9

Cuando los helicópteros despegaron del cuartel general de los Rangers, el sargento Jeff Struecker esperó varios minutos en su Humvee junto con el resto del convoy terrestre cuyos vehículos aguardaban con los motores apagados detrás de la puerta principal. Él era el cabeza de una columna formada por doce vehículos, nueve Humvees y tres camiones de cinco toneladas. Tenían que dirigirse hasta un punto situado detrás del Hotel Olympic y esperar a que los chicos D diesen su trabajo por concluido en la casa blanco del asalto.

Struecker, un cristiano contumaz de Fort Dodge, en Iowa, conocía mejor la ciudad que la mayoría de los muchachos. Su pelotón motorizado había bajado por saltos de agua y pasado otras peripecias a diario. Había participado en la invasión de Panamá y creyó conocer el Tercer Mundo. Pero nada lo había preparado para Somalia. Había basura por todas partes. La quemaban en las propias calles junto con neumáticos. Siempre estaban quemando neumáticos. Era una de las cosas misteriosas que hacían. Prendían fuego asimismo a los excrementos de animales para obtener combustible destinado a calentar un guiso de olor fortísimo. Struecker tenía la sensación de que la gente de allí se pasaba el día tumbada a la bartola, sin hacer nada, que veía pasar el mundo por fuera de sus andrajosos y raídos sombreros redondos y de sus chabolas de hojalata. Las mujeres, muchas con dientes de oro, se ataviaban con largos y holgados vestidos de brillantes colores, y los ancianos llevaban camisas sueltas de algodón y sandalias de plástico. Los que se vestían al modo occidental llevaban ropas que parecían sacadas de los baúles del Ejército de Salvación en la época disco. Cuando los rangers se paraban para registrar a los hombres, solían encontrar una gruesa bola de khat en los bolsillos posteriores. Cuando sonreían dejaban al descubierto unos dientes manchados de negro y naranja de mascar esa hierba. Les daba un aspecto salvaje o demente. A Struecker todo eso le daba asco. Parecía una existencia sin propósito. La miseria abyecta resultaba impresionante.

Había lugares en la ciudad donde las organizaciones benéficas repartían comida cada día, y les habían dicho a los rangers que no se acercasen por allí durante las horas de actividad. Struecker se acercaba bastante porque quería conocer la razón. No había miles, sino docenas de miles de personas, multitudes apiñadas en torno a aquellos puestos de comidas a la espera de un poco de limosna. No era gente que pareciese estar muriéndose de hambre. Algunos somalíes pescaban, pero a juzgar por las apariencias, la mayoría había olvidado lo que era trabajar. Algunos eran agradables. Las mujeres y los niños se acercaban a los vehículos de los rangers con sonrisas y las manos extendidas, pero en ciertas zonas de la ciudad los hombres blandían los puños cerrados en su dirección. Muchos soldados les arrojaban a los niños MRE (comida lista para comer). Todos sentían lástima por los niños, y por los adultos, desprecio.

Resultaba difícil imaginar qué interés podía tener Estados Unidos por aquel lugar. Struecker tenía veinticuatro años y era soldado, por consiguiente, no era nadie para cuestionar semejantes asuntos. El trabajo asignado para aquel día consistía en guiar la columna hasta la avenida Hawlwadig, cargar en los vehículos a los prisioneros y a las fuerzas de asalto y de bloqueo y devolverlos a la base. Detrás de él estaba el segundo Humvee de su equipo, conducido por el sargento Danny Mitchell. Detrás de este último, un Humvee de cargamento al cargo de los chicos D y miembros del SEAL, que debían dirigirse al blanco para reforzar al equipo de asalto que ya estaba allí. Detrás del vehículo de los SEAL, iba otro Humvee, tres camiones, y otros Humvees, entre ellos el que llevaba al teniente coronel Danny McKnight, al mando del convoy. Junto a Struecker, en el asiento delantero del Humvee, iba el conductor, el soldado de primera Jeremy Kerr. En la parte posterior, un ametrallador, el sargento Dominick Pilla, uno de los más populares de la compañía; en la torreta, el soldado de primera Brad Paulson, que portaba una ametralladora del calibre 50, y el soldado raso Tim Moynihan, ayudante ametrallador.

Dom Pilla era un muchacho grande y fuerte de Nueva Jersey (tenía aquel acento joy-zee típico de aquella zona por el uso del sonido zeta) que gesticulaba cuando hablaba y gracioso de nacimiento. Le gustaba gastar bromas tontas. Había comprado unos petarditos que metía en los cigarrillos que explotaban a medio fumar en una humareda y un estallido sobresaltador. Y él se desternillaba de risa. Normalmente las personas que gastaban este tipo de bromas resultaban pesadas, pero no era el caso de Pilla. La gente se reía con él. La salida más popular de sus aptitudes cómicas eran las pequeñas parodias que preparaban él y Nelson y donde ridiculizaban a los comandantes. Alcanzaron tal éxito que Nelson y Pilla no tenían más remedio que repetir las actuaciones en cada despliegue. Una de las más preferidas era la representación del «entrenador» Steele.

Al igual que cualquier comandante duro, la relación de Steele con sus hombres era compleja. Lo respetaban, pero a veces los sacaba de sus casillas. Steele había sido «bloqueador», un delantero ofensivo, en el equipo Georgia Bulldog que jugó el campeonato mundial en 1980 con el entrenador Vince Dooley. El fútbol americano había formado el carácter del oficial a lo largo de sus treinta y dos años de vida. A algunos muchachos les molestaba su abierto fervor cristiano y su afición a las metáforas relacionadas con el fútbol americano. De los chicos grandotes de su sección decía que eran sus «placajes defensivos», y los muchachos más delgados eran sus «anchos receptores» o «retaguardias de apoyo». Le encantaba colocar a los muchachos amontonados en melée con las manos extendidas hacia el centro para las exclamaciones, y repetía frases de los discursos previos a los partidos que hacían los grandes entrenadores de la NFL. Asimismo, se había contagiado del ferviente cristianismo practicado por los deportistas como una parte de la subcultura del fútbol americano. Steele solía parar a los muchachos para preguntarles «¿Vas a misa los domingos, hijo mío?». Algunos consideraban que exageraba un poco. Jamás lo llamaban «entrenador» a la cara, salvo durante las parodias. Entonces no había límites.

Nelson era el guionista, pero Pilla la estrella. Si bien era alto y tenía una constitución de halterofílico, debía ponerse algunas camisetas debajo de la ropa para aproximarse al volumen de Steele. Improvisaban algo gracioso para el casco y le pintaban un Bulldog, y luego Pilla lo sacaba de allí. Tenía una presencia cómica natural. La parodia empezaba con Pilla/Steele solo en su despacho practicando blocaje y placaje, para ir yendo poco a poco de capa caída. Steele se reía con buen talante la mayoría de las veces. Pero en una de las representaciones, Nelson y Pilla dejaron entrever, con el regocijo gratuito típico de los vestuarios, que podía haber algo inconfesable entre el capitán y su siempre leal segundo en el mando, el teniente Perino. Esto hizo que los chicos se partiesen de risa, pero en esta ocasión el entrenador no se rió. Posteriormente, Nelson y Pilla recibieron una buena bronca por «representar estilos de vida alternativos». Visto de forma retroactiva, a Nelson y a Pilla les pareció tan divertido que habría podido ser el tema perfecto para una escena en su siguiente parodia.

Struecker y el resto de la columna calcularon la hora de partir para llegar detrás del Hotel Olympic antes de que empezara el asalto. Vieron que la flota se alejaba sobre el océano y no salieron de la base hasta que los helicópteros informaron por radio de que ya giraban hacia tierra. Struecker, el responsable de dirigir el convoy, dobló una esquina equivocada. Había estudiado la copia del plano en la base y pensó que lo tenía controlado, pero una vez en la ciudad todo resultó mucho más confuso. Las calles parecían iguales y no había letreros susceptibles de ayudarles. Se desplazaban deprisa. Se dirigieron al noreste por la vía Gesira hacia la rotonda K-4 y luego al norte por la vía Lenin hasta la tribuna de los militares durante los desfiles. Acto seguido giraron a la derecha en la calle Nacional, siguieron hacia el este, doblaron luego al norte en una calle paralela a la avenida Hawlwadig y se dirigieron hacia las instalaciones blanco del asalto. Pero Struecker dobló a la izquierda antes de hora, el vehículo de Mitchell fue detrás de él, pero el resto del convoy no lo siguió.

¡Eh! ¿Dónde diantres os habéis metido, chicos? —gritó la voz del sargento de sección, Bob Gallagher, por la radio.

—Ya llegamos —aseguró Struecker—. Nos hemos equivocado de calle. Ahora vamos.

¡Qué contrariedad! Struecker consiguió que su Humvee y el de Mitchell se abrieran paso por entre el laberinto de calles, y se reunió con el resto del convoy en el hotel.

Antes de que el convoy llegara al lugar previsto, el jefe de tráfico John Gay, un SEAL que iba sentado detrás en el lado izquierdo del tercer Humvee, oyó un disparo y sintió un fuerte impacto en la cadera derecha. Sobresaltado y dolorido, gritó que le habían disparado.

Continuaron en línea recta, según lo planeado, hasta el blanco, donde el sargento mayor Tim Oso Martin, el operador Delta que iba sentado junto a Gay, saltó del vehículo y lo rodeó para ver qué había pasado. El resto de los hombres se dispersaron en torno a los automóviles. Martin se apresuró a abrir los pantalones a Gay y le examinó la cadera antes de darle la buena noticia. El tiro había dado en el cuchillo del SEAL. Había hecho pedazos la hoja, pero había desviado la bala. Martin retiró algunos ensangrentados trozos de hoja de la cadera de Gay y luego vendó diligentemente la herida. Gay bajó cojeando del vehículo, se puso a cubierto y empezó a devolver los disparos.

Struecker recibió la orden de evacuar a Blackburn, el ranger caído del helicóptero. El sargento Joyce había ido a buscar ayuda para Blackburn y a los hombres que acudían con la camilla. El Humvee SEAL, conducido por el sargento mayor Chuck Esswein, subió por Hawlwadig y el ranger herido fue introducido por la puerta posterior. Dos enfermeros subieron con él. El sargento de la Fuerza Delta, John Macejunas, se sentó delante de la escopeta junto a Esswein. El Humvee de Struecker, con su ametralladora calibre 50 en la torreta, tomó la delantera, y el de Mitchell, que contaba con un lanzador de granadas de fuego racheado en la torreta, cerraba la marcha.

Aquí Uniforme Seis Cuatrodijo por radio McKnight al avión de los mandos—. Tengo un herido grave. Estoy mandando tres vehículos, en uno de ellos va el herido.

—Os lo dejaré allí dentro de cinco minutos —informó Struecker.

El teniente coronel dijo que el resto no tardaría en volver. La misión estaba a punto de finalizar.

Los tres vehículos emprendieron el regreso a la base a través de las calles que vibraban con tiros y explosiones. En esta ocasión Struecker sabía por dónde debía ir. Había trazado una ruta de regreso muy simple. A unas cuantas manzanas de distancia estaba la calle Nacional. Podían seguirla hasta la rotonda K-4 y, desde allí, doblar en dirección a la playa.

Salvo que las cosas se habían puesto peor. Habían empezado a aparecer bloqueos y barricadas en el camino. Algunos los sortearon, otras las atravesaron. Uno de los enfermeros, el soldado Good, sujetaba la bolsa del gotero intravenoso de Blackburn con una mano y disparaba su CAR-15 con la otra. Arriba, en el Humvee de Struecker, el artillero de la torreta, Paulson, hacía girar frenéticamente su ametralladora del calibre 50 a fin de enganchar a los que les disparaban desde los dos lados. Struecker ordenó al artillero de la M-60, Pilla, que concentrase los disparos en la derecha y dejara la responsabilidad de la izquierda a Paulson. No querían ir demasiado deprisa porque un viaje con un bamboleo brusco no beneficiaría en nada a Blackburn.

Pilla fue alcanzado cuando giraban para introducirse en la calle Nacional. Murió en el acto. La bala le entró por la frente, le salió por detrás y le voló la parte posterior del cerebro. Su cuerpo se desplomó sobre el regazo de Moynihan, quien, cubierto de la sangre y el cerebro de su amigo, gritó horrorizado.

—¡Le han dado a Pilla!

En aquel momento, les llegó la voz del sargento Gallagher por la radio.

¿Cómo van las cosas?

Struecker hizo caso omiso de la radio y le gritó a Moynihan por encima del hombro.

—¡Cálmate! ¿Qué le ha pasado?

No podía abarcar con la vista todo el espacio que había entre él y la puerta posterior.

—¡Está muerto! —gritó Moynihan presa de la histeria.

—¿Cómo sabes que está muerto? ¿Acaso eres médico?

Struecker se volvió para echar una rápida ojeada por encima del hombro y vio que toda la parte posterior del vehículo estaba manchada de sangre. Pilla estaba tumbado sobre el regazo de Moynihan.

—¡Le han dado en la cabeza! ¡Está muerto! —dijo Moynihan.

—Tranquilízate —rogó Struecker—. Vamos a tener que seguir luchando hasta que lleguemos.

Al cuerno lo de conducir con precaución. Struecker le dijo al conductor que se apresurara y confió en que Esswein les siguiera. Veía RPG volando por la calle. Daba la sensación de que toda la ciudad les disparaba.

Les llegó de nuevo la voz de Gallagher:

¿Cómo va todo?

—No quiero hablar del asunto.

A Gallagher no le gustó la respuesta.

¿Tenéis alguna baja?

—Una.

Struecker trató de dejarlo así. Por lo que él sabía no había muerto nadie más de los suyos, y no quería ser el primero en emitir una noticia de esta índole por las ondas. Sabía que los operadores radiofónicos, en el área de combate, podían escuchar su conversación. Había altavoces en algunos vehículos y en los helicópteros podían oírlo todo. Los operadores de radio en tierra escuchaban todas las frecuencias. Los hombres, cuando están en pleno combate, se beben la información como si fuera agua, de hecho se vuelve más importante que el agua. A diferencia de la mayoría de aquellos muchachos, Struecker había combatido antes, en Panamá y en el golfo Pérsico, y sabía que los soldados luchaban mejor cuando las cosas estaban de su parte. Una vez se torcían, resultaba difícil recuperar el control. Los hombres se dejaban llevar por el pánico. Era lo que sucedía en aquellos momentos a Moynihan. El pánico era un virus en combate, y letal.

¿Quién es y cuál es su estado? —preguntó Gallagher.

—Pilla.

¿Cuál es su estado?

Struecker apretó un momento el micrófono mientras se debatía consigo mismo, luego contestó de mala gana:

—Está muerto.

Ante el sonido de esta palabra todo el tráfico radiofónico, hasta entonces muy activo, quedó paralizado. Siguieron segundos de silencio.