Sobrevolarían el objetivo en tres minutos. Eversmann llevaba los auriculares puestos y escuchaba la mayoría de las frecuencias en uso y la sintonía de la comandancia, que conectaba a los mandos de tierra con Matthews y Harrell, quienes sobrevolaban en círculo a bordo del Black Hawk encargado del mando y control, y con Garrison y los otros jefazos del Centro de Operaciones. Los pilotos conectaban con el comandante de las Fuerzas Aéreas Matthews, y la Fuerza Delta y los Rangers tenían sus propias conexiones internas. Mientras durase la misión, el resto de frecuencias de emisión de la ciudad quedaría bloqueado. En medio del constante ruido producido por los parásitos, Eversmann oía una confusa superposición de voces tranquilas, las de los diferentes elementos que se preparaban para el asalto.
Mientras los Black Hawks descendían sobre la ciudad desde el norte para la aproximación final, los Little Birds de avanzadilla se acercaban al objetivo. Aún se estaba a tiempo de abortar la misión.
Unos neumáticos que ardían en la calle cerca del objetivo hicieron cundir el pánico durante unos momentos. A menudo los somalíes quemaban neumáticos para indicar que surgirían problemas y así avisaban a la milicia. ¿Cabía la posibilidad de que estuvieran dirigiéndose hacia una emboscada?
—¿Sabéis si esos neumáticos llevan ardiendo un buen rato o los acaban de prender? Cambio —preguntó el piloto de un Little Bird.
—Arden desde esta mañana, lo hemos visto sobrevolando la zona —contestó el piloto de uno de los aparatos de observación.
—Dos minutos —informó el piloto del Súper Seis Siete a Eversmann.
Los Little Birds se colocaron en posición de «rebote», un salto repentino y una caída en picado para sobrevolar la casa objetivo con los cohetes y las armas apuntando hacia abajo. Una a una, las distintas unidades repetirían «Lucy», la palabra en clave que daría comienzo al asalto: Romeo Seis Cuatro, coronel Harrell; Kilo Seis Cuatro, capitán Scott Miller, al mando de la fuerza de asalto Delta; Barbero Cinco Uno, el veterano piloto Randy Jones, suboficial jefe que iba a la cabeza en el helicóptero de combate AH-6; Julieta Seis Cuatro, capitán Mike Steele, el comandante ranger a bordo de la aeronave de Durant; y Uniforme Seis Cuatro, teniente coronel Danny McKnight, al mando del convoy terrestre encargado de evacuarlos a todos. El convoy estaba estacionado a unas manzanas de distancia.
—Aquí Romeo Seis Cuatro a todos los elementos. Lucy. Lucy. Lucy.
—Aquí Kilo Seis Cuatro, a por la jodida Lucy.
—Aquí Barbero Cinco Uno, a por la jodida Lucy.
—Julieta Seis Cuatro, a por la jodida Lucy.
—Aquí Uniforme Seis Cuatro, a por la jodida Lucy.
—Todos los elementos, Lucy.
Eran las 15:43. En la pantalla del Centro de Operaciones, los comandantes veían mejor que nadie aquel concurrido barrio de Mogadiscio. El Hotel Olympic era el punto más prominente, un edificio blanco de cinco plantas que parecían bloques rectangulares apilados con terrazas cuadradas en cada piso. A una manzana hacia el sur, había otra construcción del mismo estilo. Los dos proyectaban largas sombras en la avenida Hawlwadig, la ancha calle asfaltada donde se hallaban. En los cruces donde unas callejuelas sucias cruzaban Hawlwadig, una tierra arenosa inundaba el pavimento. A la luz del atardecer, la tierra se volvía de un llamativo color anaranjado. En los patios interiores y entre algunas de las casas más pequeñas había árboles. El edificio objetivo del asalto estaba al otro lado de la calle Hawlwadig, a una manzana al norte del hotel. El tipo de construcción también estaba formado por bloques apilados en forma de L; el edificio tenía tres plantas en la parte posterior y dos, acabadas en azoteas, delante. Detrás, en el lado sur, había un pequeño patio rodeado, al igual que el largo bloque, por un alto muro de piedra. Automóviles, peatones y carros de burros se agitaban delante, en Hawlwadig. Era una tarde de domingo normal y corriente. La zona que rodeaba el objetivo estaba a sólo unas manzanas del mercado Baleara, el más concurrido de la ciudad. Acostumbrados ya a la presencia de helicópteros, quienes deambulaban ni siquiera levantaron la vista cuando los primeros dos Little Birds avanzaron inexorablemente desde lo alto, procedentes del norte, para ladearse acto seguido dirección este y salir de escena.
Ningún helicóptero disparó.
—Un minuto —informó el piloto del Súper Seis Siete a Eversmann.
Los operadores de la Fuerza Delta debían llegar primero y tomar el edificio. Los Rangers les seguirían después de bajar de los Black Hawks por una cuerda rápida y formar un perímetro alrededor del bloque blanco del asalto.
La Fuerza Delta viajaba en unos bancos situados fuera de los armazones abombados de los cuatro Little Birds MH-6. En cada helicóptero iba un equipo formado por cuatro hombres. Llevaban gruesos chalecos negros antibalas y unos cascos de jockey hechos de material plástico sobre unos auriculares y un micrófono delante que los mantenía en constante contacto oral entre ellos. No portaban insignia alguna en los uniformes. Asomados a la calle mientras se acercaban deprisa y a baja altura, observaron a la gente, sus asombrados rostros vueltos hacia arriba, sus manos, su actitud, y se preguntaban qué pasaría cuando tocaran suelo. Los Little Birds estaban a punto de posarse y el pánico empezó a cundir entre el gentío. Personas y vehículos empezaron a dispersarse en todas las direcciones. El viento que levantaron los potentes rotores tumbó a algunas personas y les levantó a unas cuantas mujeres los llamativos trajes. Algunos rangers que estaban todavía a bastante altura vieron que había gente en la calle que gesticulaba furiosa en su dirección, como si los estuvieran invitando a bajar hasta las calles y pelear.
En medio de gruesas nubes de polvo, los dos primeros Little Birds aterrizaron casi de inmediato al sur del blanco en la angosta y deteriorada callejuela. La atmósfera estaba tan cargada que ni los pilotos ni los hombres sentados en los bancos laterales podían ver nada de lo que sucedía abajo. Uno de los helicópteros descubrió que el primero se había apropiado del sitio que originalmente le correspondía para aterrizar, y se vio obligado a ladearse a la derecha y realizar un rápido giro en círculo hacia el oeste para posarse enfrente del blanco.
El sargento primero Norm Hooten, un jefe de equipo que iba en el cuarto Little Bird, notó que al quedar suspendidos la hoja del rotor melló la parte lateral del blanco. Como se imaginaron que el aparato había bajado cuanto podía, Hooten y su equipo le dieron una patada a la cuerda rápida y saltaron para alcanzarla con la intención de bajar lo que quedaba de camino deslizándose por ella. Fue la cuerda rápida más corta del mundo. Estaban sólo a poco más de treinta centímetros del suelo.
Fueron directos hacia la casa. Asaltar un lugar así era la especialidad de la Fuerza Delta. La velocidad resultaba crítica. Cuando una casa repleta de gente se llenaba repentinamente de explosiones, humo y fogonazos, los que estaban dentro se asustaban y desorientaban durante un rato. La experiencia indicaba que la mayoría se tiraba al suelo y se refugiaba en los rincones. A condición de que los Delta pudieran capturarlos en ese momento de desconcierto, la mayoría seguía las simples pero severas órdenes sin rechistar. Los Rangers habían observado a los chicos D en acción en varias misiones y los operadores se movían con tal velocidad y autoridad que resultaba difícil imaginar que nadie tuviera la suficiente presencia de ánimo para resistirse. Sin embargo, apenas unos segundos podían cambiar las cosas. Cuanto más tiempo disponían los de dentro para comprender lo que ocurría, más difícil resultaba someterlos.
El primer grupo de asalto que aterrizó en la calle sur, a las órdenes del sargento primero Matt Rierson, lanzó inofensivas granadas detonantes al patio interior y abrieron de un empujón la puerta metálica de acceso. Subieron corriendo una escalera situada en la parte posterior y se adentraron en la casa mientras gritaban a los de dentro que se echaran al suelo. El grupo de Hooten, formado por cuatro hombres, junto con el que mandaba el sargento primero Paul Howe, cargaron hacia el lado oeste del edificio, que daba a la avenida Hawlwadig. Los hombres de Hooten entraron en una tienda con abigarrados dibujos de máquinas de escribir, plumas, lápices y otros artículos de oficina pintados en las paredes frontales, la Olympic Stationery Store. Dentro había seis o siete somalíes que, en respuesta a las órdenes ladradas, se apresuraron a arrojarse al suelo con los brazos extendidos al frente. Hooten ya oía algún que otro disparo esporádico fuera, muchos más de lo que había escuchado en misiones previas. El grupo de Howe entró en la siguiente puerta calle abajo. El sargento, un hombre con una muy buena musculatura, le dio a un somalí que estaba fuera una patada en la parte baja de las piernas que le hizo caer. Howe barrió la estancia con su CAR-i 5, un arma negra de aspecto futurista que llevaba incorporada una escopeta con acción de bombeo sujeta a la orejeta de la bayoneta en la parte delantera. Era importante imponer el control inmediato. No encontró más que un almacén lleno de sacos y trastos viejos.
Como los dos grupos sabían que buscaban una residencia, se apresuraron a regresar a la calle. Corrieron en dirección sur por Hawlwadig y giraron a la izquierda para encaminarse al patio que sus otros compañeros ya habían allanado. Doblaron la esquina en medio de una tormenta de polvo que iba en aumento. Los helicópteros Black Hawks ya estaban llegando.
El primero, donde iban el comandante Delta de tierra y un elemento de apoyo, fulguró a la luz del sol y, mientras el capitán Miller y los otros comandos a bordo se descolgaban por la cuerda, quedó suspendido a una manzana al norte del blanco situado en la avenida Hawlwadig. Junto con otro Black Hawk lleno de asaltantes constituiría la segunda ola de asalto. Detrás de ellos, iban los Rangers en cuatro Black Hawks; deslizándose por las cuerdas, debían alcanzar las respectivas posiciones en las cuatro esquinas de la manzana con el objetivo de formar el perímetro externo del asalto.
Descolgaron las cuerdas del Black Hawk Súper Seis Seis, suspendido sobre la esquina suroeste, y la Tiza Tres empezó a bajar a la calle en grupos de dos, un hombre desde cada lado del aparato. Un oficial de vuelo le gritaba «¡No tengas miedo!» a cada uno de los que salían por su lado de la aeronave. El sargento Keni pensó mientras se agarraba a la cuerda: «Que te jodan, tío, tú te quedas aquí tan tranquilo».
El Súper Seis Siete estaba suspendido a bastante altura sobre Hawlwadig, a dos manzanas dirección norte, y su piloto le dijo a Eversmann:
—Preparaos para lanzar las cuerdas.
La Tiza Cuatro se hallaba a unos doscientos metros de altura. Nunca se habían deslizado por la cuerda desde tan alto, y sin embargo el polvo de la calle llegaba a las puertas abiertas. Esperaban a que los otros cinco Black Hawks se situaran en posición y a Eversmann le pareció que era muy peligroso mantener inmovilizado el aparato durante tanto tiempo. Los hombres oían las detonaciones del tiroteo incluso en medio del ruido del rotor y de los motores. Un Black Hawk colgado en el cielo de aquella forma resultaba un blanco perfecto. Las cuerdas de nailon, de ocho centímetros de grosor, estaban enrolladas delante de cada puerta. El artillero Dave Diemer esperaba en la puerta de la derecha junto con el sargento Casey Joyce. Cuando, a la orden del piloto, arrojaron las cuerdas afuera, una fue a parar encima de un vehículo, lo que retrasó el ataque aún más. El Black Hawks dio una sacudida hacia delante para que la cuerda se soltara.
—Nos hemos quedado un poco cortos respecto a la posición deseada —le informó el piloto a Eversmann.
Estaban, más o menos, a una manzana al norte de la esquina adjudicada.
—No importa —replicó el sargento, quien creía que estarían más seguros en tierra.
—Nos hemos quedado cien metros cortos —advirtió el piloto.
Eversmann le indicó con el pulgar que todo iba bien.
Los hombres empezaron a saltar. Los artilleros situados en las puertas gritaban:
—¡Fuera!¡Fuera!¡Fuera!
Eversmann sería el último en saltar. Se sacó los auriculares y durante un momento el ruido del helicóptero, las explosiones y los disparos de tierra lo dejaron sordo. Por regla general, Eversmann se ponía tapones en los oídos, pero aquel día no los había cogido porque sabía que llevaría auriculares. Los colgó de la cantimplora y buscó las gafas. En su lucha contra la excitación y la confusión, todos sus movimientos se ralentizaban. Después de ponerse las gafas, permanecería atento a las instrucciones del oficial de vuelo y dejaría los auriculares sobre el asiento antes de salir. La cinta de las gafas se rompió. En un intento de recomponerla, forcejeó con ella mientras el último de sus hombres saltaba; como le había llegado el turno de deslizarse por la cuerda, arrojó las gafas y saltó; pero arrancó el cable de los auriculares y los llevó consigo en su salida del helicóptero.
No se había dado cuenta de lo altos que estaban. En los entrenamientos nunca habían efectuado un descenso por la cuerda tan largo. A pesar de los gruesos guantes de piel, el roce le quemaba y las palmas le escocían, además, agarrado a la cuerda cuan largo era, se sentía vulnerable y los segundos se le hacían eternos. Se acercaba ya al suelo cuando, a través del polvo arremolinado bajo sus pies, vio que uno de sus hombres estaba boca arriba en el suelo al pie de su cuerda. A Eversmann le dio un vuelco el corazón. ¡Habían herido a alguien! Sujetó fuerte la cuerda para no aterrizar sobre el muchacho. Se trataba del soldado más joven. Eversmann puso pie en tierra junto a él y los oficiales de vuelo en el avión soltaron las cuerdas, que cayeron retorciéndose golpeando el pavimento. Cuando los Black Hawks se alejaron, el ruido y el polvo empezaron a desvanecerse, y se abrió paso el olor a almizcle característico de la ciudad y el de la podredumbre.
Blackburn sangraba por la nariz y los oídos. Lo atendía el soldado raso Mark Good, enfermero. El muchacho tenía un ojo cerrado y el otro abierto. Le salía sangre de la boca y emitía un gorgoteo. Yacía sin conocimiento. Good lo había asistido aplicando sus conocimientos de urgencias, pero aquello se le escapaba de las manos. Era la herida más grave que veía el destacamento especial en Somalia.
A Blackburn no le habían disparado, había caído. De alguna forma le había fallado la cuerda. Una bajada de unos quince metros en línea recta hasta la calle. Acababan de asignarle el puesto de ayudante del artillero 6o en la tiza y, como portaba una gran cantidad de munición, soportaba demasiado peso para bajar por la cuerda rápida. Esto, sumado a los nervios, la altura de la cuerda por la que debía descolgarse… fuese lo que fuese, no se sostuvo. Daba la impresión de haberse reventado por dentro. Eversmann se alejó de allí e hizo un rápido recuento de su tiza.
Hawlwadig tenía una anchura aproximada de quince metros y, como el resto de Mogadiscio, estaba llena de escombros. La nube de polvo era más fina y ya podía ver que sus hombres se habían retirado a cada lado de la calle contra los muros de piedra fangosa. Eversmann permanecía en medio de la calzada con Blackburn y Good. Hacía calor, y la arena se le pegaba a los ojos, la nariz y las orejas. Les estaban disparando, pero sin precisión. Resultaba extraño, pero al principio, el sargento no se había percatado de ello. Cuando las balas vuelan por encima de la cabeza de uno llaman la atención, pero él estaba demasiado preocupado para advertirlo. Sólo entonces se dio cuenta. Las balas emitían un sonoro chasquido al pasar, como si se rompiera un palo de nogal seco. Era la primera vez que le disparaban. «O sea que es esto», pensó. Como resultaba un blanco perfecto, consideró preferible ponerse a cubierto. Entre él y Good cogieron a Blackburn por debajo de los brazos y la cabeza, intentando que el cuello no se torciera, y lo arrastraron hasta la parte oeste del cruce, donde se agazaparon detrás de dos automóviles aparcados allí.
Eversmann gritó a su operador de radio, el soldado raso Jason Moore, que estaba calle arriba, que conectase con el capitán Mike Steele en la emisora de la compañía. Steele y dos tenientes, Larry Perino y Jim Lechner, habían llegado hasta allí deslizándose por la cuerda junto con el resto de la Tiza Uno en la esquina sureste del objetivo. La Tiza Cuatro estaba en la esquina noroeste. Los minutos pasaban. Moore le contestó a gritos que no podía conectar con Steele.
—¿Qué quieres decir que no puedes contactar con él?
Moore se limitó a encogerse de hombros. El mascador habitual de tabaco, aquel matón de Princeton, en Nueva Jersey, llevaba unos auriculares bajo el casco que le permitían hablar sin levantar las manos. Antes de salir, había pegado el interruptor de encendido y apagado del micrófono al rifle —«un toque elegante», pensó—. Sin embargo, al deslizarse por la cuerda, no se había dado cuenta de que el cable de conexión rozaba con ésta. La fricción lo había quemado. Pero Moore todavía no lo sabía y por lo tanto no entendía por qué sus llamadas no eran atendidas.
Eversmann probó el walkie-talkie que llevaba consigo. Steele seguía sin contestar, pero tras varios intentos el teniente Perino hizo su aparición en la línea. El sargento sabía que aquél era su primer combate, y la primera vez que estaba al mando, así que se esforzó por hablar despacio y claro. Explicó que Blackburn había caído y estaba herido, grave. Debían evacuarlo. Eversmann trató de transmitir urgencia sin alarmismo.
—Repite —dijo Perino.
La voz del sargento iba y venía en la radio y Eversmann repitió sus palabras. Una pausa. A continuación, se oyó de nuevo la voz de Perino.
—Repítelo todo otra vez, cambio.
Eversmann gritó entonces al repetir: —¡Hombre herido! ¡tenemos QUE EVACUARLO CUANTO ANTES!
—Tranquilízate —replicó Perino.
Sus palabras sacaron de quicio a Eversmann. Era el colmo del descaro.
Como resultado de la llamada, aparecieron dos enfermeros de la Fuerza Delta por la avenida Hawlwadig: los sargentos primero Kurt Schmid y Bart Bullock. Estos hombres, más experimentados, se apresuraron a echarle una mano a Good. Schmid le introdujo un tubo en la garganta para ayudarle a respirar. Bullock clavó una aguja en el brazo del muchacho y le conectó una bolsa de suero intravenoso.
El tiroteo era cada vez más intenso. Los oficiales que observaban las pantallas en el centro de mando tenían la impresión de haber metido un palo en un avispero. Observar una batalla en tiempo real era algo asombroso y desconcertante a la vez. Las cámaras que podían captar la lucha desde arriba mostraban montones de somalíes levantando barricadas por todas partes e incendiando neumáticos para atraer ayuda. Miles de personas se lanzaban a las calles, muchas armadas. Salían corriendo de todos lados y se dirigían al mercado Bakara, donde los muchos helicópteros que veían en el cielo marcaban claramente el lugar de la ciudad donde se libraba el combate. Procedentes de los lugares más lejanos, aparecían vehículos con individuos armados. Daba la impresión de que la mayor parte acudía por el norte y, por consiguiente, se dirigía hacia la posición de Eversmann y de la Tiza Dos, cuyos hombres habían aterrizado en la esquina situada más al noreste.
Los chicos de Eversmann se desplegaban en abanico y disparaban en todas las direcciones salvo hacia el edificio blanco del asalto. Al otro lado de la calle, donde los enfermeros atendían a Blackburn, el sargento Casey Joyce apuntaba con su M-16 hacia la multitud creciente de la parte norte. Doblando las esquinas de varias manzanas calle arriba, se acercaban somalíes en grupos de doce o más, y otros, más cerca, entraban y salían disparando de las callejuelas adyacentes. Aunque las armas de los estadounidenses les imponían respeto, ellos se abrían paso poco a poco. Un estricto y comprometido reglamento limitaba a los Rangers. Sólo podían dispararle a quien les apuntara con un arma, al menos en teoría. Era evidente que les disparaban y que calle abajo había somalíes armados. Pero los que portaban armas se entremezclaban con los que iban desarmados, entre ellos mujeres y niños. Por regla general, los no combatientes, cuando oyen disparos o explosiones, se dan a la fuga. Sin embargo, en Mogadiscio, cuando se producía un disturbio, la gente se precipitaba al lugar de los hechos. Hombres, mujeres, niños e incluso ancianos y enfermos. Ser testigo se había convertido en un imperativo nacional. Los rangers que los veían desde arriba rogaban en silencio a los mirones que, por todos los demonios, se alejaran de allí.
Los hechos no se desarrollaban según el guión mental de Eversmann. Su tiza aún se hallaba a una manzana al norte de su posición. Creía que no tendrían dificultad alguna para deslizarse hasta allí al tomar tierra; sin embargo, la caída de Blackburn y la inesperada intensidad del tiroteo no lo había hecho posible. El tiempo jugaba malas pasadas. Habría sido difícil explicarlo a alguien que no estuviera presente. Parecía que los acontecimientos se sucedían a un ritmo frenético; sin embargo, sus percepciones se ralentizaban; los segundos eran minutos. No tenía idea de cuánto tiempo había transcurrido. ¿Dos minutos? ¿Cinco? ¿Diez? Costaba creer que las cosas se hubieran puesto tan mal en tan breve intervalo de tiempo.
Sabía que los chicos D actuaban con gran celeridad. No dejaba de mirar atrás para ver si el convoy terrestre se marchaba. Era demasiado pronto, pero a pesar de todo seguía mirando, sin perder la esperanza, pues ello habría significado que se acercaban al final de la misión. Debía de haberse girado una docena de veces cuando vio al primer Humvee doblando la esquina a unas tres manzanas calle abajo. ¡Qué alivio! Pensó que tal vez los chicos D habían acabado y se podrían marchar todos de allí.
Schmid, el enfermero de la Fuerza Delta, había examinado a Blackburn más detenidamente, y estaba preocupado. Como mínimo, el chico tenía una herida grave en la cabeza, y la parte posterior del cuello estaba muy inflamada. Podía tratarse de una fractura. Levantó la vista hacia Eversmann.
—Necesito con urgencia una camilla, sargento. Si no lo sacamos de aquí lo antes posible, morirá.
Eversmann llamó a Perino de nuevo.
—Escucha, es vital que evacuemos a este muchacho, o morirá. ¿Puedes mandarme a alguien hasta aquí?
No, los Humvees no podían llegar allí. Así se lo dijo Eversmann al enfermero de la Fuerza Delta.
—Escucha, sargento, tenemos que sacarlo de aquí —replicó Schmid.
Y Eversmann llamó a dos sargentos de su escuadra, Casey Joyce y Jeff McLaughlin, quienes se acercaron corriendo. Se dirigió al mayor de los dos, McLaughlin, y le gritó por encima del cada vez más intenso estruendo del combate.
—¡Tenéis que llevar a Blackburn hasta los Humvees que están cerca del blanco!
Desenrollaron una camilla y depositaron a Blackburn en ella. Cinco hombres fueron con él, Joyce y MacLaughlin a la cabeza, Bullock y Schmid detrás, y Good corriendo al lado para sostener la bolsa del suero conectada al brazo del muchacho. Corrían agachados. MacLaughlin creía que Blackburn no lo resistiría. Era un peso muerto en la litera, y sangraba por la nariz y la boca. Todos gritaban: «¡Aguanta! ¡Aguanta!». Pero a juzgar por su aspecto, ya había abandonado.
Se veían obligados a dejar la camilla en el suelo para devolver los disparos. Corrían unos pasos, dejaban a Blackburn en el suelo, disparaban, volvían a levantarlo y avanzaban unos metros para, acto seguido, volver a depositarlo en el suelo.
—Tenemos que conseguir que los Humvees lleguen hasta nosotros —dijo Schmid—. Si seguimos levantándolo y bajándolo así vamos a matarlo.
Joyce se ofreció para ir a buscar un Humvee. Echó a correr.