6

El soldado raso John Stebbins echó a correr en cuanto sus pies pisaron el suelo. Antes de subir a bordo del helicóptero, el capitán Steele le había tocado en el hombro.

—Stebbins, ¿conoces las reglas para la comunicación?

—Sí, Roger, señor. Las conozco.

—Vale. Yo bajaré por la cuerda detrás de ti, así que será mejor que te apartes.

Stebbins se había pasado todo el vuelo atormentado ante la perspectiva de que el fornido capitán, cargado hasta los dientes de artefactos bélicos, pudiera caerle sobre el casco. Después de bajar por la cuerda, se apartó tan deprisa de la base que tropezó con el artillero del M-60 en la Escuadra Uno, y los dos cayeron al suelo. Stebbins tardó en levantarse, mientras el polvo se desvanecía, y distinguió al resto de su equipo junto a un muro a su derecha.

Estaba asustado. No podía sacarse de encima la sensación de que aquello era demasiado bueno para ser verdad. Él, un veterano en la compañía Ranger a la edad de veintiocho años, que se había pasado los últimos cuatro años de su vida intentando ir al combate, hacer algo interesante o trascendental, y de repente, sin saber muy bien cómo, después de una increíble sucesión de súplicas, halagos y una suerte monstruosa, estaba de verdad librando un combate. ¡Él, el bajo pero corpulento Johnny Stebbins, el encargado de hacer el café y el papeleo en el cuarto de instrucción de la compañía, en la guerra!

Su viaje hasta aquella callejuela trasera de Mogadiscio empezó en una panadería de su ciudad natal, Itaca, estado de Nueva York. Stebbins era un muchacho bajito y rechoncho, tenía los ojos color azul pálido, cabello rubio y una piel tan blanca y pecosa que jamás adquiría siquiera la más mínima sombra oscura cuando se exponía al sol. Allí, en Mogadiscio, lo único que había conseguido era quemarse y que su piel adquiriera una tonalidad rosa fuerte. Había ido a la Universidad de San Buenaventura, donde se había especializado en comunicaciones con la esperanza de trabajar como periodista radiofónico, lo que en realidad hizo por salarios irrisorios en varias emisoras locales del aquel estado septentrional de Nueva York. Cuando en la panadería le ofrecieron el puesto de panadero mayor, el jornal le bastó para echar por tierra su carrera radiofónica. Y empezó a hacer pan y a soñar con aventuras. Aquellos anuncios de «Sé todo lo que puedas ser» que se emitían durante los partidos de fútbol americano le llegaron al alma. Stebbins fue a la universidad gracias a una beca ROTC (Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de Reserva), pero había tantos alféreces en el Ejército cuando él acabó que no le pudieron destinar al servicio activo. Cuando estalló la Tormenta del Desierto en 1990, para colmo de su mala suerte, el contrato que tenía como guardia nacional había vencido. Empezó a buscar una forma de salir del horno y entrar en la guerra. Se inscribió en tres listas de voluntarios para el servicio en el Golfo y no le contestaron. Se casó, su mujer tuvo un niño y el jornal en la panadería dejó de cubrir los gastos. Lo que necesitaba era un plan de asistencia médica. Esto, y un poco de acción. El Ejército ofrecía las dos cosas. Por consiguiente, se alistó como soldado raso.

—¿Qué quieres hacer en el Ejército? —le preguntó el encargado de reclutamiento.

—Quiero saltar de aviones, disparar y comprar en el economato militar.

Le enviaron de nuevo a realizar la instrucción básica (ya había realizado el programa ROTC). Tuvo que llevar a cabo el RIP (Programa de Adoctrinamiento Ranger) dos veces porque se lesionó en uno de los saltos y tuvo que reciclarse de nuevo. Cuando obtuvo el título se imaginó que se iba a pasar la vida saltando, entrenando, descendiendo de los helicópteros por una cuerda junto con los otros chicos más jóvenes, salvo que alguien de más arriba observó que en su ficha personal aparecía un título universitario y, todavía mejor, conocimientos de mecanografía. Fue destinado a un escritorio en el centro de instrucción de la Compañía Bravo. Stebbins se convirtió en el secretario de la compañía.

Le dijeron que iba a ser sólo durante seis meses. Permaneció allí dos años. Llegó a ser conocido como un buen ranger del «centro de instrucción», y llegó a caer en todas las tentaciones propias del trabajo de oficina. Mientras los otros rangers fuera del campamento escalaban montañas, saltaban de los aviones y trataban de batir récords mediante marchas forzadas a través de densos espacios, el viejo Stebby estaba sentado detrás de un escritorio, fumaba un cigarrillo tras otro, comía rosquillas y engullía café. Era el bebedor de café más ávido de la compañía. Los demás solían gastarle bromas: «¡Uy sí, el especialista Stebbins, el que arrojará café al enemigo!». Ja, ja. Cuando la compañía fue destinada a Somalia, a nadie le sorprendió que el viejo Stebby fuera uno de los que se quedaron en Fort Benning.

—Quiero que sepas que no se trata de nada personal —le dijo el sargento a pesar de que no había forma de disfrazar el insulto implícito—. Pero no podemos llevarte, eso es todo. El número de plazas en el avión es limitado y, además, te necesitamos aquí.

¿Cómo podía haber afirmado de forma más clara que, cuando se trataba de la guerra, Stebbins era el último mono de la compañía Ranger?

Fue de nuevo exactamente lo mismo que con la Tormenta del Desierto. Alguien de arriba no quería que John Stebbins fuera a la guerra. Ayudó a sus amigos a hacer el equipaje y, cuando al día siguiente se informó de que el cuerpo había llegado a Mogadiscio, se sintió todavía más abandonado que cuando, dos años antes, miraba por la noche en la CNN las últimas noticias sobre el Golfo. Por lo menos no estaba solo. Al sargento Scott Galentine también lo habían dejado atrás. Durante algunos días, anduvieron por ahí abatidos. Entonces llegó un fax de Somalia.

«Stebby, será mejor que prepares tus bártulos —le decía el comandante—. Te vas a la guerra.»

Galentine recibió el mismo mensaje. Un par de rangers habían sido heridos, aunque leves, en un ataque con morteros y debían ser reemplazados.

Camino del aeropuerto, Stebbins pasó por casa para despedirse de su esposa. Se produjo la escena de lágrimas que tanto había esperado. Cuando llegó al aeropuerto, le dijeron que se podía ir a casa, no marcharían hasta el día siguiente. Media hora después de la emotiva despedida, el señor y la señora Stebbins estaban juntos de nuevo. Él se pasó la noche temiendo que una llamada telefónica anulara la orden.

Pero esto no sucedió. Al cabo de un día, él y Galentine estaban en la base de Mogadiscio. En honor a su llegada, les ordenaron que hicieran cincuenta flexiones, un recibimiento ritual cuando se entraba en zona de combate. Stebby estaba que no cabía en sí de gozo. ¡Lo había conseguido!

Como no había suficientes chalecos Kevlar (los chalecos antibalas de los Rangers), le dieron uno de los grandes y voluminosos chalecos negros que llevaban los chicos D. Cuando se lo puso se sintió como una tortuga. Le advirtieron que no traspasara la valla sin su arma. Sus compañeros le pusieron al día sobre el tinglado. Le dijeron que no hiciera explotar los morteros. Los sammies rara vez aciertan. Habían estado en cinco operaciones hasta la fecha y siempre había sido pan comido. «Vamos muchos, —le explicaron—, nos movemos deprisa, los helicópteros ahuyentan a todo el mundo de la escena, dejamos que los chicos D entren y hagan su trabajo. Todo lo que hacemos es proporcionar seguridad.» Le dijeron que tuviera cuidado con los somalíes que se escondían detrás de las mujeres y los niños. Las piedras eran un peligro. Stebbins estaba nervioso y excitado.

Y entonces le dieron la noticia. Estaban contentos de que él estuviera allí y todo eso, pero de hecho no iba a salir con los demás muchachos en las misiones. Su trabajo iba a consistir en permanecer en la base y montar guardia. Mantener la seguridad del perímetro. Era esencial. Alguien tenía que hacerlo.

¿Quién sino él?

Stebbins desahogó la ira que sentía por el mundo con una especie de huelga de celo. Se tomó el trabajo de vigilante tan en serio como pudo. Era más pesado que el plomo. Registraba a todos y cada uno de los somalíes de la cabeza a los pies, a la entrada y a la salida. Registraba cada camión, cada carro, trepaba a los vehículos y hacía levantar el capó. Le molestaba no poder encontrar un medio de registrar los grandes tanques de los camiones cisterna. Intel había dicho que los skinnies introducían de contrabando armas pesadas a través de la frontera con Etiopía. Les decían que los etíopes comprobaban todos los camiones. Stebbins dudaba que registraran los camiones cisterna. Cabían muchísimas granadas propulsadas por cohetes (RPG) en la parte trasera de uno de esos trastos.

Consiguió mediante artimañas entrar en los helicópteros para los vuelos de pruebas; se sujetaba fuerte la correa del casco conforme se empinaban a baja altura y deprisa sobre la ciudad, y disfrutaba como un niño en una feria el día de Carnaval. Se imaginaba que esto era toda la acción que iba a conseguir… y comparado con servir el café en el centro de instrucción allí en Benning, no estaba mal.

Y, aquella mañana, cuando apareció el ordenanza del Centro de Operaciones y gritó «¡Preparaos!», entró también uno de los jefes del pelotón con noticias frescas.

—Stebbins, el soldado Sizemore tiene un codo infectado. Acaba de llegar del consultorio del médico. Vas a reemplazarlo.

Iba a ser el ayudante del artillero 6o, el soldado de primera clase Brian Heard. Stebbins recorrió a toda prisa la base y negoció el cambio de su voluminoso chaleco en forma de caparazón de tortuga por uno de Kevlar. Se guardó munición extra en las cartucheras y reunió algunas granadas de fragmentación. Después de observar a los muchachos más expertos, dejó la cantimplora, pues sólo iban a estar fuera un par de horas, y embutió en la cartuchera todavía más cargadores M-16. Se hizo con un cinturón que contenía trescientas ráfagas de munición M-60, y forcejeó en un intento de introducir más en la riñonera, donde guardaba las gafas y los guantes que necesitaba para deslizarse por la cuerda. Desistió. Iba a necesitar un sitio donde meterlos cuando se los quitara. Trataba de pensar en todo. Intentaba mantener la calma. ¡Pero maldita sea, era tan excitante!

—Háblame, Steb. ¿Cómo estás? ¿En qué piensas? —dijo el sargento Ken Boorn.

Este último tenía su catre junto al de Stebbins y se dio cuenta de que su amigo estaba demasiado nervioso. Le dijo que se relajase. Que no se obsesionase. Su trabajo consistía en cubrir el sector que le adjudicasen y apuntar con su rifle, y proporcionar municiones a los artilleros 60 cuando lo necesitaran. Seguramente ni siquiera les haría falta.

—Vale, está bien —dijo Stebbins.

Antes de dirigirse al Black Hawk, Stebbins se detuvo junto a la puerta principal de la base para fumar el último cigarrillo e intentar controlar los nervios. Por fin había llegado el momento que durante tanto tiempo había aguardado. Sabía que aquella zona de la ciudad era peligrosa. Cabía la posibilidad de que fuera la misión más arriesgada hasta la fecha ¡y era la primera para él! Tenía la misma sensación en el estómago que cuando estaba a punto de saltar por primera vez en la escuela de aviación. «Voy a pasar por esta experiencia —se dijo para sus adentros—. Voy a morir». Uno de los chicos D le dijo:

—Mira, durante los diez primeros minutos vas a estar acojonado. Y después, estarás deseando que ellos tengan pelotas para atreverse a dispararte.

Stebbins había oído lo que se contaba sobre las misiones anteriores, que los somalíes eran unos adversarios que disparaban y echaban a correr… No había forma de que se involucrasen en un combate de verdad. Durante los vuelos de pruebas, jamás habían visto armas grandes. Aquello iba a ser una especie de reyerta urbana con armas cortas. «Estoy rodeado de tipos que saben lo que se llevan entre manos. No me pasará nada».

Mientras saltaba a tierra frente al objetivo y escuchaba disparos en la lejanía, supo que había llegado la hora de la verdad. Se apartó del artillero de la 6o y corrió hasta el muro. Tenía asignada una esquina que daba al sur y desde la cual debía cubrir una callejuela que parecía vacía. Era un estrecho y sucio pasaje, apenas lo bastante ancho para que pasara un vehículo, y formaba un declive hacia el centro que partía de unos muros de piedra enfangados hasta un bordillo central. Como era habitual, no faltaban los escombros ni el metal oxidado por todas partes, junto con esto, matas de cactos. Escuchó a su alrededor algún que otro ruido seco aislado y dedujo que era el tableteo producido por disparos a un par de manzanas, aunque el sonido se oyera más cercano. O tal vez el aire le jugaba una mala pasada. También oyó un ruido peculiar, un tchiu… tchiu… tchiu… y comprendió que se trataba de ráfagas que pasaban silbando calle abajo. ¿Y aquel sonido seco? Eran balas que volaban tan cerca que podía oír su zumbido.

Calle arriba de donde se hallaba Stebbins, el capitán Steele distinguió lo que probablemente era la fuente de las ráfagas que cruzaban su posición. Había un francotirador a una manzana al oeste en la azotea del Hotel Olympic, el edificio más alto de la zona.

—¡Smith! —ordenó Steele.

El cabo Jamie Smith llegó corriendo. Era el mejor tirador de la escuadra. Steele señaló al tirador de arriba y le dio a Smith una palmada de ánimo en el hombro. Los dos hombres apuntaron. El blanco estaba a una distancia que requería un disparo largo, casi ciento cincuenta metros. No pudieron ver si le habían alcanzado pero, después de sus disparos, no volvieron a ver al somalí en la azotea.

En el otro extremo del callejón, escondidos detrás de la carrocería volcada de un coche incendiado, se agazapaban los sargentos Mike Goodale y Aaron Williamson. Sus armas estaban apoyadas en el esqueleto de aquél, inclinado hacia el centro de la calle. Las callejuelas disponían de arcenes arenosos y abruptos en el centro y, en los lados, los muros de piedra de los patios interiores o casitas también de piedra. Había árboles de pequeño tamaño detrás de alguno de los muros y, al norte, la estructura cuadrada del edificio objetivo del asalto por detrás —que, en esa parte, contaba con tres pisos—. La gruesa cuerda por la que descendieron aparecía cuan larga era en medio de la calle. La tierra del suelo, que manchaba los muros y daba al aire de baja altura un tinte oxidado, era de color naranja. A Goodale le llegaba el olor y el sabor del polvo mezclado con el de la pólvora de las armas. Escuchaba los disparos al otro lado de la manzana, pero su rincón aún estaba bastante tranquilo.

Goodale nunca añoraba por su casa, pero, allí, en cuclillas, se preguntó cómo había llegado hasta allí. Antes de marcharse a Somalia, se había prometido con una chica, Kira, que conoció en su primer y catastrófico año en la Universidad de Iowa. Los dos escaparon de Pekin, Illinois, para matricularse en una de las mejores universidades del Medio Oeste, pero no tardaron en salir de allí, sin título pero dispuestos a enderezar sus vidas. Para Mike supuso alistarse en el Ejército; para Kira, encontrar un empleo de bajo nivel en una agencia de publicidad. Se veían con frecuencia cuando él estaba en Benning, pero como los Rangers fueron a Texas para recibir instrucción antes de desplegarse en Somalia, hacía más de dos meses que no se veían, desde que decidieron unir sus vidas. Hasta el día anterior no había tenido ocasión de llamarla desde que se marcharon de Fort Benning, y le había salido el contestador automático. Podría telefonearla de nuevo a la noche, y le había dejado el mensaje de que estuviera pendiente de su llamada.

«Kira, te quiero tanto que me hace daño —escribió aquella mañana —. Me resisto a telefonearte de nuevo porque sé que te echaré de menos todavía más. Por otra parte, me muero de ganas de oír tu voz.»

Un somalí que se hallaba a menos de cien metros calle abajo a su izquierda asomó la cabeza detrás de un muro y disparó una ráfaga con una AK-47. Goodale y Williamson se vieron envueltos en polvo. El primero, más cerca del tirador, se dejó llevar durante unos instantes por el pánico creyendo que los disparos procedían del sur. A fin de evitar la lluvia de balas a su alrededor y encontrar un lugar más adecuado para esconderse, se incorporó y se alejó corriendo del automóvil incendiado. No había donde cobijarse. Se agazapó detrás de una tubería que sobresalía del suelo. Tenía veinte centímetros de ancho y algo menos de alto y se sintió ridículo refugiado allí, pero no había ningún otro sitio. Cuando los disparos cesaron, se incorporó y fue a reunirse de nuevo con Williamson tras el coche, justo a tiempo, pues el somalí reinició el tiroteo.

Goodale vio que la lluvia de balas pasaba junto al vehículo, donde estaba Williamson con el rifle, y que una de ellas le cercenaba a su amigo la punta de un dedo. La sangre salpicó el rostro de Williamson, quien gritó y lanzó una retahila de maldiciones. Goodale se inclinó para comprobar primero la sangre en la cara de su compañero y acto seguido la mano.

A pesar de la hemorragia y del dolor, Williamson parecía más enfadado que herido.

—¡Como vuelva a sacar la cabeza, le doy! —afirmó.

Incluso con el dedo seccionado, Williamson alzó tranquilamente su M-16 y esperó, sin moverse, lo que parecieron minutos.

Cuando el hombre que estaba calle abajo se asomó de nuevo, Williamson disparó y dio la impresión de que al somalí le explotaba la cabeza y caía desplomado. Con la mano sana Williamson chocó los cinco con su compañero y ambos lanzaron algunos gritos de victoria.

Al cabo de un rato, volvieron a disparar y mataron a otro somalí. El hombre había entrado precipitadamente en el callejón pero huyó de allí como alma que lleva el diablo al verlos. Como según corría la amplia camisa se hinchó hacia atrás y dejó al descubierto una AK, se apresuraron a dispararle. Cinco rangers lanzaron ráfagas de balas al mismo tiempo. El hombre yacía en la calle a media manzana de distancia y Goodale se preguntó si lo habrían matado. Consultó con el médico si no deberían comprobar su estado, y ayudarlo si estaba herido, pero el médico sacudió la cabeza y dijo:

—No, está muerto.

Goodale se quedó muy impresionado. Había matado a un hombre, o por lo menos contribuido a ello. Se sentía desconcertado. De hecho, el somalí no pretendía matarle cuando disparó, así que no había sido en defensa propia. ¿Cómo podía justificar lo que acababa de hacer? Observó al hombre tumbado en medio de la suciedad, sus ropas estaban revueltas a su alrededor y él permanecía tendido en una extraña postura donde le habían derribado los proyectiles. Una vida, así, terminada. ¿Era esto correcto?

En su esquina, a noventa metros al este de Goodale y Williamson, el teniente Perino veía a unos niños somalíes caminar calle arriba en dirección a sus hombres e indicar sus posiciones a un tirador escondido tras una esquina. Los soldados arrojaron granadas detonadoras y los niños se dispersaron.

—¡Eh, señor! Están volviendo —advirtió el sargento ametrallador Chuck Elliot.

Perino hablaba por radio con el sargento Eversmann sobre Blackburn, el ranger caído del helicóptero. El teniente transmitía a su vez la información y las preguntas de Eversmann al capitán Steele, quien estaba al otro lado de la calle. Perino le dijo a Eversmann que esperara, dio un paso al frente y lanzó a los pies de los niños una ráfaga de su M-16. Los pequeños echaron a correr.

Minutos después, una mujer subía despacio por el callejón en dirección a donde ellos estaban.

—¡Eh, señor! ¡Veo a un tipo con un arma bajo el brazo detrás de la mujer! —gritó Elliot.

Perino le dijo que disparase. Del rifle 60 salió un ruido bajo y estridente. Los hombres llamaban «cerdo» a esta arma.

Los dos, el hombre y la mujer, cayeron muertos.