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El soldado Clay Othic disparó a un pollo. Cuando llegó el momento de que todos los vehículos se pusieran en movimiento y empezaran a cargar prisioneros, en la avenida Hawlwadig se desencadenó un lío del demonio. La gente corría en todas las direcciones, les disparaban hombres con AK-47, las granadas abrían vías de humo en el aire y detonaban con explosiones ensordecedoras y, en medio de todo, una bandada de pollos se precipitaba hacia el arma de Othic. Una de las aves se convirtió en un montón de plumas después de ser alcanzada por una ráfaga procedente de una ametralladora del calibre 50. El «Pequeño Cazador» no era la primera vez que cazaba.

Othic era el muchacho más bajo de la compañía y tenía aspecto de adolescente, por eso le asignaron (por el procedimiento habitual) al arma de mayor tamaño, una «Ma-Deuce», la ametralladora Browning M-2 del calibre 50, montada en la torreta de su Humvee. Othic se había hecho famoso ya al principio del despliegue cuando, inadvertidamente, robó el Humvee personal del general Garrison. La torreta del suyo se había quedado atascada y el sargento le dijo que intentara conseguir otro que «encontrara por ahí» a la vez que señalaba el hangar de los vehículos. Y Othic fue y se llevó el que estaba más cuidado de todos. Lo volvieron a dejar en su sitio antes de que el general lo descubriera.

Lo llamaban el Pequeño Cazador porque cuando estaban en Estados Unidos, mientras los otros muchachos frecuentaban los bares de Auburn y de Atlanta en sus ratos libres, Othic, originario de Missouri, durante la temporada de caza desaparecía en los bosques de las inmediaciones de Fort Benning con su rifle y regresaba con un pato salvaje o un venado, que limpiaba en los barracones y luego llevaba a la sala del rancho. Tenía una capacidad poco común de disfrutar de todo. Disfrutaba incluso estando de guardia frente al recinto de la base, donde lo más interesante que podía hacer era confiscar carretes a la gente que pasaba por alto las señales que prohibían hacer fotografías, que resultaba ser precisamente casi todo el mundo que llevaba una cámara. Tenía una colección de rollos intactos fuera en la alambrada envueltos como si fuera un tesoro.

Othic plasmaba la estancia en Mogadiscio en un pequeño diario que guardaba celosamente en la mochila. Dirigía todos los relatos a sus padres, y tenía previsto regalárselo cuando regresara a casa. Con respecto a la confiscación de los carretes de fotografías, escribió lo siguiente, para lo cual había tomado prestadas algunas referencias de Star Trek: «Entrada al Sistema, Fecha Star 3 de septiembre de 1993 17 horas. Acabo de dar por finalizada otra de mis guardias en la puerta principal, si bien ha sido una de las más interesantes. Hemos confiscado un videocasete y tres carretes en 2. horas, la gente no puede hacer fotografías de lo nuestro, y se ponen hechos una furia cuando se los quitamos. Es curioso porque tenemos letreros que lo indican, pero ellos intentan hacernos la pirula de todas formas. ¡Ja! ¡Has perdido, estúpido!»

La afición de Othic por la escritura hacía que fuese todavía más molesto el hecho de que no recibiera tantas cartas como los demás y, en particular, que no tuviera una novia con la que cartearse. Los chicos que no tenían novia se sentían tan solos que no desperdiciaban la ocasión de leer las cartas que sus compañeros recibían de sus amigas. Claro que no toda la correspondencia era agradable. El sargento Raleigh Cash, de Oregón, recibió una carta de despedida durante su estancia en Mogadiscio. Una bomba. La muchacha le mandó una caja de zapatos con todas sus cosas, CD, casetes, fotos, y otros restos de una relación muerta, un plantón de los buenos, y allí, en la base. Todos se rieron a su costa despiadadamente, pero en cierta forma eso le ayudó a sobrellevarlo. Sin embargo, el sentimiento general era que cualquier tipo de carta de una mujer era mejor que no recibir ninguna. El soldado Eric Spalding, un muchacho de Missouri que era su mejor amigo, recibía unas muy agradables y se las dejaba leer a Othic. Era bonito, pero hacía que este último diera una impresión patética. Estaba pensando en pedirle a su hermana que le escribiera una carta bien picante sólo para tener alguna propia con que poder presumir.

Él y Spalding se habían hecho buenos amigos y planeaban volver juntos a Missouri en la furgoneta de Othic apenas volvieran a su país. Othic trabajó para el Servicio de Inmigración y Naturalización como agente, y quería, cuando se licenciara, encontrar un trabajo allí. Le dijo a Spalding que tal vez su padre pudiera hacer algo para que él también entrara. Confiaban en estar de vuelta en Missouri a tiempo para la temporada de caza del venado, en otoño.

Los dos envidiaban a los chicos D. Desde su llegada a Mogadiscio los Rangers se pasaban el tiempo disparando en los campos de tiro, corriendo «divertidos» circuitos de ocho kilómetros, haciendo guardias, etcétera, mientras que los operadores sí que se lo pasaban en grande. Como ejemplo, estaban las palomas. Al principio, cuando la tropa llegó allí, las palomas habían tomado posesión de los barracones y se cagaban a voluntad sobre los hombres, los catres y el equipo. Cuando uno de los chicos D se quedó hecho un asco al sentarse sobre su catre para limpiar el arma, la fuerza de élite declaró la guerra. Solicitaron escopetas de perdigones. No hubo clemencia para las aves. Los chicos D triangularon el fuego y organizaron una buena carnicería de sangre y plumas sobre los catres de los demás. ¿No sabían esos muchachos cómo matar el tiempo en un despliegue o qué? Todos tenían armas de reglamento con cañones armados manualmente y esas cosas. Los fabricantes de armas los equipaban de la misma forma que Nike vestía a los deportistas. Algunas veces, los de la Fuerza Delta requisaban un Black Hawk y se iban zumbando con gran estrépito a cazar verracos salvajes, mandriles, antílopes y gacelas en la selva somalí. Regresaban con colmillos como trofeo, así como de animales salvajes con que organizaban barbacoas. Lo llamaban «instrucción de campo». Sin embargo se pasaban mucho. Uno de ellos, Brad Hallings, se pavoneaba por la base con un collar hecho de dientes de verraco. El bajito pero fornido Earl Fillmore cogió unos colmillos, se los pegó en el casco y luego se estuvo exhibiendo desnudo haciendo poses típicas de un señor somalí de la guerra.

Como Othic y Spalding no tenían muchas distracciones, habían encontrado algo que ellos podían cazar. Spalding era un buen tirador y muchas noches su trabajo consistía en esconderse agazapado en lo alto de una viga y observar la ciudad con unas gafas de visión nocturna a través de un agujero del tamaño de una uva que había en la pared. Othic le hacía compañía allí arriba y charlaban para pasar el rato. Desde aquel escondrijo veían más de cerca que los otros muchachos las ratas que campaban a sus anchas por el techo. Mogadiscio era un paraíso para las ratas; no había existido una recogida regular de basura en lo que llevaban de historia. Los dos amigos se las arreglaron para montar una ingeniosa trampa con dos botellas de agua Evian, un alambre y el contenido de una caja de comida lista para comer. Othic lo relató así en su diario:

«… Buenas noticias, los Grandes Cazadores Blancos (Spalding y yo) capturaron a una rata grande, vieja y asquerosa en una de sus trampas (de él a decir verdad, pero esto es una operación conjunta). La caza de la rata mereció la felicitación de todos.»

El gran deseo de Othic, mayor incluso que el de irse a casa, era participar en más misiones. Habían luchado. Hubo una gran actividad al principio, pero a finales de septiembre el ritmo había decrecido. Othic escribió:

«18:30 horas. Otro día sin misiones y ya empiezo a estar harto. Hemos salido no obstante para la sesión de tiro, como si esto fuera de algún consuelo para nosotros. También les estuvimos tirando a los maniquíes, así que estoy empezando a ser un buen adepto a hacer diferentes sistemas de instrucción… Mañana llega el correo (¡toquemos madera!). Soy consciente de que estos apuntes se están volviendo más y más aburridos, pero es que todo se está volviendo demasiado familiar, lo cual es malo porque conducirá a una laxitud que puede resultar peligrosa. Es difícil mantenerse alerta cuando todo se convierte en rutina, ¿comprendéis?»

La noche del 25 de septiembre, los skinnies derribaron un Black Hawk de la 101 División. Murieron tres miembros de la tripulación cuando el helicóptero abatido ardió en llamas, pero el piloto y el copiloto se salvaron. Intercambiaron disparos con unos tiradores en la calle hasta que un somalí cooperante los metió en un vehículo y los sacó de allí.

Othic estaba de guardia aquella noche.

«Cuando inicié mi guardia a las dos de la madrugada, yo y otro compañero vimos una bola naranja en llamas que se desplazaba por el cielo, luego descendió y se produjo una gran explosión y hubo una segunda explosión, —escribió—. Hoy la bandera ondeaba a media asta por los tres hombres de la 101 muertos en el ataque, los derribó una RPG… Luego, mientras cargaban los cuerpos en el avión que los conducirá a casa, ha habido una ceremonia por los compañeros caídos. Te hace pensar en tu propia mortalidad.»

Ocho días más tarde, apostado en la torreta de un Humvee detrás de un fusil ametrallador del calibre 50, Othic no tuvo tiempo para reflexionar sobre su mortalidad. Estaba esperando junto a una esquina a una manzana al sur del edificio blanco del asalto, escuchaba el cada vez más intenso tiroteo y ansiaba hacer intervenir su arma en el combate. Pero como su vehículo tenía por misión atender la retaguardia, era el último del convoy de tierra y el arma apuntaba calle abajo en dirección contraria a la acción. Le preocupaba sobre todo perderse el tiroteo. Y entonces el convoy empezó a ponerse en movimiento. Cuando su Humvee dobló para meterse en la avenida Hawlwadig, le disparó al pollo.

Había tanta confusión, que a Othic le costaba orientarse. Como montones de personas sin armas copaban las calles, empezó a disparar pero prestando mucha atención. Le disparó a un somalí armado apostado en la entrada del hotel. Acabó con otro en la callejuela situada al oeste del hotel. El hombre se detuvo en medio de la calle y su vista se cruzó un momento con la de Othic cuando miró hacia atrás por encima del hombro. Las ráfagas del calibre 50, capaz de abrir un agujero del tamaño de una cabeza en un ladrillo, partió al hombre en dos. A fin de inutilizar el arma del muerto que yacía junto a él, le disparó a aquélla unas cuantas ráfagas más. Cuando vio en la calle, hacia el sur, a unas personas arrastrando neumáticos y escombros para hacer una barricada, giró la torreta y disparó unas ráfagas en aquella dirección. Todos se dieron a la fuga.

Había demasiado fuego cruzado para que Othic pudiera darse cuenta de lo que ocurría. A su alrededor llovían las balas y las granadas. Veía una nube de humo y un resplandor y luego seguía con la vista el grueso arco de la granada conforme ésta ascendía a gran velocidad. Casquillos de cobre reforzados se amontonaban en torno a la torreta. Una ráfaga somalí dio en la pila y uno de los casquillos reforzados saltó hacia arriba y le golpeó en la cara. Othic se asustó cuando otras dos ráfagas les dieron a las cajas de municiones que había junto a él. Alguien la tenía tomada con él. Se puso a disparar a discreción. Había un dicho Ranger que decía: «Cuando las cosas se ponen mal, el mal es cíclico».

Eric Spalding, el amigo de Othic también originario de Missouri, estaba en uno de los camiones cinco toneladas que iba en la columna pero más atrás. Para proteger de las minas a los que viajaban en la parte posterior, el camión llevaba detrás unos sacos de arena, sin ningún armamento más. Spalding iba en el asiento del pasajero y, considerando que su mejor defensa era una buena ofensiva, empezó a disparar apenas el convoy dobló la esquina en dirección al blanco. Le dio a un somalí armado situado en la escalera del Hotel Olympic, y, luego, los blancos llegaron tan deprisa como él podía apuntar y disparar. No había tiempo para considerar sobre lo que sucedía. El tiroteo empezó rápida y aceleradamente.

Al sargento John Burns, que iba en un Humvee detrás del camión de Spalding, le costó comprender la envergadura del combate. Tanto él como los demás rangers esperaban encontrarse con lo normal en aquellas misiones, uno o dos somalíes armados que disparaban y salían corriendo. Por consiguiente, cuando vio a un nativo que disparaba una RPG desde un numeroso grupo de mujeres, Burns saltó del Humvee para darle alcance pero se enganchó el pie en el estribo de la puerta y cayó de bruces cuan largo era sobre el polvo de la calle. Logró ponerse en pie, empezó a perseguir al hombre con el lanzagranadas RPG y, cuando lo tuvo en el campo de mira, se apoyó en el suelo sobre una rodilla y le disparó. El somalí cayó y Burns, inmerso en su papel de pequeño cazador, corrió hasta el lugar y lo agarró por la camisa con la intención de llevarlo donde estaban los prisioneros. Sin embargo, cuando empezó a arrastrar al herido, advirtió el intenso tiroteo a su alrededor y, horrorizado, vio a diez somalíes armados que doblaban la esquina del hotel.

Burns comprendió que estaba en medio de un combate de grandes dimensiones. Soltó la camisa del hombre herido y echó a correr de vuelta al Humvee, donde sus compañeros, que lo observaban estupefactos, se habían agachado y disparaban.

En el Humvee que iba detrás, el soldado Ed Kallman sintió una subida de adrenalina cuando el vehículo llegó a la esquina y se metió en plena barahúnda. Se había alistado en el Ejército en busca de impresiones fuertes después de haberse estado aburriendo mortalmente en el instituto de Gainesville, en Florida. Se empieza en el Ejército con la perspectiva del combate real, pero poco a poco la dura instrucción y disciplina de los Rangers hacen que uno acabe deseándolo. Y allí estaba. La guerra. El hecho real. Sentado detrás del volante y observando a través del parabrisas, Kallman tuvo que recordarse a sí mismo que aquello no era una película y, esta realidad, le llenó en un primer momento de un júbilo macabro e infantil. Vio una estela de humo procedente de una RPG por el rabillo del ojo y la siguió con la vista mientras pasaba velozmente por su vehículo y detonaba contra uno de los camiones cinco toneladas que tenía delante. Cuando el humo se desvaneció, vio al sargento del Estado Mayor Dave Wilson, uno de los dos únicos hombres de color de la compañía Ranger, apoyado contra el muro de una casa situada junto al camión. Wilson tenía las piernas extendidas frente a él y éstas aparecían salpicadas de sangre roja y brillante. Kallman estaba horrorizado ¡Uno de sus compañeros! Se aferró al volante y, con unas repentinas y enormes ganas de ponerse otra vez en movimiento, clavó la vista en el vehículo que tenía delante.

Desde la torreta del Humvee de cola, Othic había visto el resplandor del lanzagranadas. Hizo girar su calibre 50 y barrió el lugar derribando a un grupúsculo de somalíes frente al tirador.

A continuación, se abatió sobre su antebrazo derecho algo que parecía un bate de béisbol. Le cogió desprevenido. Oyó el crack, sintió el golpe y, cuando bajó la vista, vio un agujero en el brazo. El hueso se había roto.

—¡Me han dado! ¡Me han dado! —gritó.

Empezó a descargar la calibre 50 de forma cíclica, disparaba sin parar por espacio de un minuto, y derribó árboles, muros y a cualquiera que se pusiera por delante, al lado o detrás de ellos, hasta que el sargento Lorenzo Ruiz se irguió en la torreta y le quitó el arma.