—Le presento a Bill Skelley —dijo el capitán Tomkins, señalando a un hombre alto y huesudo, a quien Travis reconoció como el radiotécnico al que había visto por la mañana.
—Parece que mis datos les han sido útiles —dijo Bill, mientras llevaba un cable al camión estacionado frente al taller de reparaciones.
—Así es —contestó Travis.
—Los que están en el camión son Thornton Rhoades, a quien llamamos Thorny, y Bob Donn —dijo Bill, señalando a los dos hombres que trasladaban el equipo de radio al vehículo.
Ambos saludaron a Travis.
—¿Estamos listos, capitán?
—Estamos esperándoles —repuso el capitán Tomkins—. Si no se oponen, iré en la parte trasera del camión. Los tres hombres que van en cada coche patrulla ya saben lo que tienen que hacer.
El capitán subió al camión, con Travis y Bill. Thorny conducía. Poco después, el camión que transportaba un equipo de radio, flanqueado por los dos coches de la policía se dirigió hacia el centro de la ciudad. El capitán, Travis y Bill se agarraban de los costados del vehículo, que iba sorteando el tráfico ayudado por las sirenas de los coches patrulla. A cada salto del camión, Travis contemplaba el equipo, rogando que soportara mejor que él las peripecias del viaje.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó a gritos.
—Hacia el campo —replicó Bill—. Aquí hay demasiados edificios y antenas.
Travis echó un vistazo al equipo: algunas baterías, un sistema de altavoces y una antena circular. Estaba montado en una caja que le permitía moverse en cualquier dirección. Cuando llegaron a la avenida que conducía a las afueras de la ciudad, el camión suavizó su marcha y entonces pudieron hablar en un tono más normal.
—¿Para qué sirve esa antena redonda? —preguntó Travis.
—Es un circuito rotativo —contestó Bill—. Un detector corriente de ondas. Cuando lleguemos a nuestro destino lo haremos funcionar. Las líneas de fuerza, esa interferencia que estamos buscando, cortarán el circuito, produciendo energía eléctrica. Afortunadamente, la onda que nos preocupa es una onda polarizada verticalmente.
Travis asintió.
—Eso está bien, ¿verdad?
—Sucede lo mismo que cuando se envuelve un imán con un alambre y se consigue de este modo encender una lámpara —explicó Bill—. Pero nuestra corriente es más débil y tendremos que amplificarla. Haremos girar el circuito hasta obtener una señal máxima y otra mínima. Una aguja indicadora nos señalará de qué dirección proviene.
Travis asintió de nuevo.
—Observe cuando comencemos. Thorny y Bob se colocarán auriculares para detectar la interferencia. Pero también usamos un tubo de rayos catódicos. ¿Ve esa célula eléctrica? —Señaló una abertura redonda en el amplificador—. Sirve para indicar el máximo y el mínimo.
»Tal vez tendremos que cambiar la extensión del circuito, si tropezamos con dificultades, pero a juzgar por el tipo de ondas, confío en que no las tendremos. La interferencia parece estar producida simplemente por una fuente de alta tensión. Es probable que se manifieste en toda la amplitud de la banda, porque ya lo hemos comprobado en las bandas de radiodifusión, televisión y frecuencia modulada. Sabemos que se extiende desde los cien kilociclos hasta los mil megaciclos, cubriendo la totalidad del espectro, ya sea directa o armónicamente. Creo que nadie ha tratado de comprobar estos datos.
—Una vez que está en las cercanías de una onda, ¿resulta fácil localizarla? —preguntó el capitán Tomkins.
—Ése es el gran problema. Si obtenemos una línea clara y definida y sabemos que sólo existe una fuente, podemos situarla rápidamente con mucha aproximación, en un radio que abarque una o dos casas. En caso contrario, necesitaríamos explorar una zona bastante extensa.
El camión y los dos coches patrulla avanzaron rugiendo hasta que llegaron a un lugar en el fin del límite de velocidad. Se detuvieron a un lado de la carretera y los radiotécnicos se pusieron a trabajar.
Travis observaba el circuito rotativo que brillaba a la luz del sol, mientras giraba lentamente alrededor de su eje. Thorny y Bob escuchaban atentamente con sus auriculares. Cuando la célula eléctrica se cerró, ambos alzaron los brazos.
—Ya está —dijo Thorny.
Bill Skelley desplegó un plano de la ciudad y lo extendió sobre el suelo del camión. Mientras Bob buscaba la dirección con un cuadrante, Bill trazaba una línea que iba de un extremo al otro, pasando por el mismo corazón de la ciudad.
Pocos minutos después, los tres vehículos se ponían nuevamente en movimiento, levantando una nube de polvo antes de entrar nuevamente en el asfalto. Avanzaron aproximadamente kilómetro y medio hacia el oeste de la ciudad, luego doblaron en dirección norte, y desembocaron en otra carretera hormigonada.
—Por ahora vamos bien —dijo Bill, que se unió a Travis y al capitán Tomkins, en la parte posterior del camión—. No hay desviaciones, ni efectos nocturnos, ni cuadraturas. En la marina era muy diferente. Nunca hacíamos observaciones en un día soleado. Siempre con el peor tiempo.
Travis advirtió que Bill hablaba más consigo mismo que con ellos, de modo que prefirió no hacer comentarios.
Varios kilómetros más adelante el camión detectó otra interferencia de alto voltaje, y los técnicos procedieron con la misma eficacia. Una tercera lectura mostró que la línea, después de atravesar un camino lateral, se desviaba hacia el este.
Bill sonrió cuando Bob le dictó los números. Trazó la tercera línea y exclamó:
—¡Creo que ya lo tenemos!
El capitán Tomkins y Travis se arrodillaron para observar el mapa con mayor comodidad. El otro técnico los imitó.
—¿Ven? Las tres líneas se cortan exactamente aquí —dijo Bill, señalando un punto sobre el mapa.
—Queda en la calle Wright, justo en la mitad de la manzana comprendida entre Major y Hennepin, en el mismo centro del distrito comercial.
—Ahí hay un almacén, ¿verdad? —preguntó Bob.
—Me parece que tiene razón —contestó Travis.
—Y bien, ¿qué hacemos aquí? —terció el capitán Tomkins—. Vamos inmediatamente hacia ese lugar.
Regresaron a la ciudad sin hacer sonar las sirenas. Los tres vehículos entraron en la calle Wright y luego continuaron lentamente su marcha hacia Major, por donde giraron y siguieron hasta llegar a un callejón. Avanzaron un poco más y se detuvieron.
Los seis policías que ocupaban los dos automóviles se acercaron al camión. Los técnicos, Travis y el capitán Tomkins bajaron.
—Johnson, Barwinkle y Evans que vigilen la parte delantera del edificio —ordenó Tomkins—. Los demás, ocúpense de la parte posterior.
—¿Qué es lo que estamos buscando, capitán?
—Supongo que nos interesa encontrar una especie de emisora de radio, ¿no es cierto, Bill? —preguntó el capitán Tomkins.
—Algo semejante —replicó Bill—. Observe si hay aparatos o instalaciones de aspecto poco común. Si tiene dudas, pregúntenos.
La entrada del edificio señalado en el mapa y situado en el callejón, estaba obstruida por una gran cantidad de bidones con desperdicios, cubos de basura y materiales de derribo que se extendían en la pequeña zona situada detrás del almacén. Una desvencijada escalera de madera surgía de la planta baja, cerca de la entrada trasera.
El capitán Tomkins envió a tres policías a la parte frontal y los demás se dirigieron a la parte posterior. Uno de ellos se apostó cerca de la entrada para evitar que alguien entrara al edificio.
La parte trasera del almacén estaba bastante ordenada. Había allí las acostumbradas cajas de embalaje, mostradores, recipientes para contener mercancías y estantes con géneros diversos. También había una máquina de picar carne y una mesa con materiales expuestos.
Travis observaba minuciosamente los movimientos de Bill, el cual se fijaba en todos los detalles, pero el técnico no descubrió allí nada anormal.
Entonces el policía llamado Johnson asomó la cabeza por una de las puertas frontales.
—¿Han encontrado algo por ahí? —preguntó el capitán Tomkins.
—Absolutamente nada, capitán.
El grupo salió por la puerta posterior y subió por las escaleras hacia el primer piso. El capitán de la policía franqueó la puerta sin vacilar.
Era la cocina de un apartamento. Sorprendieron allí a una mujer de cabellos grises que estaba lavando platos. Ella dejó lentamente el plato que lavaba, se secó las manos con una toalla, apartó un mechón de pelo que le caía sobre la oreja y miró a los intrusos con sincera sorpresa.
—Discúlpenos, señora —dijo el capitán Tomkins—. Estamos buscando algo.
—¿Algo? —preguntó temblando la mujer—. ¿Qué ha hecho Roscoe?
—Roscoe no ha hecho nada malo —repuso el capitán—. ¿Es su marido?
—Sí. Me han asustado… ¿Qué desean?
—Queremos echar un vistazo. ¿Quién vive aquí?
—Nosotros, con una chica. Nadie más.
—¿Nosotros? ¿Quiénes son?
—Roscoe y yo. El señor y la señora Tredding.
—¿Y la chica?
—Se llama Alice Gilburton. Es encantadora. No creo que esté metida en algún lío.
—¿Me permite que dé una ojeada?
—Por supuesto. Pero, ¿qué están buscando?
—Si lo encontramos, le explicaremos de qué se trata.
Los hombres recorrieron el apartamento inspeccionándolo de un modo superficial. En la habitación delantera se encontraron con los agentes que venían del otro lado del edificio. Entonces el grupo se puso a trabajar individualmente, examinando la instalación eléctrica, el sofá, la radio y las vitrinas del comedor.
A Travis le parecía que estaba procediendo algo tontamente. La casa parecía un hogar corriente y era ridículo pensar que pudiera encerrar algo capaz de perturbar a toda una ciudad.
Pasaron a la cocina. No dejaron un mueble sin revisar. La señora Tredding los seguía, frotándose nerviosamente las manos; ayudaba algunas veces, pero más bien estorbaba con su charla ininterrumpida sobre asuntos domésticos.
—No encontrarán nada en ese jarrón —dijo—. Es un regalo de mi tía Marta. No se nos ocurriría guardar ahí nada que la policía tuviera interés en encontrar.
—¿Quién ocupa esa habitación? —preguntó el capitán Tomkins, señalando una puerta cerrada.
—Es la habitación de Alice. Pero no podrán entrar ahí.
—¿No? ¿Por qué?
—A Alice no le gustaría. No deja que nadie entre. Siempre cierra la puerta con llave.
—Ah, ¿sí?
—Es una muchacha muy tímida. Se molestaría muchísimo si supiera que alguien ha entrado en su cuarto… especialmente si lo hiciera Roscoe. Ella y Roscoe no se llevan bien.
—Déme la llave. Tendremos que abrirla.
—No, no puede hacer eso. Además, Alice tiene las dos llaves. Hizo que le entregara todas las llaves cuando vino aquí, hace un año.
—Creo que entonces tendremos de derribarla, señora Tredding —dijo el capitán.
—¡No lo permitiré!
Las manos de la señora Tredding no cesaban de moverse y su mirada expresaba un gran temor. Balbuceó nerviosamente algo que ninguno pudo comprender. Dos de los policías golpearon la puerta con sus hombros hasta que se abrió con un ruido de madera astillada. La señora Tredding ocultó el rostro entre sus manos.
La habitación era decepcionante. Estaba tan limpia que resultaba imposible descubrir una mota de polvo en ningún sitio. Un impecable cubrecama de color verde se extendía sobre el lecho; encima de la cómoda había un tapete marrón. Las cortinas eran transparentes, primorosas. Por segunda vez, desde que entrara en el apartamento, Travis se sintió muy molesto. Seguramente los demás experimentaron la misma incomodidad, pues vacilaron antes de entrar en la habitación.
Bill se adelantó el primero. Abrió los cajones de la cómoda; luego se dirigió hacia el ropero. En cuanto lo abrió dijo con sencillez:
—Aquí está.
Se agachó para ver algo que estaba sobre el suelo del guardarropa.
Era una caja cuya forma recordaba la de una maleta, pero era metálica y tenía una abertura en cada lado, por donde se distinguía el resplandor de una lamparilla. Todos se acercaron para observar el objeto. Los dedos de Bill trabajaban velozmente tratando de descubrir la conexión principal. Al mover el aparato, advirtió que su base estaba unida al suelo por medio de dos alambres conductores.
De un tirón, los desconectó. Instantáneamente la lucecita se extinguió. Bill alzó la caja y la colocó sobre la cama.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó el capitán Tomkins.
Bill no contestó. Comenzó a palpar la tapa superior, consiguiendo levantarla finalmente. No pudo contener un silbido.
—Alice es incapaz de hacer mal a nadie —dijo la señora Tredding.
—¿Tiene un receptor de radio, señora Tredding? —preguntó Bill.
—No funciona. No funciona desde ayer por la mañana. Nadie quiere venir a arreglarlo.
Uno de los policías trajo un pequeño receptor. Bill lo enchufó.
—No oirá absolutamente nada —dijo la señora Tredding—. Sólo se escucha un zumbido constante.
En pocos instantes la radio se calentó. Pero era imposible escuchar nada. Bill hacía girar los mandos, pero únicamente conseguía sintonizar muy mal algunas emisoras lejanas.
—Ya lo tenemos —dijo Bill—. Por fin hemos encontrado la causa de todos estos inconvenientes.
—Señora Tredding —dijo el capitán Tomkins avanzando hacia la confundida mujer—, ¿dónde trabaja Alice Gilburton?
—En la compañía Acmé Furnace. Es secretaria.
—Johnson —dijo el capitán, dirigiéndose al policía—, vaya con otros tres hombres y traigan a esa muchacha para que la interroguemos. Barwinkle y Jones, quédense aquí para acompañar a la señora Tredding. La muchacha podría aparecer en cualquier momento. No le permitan usar el teléfono ni comunicarse con el exterior.
Aunque apenas había transcurrido la mitad de la tarde, el taller de reparación de radios estaba ya casi a oscuras. Llegaba la débil luz de una lámpara eléctrica colocada sobre la mesa de trabajo; además, penetraban algunos rayos de sol por la única ventana, situada en la parte trasera del local y también por debajo de una puerta que separaba el taller de la oficina que daba a la calle.
La luz eléctrica iluminaba un círculo de rostros: el capitán Tomkins, Gibson Travis, Bill Skelley, Thorny Rhoades, Bob Donn y el doctor Leaf, a quien localizaron en el hospital. Todos contemplaban fascinados cómo Bill desmontaba algunas piezas del equipo que contenía la caja metálica y las colocaba sobre un banco.
—Como les iba diciendo —explicó Bill—, este aparato parece un generador Van de Graaff de juguete. El silbido que escucharon cuando comencé a destornillar esta pieza se debió a un escape de gas que se hallaba a cierta presión.
Extrajo una parte del aparato y, sonriendo, prosiguió:
—Sí. Miren esto. ¿Ven? Hay una envoltura de material aislante en el interior. Al ser bombardeado con electrones adquiere una carga eléctrica. Se halla ajustado a esta esfera de metal por el otro extremo y, a medida que el cinturón aislante se mueve, sin duda a una velocidad enorme, la carga pasa al interior del aparato. Es un dispositivo asombroso. El gas a presión permite crear rápidamente una carga tremenda dentro del aparato, que podrá suministrar una fuente permanente de iones al tubo de rayos X.
—Es increíble —susurró el doctor Leaf—. Es del todo increíble. ¿Cómo puede trabajar así un aparatito de este tamaño? He visto máquinas semejantes en el hospital y en laboratorios de investigación; hasta he manejado yo mismo alguna de ellas, pero este tubo de rayos X tiene sólo veinticinco centímetros de largo. Los que yo conozco tienen por lo menos tres metros.
—¿Recuerdan los primeros aparatos de radio? —preguntó Bill—. Ahora son completamente distintos. Reconozco que esto es, sin duda, algo especial. Ni siquiera podría decir con qué material están hechas algunas piezas. El cinturón aislante, que ordinariamente se hace con seda, parece confeccionado con un material aún mejor. Además, ¿ven esos pequeños ganchos para recoger la carga?… Indiscutiblemente no conocemos nada semejante, a juzgar por los efectos que ha producido sobre los receptores de radio durante las últimas veinticuatro horas.
—Estoy tratando de calcular el voltaje, Bill —dijo Bob—. ¿Cuántos voltios dirías tú que necesita esta máquina?
—Para poseer un poder semejante, debería tener más de un millón de voltios.
—¡Con un tubo tan pequeño! —exclamó Thorny.
—Miren lo que hay en el extremo del tubo —comentó Bill—. Es un pequeño motor de inducción; nunca vi uno tan diminuto y tan perfecto. Posiblemente es lo que hace girar a gran velocidad el tungsteno insertado en el ánodo. Pero no…, no podría ser tungsteno; debe ser algo mucho más resistente, ya que el tungsteno no resistiría tantos choques de electrones. El pequeño motor, al girar, actúa como distribuidor de la radiación. Y, hablando de radiaciones, quizá sea imposible medirlas, a causa del voltaje que debe tener.
—¿Qué significan esos discos que rodean al tubo por arriba y por abajo? —preguntó Travis.
—Son para unificar el voltaje, ¿verdad, Bill? —inquirió Bob.
—Creo que sí. Hacen que la tensión se distribuya en forma regular a lo largo del tubo. Por lo que veo, también están construidos de un material diferente.
—Muy bien, Bill —dijo el capitán Tomkins—. Todos hemos observado ya el aparato. Pero, ¿qué significa? ¿para qué sirve?
—Es una mera suposición, capitán —dijo Bill—, pero ya que estamos jugando a plantear hipótesis, le propondré la mía: creo que este pequeño aparato puede irradiar al exterior rayos gamma de longitud de onda mucho menor que la conocida; diría que sobrepasa ampliamente el campo conocido de los rayos X, o sea, un cuatrillón de megaciclos. Me imagino que una longitud de onda tan pequeña debe resultar imposible de medir; la estimaría en unas tres centísimas a quince milésimas de unidades Angstrom en el espectro electromagnético, junto a los rayos cósmicos. Ya saben que en tales magnitudes es posible hablar de una creación de materia. Creo que todo esto debe estar bastante relacionado.
—Perdonen mi ignorancia —dijo Travis—. Me gustaría saber qué es una unidad Angstrom.
—Es una medida igual a la cienmillonésima parte de un centímetro. Cuanto mayor es el valor de la unidad, tanto mayor es la longitud de onda. Por ejemplo, los rayos que podemos ver a simple vista oscilan entre siete mil seiscientas y tres mil ochocientas unidades Angstrom. Los que sobrepasan el valor máximo se denominan infrarrojos; los más cortos son los ultravioleta.
El doctor Leaf se agitó nerviosamente.
—Aunque comprendo a grandes rasgos el sentido de este aparato —dijo—, no por eso me produce menos horror. Es como si alguien tomara una máquina productora de rayos X y la hiciera funcionar ante la gente que camina por la calle. Pero esto es mucho peor, pues no sabemos nada acerca del tipo de radiación que produce. Sólo conocemos sus efectos.
—¿Podría usted explicarnos eso? —preguntó el capitán Tomkins.
—Con mucho gusto. En medicina se usan rayos comprendidos entre una y quince centésimas de unidades Angstrom, yendo de los más largos a los más cortos. Los rayos gamma, emitidos por el radio y otros cuerpos radiactivos, poseen una longitud de onda que varía entre cuatro y siete centésimas de unidades Angstrom, sobrepasando a los rayos X de pequeña longitud de onda. Esto —dijo señalando la caja de metal— funciona en otro sentido y resulta imposible comprender lo que sucede en su interior… aunque hayamos tenido abundantes pruebas durante esta semana.
—Si me permite —dijo Bill—, agregaré que la teoría de los quanta estableció una correspondencia entre cada radiación de una longitud de onda y cierto número de voltios. Las radiaciones visibles y las ultravioleta corresponden a muy pocos voltios; en cambio, los rayos X representan cientos de millones de voltios. Para provocar un rayo gamma, es necesario emplear potenciales que sobrepasen el millón de voltios. Lo que nosotros detectábamos con nuestro equipo no eran los rayos gamma, sino la interferencia causada por un voltaje tan elevado.
Levantó la caja y la dejó caer. El metal sonó a hojalata.
—¿Ven? Ni siquiera trataron de protegerla con una armadura adecuada. Les debe de haber resultado imposible conseguir algo mejor y se arriesgaron a hacerla funcionar así. Lo ideal, por supuesto, hubiera sido que la armadura sólo dejara pasar los rayos gamma… o lo que sea. A causa de este pequeño fallo hemos podido localizar el aparato.
—Esto no me gusta nada —dijo el doctor Leaf—. Si hemos encontrado un aparato, es posible que tengan varios más.
—Lo que no comprendo es qué tipo de organización se esconde detrás de este asunto —dijo Travis—. ¿Qué motivos tiene una chica encantadora, como dice la señora Tredding, para ocultar semejante artefacto en su habitación? El capitán Tomkins encendió su pipa.
—Aquí debe haber algo más de lo que se ve a simple vista. Seis mil dólares por seis meses alcanzan para alquilar un edificio completo. Si han colocado el aparato en esta habitación es porque no afecta a las mujeres. Esto me hace pensar en las derivaciones internacionales de este caso.
—Estoy muy preocupado por la acción de la radiación —dijo el doctor Leaf—. Por lo general —agregó— la radiación es selectiva; ataca intensamente ciertas áreas y deja intactas otras. Es lo que sucede con los rayos X, que afectan a aquellas células que se desarrollan rápidamente, como las cancerosas. El fundamento de la terapia de rayos X radica precisamente en este hecho. Pero los rayos producidos por este aparato atacan sin discriminación; o al menos, así me lo parece. Estoy por creer que esta máquina es la misma que comenzó a usarse moderadamente en la calle Winthrop.
Llamaron a la puerta. El capitán Tomkins se acercó a abrirla y uno de los patrulleros entró en la habitación.
—Encontraron a Alice Gilburton, capitán —dijo—. Se había encerrado en el tocador.
—Muy bien.
El capitán Tomkins, Travis y el doctor Leaf salieron apresuradamente del taller de reparaciones.
Cuando llegaron al departamento de policía, el capitán Tomkins pidió que llevaran a la muchacha a su despacho.
Al poco rato se presentó el sargento Webster. Su rostro estaba pálido.
—Creo que está muerta, capitán —dijo.
En una celda destinada a mujeres detenidas, el doctor Leaf examinaba a la muchacha que se encontraba tendida sobre un catre. Irradiaba juventud, tenía el cabello negro y rasgos delicados, pero su mirada estaba extraviada.
—No se le nota el pulso —dijo.
Abrió la boca de la joven y extrajo algo que mostró a Tomkins y a Travis. Eran fragmentos de una cápsula de plástico rosáceo.
—No me recuerda el olor de ninguna sustancia conocida —dijo el doctor Leaf—. Sin embargo, podría ser cualquier cosa.
Tomó una sábana de un estante y cubrió el cuerpo de la muchacha.
—Sea lo que fuere —continuó el médico—, era tan grande su fe en lo que estaba haciendo, que prefirió morir antes que revelar su secreto.
En aquel momento se acercó nuevamente el sargento Webster.
—Vuelvo a traer malas noticias —dijo al capitán—. Acabo de recibir una llamada del Union City Hospital. Han llevado a un nuevo enfermo; igual que los otros, tiene la piel grisácea. Se llama Roscoe Tredding.
Bill Skelley entró en ese mismo instante, presa de gran agitación.
—Capitán Tomkins —gritó, casi sin aliento—. Thorny… Usted conoce a Thorny. Se sintió enfermo y cuando quiso abandonar el taller apenas pudo llegar hasta la puerta. Allí yace… Se le ha puesto la piel de color gris.
Travis sintió que el estómago le daba un vuelco. Ahora sí que comenzaba lo peor.
—¡Capitán Tomkins!
Estas palabras fueron pronunciadas por el alcalde, que se acercaba a grandes zancadas por el corredor.
—Estaba escuchando la radio —prosiguió— y de repente volvió a oírse el mismo zumbido de antes. Pero ahora mucho más fuerte. ¿Ya han encontrado la causa? ¿O están todavía experimentando?
—Señor Barnston —dijo el capitán lentamente; le llevó a un rincón y comenzó a explicarle lo que sucedía.
Travis se sintió enfermo. No era su cuerpo lo que le molestaba, sino sus pensamientos. Temía por la suerte de la ciudad indefensa, por aquella ciudad que ciertas mujeres, o los hombres que las dirigían, querían aniquilar.
Una ciudad sin hombres no podría subsistir… ¿O tal vez podría? Trató de imaginar un mundo semejante, pero no lo consiguió.
Travis se dirigió, como en sueños, hacia el despacho del capitán. Ya estaba allí el doctor Leaf.
—… es una cuestión de tiempo.
Fue todo lo que Travis comprendió de lo que el doctor Leaf decía al policía.
Afuera podía oírse el silbido de un tren, y el zumbido de un avión que surcaba los aires. Eran los ruidos característicos de una ciudad en movimiento, que llegaban a través de las ventanas y las puertas, de una ciudad condenada.
Ellos conocían el secreto. Una sencilla caja de metal que desconcertaba a los pocos que la habían visto. Pero muy pronto, antes de que pudieran adoptar las medidas necesarias, otras cajas semejantes comenzarían a funcionar. Si pudieran descubrirlas una tras otra… Pero todos estarían muertos antes de que lo consiguieran.
«Quizá debiera haber escuchado a Betty —pensó—. No estaría ya en esta ciudad. Pero ya es demasiado tarde.»
Se dirigió al teléfono y marcó el número del «Star». Pidió hablar con Cline.
—Hola, soy Travis —dijo.
—¿Dónde te encuentras? —preguntó la voz ronca de Cline—. Acabamos de saber que están llegando más víctimas de la peste a todos los hospitales. ¿Qué diablos es esto? ¿Qué estás haciendo en este momento?
—Debería estar redactando mi nota necrológica —respondió Travis—. Y tú tendrías que hacer lo mismo.
—Espera un momento. ¿Hablas seriamente?
—Nunca en mi vida he hablado más en serio, Cline. Tengo que decirte algo. Debemos pensar en la forma de dar la noticia en el periódico. Ahora lo más importante será lo que pueda decir el «Star». Lo más importante para cada uno de los habitantes de esta ciudad.
Cline prestó atención mientras Travis le relataba todo lo que sabía. Cline dijo finalmente, con serenidad:
—Parece…, parece que esto es el fin…, de todos nosotros, Travis.
Travis nunca le había oído hablar tan gravemente.
—Pero quisiera decirte una sola cosa —prosiguió—. Es algo terrible, pero… ¿Recuerdas cuando comenzó ayer la interferencia?
—Sí.
—Pasé telegráficamente esta información a Chicago. Apareció en algunos periódicos, y ahora, por lo que puedo apreciar, veo que le han prestado atención.
—¿Qué sucede?
—Sólo esto, Travis: hace media hora he recibido un mensaje de Chicago a través del teletipo. Parece que hay interferencias en toda la ciudad. Deseaban saber si ya hemos encontrado las causas.