En las pantallas y por los altavoces del Centro de Operaciones, parecía que todo se desarrollaba con normalidad. El centro de mando era un edificio de dos plantas encalado situado junto al hangar de la base aérea del destacamento especial Ranger. En cierta ocasión le cayó un mortero y el tejado estaba derrumbado por un lado. Le sobresalían tantas antenas y cables que los soldados lo llamaban el puerco espín. En el primer piso, desembocando en un pasillo largo, tres habitaciones estaban ocupadas por los oficiales de mayor graduación, con los auriculares puestos y con los ojos clavados en las pantallas de televisión. El general Garrison, instalado en la parte posterior de la sala de operaciones, mascaba su puro y permanecía pendiente de todo. Las imágenes a color del conflicto llegaban procedentes de las cámaras instaladas en el avión espía Orion y en los helicópteros de observación, y funcionaban cinco o seis frecuencias radiofónicas. Seguramente Garrison y su equipo contaban con más información instantánea sobre esta batalla que ningún otro comandante en la historia pero, salvo observar y escuchar, poco era lo que podían hacer. Mientras la acción continuara, los hombres en el puesto de lucha eran quienes debían tomar cualquier decisión. El cometido del general consistía en permanecer por encima de la situación y pensar uno o dos pasos por delante. En el caso de que las circunstancias empeoraran, podía llamar a la base de la ONU situada al otro lado de la ciudad y donde esperaban las tropas de la 10.a División de Montaña, tres compañías del Ejército regular con diferentes grados de preparación. Hasta el momento no había sido necesario. Aparte de un ranger herido, la misión iba según lo previsto. En el instante en que supieron de la caída de Blackburn, los chicos D que se hallaban en el interior de la casa objetivo les comunicaron por radio que habían encontrado a los hombres que estaban buscando. La operación iba a ser un éxito.
Corrían un riesgo al meterse en el barrio Mar Negro de Aidid a plena luz del día. El cercano mercado Bakara era el centro del mundo Habr Gidr. Estar en la puerta contigua era como meter un dedo en el ojo al señor de la guerra. Las fuerzas de Naciones Unidas destinadas en Mogadiscio, formadas por paquistaníes desde que los Marines estadounidenses se retiraran en mayo de aquel año, no se acercaban a aquella parte de la ciudad. Era el único lugar donde las fuerzas de Aidid podían organizar un conflicto serio en corto espacio de tiempo, y Garrison conocía el peligro que conllevaba atacar allí. El compromiso de Washington con respecto a Somalia no iba a resistir muchas pérdidas estadounidenses. Lo habían advertido en un comunicado hacía apenas unas semanas:
«Si nos acercamos al mercado Bakara, aunque salgamos victoriosos del tiroteo que sin duda se desencadenará, seguramente perderemos la guerra.»
La hora también era un riesgo. El destacamento especial de Garrison prefería trabajar de noche. Eran los superpilotos del SOAR 160, los cuales se hacían llamar los Cazadores Nocturnos, quienes conducían sus helicópteros. Eran expertos en volar a oscuras. Con las gafas de visión nocturna, eran capaces de viajar en una noche sin luna como si fuera mediodía. Los pilotos de la unidad habían participado en casi todas las operaciones bélicas terrestres estadounidenses desde Vietnam. Cuando no estaban en combate, practicaban, y sus aptitudes eran asombrosas. Aquellos pilotos no conocían el miedo y podían entrar y salir con sus helicópteros de lugares donde habría resultado difícil introducirlos incluso con una grúa. La oscuridad hacía que la velocidad y la precisión de los chicos D y de los Rangers fueran más que mortales. La noche les proporcionaba otra ventaja. Muchos somalíes, sobre todo los jóvenes que patrullaban Mogadiscio en vehículos «técnicos» que contenían ametralladoras de calibre 50 en la parte posterior, eran adictos al khat, una anfetamina suave parecida al berro. La cúspide del círculo se situaba a media tarde. La mayoría empezaba a mascar hacia mediodía y al atardecer ya estaban colocados, excitados y deseosos de acción. Entrada la noche, era todo lo contrario. Los que mascaban khat ya no servían para nada. Por consiguiente, la misión de aquel día requería ir al peor sitio de Mogadiscio y a la peor hora posible.
A pesar de ello, la oportunidad de capturar a los dos hombres principales de Aidid era demasiado tentadora para dejarla escapar. Habían realizado ya tres misiones a la luz del día sin problemas. El riesgo formaba parte del trabajo. Eran audaces; por eso estaban allí.
Los somalíes habían sido testigos de seis asaltos y, por consiguiente, sabían a qué atenerse. El destacamento especial los había mantenido en vilo. Tres veces al día, hubiera o no misión, Garrison hacía subir a los hombres a los helicópteros y los mandaba a dar una vuelta sobre la ciudad. Al principio, los rangers disfrutaban como locos. Se metían en tropel al fondo de un Black Hawk y se aferraban a la vida. Aquellos Cazadores Nocturnos de primera descendían en picado hasta baja altura, y a gran velocidad, y se inclinaban lateralmente de forma tan brusca que se les revolvían las entrañas. Casi rozaban las calles al volar bajo la línea de los tejados, pasaban como rayos entre las paredes y la gente de ambos lados a los que veían borrosos, y luego se elevaban cientos de metros para volver a precipitarse hacia abajo en medio de los gritos de los hombres. El cabo Jamie Smith escribió a su familia de Long Valley, Nueva Jersey, que aquellos «vuelos donde los ponían a prueba eran como subir en una montaña rusa de Six Flags». Pero después de tantos vuelos, ya no tenía gracia.
Garrison también había tomado la precaución de variar las tácticas empleadas. Por regla general, llegaban en helicópteros y se marchaban en medios de transporte terrestres, pero a veces iban con estos últimos y la vuelta la hacían con helicópteros. En ocasiones la ida y la vuelta se llevaba a cabo en helicópteros o en vehículos. Así cambiaban el esquema. Por encima de todo, la tropa era buena. Era experimentada y estaba bien entrenada.
Tuvieron la oportunidad de capturar a Aidid en más de una ocasión, pero no era esto lo único que pretendían. Las seis misiones anteriores infundieron miedo en las filas del Habr Gidr y, más recientemente, habían eliminado a las personas clave del señor de la guerra. Garrison consideraba que, hasta la fecha, lo habían hecho muy bien, a pesar de ciertos artículos periodísticos que los trataban de chapuceros. Cuando, en la primera misión, arrestaron a un grupo de empleados de Naciones Unidas (capturaron a los «empleados» en una zona prohibida y en posesión de contrabando procedente del mercado negro), la prensa los calificó de los Keystone Kops. Garrison fotocopió los artículos y los envió a la base. Este tipo de cosas aún soliviantaba más a los muchachos, pero para el público y los oficiales de Washington, tan preocupados por la forma en que se manipulaban las noticias en la CNN, el destacamento especial era, por el momento, un fracaso. Les asignaban lo que parecía ser una misión fácil, capturar al señor de la guerra, el prepotente somalí Mohamed Farrah Aidid o, si ello no era posible, desmontar su organización, pero tras seis semanas el éxito de la operación no se veía ni en pintura. La paciencia estaba disminuyendo y la presión por ver progresos era cada vez mayor.
Aquella mañana, en su despacho, Garrison le daba vueltas al asunto. Era como intentar darle a una bola de béisbol con los ojos vendados. Tenía un destacamento que podía lanzar sobre un edificio, cualquiera, de Mogadiscio sólo con avisarles con unos minutos de antelación. No eran unos cualesquiera, eran más rápidos, más fuertes, más inteligentes y más expertos que cualquier soldado del mundo.
No tenía más que indicar un edificio como blanco, y los chicos D se apoderarían de él tan rápidamente que los malos se verían atrapados antes de que el sonido de las granadas detonadoras y las cargas explosivas dejaran de resonar en sus oídos. Podían evacuarlos mediante camiones o helicópteros.
Los Keystone Kops eran un grupo de artistas del cine mudo que representaban la imagen estereotipada del guardia de aquellos tiempos, que se metía en mil situaciones del género vulgarmente denominado astracanada, antes de que la milicia del barrio tuviera tiempo para ponerse los pantalones. Los hombres de Garrison eran capaces de hacer todo eso y, además, filmar un vídeo en color de toda la operación con fines didácticos (y para presumir un poco en el Pentágono), pero resultaba imposible hacerlo si los espías que tenían en la ciudad no les proporcionaban la información adecuada.
Durante tres noches seguidas se habían preparado para atacar la casa donde se suponía iba a estar Aidid, o a punto de llegar (así se lo habían comunicado sus espías). Cada vez había sido una falsa alarma.
Garrison sabía desde el primer momento que el servicio de información iba a ser un problema. El plan inicial consistía en que un espía somalí, intrépido e informado, el jefe de las operaciones locales de la CIA, le regalase a Aidid, poco después de que llegara el destacamento especial, un elegante bastón esculpido a mano. Dentro de la empuñadura del bastón se ocultaba una luz con cabeza buscadora. Parecía algo bastante seguro hasta que, el día que llegó Garrison al país, el teniente coronel Dave McKnight, su jefe del Estado Mayor, le informó de que su maravilloso cooperante se había pegado un tiro en la cabeza jugando a la ruleta rusa. Era un juego estúpido y machista del que participaban los tíos que habían vivido demasiado tiempo en la cuerda floja.
—No está muerto —le dijo MacKnight al general—, pero bastante jodido.
Cuando uno trabajaba con lugareños siempre surgían problemas. Pocas personas lo sabían mejor que Garrison, quien, con el pelo gris cortado al cero, uniforme de campaña, botas de combate, una pistola de 9mm. que llevaba en bandolera dentro de una pistolera, y el medio puro apagado perpetuamente en la comisura de los labios, era la viva imagen del macho militar estadounidense. Hacía tres décadas que Garrison vivía en la cuerda floja. De entre los principales oficiales del Ejército estadounidense, él era uno de los menos conocidos. Había dirigido operaciones secretas en todo el mundo: Asia, Oriente Próximo, África, Centroamérica, el Caribe. Y lo que tenían en común todas estas misiones era que requerían la colaboración de los nativos.
Necesitaban asimismo un bajo nivel de estupidez. El general era un cínico escéptico. Lo había visto casi todo y no esperaba mucho, salvo de sus hombres. Su tosca campechanía encajaba bien con un oficial cuya carrera no se había iniciado como graduado en la academia militar, sino como simple soldado raso. Sirvió dos veces en Vietnam, en parte ayudando a dirigir el tan denostado y brutal programa Fénix, que salió a la luz y acabó con los líderes del Viet Cong. Algo así bastaba para acabar con el idealismo de cualquiera. Garrison llegó a general sin valerse de las tácticas políticas más propias de la estrategia militar y que requería delicados eufemismos y una frecuente ofuscación. Era realista sin dobleces que evitaba la pompa y la ostentación de la vida militar de los altos mandos. Ser soldado era luchar. Era matar a los demás antes de que te mataran. Era abrirse camino mediante la fuerza y la astucia en un mundo peligroso, pasar las de Caín en la selva, vivir entre basura, en condiciones difíciles, soportar privaciones y riesgos que pueden, y así ocurre a veces, matarle a uno. Era un trabajo sucio. Lo cual no significa que no haya hombres que les guste, cuyo objetivo en la vida sea esto. Garrison era uno de ésos. Él aceptó su crueldad. No dudaría en decir: este hombre debe morir. Sin más. Había personas que debían morir. Así funcionaba el mundo real. Lo que más le gustaba a Garrison era un golpe bien realizado, y si las cosas no salían según lo previsto y había que espabilarse, entonces era hora de encontrar el oscuro placer de la contienda. ¿Por qué ser soldado si uno no podía disfrutar de un buen intercambio de tiros capaz de poner los pelos de punta y hacerle saltar el corazón en el pecho? Que es precisamente lo que hacía que él fuese tan bueno.
No se tomaba demasiado en serio a sí mismo, lo que hacía que inspirase lealtad y afecto. Cuando contaba una historia, y el general era un gran narrador, lo hacía poniéndose en ridículo. Le encantaba explicar que hizo lo imposible para contratar un conjunto de rock (con 5.000 dólares de su propio bolsillo) para distraer a su tropa, inmovilizada durante meses en el desierto del Sinaí en una misión pacificadora y, después de todos los esfuerzos, llegó un soldado ingenuo y le informó alegremente de que el conjunto «perdía aceite». Él se pasó el cabo del cigarro al otro lado de la boca y esbozó una sonrisa avergonzada. Podía incluso bromear sobre su falta de ambición, una rareza en el Ejército. «Muchachos, si seguís haciendo tantas tonterías —se lamentaba ante su equipo ejecutivo—, ¿cómo voy a conseguir llegar a general?» En su carrera ascendente del Centro de Operaciones, había servido una temporada en la Fuerza Delta como comandante. Cuando, a mediados de los ochenta, llegó a Bragg recién ascendido a coronel, de buen principio su corte de pelo al cero inspiró recelo y desdén entre los chicos D, que lucían patillas, barba o bigote y el cabello sobre las orejas, como los civiles. Sin embargo, poco después de su llegada, les sacó de un buen apuro. Se descubrió que algunos de los supersoldados secretos de Norteamérica cargaban sus gastos de viajes secretos internacionales por partida doble, facturaban al Ejército y al Departamento de Estado. El escándalo habría podido acabar con la unidad, ya despreciada por los altos mandos convencionales. El nuevo coronel de la cabeza rapada podría haber ganado puntos y allanado el camino de su ascenso expresando ira y poniendo orden en el cuartel; por el contrario, Garrison puso en peligro su carrera, pues defendió a la unidad y limitó el castigo a los que más se habían aprovechado. Salvó el pellejo de un buen número de soldados, y los hombres no lo olvidaban. Con el tiempo, su despreocupado estilo a lo llanero solitario y su confianza natural contagió a toda la unidad. En su mayoría, eran muchachos procedentes del barrio suburbano de Nueva Jersey y que, tras unas semanas en la Fuerza Delta, usaban botas puntiagudas, mascaban tabaco y hablaban como los vaqueros.
Hacía seis semanas que Garrison vivía en el Centro de Operaciones, la mayor parte del tiempo en un pequeño despacho privado que daba a la sala de operaciones y donde podía estirar sus largas piernas, poner los pies sobre el escritorio y aislarse del ruido. Este era uno de los mayores problemas en una actividad como aquélla. Uno debía apartar las señales del ruido. No había nada del general en aquel espacio privado, ni fotos ni recuerdos. Era así como él vivía. Podía marcharse de aquel edificio sin previo aviso y no dejar atrás ninguna huella.
Se trataba de concluir el trabajo y desaparecer. Hasta entonces, la operación había requerido una dedicación completa. El general contaba con una caravana situada en la parte posterior, adonde se retiraba a intervalos irregulares para robar unas cinco horas de sueño, pero normalmente acampaba en su puesto de mando, alerta, listo para la acción.
Un ejemplo de ello fue la noche anterior. Primero les informaron de que Aidid, a quien le habían asignado como nombre de guerra Oso Yogui, tenía previsto visitar al jeque Aden Adere en su propiedad situada en la parte alta del Mar Negro. Se lo había dicho a un espía del lugar un sirviente que trabajaba allí. Unas potentes cámaras enfocaban el lugar desde el Orion, aquel antiguo y achaparrado avión espía de la Marina propulsado por cuatro hélices que no dejaba de sobrevolar en círculo la ciudad, y los dos pequeños helicópteros de Garrison destinados a la observación despegaron. La tropa se pertrechó. Como el recinto de Aden Adere era uno de los blancos previstos en sus planes, el tiempo de preparación era cero. Pero no podían pasar a la acción, o Garrison no quería pasar a la acción, sin una información más precisa. El destacamento especial ya había pasado vergüenza demasiadas veces. Antes de lanzarse al asalto, Garrison quería que dos cooperantes somalíes entrasen en la finca y viesen a Aidid con sus propios ojos y que, acto seguido, colocaran unas luces estroboscópicas infrarrojas junto al edificio que debían asaltar. Los informantes lograron entrar en el recinto, pero salieron poco después sin haber cumplido la misión. Explicaron que había más guardias que de costumbre, tal vez cuarenta. Ellos insistían en que Aidid estaba en la finca, ¿por qué entonces los Rangers no se ponían en movimiento? Garrison pidió que uno de ellos regresara con las luces estroboscópicas, localizara al maldito Oso Yogui y marcara el condenado lugar. Fue entonces cuando los cooperantes confesaron que no podían volver a entrar. Era de noche, las nueve pasadas, y las puertas de acceso al recinto, como cada día a estas horas, estaban cerradas. Los guardias solicitaban una contraseña que los espías ignoraban.
Lo cual, tal vez, se debía sólo a la mala suerte. Garrison, aunque a regañadientes, anuló otra misión. Los pilotos y las tripulaciones volvieron a tierra con sus helicópteros y los soldados se despojaron del equipo y volvieron a sus catres.
Más tarde, llegó otro boletín. Los mismos espías somalíes decían que Aidid había abandonado el lugar en un convoy de tres automóviles con los faros apagados. Añadían que uno de ellos había seguido al convoy en dirección oeste, hacia el Hotel Olympic, pero que lo habían perdido cuando los vehículos doblaron al norte para dirigirse a la calle 21 de octubre. Parecía tener sentido, salvo que los dos OH-58 todavía permanecían en el mismo lugar, equipados con cámaras de visión nocturna que alumbraban la escena como una luna teñida de verde, ¡y ni ellos ni nadie que observara las pantallas en el Centro de Operaciones veían nada!
«Por todo ello, se ha producido cierta fatiga tanto entre [el grupo de espías locales] como en el destacamento especial», escribió a mano aquella mañana Garrison sentado a su escritorio en el Centro de Operaciones, a fin de desahogar un poco la frustración que se había apoderado de él a lo largo de cuarenta y tres días. El informe iba dirigido al general de infantería Joseph Hoar, su comandante en el CENTCOM (Central de Mando estadounidense, ubicada en la base MacDill de las Fuerzas Aéreas en Tampa, Florida).
«Por regla general, [el grupo de espías locales] tiende a creer que un informe de segunda mano procedente de un particular que no es miembro del equipo debería bastar para ser considerado un servicio de información. No soy de la misma opinión. Asimismo, cuando un miembro del equipo [del grupo de espías locales] ofrece una información diferente de lo que observan nuestros helicópteros (que nosotros observamos en el Centro de Operaciones), por supuesto, inclino la decisión de atacar hacia lo que en realidad vemos, y no hacia lo que alguien nos cuenta. Hechos como el de ayer noche, en que el Equipo 2 aseguraba que Aidid acababa de abandonar el recinto en un convoy compuesto por tres vehículos, cuando sabemos que ningún automóvil salió de la propiedad, tienden a debilitar todavía más la confianza.»
Demasiadas llamadas supuestamente precisas y muchos fallos rayanos en el fracaso. Demasiado tiempo entre misiones. En seis semanas habían realizado seis ataques. Y varias de estas misiones no podían calificarse de éxitos sonados. Después de la primera incursión, en que arrestaron a nueve empleados de Naciones Unidas en Lig Ligato, en Washington se armó un buen revuelo. El presidente de los jefes del Estado Mayor, Colin Powell, dijo poco después: «No sabía dónde meterme». Estados Unidos se disculpó y los presos quedaron en libertad.
El 14 de septiembre, la tropa tomó por asalto lo que resultó ser la residencia del general somalí Ahmen Jilao, un aliado próximo de Naciones Unidas y el hombre que preparaban para dirigir las proyectadas fuerzas policiales somalíes. La tropa estaba impaciente y tenía ganas de atacar, cualquier cosa. Con esta predisposición de ánimo, no hicieron falta muchas excusas para lanzarse al ataque. Uno de los rangers creyó haber distinguido a Aidid en un convoy de automóviles fuera de la embajada italiana, se replegó la fuerza de asalto y arrestaron al muy asombrado general Jilao y a treinta y ocho hombres. Nuevas disculpas. Todos los «sospechosos» fueron puestos en libertad. Al día siguiente, en un cable donde se detallaba la debacle para los oficiales de Washington, el enviado estadounidense Robert Gosende escribió: «Tenemos entendido que hubo desperfectos en algunos edificios… Los implicados han pedido disculpas al general Jilao. No sabemos si la persona que se confundió por el general Aidid era el general Jilao. Resultaría difícil confundir a este último con Aidid. Jilao es treinta centímetros más alto que Aidid y de piel clara. Aidid es de complexión delgada y de marcados rasgos semitas. Jilao tiene sobrepeso y cara redonda… Nos preocupa que este episodio pueda llegar a oídos de la prensa».
No fue así en aquella ocasión, pero en los círculos oficiales el destacamento especial volvía a parecerse a los Keystone Kops. Poco importaba que todas y cada una de estas misiones fueran difíciles y peligrosas en grado sumo, una obra maestra de coordinación y ejecución. Hasta el momento ningún hombre había sido gravemente herido. Poco importaba que su última incursión hubiera dado como resultado la captura de Osman Atto, el financiero de Aidid y miembro de su círculo íntimo. Washington estaba impaciente. El Congreso quería que los soldados estadounidenses estuvieran en casa, y la administración Clinton no quería tener a Aidid como líder en Somalia. Agosto había dado paso a septiembre y éste a octubre. A tenor de los deseos de Estados Unidos y del mundo, un día más era un día demasiado largo para que el señor de la guerra, de quien la embajadora de Naciones Unidas en Estados Unidos, Madeleine K. Albright, había dicho que era un «gángster», les siguiera fastidiando.
Aunque la cautela supusiera la pérdida de oportunidades, Garrison no podía permitirse otra metedura de pata. Sabía que sus superiores e incluso algunos hombres de su propio equipo pensaban que se mostraba demasiado indeciso a la hora de escoger las misiones. ¿Qué se podía esperar con un trabajo tan precario en el terreno?
«En principio, atacaremos si [un miembro del grupo de espías locales] informa que ha visto a Aidid o a sus lugartenientes, si las escenas de nuestro RECCE [reconocimiento] se aproximan a lo que se nos indica, y si el informe es lo bastante actual para ser puesto en práctica», escribió Garrison en este memorándum dirigido a Hoar. «No hay ningún sitio en Mogadiscio al que no podamos acceder y triunfar en un combate. Pero hay muchos lugares adonde podemos ir y hacer el ridículo.»
Y precisamente aquel día, como si fuera maná, se habían cumplido los rígidos criterios del general.
Cada domingo por la mañana, el clan Habr Gidr organizaba un mitin junto a la tribuna de autoridades en la vía Lenin, desde donde lanzaban insultos a Naciones Unidas y a sus mandados los estadounidenses. Uno de los principales oradores de aquella mañana era Omar Salad, el principal consejero político de Aidid. Como el clan todavía no había descubierto que los Rangers incluían en sus objetivos a los altos mandos de la banda de Aidid, Salad no intentaba esconderse.
Era una de las «Personalidades de Primera Fila» de Naciones Unidas. Cuando la manifestación se disolvió, los estadounidenses vieron desde arriba su Toyota Land Cruiser blanco y otros automóviles que se dirigían hacia el norte, al mercado Bakara. Observaron que Salad entraba en una casa situada a una manzana al norte del Hotel Olympic. Hacia las 13:30, un espía somalí confirmó por radio que Salad iba a reunirse con Abdi «Qeybdid» Hassan Awale, el, aparentemente, ministro del Interior de Aidid. ¡Dos blancos de primera! Era posible que Aidid estuviera también allí pero, como siempre, nadie lo había visto con sus propios ojos.
En lo alto del cielo, el Orion dirigió las cámaras al barrio mar Negro y los helicópteros de observación despegaron. Se situaron sobre el barrio para observar la calle. Las pantallas de televisión del Centro de Operaciones mostraban gente y vehículos deambulando por las calles, una típica tarde de fin de semana en el mercado.
A fin de marcar el lugar exacto donde se reunían Salad y Qeybdid, ordenaron a un cooperante somalí que se dirigiese con su coche, un pequeño sedán plateado con rayas rojas en las puertas, hasta el hotel, que bajase, levantase el capó e inspeccionara el interior como si hubiera sufrido una avería. De esta forma, las cámaras de los helicópteros podrían localizarlo. Acto seguido, debía continuar en el automóvil dirección norte y detenerse delante de la casa donde se hallaban los líderes del clan. El informante hizo lo ordenado, pero se quedó tan poco tiempo con el capó abierto, que los helicópteros no pudieron localizarlo.
Le pidieron que repitiera la operación. Esa vez, debía dirigirse al edificio en cuestión, bajar y levantar el capó. Garrison y sus hombres veían desarrollarse esta representación en sus pantallas. Cuando el cooperante hizo su aparición en las imágenes dirigiéndose al norte por la avenida Hawlwadig, las cámaras de los helicópteros proporcionaron una clara visión a color de la abigarrada escena.
El coche se detuvo delante de un edificio junto al hotel. El informante bajó y levantó el capó. No había lugar a confusión.
Fue corriendo la voz por la base y los Rangers y los Delta empezaron a equiparse. Los jefes de la Fuerza Delta se reunieron para planear el ataque, utilizaron mapas hechos con fotos instantáneas procedentes de los aviones de observación para decidir la forma en que iban a tomar el edificio por asalto, y dónde iban a situarse las posiciones de bloqueo de los Rangers. Se entregaron copias del plan a todos los jefes de las escuadras y se volvieron a verificar los helicópteros. Sin embargo, cuando Garrison se preparaba para asaltar, todo quedó en suspenso.
El cooperante se había detenido lejos del blanco. Estaba en la calle adecuada, pero se asustó. Se puso nervioso ante la idea de acercarse demasiado a la casa en cuestión, así que se detuvo en la misma calle pero unas casas más abajo y levantó el capó. A pesar de las escrupulosas precauciones de Garrison, poco le faltó al destacamento especial para lanzar un ataque a una vivienda equivocada.
Los comandantes se apresuraron a volver al Centro de Operaciones para reagruparse. Se le ordenó al informante, que llevaba un transmisor-receptor sujeto a la pierna, que rodeara la manzana y que, en esta ocasión, se detuviera de una vez por todas delante del objetivo, ¡maldita sea! Vieron en las pantallas que el vehículo volvía a subir la avenida Hawlwadig. En esta ocasión pasó por delante del Hotel Olympic y se detuvo a una manzana al norte, en el otro lado de la calle. Se trataba de la misma casa donde los helicópteros de observación habían visto entrar a Salad un rato antes.
Eran las tres de la tarde. Los hombres de Garrison informaron al general Thomas Montgomery, segundo al mando de todas las tropas de Naciones Unidas en Somalia (y comandante directo de la Fuerza de Reacción de la 10.a División de Montaña), de que estaban a punto de lanzarse al ataque. A continuación, Garrison trató de obtener la confirmación de que no había en las inmediaciones ni personal de Naciones Unidas ni organizaciones benéficas (Organizaciones No Gubernamentales, u ONG); una precaución establecida tras los arrestos de los empleados de Naciones Unidas en la incursión a Lig Ligato. Se ordenó a las aeronaves que salieran del espacio aéreo sobre el blanco. Se les dijo a los comandantes de la 10.a División de Montaña que mantuvieran una compañía preparada y en alerta. Las fuerzas de información empezaron a embrollar los transmisores y los teléfonos móviles (en Mogadiscio no había un sistema de telefonía regular).
El general decidió en el último momento cargar cohetes en los Little Birds. El teniente Jim Lechner, oficial artillero de la compañía Ranger, había insistido para que así fuera. Lechner sabía que si las cosas se ponían mal en tierra, disfrutaría con la intervención de aquellos cohetes —las dos ranuras que había en los AH-6 portaban cada una seis misiles—. Durante la rápida asamblea de planificación, Lechner volvió a preguntar: —¿Vamos hoy a llevar cohetes? —Roger —le contestó Garrison.