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El pequeño convoy se apresuró a dejar la calle principal y durante un trecho no sólo circularon sin intercambio de tiros, sino que, además, el mar estaba ya a corta distancia. Pero cuando se hallaban ya cerca de la zona portuaria, vieron que había miles de somalíes por las calles. A Sruecker se le encogió el corazón. Ya no eran objeto de intensos tiroteos, ¿pero cómo iba a lograr que los tres vehículos cruzaran por allí?

Apenas se introdujeron entre el gentío, el conductor redujo la velocidad a paso de tortuga y se puso a tocar la bocina. Struecker le dijo que no se detuviera bajo ningún concepto. Lanzó algunas detonadoras delante del vehículo y se apartó bastante gente; luego le indicó al artillero de la calibre 50 que abriese fuego por encima de las cabezas de la muchedumbre. El mar estaba al otro lado.

Struecker intentó comunicarse con los médicos por radio, pero como no consiguió que ninguno contestara, accedió a la frecuencia de los mandos.

—Necesito un médico con urgencia —dijo.

El ruido de la ametralladora ahuyentó a la mayoría de la gente y el vehículo recobró la velocidad anterior. Cabía la posibilidad de que el Humvee atrepellara a alguna persona. Esto o piedras y escombros en la calle. Struecker no volvió la vista atrás para verlo. Alcanzaron una furgoneta abierta que circulaba despacio y con somalíes colgados de su parte posterior. Como no se apartó para dejarlos pasar y no había suficiente espacio para adelantarla, Struecker le dijo a su conductor que arremetiera contra ella. Cuando el Humvee la embistió, un hombre cuyas piernas colgaban por la parte de atrás gritó de dolor y luego se introdujo rodando en el interior de la furgoneta, que acabó por apartarse del camino.

—¿Podéis mandarnos a un médico para que nos espere en la entrada? —pidió Struecker por radio.

Entraron en el recinto de la base aliviados y exhaustos. Habían pasado las de Caín. Varios rangers, de su Humvee y de otros, heridos. Pilla, muerto. Pero para ellos, por fin, todo había pasado.

Sus ocupantes, manchados de sangre y desconcertados saltaron atropelladamente. A Struecker le asombró lo que vio en la base. Esperaba llegar a un remanso de paz y, en cambio, todo el mundo en torno a él parecía presa del frenesí.

Oyó por el altavoz a un comandante que gritaba a alguien:

—¡Vigila lo que pasa y escucha mis órdenes!

Algo había sucedido.

El equipo médico llegaba en su vehículo. Uno de los médicos entró en el Humvee y le dio la vuelta a Pilla.

—No pierdas el tiempo con él —le dijo Struecker—. Está muerto.

Y el médico se dirigió al Humvee de Esswein para recoger a Blackburn. Struecker, por su parte, tomó a uno de los ordenanzas por el brazo y le dijo:

—Escucha, hay un hombre muerto en la parte trasera de mi vehículo. Ocúpate de que lo saquen de allí.

El sargento se quedó observando cómo sacaban a Pilla del Humvee. La coronilla había desaparecido. El rostro estaba blanco, deformado y se había hinchado tanto que parecía redondo. No se parecía a Pilla.