7

Travis pasó el resto de la mañana en el juzgado relatando ante un taquígrafo todo lo que sabía sobre el caso desde su comienzo. Sólo omitió declarar que tenía una ficha en su bolsillo con el nombre de Rosalee Turner. Quería investigar por su cuenta.

Después del almuerzo se dirigió al edificio del «Star», entro en un bar situado enfrente del periódico y desde allí telefoneó al laboratorio fotográfico.

—¡Hola!

—Sí… ¿Quién es?

—¿Pretendes hacerme creer que no conoces mi voz? Quizás haya retornado a la adolescencia…

—Escucha, Trav, no tengo tiempo para bromear. Estoy seriamente preocupado.

—¿Tienes tiempo para tomar una cerveza?

—¡Demonios! Supongo que sí, pero tendré que regresar en seguida…

—Muy bien. Te espero en Harold Place, al otro lado de la calle.

Hal Cable llegó instantes después, sudoroso, nervioso, con una colilla apagada en la boca.

—¿Qué te sucede? —inquirió Travis.

—¡Cómo se me complican las cosas!

Hal se sentó en la barra y se pasó la mano húmeda por el rostro.

—Algo así me has dicho por teléfono.

—Sí, estoy realmente muy preocupado. ¿Recuerdas que te hablé de los carretes y de la calidad del celuloide?

—Sí, creo que me lo contaste en el hospital. ¿Qué ocurrió?

—Ahora viene el desenlace —dijo Hal tétricamente—: ¡La película! Toda la película salió mal. ¡Puedes imaginártelo! Hemos usado una docena de rollos, todos perdidos. Abres una nueva caja, revelas una foto… no hay nada que hacer; ¡todo velado! —Apretó los puños—. Creo que podría asesinar al individuo que nos vendió la película… ¡Y pensar que encargué semejante cantidad! Tal como está la situación internacional, se me había ocurrido que podrían racionar el material…

Pidieron unas cervezas.

—Entonces no vas a querer oír lo que tengo que decirte —dijo Travis—. Sólo servirá para aumentar tu aflicción.

—Habla ya. Nada en el mundo podrá hacer que me sienta peor.

—Formas parte de un proyecto.

—No me interesa. Aunque sea bonita.

—Se trata de aquella chica con quien tuve una refriega en el hospital.

—¿La que nos amenazó en la calle con un revólver?

—Ha prometido que se la vamos a pagar…, tú y yo.

—¿De veras? —dijo Hal empinando su jarra—. ¿Y por qué?

—Porque le has visto la cara.

—Tú también la viste.

—Lo sé. Anoche casi me rompió la testa.

Travis informó a Hal de los últimos acontecimientos.

—Nunca debí haberte ofrecido mi ayuda —suspiró Hal—. Ahora me persigue una rubia. Podría ser agradable, pero no me gusta que ande con un revólver.

—Estás tan complicado en esto como yo.

—Es una situación endemoniada. Escucha, la próxima vez que veas a esa chica le comunicas que he abandonado la trinchera. No quiero que me den un trastazo… —De pronto, Hal se animó—. ¿Y si fuera una solución? Podría ser la manera de librarme de mis terribles problemas. ¡Imagina el escándalo que se armará cuando se enteren de que la película no sirve!

—¿No puedes reclamar y exigir que te envíen material en buenas condiciones? No esperarán que el «Star» pague un material averiado.

—Quizá. ¿Pero qué material utilizo mientras tanto? Hayden anda por ahí tratando de conseguir buena película en los comercios de fotografía. Cline está a punto de pegarse un tiro. Todo es un desastre. En cuanto a los grabadores…

—¿Los grabadores?

Hal engulló su cerveza y movió la cabeza.

—La empresa también les envió película inservible. No puedo entenderlo. Toda la remesa llegó hace pocos días. ¡Qué agallas demuestra poseer esta compañía! «Mercancía embalada por el empleado número tal…, remesa verificada por el número cual…» ¿Para qué tanta historia si el material no sirve?

—Te compadezco —dijo Travis—, pero de un modo u otro te las arreglarás.

—Ojalá pudiese creerlo —dijo Hal encendiendo lo que restaba de su cigarro.

Llamó al camarero.

—Tráiganos otro par de cervezas. ¿No retransmiten el partido de béisbol?

El camarero se balanceó sobre sus pies mostrando cierto embarazo.

—Esperaba que de un momento a otro alguien me hiciese esa pregunta —dijo morosamente—. El televisor no funciona.

—¿Está estropeado? ¿Qué tiene?

—Véalo usted mismo —dijo el camarero dirigiéndose al aparato que estaba en un rincón del local—. Todas las tardes esto se llena de clientes. Se sientan, miran y toman cerveza. Pero hoy no. ¿Quién va a venir para mirar esto?

La pantalla pareció estallar bajo una confusión de sombras y nubes que se perseguían, interceptadas por una forma dentada que giraba como un torbellino. El sonido era un crujido áspero, chillón y zumbante.

—Ya ves —dijo Travis volviéndose hacia Hal—, siempre hay alguien más desdichado que uno.

—No le va tan mal como a mí. Hay una enorme diferencia.

—Puede ser. Pero, para aumentar aún más tu dolor, voy a pedirte el coche por unas horas.

—Bien, bien —dijo Hal—, toma todo lo que tengo. Si no estoy vivo cuando regreses, puedes quedarte con él.

Registró sus bolsillos y sacó las llaves.

—Está aparcado frente a la puerta sur del «Star» —continuó—. ¿Qué piensas hacer?

—Quiero proteger a una muchacha.

—Una muchacha, ¿eh? —Hal bebió su segunda cerveza—. Bueno, no creo que puedas tener grandes complicaciones a media tarde. ¿Podrás estar de vuelta a las cinco?

—Haré lo posible.

Se levantaron de sus asientos y avanzaron hacia la puerta.

—Mañana tendré el televisor en condiciones —les dijo el camarero cuando salían.

—No se preocupe; dudo de que mañana esté vivo —dijo Hal.

Travis se dirigió en el automóvil de Hal Cable hacia el este de la ciudad. Pasó por un barrio industrial, un parque y una zona poblada de árboles en la que se levantaban algunas casas, antiguas mansiones. Recorrió una ancha calle bajo una enramada de olmos que formaban un techo natural, y, al finalizar la hilera de árboles, irrumpió a la luz del sol.

En cuanto vio los anuncios de Higgins Development Co., a un lado de la carretera, aminoró la marcha. Un cartel indicaba Drexler Drive, una calle curva recientemente pavimentada que dividía un grupo de inmuebles en venta. Travis se internó en ella; al pasar vio postes con banderines luciendo la inscripción «Higgins» y algunos solares con un gran letrero que decía «VENDIDO» en letras rojas, clavado en el centro del terreno.

Era una zona muy vasta y en algunos de los bloques se veían huellas del trabajo comenzado, zanjas y cimientos. Algunos automóviles recorrían el lugar. Un grupo de gente que observaba un bloque se detuvo y miró a Travis con curiosidad.

Se dirigió a un edificio de un solo piso, situado varios bloques más abajo de la carretera. Pensó que si su suposición era correcta, Rosalee Turner debía encontrarse en aquel local. Travis dejó el coche en un aparcamiento próximo a la entrada; en la puerta había una placa donde podía leerse «OFICINA», en grandes caracteres.

La oficina constaba de una pieza única, muy grande, con varios escritorios. Cerca de la puerta había una baranda divisoria de madera. A Travis le recordó una ordenada oficina militar, y pensó que el Higgins Development Co. debía de haberse instalado con saldos del ejército. En la oficina sólo había una joven que escribía a máquina. Cuando Travis entró, ella levantó la cabeza:

—¿Puedo serle útil en algo? —preguntó con aire protector.

—¿Es usted Rosalee Turner? —inquirió él, quitándose el sombrero y aproximándose a la baranda.

—Sí. ¿Qué desea?

La señorita Turner tenía cabellos rojizos, ojos verdes y una suave piel de melocotón. Por lo que podía apreciar, estaba muy bien proporcionada. Pero cuando la miró por segunda vez observó en sus ojos una fría vaguedad, un atisbo de indiferencia que le disgustó. Era bonita, pero su belleza tenía algo glacial. Intuía que no era lo que él había esperado, pero no podía perder el tiempo en analizar sus sentimientos.

—Me dijeron que preguntara por usted —mintió Travis—. ¿Quedan aún algunos buenos solares?

—El señor Forrest volverá dentro de quince minutos. Acaba de salir con un cliente. ¿Quién le ha dado mi nombre?

—Un amigo. Compró un terreno aquí y pensó que usted podría quizá darme datos interesantes sobre precios y todo lo demás. No tengo mucho dinero y quisiera hacer una buena compra.

—El señor Forrest es el encargado de las ventas —dijo la joven—. Siéntese y aguarde un momento, por favor.

—Gracias.

Se sentó en un banco, junto a la baranda, y trató de continuar la conversación.

—Esto parece un lugar muy bonito…

La empleada le miró con desconfianza.

—Ya lo creo. Los clientes del señor Higgins y del señor Forrest son numerosos y se muestran satisfechos.

—¿Cuándo iniciaron la venta de los terrenos?

—Hace pocos meses. Al comenzar la primavera.

—¿Desde cuándo está usted trabajando aquí?

Ahora los ojos verdes mostraban interés, un interés taimado. Como no respondía, Travis continuó:

—Oh, es una pregunta sin importancia. Como usted se ha referido al señor Forrest, me ha parecido que hace poco tiempo que trabaja aquí, por lo que carece de autoridad para atenderme personalmente.

—Para su información, sólo soy una empleada. No intervengo para nada en la venta de los terrenos.

Travis sonrió:

—Pensé que una joven bonita como usted podría hacer algo más que el simple trabajo burocrático.

—¿Qué quiere decir? —repuso ella con visible hostilidad.

—No se ofenda, señorita —se apresuró a decir Travis—. Si he dicho que es bonita es porque la veo así.

—Gracias.

Había un deje de gratitud en su voz. La chica volvió a su trabajo.

—Viste usted con mucho gusto —dijo Travis con decisión.

—Procuro ser agradable.

—¿Usted misma se hace los vestidos?

La muchacha se volvió para mirarle.

—Por favor… El señor Forrest llegará de un momento a otro. Tengo que hacer mi trabajo.

—Discúlpeme. Pensaba que si usted misma se cose los vestidos, lo hace con una gran habilidad.

—¿Es usted, por casualidad, miembro del Club de los Cumplidos? ¿O se dedica a practicar «Cómo ganar amigos y causar buena impresión en sociedad» o algo por el estilo? Le repito que soy del todo ajena a la venta de los solares.

Travis continuó sonriente.

—Usted no cree en mi sinceridad, eso es todo. Pero soy sincero.

—Gracias.

—A propósito del Club de los Cumplidos, ¿usted pertenece a algún club?

—No.

—¿No se reunía usted, por casualidad, con otros socios, en la calle Winthrop, número uno, siete, dos, dos?

La vista de la joven se apartó de los papeles al lado de la máquina. Miró a Travis sin pestañear.

—Creo que he encontrado su carnet de socia —dijo sacándose del bolsillo la ficha de Rosalee—. ¿Dónde diablos está situado el número dieciocho?

—No lo hallaría aunque se lo dijese —contestó ella con cautela.

—Aquí dice que su número de ficha es diecisiete mil cuatrocientos treinta y dos.

La joven se levantó, le dio la espalda y se dirigió a la ventana.

—Rosalee, ¿cómo fue destruido el pequeño local del club?

Ella se volvió para mirarle, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Señor Travis, sería usted un caso bastante divertido si no resultara tan patético —observó con gran calma.

Al oír su nombre, Travis se sobresaltó.

—¿No se da cuenta de que le estaba esperando? —añadió ella—. Debe pensar que somos rematadamente tontos.

—¿Somos?

—Usted no puede apreciar ni comprender lo que yo podría decirle. Pero tal como están las cosas, y teniendo en cuenta lo ocurrido desde esta mañana, lo mismo da. Y ahora, váyase, por favor.

La señorita Turner regresó a su escritorio.

—¿Por qué da lo mismo? —exclamó Travis—. Si usted estaba enterada de lo que sucedía en esa casa de la calle Winthrop, es tan culpable como cualquiera de ellos. ¿También a usted le da lo mismo que doce hombres lo estén pagando con la vida?

—No se equivoca —dijo la señorita Turner bruscamente—. No me importa en absoluto.

—Entonces usted no es humana.

—¿Usted cree? ¿Y qué soy, según su opinión?

—Quisiera saberlo. ¿Cómo ha podido permanecer tecleando en su máquina durante estos dos días mientras un hombre tras otro llegaban al hospital con ese mal terrible contraído a consecuencia de algo que ocurría en la casa de la calle Winthrop? No, no puedo creer que sea humana.

—¡Qué necio es usted, señor Travis! Juzga al mundo desde su punto de vista; yo lo juzgo desde el mío.

—¿Carece usted en absoluto de compasión, de piedad, de sentimientos?

Travis se había puesto en pie.

—Sí, tengo sentimientos. Muchos sentimientos y tan profundos como los suyos. —Sus ojos relampagueaban y miraba a Travis con desafío—. Procedo de acuerdo con lo que me parece bien. Y estoy dispuesta a arriesgarlo todo por un ideal.

—Ningún ideal puede justificar la muerte de una docena de inocentes —dijo Travis acaloradamente.

—¡No hay hombres inocentes!

—¿Pero qué le pasa? ¿La han dejado plantada en alguna ocasión?

—No sea ridículo.

—¿También le parece ridículo que llame a la policía para entregarla?

—Sigue comportándose en forma ridícula.

—Ellos no son ridículos. Consideran que el asunto es grave.

—De este modo no conseguirían nada.

—Usted no va a ser muy popular.

La señorita Turner soltó un bufido. De repente, se hizo la calma en la oficina. Podían oír voces lejanas que venían del exterior y, a veces, el ruido de un coche que pasaba. Sonó el timbre del teléfono y ambos saltaron a la vez. La joven respondió:

—Para usted —dijo con extrañeza, tendiéndole el aparato.

Travis lo tomó, tan sorprendido como ella.

—Habla con Betty Garner —susurró la voz—. No profiera exclamaciones ni deje saber quién soy. Es muy peligroso para mí, ¿comprende?

—Sí, Linda —repuso Travis, prestándose al juego.

Observó que la señorita Turner se había retirado cortésmente a la ventana.

—Tengo una idea, Travis —dijo Betty—. Quiero hablar con usted a solas. Tengo que confiarle algo muy importante. No quiero intervenciones de la policía ni nada parecido. ¿Me da su palabra?

—Sí, Linda.

—Bueno, no comente nada. Vaya a su apartamento; le espero allí. Y ahora no me pregunte nada, se lo ruego. Travis…, es algo de vida o muerte. ¿Vendrá en seguida?

—Sí, Linda.

Ella se despidió y él colgó el receptor.

La señorita Turner se apartó de la ventana y le miró con frialdad.

Travis no se tomó la molestia de dirigirle la palabra. Dio media vuelta y salió.

Mientras se dirigía a su apartamento, Travis procuraba borrar de su mente la impresión causada por los glaciales ojos de la muchacha. Pensaba que no era posible encontrar dos seres más distintos que Betty Garner y Rosalee Turner. Betty parecía igualmente inteligente, pero había en ella oleadas de calor, de amistad, de buen humor. Rosalee era como una flor hermosa y mórbida, un ser con vida, pero sin corazón. ¿Cómo podía permanecer indiferente ante la muerte de todos aquellos desdichados?

Le admiraba que Betty supiera dónde se hallaba, pero comprendió que no era tan difícil para ella enterarse, porque el grupo vigilaba los hechos que concernían a la casa de Winthrop; posiblemente habrían prevenido también a Rosalee sobre su visita. Pero lo curioso del caso era que él no había comunicado a nadie, ni siquiera a Hal Cable, adonde se dirigía.

Una cuestión de vida o muerte, había dicho Betty. Fuera lo que fuese, era por lo menos un paso adelante. Por un momento tuvo la idea de llamar a la policía para contar con su apoyo en el apartamento o en sus alrededores; pero había aceptado las condiciones propuestas por Betty y le había dado su palabra. «Quizás yo sea rematadamente tonto —pensó—, pero me parece una deslealtad proceder de otro modo.» Además, deseaba creer en ella, deseaba que fuera digna de confianza.

Entró en el apartamento; Betty no había llegado aún. Esta vez, por lo menos, la entrevista no se iniciaba a culatazos. No habrían transcurrido ni cinco minutos cuando un suave golpecito resonó en la puerta. Era Betty.

Entró en la habitación, miró en derredor y sus ojos se iluminaron con agradecimiento cuando vio que no había nadie más.

—Le agradezco su confianza —dijo sentándose en el sofá—. En estos momentos mi conducta puede parecer sospechosa. Me costó mucho salir y telefonearle. Y aún más difícil me resultó salir para encontrarme con usted.

—¿Quiénes sospechan de ti? —preguntó Travis, acercándose a ella.

—Hay cosas que puedo decir y otras que no. No puedo contestar a esa pregunta.

—Me hablas como a un niño, como si no se pudiera confiar en mí. ¿Por qué no eres franca conmigo?

—No me explico por qué estoy actuando en esta forma —dijo ella mordiéndose el labio inferior, rojo y carnoso—. O quizá lo sé y no tengo otra solución. Ésta es la última vez que puedo ayudarle, es la última vez que le veré.

—¿Por qué?

Travis tomó sus manos entre las suyas; ella las retiró.

—Se trata de una organización muy meticulosa —dijo la joven desviando la mirada—. Estoy segura de que nadie fuera de ella tiene la menor idea de su existencia. Son pocas las cosas que nos incumben a cada una de nosotras. Si estoy aquí es por una sola razón: para cumplir con mi deber. Por eso nuestra situación es tan peligrosa.

Le miró con sus ojos brillantes.

—Se supone que he venido para matarle.

—Anoche estuviste a punto de conseguirlo —dijo él tristemente, acariciando la protuberancia de su cráneo.

—Lo lamento —dijo ella—. La verdad es que no pude hacerlo. Quizá… quizá no pueda matar a nadie. Pero esto no significa que no crea en nuestro plan. Sólo usted es la excepción. Usted solamente. Ningún otro ser viviente…

Él volvió a asirle las manos y esta vez ella no le rechazó.

—Anoche, cuando le golpeé con el revólver, revisé sus bolsillos y encontré las balas. Encontré también la ficha que había hallado en la casa de la calle Winthrop. Sabíamos que faltaba y fue ésta una de las razones por las que se decidió quemar la casa. Era fácil deducir que haría una visita a Rosalee uno de estos días, si ya no la había efectuado. Fue una suerte que no entregara la ficha a la policía.

—¿Para esto me has citado? —preguntó Travis.

—No —Estrechó sus manos, se inclinó hacia él sin darse cuenta de lo que hacía, como si sostuviera una lucha interna, y sus ojos suplicaron—. No, no fue por esta razón. Es porque no quiero que le suceda nada malo.

Sus grandes ojos azules le miraban, implorantes. Él la tomó en sus brazos y cubrió de apasionados besos sus labios, sus mejillas, su cuello, y el tibio aliento de la joven le enardeció. Pero Betty se desprendió con la misma prontitud con que había cedido.

—No, no —dijo suavemente, pero con resolución—, no seamos insensatos. Esto es imposible.

—No es imposible —afirmó Travis, atrayéndola hacia sí.

La tibieza de su cuerpo, su pecho agitado, sus mejillas inflamadas, aceleraban el pulso de Travis, que sentía crecer el deseo de estrecharla nuevamente en sus brazos.

—Querido, querido… —dijo ella, suavemente. Y continuó—: Es curioso. Nunca pensé que podría decir querido a un hombre. Me enseñaron a ahogar el sentimiento. No soñaba… —Betty se apartó un poco. Sus ojos brillaban, tenía el rostro encendido, jadeaba—. Travis, me pones en un aprieto… Vine a decirte que debes irte de Union City. ¿No comprendes que estás en peligro? No puedo soportar la idea de que tú te quedes aquí…

—¿Por qué? —preguntó él, algo fastidiado por sus altibajos de frialdad y de pasión.

—Estoy ofreciéndote una oportunidad para salvar tu vida —dijo la joven—. Estás en peligro de muerte. En peligro de… Es aún peor que la muerte…

—¿Qué quieres decir? Dijiste que yo formaba parte de tus «planes especiales», pero no sabía que alguien más estuviera tratando de cercarme.

—No es eso.

Los ojos de Betty estaban empañados en lágrimas. Se volvió a Travis y hundió la cabeza en su hombro.

—No quisiera verte… —sollozó—, así…, con la piel grisácea, como los otros hombres…

Los cabellos de la joven le rozaban el cuello; sentía latir su corazón. ¿Qué querría decir? ¿Por qué tendría que sucederle lo mismo que a los otros?

La tomó por los hombros y, mirándola fijamente, le dijo:

—Betty, debo de ser muy poco inteligente, pero no comprendo lo que dices.

Ella se acurrucó nuevamente entre sus brazos.

—Soy la persona más desgraciada del mundo. Yo creía en algo; le dediqué mi vida y todos mis pensamientos. Y ahora… ¿Por qué tiene que ocurrir esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —exclamó golpeando con el puño el hombro de Travis.

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y enjugó las lágrimas de la muchacha.

Betty parecía entonces una niñita, una adolescente, tal como la podía haber conocido a los dieciséis años. Una criatura espontánea, llena de asombro, de congojas y de amor.

—Me estoy comportando como una perfecta tonta, ¿verdad? —dijo sollozando—. Nunca en mi vida me he sentido más ridícula. Lo primero que debería haber hecho es matarte. Entonces no hubiera sabido cómo es esto… No me hubiera preocupado por ti.

—¿Por qué te preocupas por mí?

—A causa de mis sentimientos. He experimentado algo que los de mi clase nunca podrían…

—¿Tu clase?

Ella se había levantado y estiraba su vestido con la mano.

—¿Es de veras tan hermoso estar casada y besarse así? ¿Y tener hijos? ¿Ser madre? ¿Cuidar la casa?

—¿Estás mal de la cabeza? —dijo Travis, levantándose y aproximándose a ella—. Por supuesto, es muy hermoso. ¿Dónde has pasado tu vida? ¿No habías pensado nunca así?

Ella le apartó un poco.

—No, nunca lo había pensado.

—¡Condenada muchacha! —exclamó Travis.

De pronto ella recuperó su actitud anterior.

—Siéntate, Travis. Tengo que decirte algo y no quiero que estés cerca de mí. No podría decírtelo…

Su voz era serena y segura. Parecía haber recuperado el control de sí misma.

—Te dije por teléfono que era un asunto de vida o muerte —prosiguió la joven—. No mentía. Se trata de tu vida. No quiero que suceda, pero tu muerte parece inevitable.

—¿De qué estás hablando? Todos moriremos, ciertamente.

—Pero tú morirás antes de tiempo. Podrías salvarte temporalmente. Debes elegir entre irte de Union City o suicidarte.

Travis se apartó.

—Estás loca —dijo exasperado—. Acabas de estar entre mis brazos y quieres que me suicide. ¿Qué manera de razonar es ésa?

—¡Sólo trato de pensar en ti! —dijo apenada.

—Tienes una lógica espantosamente extraña. Si piensas tanto en mí sería mejor que me dijeras todo lo que sabes acerca de los doce hombres muertos, de la epidemia, de la casa de la calle Winthrop, de Rosalee Turner, de tu intervención en este asunto.

—No puedo decírtelo —dijo ella, apartándose bruscamente—. Estoy arriesgando mi propia vida al estar aquí, conversando contigo.

—Eso es lo que tú dices. ¿Acaso puedo creerlo? ¿Sólo por que tú lo afirmas?

—Podrías ver pronto muy claro todo esto —dijo firmemente—. Pero no lo conseguirás si te empeñas en quedarte en esta ciudad.

Travis se pasó la mano por el cabello y se sentó en una silla. Parecía que la joven estaba diciendo la verdad. Si había venido a salvarle la vida, ¿cómo podía seguir dudando? La miró.

—¿Dices que si no me voy de aquí moriré?

—Exactamente.

—Muy bien. Me iré, pero con una condición.

Ella frunció el ceño.

—¿Cuál?

—Que tú vengas conmigo.

Por un instante, la respiración de la muchacha se aceleró, apareció en sus ojos un destello de deseo y un repentino rubor le invadió el rostro. Pero inmediatamente volvió a mostrar su acostumbrada calma.

—No hay nada en el mundo que desee tanto, Travis —dijo suavemente—. Pero no te conviene que yo vaya contigo.

—Entonces me quedo.

—Pues eres un loco —dijo con voz aguda la joven.

Se quedó mirándole, incrédula, como esperando que él cambiara de opinión.

Entonces dio media vuelta y, antes de que Travis pudiera evitarlo; salió de la habitación. Se oyó el taconeo de sus zapatos mientras se alejaba por el pasillo.