Matt Eversmann rezó un avemaria cuando despegaron. Estaba sentado, apretujado entre los dos oficiales de vuelo, con las rodillas de sus largas piernas a la altura de los hombros. Frente a él, encastrados a cada lado del helicóptero Black Hawk, viajaba su «tiza»,[1] doce hombres jóvenes que llevaban chalecos antibalas con bolsillos y compartimientos sobre unos uniformes oscuros de campaña.
Conocía tan bien sus rostros que era como si fueran sus hermanos. Los muchachos mayores de la tripulación, al igual que Eversmann, un sargento mayor que, a los veintiséis años, hacía ya cinco que servía en el Ejército, llevaban años viviendo y adiestrándose juntos. Algunos habían compartido la instrucción básica, la escuela de saltos y la de los Rangers. Habían viajado por todo el mundo, Corea, Tailandia, América Central… se conocían mejor que muchos hermanos. Juntos, se habían emborrachado, metido en peleas, dormido en el suelo de la selva, saltado de aviones, escalado montañas, lanzado por ríos encrespados con el corazón en la boca, se habían tomado el pelo constantemente por las novias o la falta de ellas, habían salido corriendo de Fort Benning en medio de la noche para buscarse en algún baretucho o club de striptease de la Victory Drive después de haberse emborrachado y quedarse dormidos o sacado de sus casillas a algún camarero. Mediante todos estos avatares, se habían preparado para un momento como aquél. Era la primera vez que el sargento larguirucho ocupaba un puesto de mando y estaba muy nervioso.
«Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.»
Era la tarde del 3 de octubre de 1993. La Tiza Cuatro de Eversmann era parte de un cuerpo formado por Rangers del Ejército de Estados Unidos y operadores de la fuerza Delta, y estaba a punto de saltar de forma inadvertida sobre un grupo de líderes del clan Habr Gidr en pleno corazón de Mogadiscio, la capital de Somalia. Este clan decadente, gobernado por el señor de la guerra Mohamed Farrah Aidid, había provocado a Estados Unidos de América y estaba, sin duda alguna, perdiendo soberanía. El objetivo de aquel día eran dos lugartenientes de Aidid. El plan era capturarlos y encarcelarlos junto con el número creciente de jefes del clan beligerante en una isla situada a la altura de Kismayo, una ciudad de la costa sur de Somalia. La parte que le correspondía a la Tiza Cuatro en esta misión de llegar, ver y vencer era simple. Cada una de las cuatro tizas de los Rangers tenía adjudicada una esquina de la manzana donde se hallaba el objetivo del asalto. Los hombres de Eversmann iban a saltar a tierra deslizándose por unas cuerdas rápidas hasta la esquina noroeste a fin de establecer allí una posición de bloqueo. Con los Rangers en las cuatro esquinas nadie entraría en la zona donde actuaba la Fuerza Delta, y nadie podría salir.
Lo habían hecho docenas de veces sin problema, en las prácticas y durante seis misiones previas del destacamento especial. Eversmann tenía una imagen mental clara de la secuencia de la acción. Sabía qué dirección debía tomar una vez pusiera el pie en tierra y dónde estarían sus hombres. Los que saltaran del helicóptero se reunirían en el lado izquierdo de la calle. Los que bajasen por la derecha se reunirían a la derecha. Acto seguido se dispersarían en las dos direcciones, el médico y los más jóvenes en el centro. El soldado raso Todd Blackburn era el cadete del helicóptero de Eversmann, un muchacho recién salido de un instituto de Florida que ni siquiera había asistido a la escuela de los Rangers. Tendría que vigilarlo. El sargento Scott Galentine era mayor que él pero carecía también de experiencia en Mogadiscio. Realizaba una sustitución y acababa de llegar de Benning. La responsabilidad de estos jóvenes rangers suponía una pesada carga para Eversmann. En aquella ocasión eran dos a quienes vigilar.
Como era el jefe de una de las tizas, llevaba con él los auriculares cuando tomó asiento en la parte delantera. Eran voluminosos, contaban con un micrófono y se conectaban a un enchufe situado en el techo mediante un cable largo y negro. Se quitó el casco y se encasquetó los auriculares sobre las orejas.
Uno de los oficiales de vuelo le tocó el hombro.
—Matt, no te olvides de quitártelos antes de saltar —le dijo a la vez que señalaba el cable.
Después se asaron estacionados sobre el caluroso alquitrán del aeródromo por un espacio de tiempo que les pareció una hora, durante la cual estuvieron respirando los humos acres del diésel y el sudor que rezumaba bajo el chaleco antibalas y todo el equipo que llevaban; mientras jugueteaban ansiosamente con sus armas y todos se imaginaban que, con toda probabilidad, la misión iba a ser abortada antes de que tuvieran ocasión de pisar tierra. Eso era lo que acostumbraba pasar. Por cada misión real, había veinte alarmas falsas. Cuando llegaron a Mogadiscio, cinco semanas antes, su entusiasmo era tan grande que, cada vez que subían a bordo, se intercambiaban gritos de júbilo entre un Black Hawk y otro. Pero aquellas salidas no sólo se habían convertido en rutina sino que, por regla general, no desembocaban en nada.
Era un número ingente tanto de hombres como de máquinas los que estaban a la espera de la palabra clave para entrar en acción. Había cuatro impresionantes Little Birds AH-6, helicópteros de ataque con dos asientos y burbuja frontal capaces de volar prácticamente a cualquier lugar. En esta ocasión, por primera vez, los Little Birds iban cargados de cohetes. Estaba previsto que dos de ellos realizasen el barrido inicial sobre el objetivo y que otros dos asegurasen la retaguardia. Además, cuatro Little Birds MH-6 contenían bancos a cada lado para trasladar a la punta de lanza de las fuerzas de asalto, el Escuadrón C de la Fuerza Delta, uno de los tres elementos operativos de la unidad formada por comandos ultrasecretos del Ejército. A esta fuerza de ataque, le seguían ocho Black Hawks, unos helicópteros alargados destinados a llevar a las tropas. Dos de ellos transportaban a los asaltantes de la Fuerza Delta y a su comandancia terrestre, cuatro servían para llevar a los Rangers (Compañía B, 3.er Batallón del 75.o de Infantería del Ejército, el Regimiento Ranger procedente de Fort Benning, en Georgia), otro iba a trasladar a un equipo CSAR (Equipo de Búsqueda y Rescate en Combate) de primera categoría, y el último a dos comandantes de la misión, el teniente coronel Tom Matthews, encargado de coordinar a los pilotos del 160.o SOAR (Regimiento Aéreo para Operaciones Especiales) procedente de Fort Campbell, en Kentucky; y el teniente coronel de la Fuerza Delta Gary Harrell, cuya responsabilidad recaía sobre los hombres en tierra. El convoy terrestre, alineado y a la espera junto a la entrada principal del objetivo, estaba formado por nueve Humvees, unos vehículos de carrocería ancha sustitutos de los jeeps para transporte militar terrestre, y tres camiones de cinco toneladas. Estos últimos se utilizaban para evacuar de allí a los prisioneros y a las fuerzas de asalto. Los Humvees daban cabida a los Rangers, a los operadores de la Fuerza Delta y a cuatro miembros del Equipo Seis del SEAL (Tierra, Mar y Aire), parte de la rama de las fuerzas especiales de la Marina de guerra. Contando los tres aviones de vigilancia y el destinado a espiar, que volaba por encima de los demás, había diecinueve aeronaves, doce vehículos y alrededor de ciento sesenta hombres. Un ejército impaciente sobre una cuerda tensa.
Había señales de que esta vez iba en serio. El general William F. Garrison, al mando de la Fuerza Ranger de Asalto, había salido a despedirlos. Era la primera vez que lo hacía. Garrison, un hombre alto, delgado y de pelo cano, que vestía el uniforme de campaña y llevaba su sempiterno medio puro apagado colgándole de la comisura, había paseado de helicóptero en helicóptero y detenido ante cada uno de los Humvees.
—Id con cuidado —decía con un acento tejano que le hacía arrastrar las palabras.
Inmediatamente se desplazaba hasta el siguiente hombre.
—Buena suerte.
Luego al otro.
—Tened cuidado.
El mar de fondo que producían todos aquellos motores en marcha hizo temblar la tierra y aceleró los pulsos de los hombres. Resultaba excitante formar parte de todo aquello, la flor y nata de la fuerza militar estadounidense. Pobre del que se pusiera en su camino. Cargados con granadas y municiones, agarrados al acero de sus armas automáticas, con el corazón latiéndoles con fuerza bajo los chalecos antibalas, esperaban con una embriagadora mezcla de esperanza y miedo. Hacían un repaso mental de última hora a la lista de verificaciones, rezaban, comprobaban las armas por tercera vez, ensayaban la precisa coreografía táctica, realizaban pequeños rituales… cualquier cosa susceptible de disponerles para la batalla. Todos sabían que aquella misión podía tomar un cariz no deseado. Se trataba de una incursión, que no carecía de audacia pues iba a producirse a plena luz del día, al barrio Mar Negro, el mismísimo corazón del territorio Habr Gidr, en el centro de Mogadiscio y baluarte del señor de la guerra Aidid. El objetivo era una casa de tres plantas de piedra, enjalbegada y coronada por una azotea; una moderna casa modular situada en uno de los pocos lugares de la ciudad donde todavía quedaban edificios grandes e intactos, y a la cual rodeaban manzanas y manzanas de viviendas con tejados de hojalata y paredes de piedra fangosa. En aquel laberinto formado por calles sucias e irregulares y callejuelas flanqueadas de cactos, vivían cientos de miles de miembros pertenecientes al citado clan. Carecían de planos decentes. Puro país tercermundista.
Los hombres habían visto cargar misiles en los AH-6. Garrison no lo había hecho en ninguna de las misiones anteriores, lo que significaba que se preveían problemas. En mayor cantidad que de costumbre, los hombres habían llenado de munición, recámaras cargadas y granadas los bolsillos y cartucheras disponibles de los arneses, y dejado atrás cantimploras, bayonetas, gafas de visión nocturna, así como cualquier otro artefacto considerado un lastre para una rápida incursión diurna. No les preocupaba la perspectiva de meterse en apuros. En absoluto. Les apetecía. Ellos eran unos predadores, unos vengadores duros, imparables e invencibles. Pensaban que, después de seis semanas de rutina, por fin iban a dar una patada de verdad a algún culo somalí.
Eran las 15:32 cuando el jefe de las tizas que estaba en el Black Hawk de cabeza, el Súper Seis Cuatro, oyó por el intercomunicador que el piloto, el brigada Mike Durant, anunciaba con una voz suave y llena de satisfacción:
—A por la jodida Irene.
Y el ejército se lanzó a la acción elevándose desde el destartalado aeropuerto junto al mar para meterse en el paisaje azul y envolvente del cielo y el océano Índico. Se abrieron camino con facilidad por una franja cubierta de arena blanca y avanzaron a baja altura aunque velozmente sobre unas olas grandes y seguidas que formaban crestas apenas perceptibles paralelas a la orilla. En formación cerrada se ladearon y sobrevolaron el litoral suroeste. De cada helicóptero se vislumbraban, colgando de los bancos y de las puertas abiertas, las botas de los excitados soldados.
Mogadiscio, cuyos límites se extendían hacia un horizonte desértico y envuelto en la calima, resplandecía tanto al sol vespertino que parecía como si se hubiera abierto demasiado el objetivo destinado a fotografiar el mundo. La antigua ciudad portuaria, vista desde cierta distancia, con sus callejuelas de arena ocre y sus tejados de hojalata oxidada y tejas españolas, tenía un tono castaño rojizo. Las únicas estructuras altas que todavía seguían en pie tras años de guerra civil eran las floridas torres de las mezquitas, pues el islam era lo único que Somalia consideraba sagrado. Había muchos matorrales cuya altura no sobrepasaba las azoteas y, entre ellos, muros altos de pálidas tonalidades amarillas, rosas y grises; restos a su vez en vías de extinción de una bonanza previa a la guerra civil. Situada a lo largo de la costa, limitaba al oeste con el desierto y al este con un reluciente mar azul verdoso que podía haber pasado por un adormilado lugar de veraneo en el Mediterráneo.
Conforme los helicópteros sobrevolaban la ciudad para planear hacia la derecha y luego hacia el norte a lo largo del extremo oeste, Mogadiscio se extendía bajo ellos en toda su terrible realidad, una catástrofe, la capital mundial de las cosas que han llegado al desastre. Las pocas calles asfaltadas estaban en estado ruinoso, cubiertas de montañas de basura y escombros y de esqueletos oxidados de vehículos quemados. Los muros y edificios que no habían sido reducidos a pilas de cascotes grises aparecían acribillados. Los postes de teléfono se inclinaban formando ángulos siniestros semejantes a tótems vudú coronados por tiesas ramificaciones; en realidad, cabos de los alambres cercenados (arrancados hacía tiempo para ser vendidos en el floreciente mercado negro). En los espacios públicos, los pedestales de piedra que antaño habían albergado la estatua del heroico dictador, Mohamed Siad Bafte estaban vacíos, si bien aquel recuerdo nacional no se había saqueado. Por un fervor revolucionario sino para vender el bronce y el cobre como chatarra. Los pocos edificios del antiguo y orgulloso Gobierno y de la universidad que todavía seguían en pie estaban ocupados ahora por refugiados. Todo cuanto era de valor había sido saqueado, incluso los marcos metálicos de las ventanas, las manillas y las bisagras de las puertas. Por la noche, en las ventanas del tercero y cuarto pisos del Instituto Politécnico brillaban fuegos de campamento. Todo espacio abierto estaba ocupado por densos e improvisados poblados de desheredados, barracas redondas hechas con palos y cubiertas con capas de andrajos y chozas construidas con pedazos de madera encontrados entre los escombros y trozos de hojalata oxidada. Desde arriba, ofrecían el aspecto del estado avanzado de una enconada putrefacción urbana.
En su helicóptero, Súper Seis Siete, Eversmann repasaba el plan mentalmente. Cuando pisaran tierra, los chicos D, de la Fuerza Delta, habrían tomado la casa objetivo, habrían rodeado a los prisioneros somalíes y estarían disparando a quien fuese tan estúpido que se resistiera. Les habían asegurado que en la casa había dos peces gordos, a quienes la fuerza de asalto había identificado como «personalidades de primera fila», hombres clave de Aidid. Mientras los chicos D hacían su trabajo y los Rangers mantenían a raya a los curiosos, el convoy terrestre compuesto por camiones y Humvees se abriría paso a través de la ciudad hacia el objetivo. Una vez allí, debían meter a los prisioneros en los camiones. El equipo de asalto y las fuerzas de bloqueo tenían que saltar por las cuerdas rápidas detrás de ellos para emprender juntos el regreso y pasar el resto de aquella tarde de domingo en la playa. Se calculaba que tardarían una hora, aproximadamente.
Para hacer sitio a los Rangers en los Black Hawks, se habían retirado los asientos de la parte posterior. Los hombres que no estaban en las puertas iban sentados en bidones de municiones o sobre paneles Kevlar a prueba de artillería aérea extendidos en el suelo. Vestían uniformes de campaña, llevaban chalecos de Kevlar, casco y veinte kilos, entre equipo y munición, sujetos a los arneses colocados en el chaleco. Todos disponían de gafas y gruesos guantes de piel. Con todos aquellos pertrechos, incluso el más delgado parecía voluminoso, robótico y amedrentador. Cuando vestían camiseta y pantalón, ambos de color marrón claro, el uniforme habitual en la base, la mayoría parecían lo que eran: adolescentes con acné (la edad media era diecinueve años). Estaban orgullosísimos de ser Rangers. Les ahorraba la mayor parte de la entumecedora rutina del día a día sin combate que volvía locos a muchos alistados en el Ejército. Los Rangers se adiestraban para la guerra de forma intensiva. Estaban más capacitados, eran más rápidos y los primeros «¡Los Rangers abren el camino!» era su lema. Para llegar allí se habían alistado voluntarios como mínimo en tres ocasiones, para las fuerzas terrestres, las aéreas y los Rangers. Eran la flor y nata, los jóvenes soldados más motivados de su generación, habían sido seleccionados para encajar con el ideal del Ejército; todos eran hombres y, de modo revelador, la mayoría de raza blanca (sólo había dos negros en una compañía compuesta por ciento cuarenta hombres). Algunos eran soldados profesionales, como el teniente Larry Perino, de la promoción de 1990 de West Point. Otros eran perfeccionistas en busca de un reto, como el especialista John Waddell de la Tiza Dos, quien se había alistado tras acabar el instituto en Natchez, Misisipí, con una media de ocho. Unos eran temerarios en busca de retos físicos. Otros querían superarse después de haber ido a la deriva tras abandonar los estudios, o haber tenido problemas con las drogas, la bebida, la ley, o las tres cosas. Estaban más endurecidos que la mayoría de los jóvenes de su generación, quienes aquel domingo de principios de octubre hacía semanas que habían iniciado el semestre en la universidad. A la mayoría de aquellos Rangers los trataron a patadas alguna que otra vez, conocían el sabor del fracaso. Pero no eran gandules. Se habían esforzado para estar allí, probablemente más que en toda su vida. Aquellos con pasados turbulentos tomaban medidas severas consigo mismos. Bajo su apariencia de duro de pelar, casi todos eran formales, patriotas e idealistas. Aceptaban en sentido literal al Ejército y su consigna: «Sé todo lo que puedas ser».
Se consideraban superiores a los soldados corrientes. Con sus cuerpos musculosos, el característico corte de pelo (a cero, con los lados y el cogote completamente afeitados) y el saludo Hoo-ah, que lanzaban en un gruñido, creían ser lo más patriótico del Ejército. Muchos aspiraban, si llegaban a conseguirlo, a formar parte de los Boinas Verdes, a ingresar en la Fuerza Delta, los robustos supersoldados del contraespionaje que encabezaban aquel contingente. Sólo a los buenos se les invitaría a ello y sólo uno de cada diez pasaría la prueba de selección. En aquella antigua y masculina jerarquía, los Rangers estaban unos peldaños por encima de la base de la pirámide, pero los escalones superiores pertenecían a los chicos D.
Los Rangers sabían que el camino más seguro para alcanzar la cima era adquirir experiencia en el combate. Hasta aquel momento, Mogadiscio había sido un aburrimiento. La guerra estaba siempre a punto de suceder. A punto de producirse. Incluso las misiones, por muy excitantes que fueran, les supieron a poco. Los somalíes, a quienes llamaban skinnies, por flacos, o sammies, por ser negros, les habían disparado algún que otro tiro aislado, lo suficiente para sacar a los Rangers de sus casillas y provocar una buena lluvia de balas como revancha, pero nada que pudiera calificarse de genuino tiroteo.
Que era precisamente lo que ellos querían. Todos. Si pasaba alguna duda por su cabeza, la ataban corto. Al principio, muchos tenían tanto miedo como cualquier hijo de vecino, pero habían expulsado el temor. Sobre todo en la instrucción Ranger. Una cuarta parte de los que se alistaban voluntarios abandonaban, lo suficiente para que quienes al final salían con su charretera de ranger se sintieran plenamente dichosos por lograrlo con tan pocos años. El débil se suprimía. El fuerte avanzaba. Después, semanas, meses y años de adiestramiento constante. Los Hoo-ahs no veían el momento de ir a la guerra. Eran un equipo estrella de fútbol que, habiendo soportado durísimas, agotadoras y peligrosas sesiones de entrenamiento durante doce horas al día, siete días a la semana, durante años, nunca tenía la oportunidad de jugar un partido.
Ansiaban la batalla. Se pasaban de mano en mano unos libros en rústica manoseados que eran relatos o biografías de soldados que vivieron conflictos anteriores, muchos escritos por ex rangers, saboreaban el tono afectuoso y de camaradería de su historias y, si bien se lamentaban de la suerte que habían corrido quienes la habían palmado, se habían quedado inválidos o mutilados, se identificaban con los que sobrevivieron merecidamente. Escudriñaban viejas fotos, las mismas en todas las guerras, de jóvenes con aspecto sucio y cansado, medio vestidos con uniformes de combate del Ejército, con placas de identificación colgadas al cuello y con los brazos ceñidos unos a otros por los hombros en tierras exóticas. Se veían a sí mismos en aquellas instantáneas, rodeados de sus compañeros, haciendo su propia guerra. Era «la prueba». La única que contaba.
El sargento Mike Goodale, de permiso en Illinois, intentaba que su madre —enfermera— lo entendiera. Ella mostró escepticismo ante su bravuconería.
—¿Quién iba a querer ir a la guerra por propia voluntad? —preguntó.
Goodale le explicó que era como si una enfermera, después de prácticas y estudios, nunca tuviera la oportunidad de trabajar en un hospital. Era exactamente lo mismo.
—Todo el mundo quiere estar seguro de que puede hacer bien el trabajo para el que se ha preparado —concluyó.
Al igual que los jóvenes de los libros, a ellos les ponían a prueba una y otra vez. Pertenecían a otra generación, a un nuevo turno de Rangers. Su turno.
Carecía de importancia que los hombres que iban en los helicópteros no tuvieran mucha cultura y que fueran incapaces de hacer una redacción en el instituto sobre Somalia. Aceptaron los principios del Ejército sin titubeos. Los señores de la guerra habían asolado de tal manera la nación al enfrentarse entre ellos que su pueblo se estaba muriendo de hambre. Cuando el mundo enviaba alimentos, los malvados señores de la guerra los interceptaban y mataban a quienes osaban detenerlos. Y entonces los países desarrollados decidieron dejar caer el martillo, es decir, invitar a los chicos malos del planeta para poner orden. Eso decía Nuff. Lo poco que habían visto desde su llegada en agosto no había alterado esta percepción. Mogadiscio era como el mundo postapocalíptico de las películas de Mad Max de Mel Gibson, gobernado por bandas errantes de gamberros armados. Estaban allí para poner fin a las maldades de los señores de la guerra y restaurar la cordura y la civilización.
Eversmann siempre había querido ser un ranger. No estaba muy seguro de cómo se sentía al estar en un puesto de mando, aunque fuera provisional. Ganó el honor por defecto. El sargento de su pelotón tuvo que marcharse a casa porque alguien de su familia había caído enfermo. Y luego, el joven que lo reemplazó fue víctima de un ataque epiléptico y también tuvo que ser repatriado. Eversmann era el mayor que les seguía. Aceptó el puesto sin convicción. Aquella mañana, en la misa oficiada en la sala de rancho, había rezado por ello.
Por fin a bordo, Eversmann casi reventó de energía y de orgullo al observar al ejército. Era una fuerza militar de vanguardia. Sobrevolando ya en círculos y a cierta altura del objetivo, se hallaba el servicio de información más hábil que pudiera ofrecer EE.UU., constaba de satélites, un avión espía Orion P3 que alcanzaba grandes alturas, y tres helicópteros OH-58 de observación coronados con un pólipo bulboso de algo más de metro y medio y parecidos a los Little Birds de abombado frontal. Los aparatos de observación iban equipados con cámaras de vídeo y radiofonía y el general Garrison, al igual que los oficiales de categoría superior apostados en el Centro de Operaciones instalado en la playa de donde partiera la expedición, se emplearían para seguir el curso de los acontecimientos en directo. Sin duda, los directores de cine y los guionistas tenían que devanarse los sesos para imaginar las habilidades más relevantes de los militares estadounidenses y, sin embargo, allí estaba a punto de estallar la acción real. Se trataba de una máquina militar de finales del siglo XX, engrasada y equipada. Lo mejor de EE.UU. se iba a la guerra, y el sargento Matt Eversmann iba con ellos.