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Mudo de asombro, Nelson vio caer el helicóptero.

—¡Oh, cielo santo! ¡Chicos, mirad esto! —gritó—. ¡Mirad! —¡Oh Dios! —susurró Waddell, quien resistió a la tentación de ponerse en pie y mirar la caída del helicóptero y se limitó a volverse para mirar por el rabillo del ojo.

—¡Ha caído! ¡Se ha estrellado! —gritó Nelson.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el teniente DiTomasso a la vez que se acercaba corriendo.

—¡Acaba de caer un helicóptero! —contestó Nelson—. Tenemos que ir. ¡Tenemos que ir ahora mismo!

La noticia se propagó rápidamente por la radio, voces que se superponían con la mala noticia. No se fingía ya la inexpresiva calma militar, aquella monotonía obligatoria que transmitía todo bajo control. Se elevaron voces cargadas de sorpresa y temor.

¡Se ha estrellado un Black Hawk! ¡Se ha estrellado un Black Hawk!

¡Se ha estrellado un helicóptero en la ciudad! ¡El Seis Uno!

¡Le ha dado una RPG!

¡El Seis Uno!

Se ha estrellado un helicóptero, al noreste del blanco. Tenéis que ir hasta allí y comprobar lo que ha ocurrido.

¡Roger, un helicóptero abatido!

Era algo más que un accidente de helicóptero. Ponía en duda la creencia que tenía el destacamento especial de que eran justificadamente invulnerables. Los Black Hawks y los Little Birds eran su triunfo en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Eran los helicópteros, más que los rifles y las ametralladoras, lo que mantenía alejada a la turba. ¡Los somalíes no podían derribarlos!

Pero habían sido testigos de ello, habían visto que el helicóptero descendía en barrena, que se estrellaba, que uno de los chicos D caía con las piernas al aire sujeto sólo por una mano.