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El soldado John Waddell descendía por la cuerda rápida en la esquina noreste del bloque blanco del ataque y frenaba la bajada para evitar caer sobre el soldado Shawn Nelson, el artillero de la Tiza Dos, que por regla general tardaba un par de segundos más que los otros en descolgarse junto con su enorme arma. En una misión de entrenamiento, Waddell aterrizó sobre el chico que le precedía, y el que les seguía inmediatamente después les golpeó a los dos. Y se había partido la lengua de un mordisco.

Todo fue a pedir de boca. Waddell tocó el suelo con los dos pies y se apresuró a correr hasta un muro en el lado derecho de la calle, tal como se lo había dibujado el teniente Tom DiTomasso. La Tiza Dos estaba a una manzana al este de donde se suponía que aterrizaría la Tiza Cuatro del sargento Eversmann. El teniente estaba preocupado porque no podía ver a la última tiza. Logró comunicar por radio con el sargento en apuros, y éste le explicó que habían saltado a una manzana al norte de su posición. DiTomasso envió a unos hombres hasta una manzana más al norte para ver si distinguían a la Tiza Cuatro desde aquella calle, pero no tardaron en regresar apresuradamente e informar que en esa dirección se estaba formando un gran grupo de somalíes.

Según corría para tomar una posición contra la pared, Waddell se sorprendió al descubrir que a pesar de todo el equipo, las armas y las municiones que acarreaba no se veía frenado en la marcha. El conjunto resultaba voluminoso y pesado porque su equipo incluía una SAW. Era un objeto de prestigio, una ametralladora muy llevable que podía matar a setecientas ráfagas por minuto. En circunstancias normales, así pertrechado, tenía la impresión de que la gravedad se multiplicaba. Pero Waddell se sorprendió cuando, al correr en cuclillas en busca de un muro, notó sólo los brazos y las piernas algo entumecidos, nada más. Imaginó que era la adrenalina desprendida por la excitación y el miedo, y lo asimiló con su habitual y tranquila objetividad.

Waddell era, en cierta forma, un solitario, un joven preciso cuyo cabello oscuro se le erizaba con el corte habitual de los Rangers. Después de un mes al sol ecuatorial, sólo el rostro, el cuello y los brazos tenía morenos. El estúpido reglamento exigía llevar siempre camiseta. Él era nuevo en la Compañía Bravo, otro de los chicos del rifle con sólo dieciocho años. A pesar de haber finalizado los estudios en el instituto, en Natchez, Misisipí, con una media más que honrosa, decidió, ante la indignación de sus padres, dejar de lado la universidad y alistarse en el Ejército para saltar desde aviones, escalar montañas y participar en actividades de alto riesgo propias de una unidad de Infantería de elite.

Hasta aquel momento la vida en el cuerpo Ranger colmaba sus expectativas, pero también le abría el apetito para la acción. Durante el despliegue en Mogadiscio, se pasó la mayor parte del tiempo esperando y leyendo. Se tragaba las novelas de ficción. Aquel día había empezado el último capítulo de una novela de John Grisham que le tenía enganchado. Encontró un lugar tranquilo sobre uno de aquellos contenedores cónicos Conex con la idea de terminarla. Pero lo llamaron para que se equipara en vistas a una posible misión. La cual fue anulada cuando estaban todos sentados en el avión preparados para despegar. En vista de ello, se desembarazó del equipo y volvió al contenedor con el libro bajo el brazo, pero lo volvieron a llamar para un vuelo de pruebas. Se pertrechó de nuevo, efectuó el vuelo, volvió a desnudarse, y estaba inmerso otra vez en el famoso último capítulo cuando los llamaron para aquella misión. Tenía la sensación de que el mundo entero se había confabulado para que no terminase el libro.

Una vez todos en tierra, los Black Hawks se alejaron y ellos abandonaron las cuerdas; el teniente ordenó al equipo de Waddell que se dispusiera a cubrir a Nelson, quien había colocado su «cerdo» en un bípode sobre una ligera elevación de la calzada y ya estaba disparando de forma ininterrumpida. Las dos ametralladoras de la Tiza Dos tendían a protagonizar la mayor parte del fuego.

Nelson ya había utilizado bastante el arma antes de abandonar siquiera el helicóptero. Miraba hacia abajo desde la puerta abierta cuando vio a un hombre que, con una AK, avanzaba hasta la mitad de la calle y abría fuego contra el aparato a través de una nube de polvo. Nelson le disparó seis ráfagas y no advirtió que estaba herido hasta que lo vio desplomado en el suelo. Imaginó que le había dado él o que el oficial de vuelo junto a él le había disparado con la metralleta.

Mientras Nelson descendía por la cuerda, advirtió que a su alrededor llovían proyectiles procedentes de ráfagas de ametralladora. No muchas, pero con que le alcanzase una bala ya era suficiente. Esta idea le sacó de quicio. Siempre resultaba difícil frenar la bajada por la cuerda rápida llevando sujeta aquella enorme ametralladora 60, y Nelson cayó al llegar al suelo. El sargento de Estado Mayor Ed Yurek corrió hasta él para ayudarlo a ponerse en pie y acompañarlo hasta un muro.

—Joder, cómo se ha acelerado eso —comentó Nelson.

Se instaló cerca del centro de la calle de cara al oeste. Más arriba, a su derecha, había una callejuela donde vio a unos somalíes con armas apuntando en su dirección. Los disparos de Nelson los ahuyentaron, menos a uno, un anciano con una cabellera afro blanca y frondosa, que, un poco más abajo, parecía tan concentrado disparando hacia el oeste que no se percataba de la enorme ametralladora que había en el callejón a su izquierda. Estaba todavía demasiado lejos para disparar, pero Nelson advirtió que el hombre se volvía en su dirección. El artillero de la 6o supo lo que el anciano intentaba hacer. DiTomasso había hecho correr la voz de que la Tiza Cuatro se hallaba a una manzana noroeste de su posición. Era evidente que el viejo buscaba un punto estratégico para disparar a Eversmann y a sus hombres.

—¡Dispárale! ¡Dispárale! —le apremió su ordenanza.

—No, fíjate —dijo Nelson—. Viene directo hacia nosotros.

Y, en efecto, el hombre del cabello afro se encaminaba en su dirección. Se cobijó detrás de un árbol a cuarenta metros de distancia para esconderse de los rangers de Eversmann, pero ajeno a lo que le acechaba a su izquierda. Introducía un nuevo cargador en su arma cuando Nelson le disparó una docena de ráfagas. Eran ráfagas «bofetada», balas de titanio forradas de plástico que podían penetrar el blindaje. Atravesaron al hombre, pero éste se puso en pie, sacó su arma y llegó a disparar un par de tiros a Nelson. El ametrallador estaba impresionado. Le disparó otras doce ráfagas al hombre que consiguió gatear hasta agazaparse tras el árbol. En aquella ocasión no devolvió los disparos.

—Creo que has acabado con él —dijo el ayudante del ametrallador.

Pero Nelson veía al afro moverse detrás del arbusto. El anciano estaba arrodillado y, evidentemente, vivo. Nelson lanzó otra ráfaga y la corteza de la parte inferior del árbol se desprendió hecha añicos. El afro se desplomó de lado sobre la calle. Su cuerpo se estremeció, al fin muerto. Nelson se quedó asombrado de lo difícil que podía ser matar a un hombre.

Mientras esto sucedía, Waddell subió lenta y cautelosamente hasta ponerse junto a Nelson. Se tumbaron boca abajo. A su lado, Waddell observaba el cuerpo del somalí a quien dispararon desde el helicóptero. A fin de encontrar un lugar más apropiado para cubrir a Nelson, Waddell se dirigió a un muro situado en la parte sur de la callejuela. Al ponerse en movimiento, vio a otro somalí que doblaba una esquina al oeste y le disparaba a Nelson, concentrado en su duelo por el hombre del cabello afro blanco. Waddell disparó al somalí. Tanto en los libros como en las películas, cuando un soldado disparaba a un hombre por primera vez, pasaba por un momento de examen de conciencia. Waddell no perdió un segundo en ello. Se limitó a reaccionar. Pensó que el hombre había muerto. Sólo se había doblado sobre sí mismo. Nelson se sobresaltó con el disparo de Waddell y no vio caer al herido. Waddell señaló hacia donde había caído y el ametrallador se incorporó, levantó la voluminosa arma y disparó unas cuantas ráfagas más para asegurarse. Acto seguido los dos corrieron a ponerse a cubierto.

Encontraron un lugar detrás de un vehículo quemado. Nelson miró por debajo en dirección norte y vio a un somalí con un arma tumbado boca abajo en la calle entre dos mujeres arrodilladas. El tirador tenía el cañón de su arma colocado entre las piernas de las mujeres, y cuatro niños estaban sentados encima de él con descaro. Se hallaba escudado por no combatientes, con lo cual aventajaba total y cínicamente a la decencia de los estadounidenses.

—Vigila, John —le dijo Nelson a Waddell conforme se disponía a salir corriendo para echar un vistazo.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntó Waddell.

—No puedo acceder a ese tipo con tanta gente en medio.

Por consiguiente, Nelson lanzó una granada detonadora y el grupo se dispersó tan deprisa que el somalí abandonó el arma en el suelo polvoriento.

Varias granadas cayeron sin hacer mucho ruido en la callejuela. Eran del viejo estilo soviético, parecían latas de sopa metidas en un palo de madera. Algunas no explotaron, pero un par sí lo hicieron. La deflagración se produjo a cierta distancia y ninguno de los rangers fue alcanzado. Nelson gritó a DiTomasso y señaló un muro de ladrillos en el lado este de la calle.

El teniente y tres rangers cruzaban la calle hasta una puerta entornada que daba a un aparcamiento. DiTomasso arrojó una granada al aire antes de que él y otros rangers se precipitaran a su interior. Encontraron e hicieron prisioneros a cuatro somalíes que estaban de pie sobre el techo de un automóvil y disparaban por encima del muro.

Si bien el tiroteo no era intenso, el sargento Yurek estaba muy impresionado. Tenía veintiséis años y era un veterano irascible con un negro sentido del humor y una gran debilidad por los animales, en especial los gatos. En Georgia, donde vivía, tenía varios felinos y en Mogadiscio había adoptado una camada de gatitos que encontró en la base. Cuando los chicos D se quejaron de que los gatos maullaban durante la noche, y amenazaron con silenciarlos, Yurek se puso muy duro al respecto. Nadie tocaría a los mininos sin pasar por encima de su cadáver.

No le gustaba la idea de disparar a nada o a nadie, pero aceptaba que fuera necesario. Hasta la fecha, en Mogadiscio, los skinnies se limitaban a disparar algún tiro que otro a la buena de Dios para luego echar a correr, lo cual ya le iba bien a Yurek. Pero el tiroteo de aquel día, desde el principio, era pertinaz y subía en intensidad. Yurek imaginó que el blanco de aquel día debía de albergar a gente de alta prioridad. Tal vez el propio Aidid. La Tiza Dos disparaba en tres direcciones a la vez, al oeste, al este y, en especial, al norte. Yurek había derribado a un somalí que disparaba desde una torre baja en dirección noreste. Luego, uno de los enfermeros de la tiza gritó desde el otro lado de la calle a la vez que señalaba un endeble cobertizo hecho de hojalata al este de su perímetro en la intersección.

—¡Hay gente en el cobertizo!

Una mala noticia. Yurek cruzó la calle corriendo, se reunió con el enfermero y, juntos, arremetieron contra la puerta.

Estuvo a punto de caer sobre un grupo compacto de niños aterrorizados y una mujer que era, así lo parecía, su profesora.

—¡Todos al suelo! —gritó Yurek con el arma todavía en ristre y preparada.

Los niños se echaron a llorar aterrorizados, y Yurek no tardó en comprender que debía ir con más cuidado. El tigre en la guarida de los gatitos.

—Sentaos en el suelo —rogó—. ¡Sentaos en el suelo!

Pero como los lamentos no cesaron, Yurek se agachó con sumo cuidado y depositó el arma en el suelo. Le indicó a la profesora mediante un gesto que se acercara. Dedujo que debía de tener unos dieciséis años.

—Siéntate —le dijo pronunciando despacio—. Siéntate —repitió con un gesto indicativo de las manos.

La muchacha no las tenía todas consigo pero acabó obedeciendo. Yurek señaló a los niños con el dedo y les indicó mediante gestos que hicieran lo mismo. Obedecieron. Luego recogió el arma, se dirigió a la profesora y, marcando cada palabra como suele hacer la gente cuando intenta en vano comunicarse a través de una barrera idiomática, dijo:

—Y ahora, tenéis que quedaros aquí. Independientemente de lo que oigáis o veáis, no os mováis de aquí bajo ningún concepto.

Ella sacudió la cabeza y él confió en que significara sí. Antes de alejarse, le dijo al enfermero que permaneciera junto al cobertizo y que impidiera que nadie más quisiera comprobar lo que había dentro disparando.

Desde la posición donde se hallaba, detrás del coche, Nelson escudriñó una de las calles que salían de su cruce y vio que un hombre armado irrumpía montado en una vaca. En torno a ésta había otros ocho hombres, unos armados, otros no. Resultaba el más extraño grupo bélico que jamás hubiera visto. No sabía si echarse a reír o disparar. Él y el resto de los rangers empezaron a disparar al unísono.

El somalí subido a la vaca cayó al suelo y los otros echaron a correr. El animal fue el único que se quedó donde estaba.

Y, en aquel momento, un helicóptero Black Hawk pasó por encima y abrió fuego con una metralleta. La vaca quedó partida en dos. Enormes pedazos de carne volaron por los aires en medio de salpicaduras de sangre. Cuando la metralleta dejó de disparar y se alejó la sombra del helicóptero, lo que había sido del animal yacía en el suelo humeando.

Por muy terrorífica que pudiera ser aquella escena, la presencia de aquellas metralletas en el cielo resultó muy tranquilizadora para los hombres apostados en las calles. Se hallaban en una ciudad extraña y hostil cuyos habitantes querían asesinarlos, cabalgaban armados en su dirección montados sobre animales y llegaban en masa procedentes de todas la direcciones, las balas silbaban cerca de sus oídos, gritos de horror y olor de sangre y carne quemada mezclado con polvo y estiércol… y la reconfortante aparición de un gran Black Hawk con el rítmico ruido de sus rotores y el terrible poder de sus armas de fuego les recordaba la invencible fuerza que había detrás de ellos, les recordaba su inminente liberación, les recordaba su hogar.

Los somalíes, en número creciente, se dirigían hacia el norte. A cierta distancia parecían miles. Unos grupos reducidos probaban al sur, hacia la posición de la Tiza Dos. A sólo una manzana y media de distancia, se desplazaba otro grupo. Unas quince personas. Nelson intentó apuntar su ametralladora sólo a los armados, pero había demasiada gente y, por otra parte, los que portaban armas abandonaban el grupo para disparar y luego volvían a meterse en él; por consiguiente, sabía que o bien dejaba que los hombres continuaran disparando o atacaba al gentío. Lo consideró y optó por lo último. El grupo se dispersó tras dejar algunos cuerpos en el suelo, pero apareció otro mayor. Parecían llegar ahora en enjambres desde el norte, como si los hubieran echado de otro lugar. Se acercaban con rapidez, estaban sólo a unos cien metros calle arriba, algunos ya disparaban. En esta ocasión, Nelson no tuvo tiempo de sopesar las alternativas. Le dio rienda suelta a la 6o y sus ráfagas cercenaron el grupo como una guadaña. Un Little Bird barrió la zona y le lanzó una pared llameante de plomo. Los que no se desplomaron, huyeron. Si un minuto antes había un grupo de gente, al siguiente no se trataba más que de un ensangrentado montón de muertos y heridos.

—¡Cielo santo, Nelson! —exclamó Waddell—. ¡Cielo santo!