiente, la mayoría de los soldados de Infantería que viajaban en los helicópteros consideraban el percance del Black Hawk como una posibilidad entre un millón. Los pilotos, no. Desde que se estrellara el primer Black Hawk habían visto más a menudo aquellas estelas de humo ascendentes y explosiones aéreas. Caerse fue considerado de repente de posible a probable y acabó formando parte de sus pesadillas. Sin embargo, eso no desalentaba a Durant y a los pilotos en lo más mínimo. Correr riesgos era su cometido. La 160.a de SOAR, los Cazadores Nocturnos, llevaban a los soldados más elitistas de entre los militares estadounidenses a uno de los lugares más peligrosos del planeta.
Durant era un hombre sólido. De corta estatura, moreno y en plena forma física, cuando estaba de pie caminaba más tieso que un huso y plantaba los pies más abiertos que los hombros, como si temiera que alguien fuera a derribarlo. Si tenía un aspecto más descansado que la mayoría de los jóvenes alojados en la base, era porque se había agenciado un lugar para dormir en la diminuta zona destinada a la cocina en una caravana detrás del Centro de Operaciones. Todos los pilotos dormían en caravanas, lo cual resultaba un lujo relativo si se comparaba con los costes de la base. Como volar requería precisión y estar siempre alerta, sin mencionar la responsabilidad para con la tripulación y los aparatos de alta tecnología que valían millones de dólares de valor, Garrison consideraba que unos pilotos bien descansados era algo prioritario. Durant lo había hecho mejor que la mayoría. La caravana para cocinar tenía aire acondicionado. A cambio, él debía montar su camastro cada noche y limpiar el lugar para los cocineros, pero valía la pena.
Durant llevaba mucho tiempo con los Cazadores Nocturnos y era un veterano de las misiones nocturnas a baja altura en la guerra del Golfo Pérsico y la invasión de Panamá. Había nacido en Berlín, New Hampshire, y, además de ser atleta, jugador de fútbol estadounidense y jockey, tenía fama de gracioso. La edad y la experiencia le habían cambiado. La mayoría de sus vecinos de Tennessee, situada justo encima de la frontera del estado de Kentucky, donde se hallaba la base de los Cazadores Nocturnos en Fort Campbell, ni siquiera sabía cómo se ganaba la vida. A menudo su propia familia desconocía dónde estaba.
Resultaba difícil seguirle la pista. Si Durant no participaba en una misión real como aquella, estaba en algún lugar del mundo haciendo prácticas para una de ellas. Las prácticas definían la vida de los Cazadores Nocturnos. Ensayaban todo, incluso colisionar. Cuando terminaban, volaban a algún sitio nuevo y practicaban una y otra vez, una y otra vez. Sus movimientos en el laberinto electrónico de las cabinas estaban tan bien ensayados que parecían instintivos.
El día que enviaron a la unidad de Durant a Somalia, les avisaron con dos horas de antelación. Tiempo suficiente para irse a casa y pasar quince minutos con su mujer, Lorrie, y con su hijo Joey, de un año. Carecía de importancia que sus padres tuvieran previsto visitarlos al día siguiente para pasar un largo fin de semana con ellos, que esta visita hubiera sido planeada hacía tiempo, que Joey cumpliera un año al cabo de tres días, que Lorrie tuviera que reanudar sus estudios de pedagogía una semana después, o que la casa que estaban construyendo estuviera a medio terminar (y Durant haciendo de subcontratista). Lorrie sabía demasiado sobre el asunto y no protestó. Se limitó a cooperar y le ayudó a hacer las maletas. No lo parecía a primera vista, pero Durant también era un sentimental. Congeniaba con los componentes de la temeraria unidad de aviación, hombres cuya lealtad era tan firme como la bandera, pero lo que sentía por su mujer y su hijo, que empezaba a gatear, estaba más cerca de la superficie que con algunos de aquellos chicos. Había hombres en su unidad que hacían el ridículo diciendo lo duro que era marcharse pero que, en secreto, vivían para las misiones y sólo eran felices cuando estaban en peligro. Durant no era así. Era difícil dejar a Lorrie y a su bebé, perderse la visita de sus padres y la fiesta de cumpleaños. Lo esperaba con tanta ilusión… Telefoneó a sus padres para comunicárselo, y para decirles lo mucho que lo sentía. No podía decir adónde se dirigía. Ni siquiera tuvo tiempo de hacer una lista de lo que había que hacer en la casa nueva (la enviaría por correo electrónico desde Mogadiscio, una forma de usar demasiado el número de bites que tenía asignados en el correo por lotes). Durant se quedó un momento con la bolsa de viaje en la puerta de su casa con aquella postura erguida que le era característica, se despidió de Lorrie con un beso y se fue a la guerra. Hasta las despedidas tenía bien ensayadas.
Durant sabía que, después de haber sido derribado Elvis, iban a suceder tres cosas en breve. Las fuerzas de tierra iban a desplazarse hasta el lugar del suceso. Se ordenaría al Súper Seis Ocho, el helicóptero CSAR, uno de los Black Hawk en la operación de contención con Durant, que proporcionara un equipo de médicos y francotiradores. Le pedirían a su helicóptero, el Súper Seis Cuatro, que ocupase la vacante de Elvis volando en círculos bajos sobre el lugar de la acción para proporcionar fuego de cobertura.
De momento, esperaban y volaban en círculos. En una misión como aquella, con tantas aeronaves en el aire, abandonar la disciplina significaba convertirse en un peligro mayor que el enemigo.
Para Durant, quedaba atrás la peor parte de su misión. Introducir al Tiza Uno, a quince hombres de la fuerza terrestre, había significado descender en medio de una nube opaca de polvo hasta la altura de los tejados sobre el objetivo, sortear postes y cables y escudriñar a través del morro redondo del aparato y del remolino marrón para mantener el equilibrio mientras los hombres se deslizaban por las cuerdas hasta el suelo. Durant no podía hacer otra cosa que mantenerse firme aunque a ciegas, y rezar para que ninguno de los otros helicópteros que volaban a su alrededor en medio de la nube se viera obligado a cambiar de programa o variar la trayectoria. Una misión tan compleja como aquella requería una coreografía tan cuidada como la de un ballet, aunque mucho más peligrosa. Continuamente morían hombres practicando ejercicios como aquél, pero mucho menos sorteando RPG y disparos con armas cortas. Durant había introducido en la zona al Tiza Uno sin incidentes. Se suponía que el resto era fácil.
A partir de aquel momento nada iba a ser fácil.