Tras la incursión en el almacén que daba a la avenida Hawlwadig, el sargento Paul Howe y tres hombres de su equipo Delta doblaron la esquina y entraron en el recinto objetivo por la puerta sur del patio. Eran las últimas fuerzas de asalto que penetraban en la casa. Un equipo dirigido por Matt Rierson, compañero de Howe, había acorralado a veinticuatro somalíes en el primer piso, entre ellos dos trofeos: Omar Salad y Mohamed Hassan Awale, el portavoz en jefe de Aidid (no Abdi «Qeybdid» Hassan Awale, sino un líder del clan de igual estatura).
Estaban postrados boca abajo y se mostraban sumisos; el equipo de Rierson les puso unas esposas de plástico en las muñecas.
Howe le preguntó al sargento Mike Foreman si alguien había subido al piso de arriba.
—Todavía no —contestó Foreman.
Así que Howe se llevó a cuatro hombres al segundo piso.
Se trataba de una vivienda amplia construida según los criterios somalíes, paredes enjalbegadas con ladrillos de cenizas y ventanas sin cristales. Cuando llegaron al último escalón, Howe dijo a uno de sus hombres que arrojase una granada detonante a la primera estancia. Explotó y los soldados irrumpieron de la forma en que habían sido adiestrados, cubriendo cada hombre una trayectoria diferente de fuego. No encontraron más que un colchón en el suelo. Estaban examinando la habitación cuando una descarga de ametralladora acribilló el techo y las paredes, y casi rozó la cabeza de uno de los soldados de Howe. Se echaron cuerpo a tierra. Los disparos llegaban de la ventana sureste y procedían de la posición Ranger de bloqueo apostada bajo la ventana. No cabía duda de que uno de los soldados más jóvenes había visto desde fuera a alguien que se movía en el ventanal y disparaba. Algunos de esos chicos no sabían muy bien qué edificio era el blanco.
Era lo que había temido. Los Rangers habían defraudado a Howe. ¿No se suponía que era el cuerpo de Infantería número uno del Ejército? A pesar de todo el bombo que se daban y de la gilipollez del Hoo-ah, sabía que los más jóvenes no estaban bien entrenados y en combate eran un peligro en potencia. ¡Algunos acababan de salir del instituto! Tenía la impresión de que, durante la instrucción, estiraban el cuello para mirarlo a él y a sus hombres en lugar de prestar atención a su propia, y muy valiosa, parte del trabajo.
Y aquella tarea exigía más. Exigía todo lo que uno tenía, y más… porque a menudo el precio del fracaso era la muerte. Por eso les gustaba tanto a él como a sus chicos D. Eran lo que los diferenciaba de los otros hombres. La guerra era fea y mala, no cabía duda, pero así funcionaban las cosas en el planeta. Los estados civilizados utilizaban métodos no violentos para resolver las diferencias, pero ello dependía de la voluntad de los implicados para ceder. Allí, en el menos civilizado Tercer Mundo, no habían aprendido a ceder, por lo menos hasta que se derramaba mucha sangre. La victoria era para quienes estaban dispuestos a luchar y morir. Los intelectuales podían teorizar y escribir hasta quedarse sin pulgares, pero en el mundo real, el poder fluía del cañón de un arma. Si se quería que las masas famélicas de Somalia pudiesen ser alimentadas, había que deshacerse de hombres como Aidid, quienes se servían del hambre para vencer. Se podía mandar al lugar personas bienintencionadas de gran corazón, se podía rezar y cantar sensibleras canciones cogidos de la mano, e invocar a los grandes dioses CNN y BBC, pero el único medio para abrirse camino hasta los recién nacidos de grandes ojos, era hacer acto de presencia con más armas. Y, en este mundo real, nadie tenía más o mejores armas que Estados Unidos. Si debían prevalecer los ideales bienintencionados de la humanidad, hacían falta hombres capaces de llevarlos a la práctica. Los hombres Delta.
Operaban estrictamente en secreto. El Ejército ni siquiera pronunciaba la palabra «Delta». Cuando había que referirse a ellos, eran los «operadores» o «Los Temibles D». Los Rangers, que los veneraban, los llamaban los chicos D. La discreción, o por lo menos la práctica de la misma, era capital para sus objetivos. Permitía que los soñadores y los políticos dispusieran de los dos métodos. Podían permanecer en escena mientras entre bastidores se hacía el trabajo sucio. Si algún terrorista del Tercer Mundo o un señor colombiano de la droga debía morir, y de pronto resultaba que moría, ¡qué feliz coincidencia! Los oscuros soldados volverían a sumirse en las sombras. Si se les preguntaba cómo lo hacían, no lo decían. Ni siquiera existían, ¿comprenden? Eran nobles, silenciosos e… invisibles. Hacían el trabajo más importante de Norteamérica, y sin embargo rehuían el reconocimiento, la fama y la fortuna. Eran los caballeros modernos, los auténticos.
Howe no se esforzaba mucho por ocultar el desprecio que sentía por las órdenes inferiores de soldados, lo cual más o menos incluía a todo el Ejército regular de Estados Unidos. Él y los demás operadores vivían como civiles y, aunque era habitual verlos en Fort Bragg, eso es lo que decían ser cuando se les preguntaba. Uno trababa conocimiento con un muchacho que mataba el tiempo por los bares de Bragg, tenía el rostro muy bronceado, los bíceps desarrollados, cuello ancho de boxeador, llevaba un reloj Casio gigante y mascaba tabaco, pero contaba que era programador informático y que trabajaba para una agencia contratada por el Ejército. Se llamaban por sus apodos y evitaban los saludos así como los demás ritos de la vida militar. En la Fuerza Delta, los oficiales y los suboficiales se trataban como iguales. Un punto común a toda la unidad era el desdén por las manifestaciones habituales propias de la posición social del Ejército. Ellos estaban por encima de los rangos, así de simple. Llevaban el cabello más largo que los regulares. En algunas misiones debían pasar por civiles y era más fácil si el corte era normal, pero suponía también un orgullo para ellos, una de sus ventajas. Un hombre de la unidad con aptitudes artísticas había hecho un dibujo que mostraba al típico chico D vestido para el combate con un objeto dentro de la pistolera, pero no una pistola, sino un secador de pelo. Cada año tenían que posar para un retrato destinado al Ejército oficial, y para ello debían cortarse el pelo al estilo de los Rangers. Lo detestaban. Tenían que ponerse de acuerdo antes del viaje a fin de armonizar mejor con los Hoo-ahs, y los cortes de pelo se añadían a lo que ya tenían que aguantar; tenían los lados de la cabeza y los cogotes tan blancos como la barriga de una rana. Eso les permitía un cierto grado de libertad personal y de iniciativa, algo insólito en el Ejército, sobre todo en combate. El precio de todo esto, por supuesto, era que vivían en peligro y se esperaba de ellos que hicieran lo que no podían llevar a cabo los soldados regulares.
Pocas eran las cosas que impresionaban a Howe del Ejército regular. Tanto él como otros de su unidad se habían quejado al capitán Steele, el comandante ranger, sobre la disposición de sus hombres. No habían conseguido nada. Steele tenía su propia forma de hacer las cosas, y ese era el método tradicional del Ejército. A Howe le parecía que el capitán, un fornido lineman que iba siempre de punta en blanco y que había formado parte del equipo de fútbol americano en la Universidad de Georgia, era un bufón arrogante e ineficaz. Howe había sido alumno de la escuela Ranger y conseguido la charretera correspondiente, pero no tardó en saltar por encima de los Rangers en cuanto se cualificó para la Fuerza Delta. Desdeñaba a los Rangers porque creía firmemente que lo que formaba buenos soldados era la instrucción peldaño a peldaño y no la estúpida actitud machista que personificaba el conjunto del espíritu Hoo-ah. De los ciento veinte hombres de su promoción (ciento veinte soldados excepcionales y muy motivados) que intentaron ingresar en la Fuerza Delta, sólo trece superaron la selección y el entrenamiento. Howe tenía la constitución propia de un comprometido practicante de culturismo, y una cabeza sutil, viva y analítica. Muchos rangers lo consideraban espeluznante. El desprecio que sentían por sus métodos estropeaba las relaciones entre las dos unidades en la base.
Y las aprensiones de Howe con respecto a las tropas más jóvenes de apoyo se habían confirmado. ¡Estaban disparando a sus propios hombres! Junto con sus soldados, abandonó la estancia y subieron para despejar la azotea que coronaba la parte frontal de la casa. La rodeaba una pared de cemento de unos sesenta centímetros de alto con decorativos listones verticales. Cuando los hombres Delta se desplegaron en abanico a la luz del sol, vieron que, de otra azotea situada una manzana al norte, estallaba la pequeña bola de fuego naranja procedente de un AK-47. Conforme se agazapaban detrás del pequeño muro para ponerse a cubierto, dos hombres de Howe abrieron fuego.
A continuación, estalló otra ronda de ráfagas de ametralladora. En el perímetro del muro había rendijas de medio centímetro de ancho. Howe y sus hombres se pusieron en cuclillas y rezaron para que una ráfaga no pasara por un hueco o rebotara en la casa. Eran varias ráfagas. Deducían por el sonido y el impacto que los disparos salían de una M-249, o SAW (arma automática para pelotones), y en esta ocasión de la posición de bloqueo Ranger al noreste. Los Rangers se hallaban en pleno fuego cruzado, pues como estaban sobreexcitados y asustados, cuando vieron a los hombres armados, abrieron fuego. Howe estaba furioso.
Llamó por radio al capitán Scott Miller, el comandante Delta sobre el terreno que estaba abajo en el patio. Le dijo que conectara con Steele de inmediato y le ordenara que sus hombres dejasen de disparar a los suyos.