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En el cruce donde se hallaba el sargento Eversmann las cosas seguían yendo mal para la Tiza Cuatro. El soldado Blackburn se había caído del helicóptero, habían aterrizado en un lugar alejado del objetivo y, además, obligados a quedarse allí, no alcanzaban a acceder a la posición correcta. Había mandado a cinco hombres con la litera de Blackburn y ninguno de ellos había regresado.

Para colmo, el sargento Galentine estaba herido.

Galentine era un muchacho de Xenia, Ohio, que, al finalizar el instituto, estuvo seis meses manejando una prensa en una planta de moldeado de caucho antes de decidir que había algo más que hacer. Se alistó el día que dio comienzo la guerra del Golfo, pero ésta se acabó antes de que él hubiera dado fin a la instrucción básica. Desde entonces esperaba la ocasión de un combate de veras. Tuvo un gran disgusto cuando a él y a Stebbins los descartaron de aquel despliegue. Sin embargo ahora estaba allí, por fin, en pleno combate. Le afectó de una forma extraña. Se quedó atontado. Él y su compañero, el soldado Jim Telscher, se quedaron sentados entre dos automóviles mientras los disparos levantaban polvo entre ellos. Telscher se había golpeado el rostro con su propio rifle al bajar por la cuerda rápida y tenía la boca ensangrentada. Poco a poco, las balas fueron rompiendo los cristales de los dos automóviles y reventaron los neumáticos. Galentine y Telscher permanecieron detrás de los parachoques posteriores mirándose el uno al otro con cara de tontos.

Galentine no estaba asustado. No pensaba que podían matarlo. Se limitó a dirigir su M-16 hacia alguien calle abajo, apuntó al centro y disparó varias ráfagas. El hombre se desplomó. Igual que en las prácticas de tiro, pero más guay.

Cuando empezaron a dispararles desde direcciones diferentes, él y Telscher echaron a correr hasta una callejuela adyacente. Una vez allí, Galentine se encontró frente a frente con una somalí. Corría por la callejuela y miraba horrorizada al soldado a la vez que forcejeaba con una puerta para entrar en una casa. El primer instinto de Galentine fue dispararle, pero no lo hizo. La mujer tenía los ojos abiertos de par en par. El muchacho fue objeto de una conmoción momentánea. Le puso en evidencia su estupidez. Aquello no era un juego. Había estado a punto de matar a aquella mujer. Ella abrió la puerta y se metió dentro.

Acto seguido, con el rifle sujeto al hombro por una correa que le rodeaba el cuerpo, se puso a cubierto detrás de otro vehículo en la calle principal. Escogía blancos entre un grupo de cientos de personas que caminaban en tropel por la calle y se desplazaba hacia su posición. Estaba disparando cuando notó un golpe doloroso y tan fuerte en la mano izquierda que el arma giró en torno a él. Su primer impulso fue el de enderezarla, pero cuando alargó la mano para hacerlo vio que el pulgar colgaba del antebrazo, sujeto sólo por una tira de piel.

Tomó el pulgar y lo presionó contra la mano.

—¿Estás bien, Scotty? ¿Estás bien? —preguntó Telscher.

Eversmann lo había visto, el M-16 que giraba como una peonza y unas salpicaduras junto a la mano izquierda de Galentine. Vio que éste se sujetaba la mano y luego dirigía la vista al otro lado de la calle donde él estaba.

—¡No vengas aquí! —gritó Eversmann porque había mucho fuego cruzado en el centro de la calle—. ¡No cruces!

Galentine echó a correr, aunque había oído al sargento. De alguna forma, el desgarbado líder de la escuadra situado al otro lado de la calle significaba seguridad. Corría pero no parecía avanzar, como en un sueño. Notaba los pies pesados y lentos y, si las balas zumbaban a su alrededor ni las oía ni las veía. Se arrojó al suelo el último par de metros, avanzó rodando y se apoyó contra el muro, junto a Eversmann.

El sargento seguía enfrentándose a la muchedumbre. Había unos Humvees en la calle detrás de él, frente al edificio objetivo del asalto. Delante, daba la sensación de que la mitad de la ciudad de Mogadiscio acudía en tropel y se les echaba encima. Los hombres se precipitaban en medio de la calle, disparaban ráfagas con sus AK y luego se ponían a cubierto. Veía el resplandor revelador y el humo de las RPG que les lanzaban en su dirección. Las granadas echaban humo y explotaban con una larga lengua de fuego y una deflagración destructora. Del otro lado de la calle, el calor de la explosión se desparramaba por el aire y dejaba una estela de olor a polvo cáustico que se les metía en la boca y en la nariz. En un momento dado, volaron tantos proyectiles que levantaron polvo al golpear en el suelo y mellaron los bordes de las casas, y se hizo una ola tal de estruendo y energía que el sargento podía incluso verla acercarse. Les sobrevoló un Black Hawk y Eversmann se puso en pie y extendió su largo brazo en dirección al fuego. Acto seguido, vio a un oficial de vuelo sentado en la parte trasera detrás de una metralleta y que el arma escupía ráfagas de fuego en dirección a unos grupos situados calle arriba y, por un corto espacio de tiempo, desde allí no llegó ningún proyectil. ¡Qué buenos nuestros chicos!

A la izquierda de Eversmann, el soldado Anton Berendsen estaba echado en el suelo boca abajo y disparaba un M-203, un lanzagranadas montado bajo el cañón de un rifle automático M-16. Berendsen apuntaba al este, a los somalíes que se asomaban y disparaban desde la parte posterior de las chabolas de hojalata oxidada que de vez en cuando sobresalían de los muros de piedra. Unos segundos después de que apareciera rodando Galentine, Berendsen se sujetó el hombro.

—¡Oh cielo santo! ¡Me han dado! —exclamó a la vez que levantaba la vista hacia Eversmann.

Con el brazo colgando junto al cuerpo y retirándose con la otra mano trocitos de porquería que tenía en la cara, Berendsen corrió hacia el muro y se apoyó en él junto a Galentine.

Eversmann se puso en cuclillas junto a los dos hombres y se dirigió primero a Berendsen, el cual, todavía inquieto, no dejaba de mirar el lado este del callejón.

—Ber, dime dónde te han herido —dijo Eversmann.

—Creo que me han dado en el brazo.

Berendsen alcanzó la recámara del lanzagranadas con la mano buena. No podía abrirla con una mano. Eversmann, impaciente, le abrió la recámara.

—Hay un tipo justo allí —explicó Berendsen.

Eversmann estaba muy ocupado con la herida y no levantó la vista. Mientras forcejeaba para levantar el chaleco de Berendsen y abrirle la camisa para calibrar la envergadura de la herida, el soldado, con una sola mano, disparó una ráfaga con el 203. Vio que la granada del tamaño de un puño surcaba el aire en forma de espiral hacia una chabola que estaba a unos cuarenta metros de distancia. La destruyó en medio de un gran fogonazo de luz, ruido y humo. Dejaron de salir tiros procedentes de aquel lugar.

No parecía que la herida de Berendsen fuese grave. Eversmann se volvió a Galentine, que estaba con los ojos abiertos de par en par como si hubiera sufrido una conmoción. El pulgar le colgaba bajo la mano.

El sargento cogió el trozo de dedo y se lo puso en la palma de la mano.

—Scott, sujétalo —dijo—. Mantén la mano levantada y no sueltes el pulgar, amigo.

Galentine sujetó el pulgar con los otros dedos.

—Mantén la mano en alto. Todo irá bien.

Llegó un enfermero corriendo a fin de atender al herido. Cuando vio el pulgar cortado se le cayó el vendaje de campaña al suelo. Con la mano sana, Galentine sacó un vendaje nuevo del botiquín médico y se lo dio al enfermero. La mano herida escocía. Era la misma sensación que cuando uno golpeaba mal la pelota de béisbol en un día gélido.

—No se preocupe, sargento Galentine, se pondrá bien —dijo Berendsen que sangraba junto a él.

A Eversmann sólo le quedaba el especialista Dave Diemer, un tirador SAW que estaba encarado al este. Como Diemer realizaba el trabajo de tres hombres, Eversmann fue a echarle una mano. Eversmann alzó el rifle automático M-16, distinguió a un somalí armado calle abajo y lanzó una ráfaga. Cayó en la cuenta de que era la primera vez que disparaba desde que había bajado por la cuerda.

Eversmann pensó que aquello era de locos, pero que las cosas todavía no iban demasiado mal. Hizo un esfuerzo por mantener la calma, no perder de vista cuanto sucedía. Puso una rodilla en el suelo detrás de un vehículo junto a Diemer. Pensaba a gran velocidad. Tenía tres rangers heridos, aunque sólo uno grave, y además había logrado evacuarlo. No había que temer ni por la vida de Galentine ni por la de Berendsen.

Se rompieron unos cristales y algunos fragmentos saltaron sobre él y Diemer. Un somalí corría y se situaba en el centro de la calle a sólo un par de cientos de metros e hizo explotar el vehículo. Diemer dio un salto hasta ponerse detrás de la rueda posterior en el lado del pasajero y le disparó a su vez una rápida ráfaga. El somalí se desplomó con fuerza en la calle convertido en un montón de carne arrugada.

Eversmann le informó por radio al teniente Perino que habían herido a otros dos hombres, pero que no necesitaban ser evacuados con urgencia.

—¡Sargento Eversmann! —le llamó Telscher desde el otro lado de la calle—. Snodgrass está herido.

El soldado raso Kevin Snodgrass, el ametrallador, agazapado detrás de un coche había recibido una ráfaga que primero había impactado en el automóvil o rebotado en la calle. Eversmann vio que Telscher se inclinaba sobre Snodgrass. El ametrallador no emitía sonido alguno. No parecía que tuviera nada de cuidado.

Entonces Diemer le dio una palmada en el hombro.

—¿Sargento?

Eversmann se volvió cansinamente. En el rostro de Diemer había una expresión de pánico.

—Creo que acabo de ver que le daban a un helicóptero.