Mohamed Hassan Farah oyó los helicópteros que se acercaban procedentes del norte. Llegaban como siempre, a baja altura y haciendo mucho ruido. Generalmente lo hacían de noche. Sólo se oía el silbido de los rotores. No se les veía nunca a menos que se detuvieran sobre la manzana donde uno vivía. Entonces descendían tanto que el ruido golpeaba en los oídos y el impulso de los rotores arrancaba los arbustos del suelo arenoso y succionaba los tejados de hojalata de las chabolas, que salían volando por los aires en medio de un gran estruendo. Incluso entonces, los helicópteros no se podían ver más que como un difuso contorno contra el cielo oscuro. Volaban negro sobre negro, como la muerte.
En aquella ocasión, era diferente. Era de día, media tarde. Cuando los oyó, Farah fue presa del pánico y de la ira. Salió de la casa y los vio pasar velozmente agitando árboles y haciendo temblar tejados. Sabía que eran rangers porque éstos siempre iban con las botas colgando de las puertas abiertas. Contó alrededor de una docena, pero iban demasiado deprisa para asegurarlo. Vibró la tierra blanda y seca bajo sus sandalias.
A causa de un ataque con helicópteros tres meses antes, el 12 de julio (antes de que llegaran los Rangers), aún se estaba reponiendo de las heridas sufridas durante el mismo. Tanto Farah como los demás miembros de su clan se alegraron de la intervención de Naciones Unidas en diciembre del pasado año. Prometía aportar estabilidad y esperanza. Sin embargo, la misión había degenerado en odio y derramamiento de sangre. Creía que los estadounidenses actuaban engañados al proporcionar su intervención al secretario general de Naciones Unidas Butros-Ghali, enemigo desde hacía mucho tiempo del Habr Gidr y del líder del clan, el general Mohamed Farrah Aidid. Estaba convencido de que Boutros-Ghali intentaba resurgir el Darod, un clan rival. Y, desde el 12 de julio, el Habr Gidr permanecía en guerra con Estados Unidos.
En la mañana de aquel día, los helicópteros estadounidenses QRF, diecisiete en total, rodearon la casa de Abdi Hassan Awale, llamado Qeybdid. Dentro de la vivienda, en una sala grande del segundo piso, estaban reunidos casi cien de sus hombres: miembros del clan, intelectuales, ancianos y jefes de la milicia. Había que tratar un asunto urgente. Hacía cuatro semanas que el Habr Gidr estaba bajo la vigilancia de Naciones Unidas, desde que en una sangrienta emboscada llevada a cabo por el clan murieran veinticuatro soldados paquistaníes.
El clan lo tenía muy difícil, pero estaban acostumbrados a ello. El Habr Gidr era un rival secular del Darod, el clan del ex dictador Mohamed Siad Barre, quien había gobernado Somalia bajo el terror durante veinte años. Como diplomático egipcio, Boutros-Ghali estaba en contra de las fuerzas revolucionarias de Aidid. Barre fue derrocado en 1991, pero el Habr Gidr no pudo consolidar su poder político. Y ese mismo Boutros-Ghali, mediante Naciones Unidas, volvía a intentar derrotarlos. Así es como ellos lo veían. Por consiguiente, vivían como lo habían hecho durante muchos años, escondiéndose de los que ostentaban el poder, a la espera del momento propicio y a la búsqueda de oportunidades para atacar.
Aquel día de julio, los responsables del clan se hallaban reunidos para hablar sobre la forma de responder a la iniciativa de paz de Jonathan Howe, el almirante estadounidense retirado que dirigía la misión de Naciones Unidas en Mogadiscio. Los somalíes de mediana edad estaban sentados sobre alfombras en el centro de la sala. Los mayores se instalaron en las sillas o sofás dispuestos en torno a la estancia. Entre los ancianos presentes había líderes religiosos, ex jueces, profesores, el poeta Moallim Soyan y el más anciano de los líderes del clan, el jeque Haji Mohamed Imán Aden, de más de noventa años. Detrás de los ancianos, de pie y apoyados contra la pared, estaban los más jóvenes. Muchos vestían ropa occidental, camisas y pantalones, pero la mayoría llevaba la tradicional prenda somalí, una falda abigarrada de algodón con varias capas de tela superpuesta llamada ma-awis.
Eran los miembros mejor preparados culturalmente del clan. Desde que en Somalia tanto el orden como el Gobierno se derrumbaron, los intelectuales tenían poco trabajo. Por consiguiente, una reunión como aquélla suponía un gran hito, una oportunidad para discutir sobre la dirección de las cosas. Aidid no estaba presente. Permanecía oculto desde que hacía unas semanas Naciones Unidas registraban y allanaban la mayoría de las casas que pudieran constituir su residencia. Qeybdid y algunos de los presentes eran sus consejeros más próximos, políticos de línea dura, hombres con las manos manchadas de sangre. Algunos eran los responsables de los ataques a las tropas de Naciones Unidas y de la masacre de los paquistaníes. También había moderados, hombres que se consideraban realistas.
Gobernar un país empobrecido como Somalia no significaba nada sin vinculaciones amigas con el resto del mundo. Los miembros del Habr Gidr eran capitalistas entusiastas. Muchos de los presentes eran hombres de negocios que deseaban reanudar el flujo de la ayuda internacional y los lazos comerciales con los poderes de Estados Unidos y Europa. Les molestaba el obstruccionismo y el juego cada vez más peligroso que se traía entre manos Aidid con Naciones Unidas. En medio del ambiente de confrontación que se vivía en Mogadiscio, no era muy probable que prevaleciesen sus argumentos, pero había personas entre los reunidos en la casa de Abdi que estaban allí para defender la paz.
Farah, un somalí de unos treinta años, calvo y hablador, formaba parte los moderados. Ansiaba cierta normalidad en su país y lazos amigos con naciones que pudieran ayudar a Somalia. Farah era ingeniero y cursó parte de sus estudios en Alemania. Veía una oportunidad en las ruinas de Mogadiscio. Ante él se abría toda una vida de reconstrucción importante y lucrativa. Pero también estaba convencido de que quien se merecía gobernar el país (y el único que iba a desviarle valiosos contratos de ingeniería) era su compañero en el clan, Aidid. Naciones Unidas pretendían tratar a todos los señores de la guerra y a los clanes de la misma forma cuando no eran iguales.
Farah estaba en el perímetro de la sala con los más jóvenes, pero en lugar de quedarse en pie, tenía apoyada una rodilla en el suelo entre dos sofás, lo que probablemente le salvó la vida.
El misil TOW está diseñado para atravesar el casco blindado de un tanque. Se trata de un proyectil bifásico de más de una tonelada y media con aletas en el centro y detrás que arrastra un cable de cobre tan fino como un cabello. El cable permite que el TOW sea teledirigido en el vuelo de forma que pueda seguir con precisión la trayectoria del láser que va al blanco. Equipado con una carga amoldada dentro de su punta redondeada, cuando impacta arroja un chorro de plasma, cobre fundido, que arde a través de la capa exterior de su blanco, con lo cual el proyectil puede penetrar y descargar dentro toda su carga explosiva. La explosión es tan potente que desmembra a cualquiera que esté cerca, y arroja afilados fragmentos metálicos en todas direcciones.
Lo que Farah vio y oyó fueron un resplandor de luz y una violenta deflagración. Se incorporó y dio un paso adelante antes de escuchar el whoo-osh de un segundo proyectil. Otro resplandor y otra explosión. Fue arrojado al suelo. La estancia se llenó de un humo denso. Intentó avanzar pero los cuerpos le bloqueaban el camino, una pila sangrienta de un metro de alto formada por hombres y fragmentos humanos. Entre los que murieron instantáneamente, estaba el nonagenario jeque Haji Imán. A Farah le asombró ver, a través del humo, que Qeybdid, sangrando y quemado, seguía de pie en el centro de la carnicería.
En otro lado de la sala, la onda explosiva había dejado a Abdullahi Ossoble Barre aturdido. Tenía la sensación de que los hombres que estaban más cerca de la explosión se habían evaporado. En cuanto recuperó la presencia de ánimo, se puso a buscar a su hijo.
Aquellos que sobrevivieron al primer estallido, palpaban a tientas la pared en busca de la puerta cuando estalló el segundo misil. La atmósfera, llena de humo oscuro, olor a pólvora, sangre y carne quemada, estaba muy viciada. Farah encontró la escalera, se incorporó y, apenas puesto el pie en el primer escalón, explotó un tercer proyectil que desintegró la caja de la escalera. Bajó a trompicones hasta el primer piso. Aturdido, se sentó y se tocó en busca de huesos rotos o alguna herida. Vio que sangraba de una enorme abertura en el antebrazo. Sentía un dolor lacerante en la espalda, donde la metralla le había perforado en varios puntos. Avanzó a gatas. Encima de él, se produjo otra explosión. Luego otra y otra. En total los proyectiles lanzados fueron dieciséis.
Barre encontró a su hijo con vida, atrapado en el piso de arriba, bajo un montón de cuerpos mutilados. Empezó a tirar de los hombres para sacarlos de allí y parte de sus cuerpos quedaron en sus manos. Logró liberar a su hijo, quien estaba semiinconsciente, con gran esfuerzo y tirando de las piernas. Como advirtieron entonces que los estadounidenses de los helicópteros estaban tomando la casa por asalto, él y su hijo se quedaron quietos en medio de aquella carnicería y fingieron estar muertos.
Farah se arrastró hasta que encontró una puerta que diera al exterior. Vio que uno de sus compañeros salía corriendo de la casa, y en el cielo los helicópteros, Cobras en su mayoría, pero también algunos Black Hawks. El cielo estaba plagado de ellos. Unas estelas rojas salían de las pequeñas ametralladoras de los Cobras. Farah y quienes se hallaban en la puerta tenían que tomar una decisión. A algunos les sangraba la boca y los oídos. Podían quedarse en la vivienda en llamas o desafiar en el exterior las armas de los helicópteros.
—Salgamos juntos —propuso uno de los hombres—. Algunos sobreviviremos y otros moriremos.
En los tres meses transcurridos desde entonces casi se había recuperado de las heridas. Pero en aquellos momentos, mientras oía la fuerza de helicópteros estadounidenses que retumbaban sobre su cabeza, recordó la conmoción, el dolor y el terror. La rabia se apoderaba de él y de sus amigos cuando lo recordaban. Era positivo que el mundo interviniese para alimentar a los hambrientos, e incluso que Naciones Unidas ayudaran a que Somalia consiguiera un gobierno pacífico. Pero mandar a los Rangers estadounidenses a lanzarse sobre su ciudad matando y secuestrando a sus líderes, eso era demasiado.
Bashir Haji Yusuf oyó los helicópteros mientras se encontraba en su casa con unos amigos; mascaban khat y disfrutaban del fadikudirir, las tradicionales horas vespertinas dedicadas a discusiones entre hombres, debates y risas. Aquel día estaban hablando de «la situación», que era prácticamente de lo único que hablaban. Sin Gobierno, sin tribunales, sin ley y sin universidades, en Mogadiscio no había trabajo para los abogados, pero Yusuf nunca carecía de argumentos.
Se pusieron en pie para ir a mirar. También Yusuf vio las piernas colgando y supo que se trataba de Rangers. Todos ellos despreciaban a los Rangers y a los Black Hawks, cuya presencia sobre la ciudad parecía sempiterna. Volaban en grupos, a todas la horas del día y de la noche; picaban y volaban tan bajo que destruían barrios enteros, derribaban los puestos de los mercados y aterrorizaban al ganado. A las mujeres que caminaban por la calle se les levantaban los amplios y abigarrados vestidos. La fuerte corriente de aire que provocaban llegaba incluso a arrancar a los niños de los brazos de sus madres. En una de las batidas, una mujer estuvo gritando frenéticamente por espacio de casi media hora hasta que llegó un intérprete para escuchar y explicar que los helicópteros al aterrizar habían hecho que su hijo cayera al suelo. Los nativos se quejaban de que los pilotos se quedaban suspendidos de forma deliberada sobre las duchas y los lavabos públicos que carecían de tejado. Los Black Hawks bajaban en picado hasta las rotondas de mucho tráfico y creaban una enorme confusión, luego se impulsaban hacia arriba dejando a la gente abajo envuelta en polvo y exhausta. Los habitantes de Mogadiscio se sentían maltratados y acosados.
A Yusuf los estadounidenses le habían decepcionado. Había cursado parte de sus estudios en Estados Unidos y tenía muchos amigos allí. Lo que más le preocupaba era que él sabía que lo hacían con buena intención. Sabía que sus amigos de Carolina del Sur, donde había asistido a la universidad, veían en esta misión de Somalia un esfuerzo para poner fin al hambre y al derramamiento de sangre. Ellos no veían nunca lo que sus soldados realmente hacían en la ciudad. ¿Cómo iban a cambiar las cosas aquellas sangrientas incursiones de los Rangers? «La situación» era tan vieja y tan complicada como su propia vida. La guerra civil había destruido toda apariencia con el antiguo orden de las cosas. En aquella nueva y caótica Somalia, las inestables alianzas y los odios de sangre entre los clanes y subclanes eran como los dibujos que el viento esculpía en la arena. A menudo, ni el propio Yusuf comprendía qué sucedía. ¿Y ahora aquellos estadounidenses, con sus helicópteros, sus armas dirigidas por láser y los Rangers con sus tropas de choque iban a solucionarlo todo en unos pocos días? ¿Capturarían a Aidid y todo iba a ir bien? Trataban de destruir un clan, la organización social más antigua y eficiente conocida por el hombre. ¿No se daban cuenta los estadounidenses de que, por cada jefe que capturasen, docenas de hermanos, primos, hijos y sobrinos se disponían a ocupar su lugar? Los obstáculos no hacían más que fortalecer la determinación del clan. Aun en el supuesto de que el Habr Gidr quedara reducido o destruido, ¿no se conseguiría con esto elevar al clan que le siguiera en importancia? ¿O esperaban los estadounidenses que en Somalia, de repente, surgiese una democracia jeffersoniana hecha y derecha?
Yusuf sabía que no tenía sentido la displicencia —o rabia— de que hacía gala la emisora de Aidid, cuando decía que Naciones Unidas y los estadounidenses habían ido a colonizar Somalia y querían quemar el Corán. Sin embargo, en los meses transcurridos desde el ataque a la casa de Abdi, había llegado a compartir la rabia popular hacia las fuerzas estadounidenses. El 19 de septiembre, después de que una banda de somalíes atacara a un grupo de ingenieros que formaban parte de un equipo de bulldozers de la 10.a División de Montaña, los helicópteros Cobra pertenecientes al QRF lanzaron misiles TOW y fuego de cañones al gentío que acudió en tropel al oír los gritos, y mataron a cien personas. Los helicópteros eran una presencia temida en la ciudad. Yusuf recordaba que, una noche, estaba en la cama con su mujer embarazada, cuando llegaron los Black Hawks. Uno de ellos quedó suspendido encima de su vivienda. Las paredes temblaron, el ruido era ensordecedor y él temió que el tejado, al igual que otros en la ciudad, fuese succionado. En medio del estrépito, su esposa cogió su mano y se la colocó sobre el vientre.
—¿Lo notas? —preguntó.
Percibió las patadas de su hijo en su seno, como si se debatiera asustado.
Como además de ser abogado hablaba inglés, Yusuf fue el encargado de liderar el grupo de nativos para extender una queja formal a la base de Naciones Unidas. Les dijeron que no podían hacer nada respecto a los Rangers. No estaban bajo la jurisdicción de Naciones Unidas. No se tardó en culpar a los Rangers de cualquier muerte asociada con la lucha entre ellos. Los somalíes decían en broma con amargura que Estados Unidos habían ido a llevarles comida con el simple propósito de cebarlos para el sacrificio.
Yusuf vio que la escuadra aérea reducía la velocidad a dos kilómetros de distancia, al norte, Sobre el mercado Bakara. Si se dirigían al mercado, se produciría un gran desastre. Los helicópteros sobrevolaban en círculo el Hotel Olympic.
En aquel momento, oyó que empezaba el tiroteo.