Travis embistió golpeando. Su brazo alcanzó al otro y oyó el ruido metálico producido por un objeto que después de golpear contra la pared cayó al suelo. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar si sería un revólver, pues toda su atención estaba concentrada en la forma de dar al intruso un puñetazo que le dejara fuera de combate.
Su puño pasó rozando un rostro que apenas era visible a la escasa luz que se filtraba del vestíbulo; luego chocó contra su cuerpo. Travis se apoderó de los brazos del otro, impidiéndole actuar… Entonces descubrió que era una mujer. Una ráfaga de colonia perfumada la traicionaba.
Sin soltarla, caminó hasta la pared para encender la luz. Vio entonces que era la rubia del hospital, la joven que disparó contra él en el callejón. La empujó y ella avanzó unos pasos dando traspiés, mientras Travis recogía el arma del suelo y la encañonaba.
Cerró la puerta de un puntapié. Era la misma y hermosa rubia que tenía el corazón endurecido. No llevaba sombrero ni abrigo. El vestido bien confeccionado acentuaba su fina cintura. Ella lo miraba desafiante; su labio superior sobresalía un poco, afianzando su seguridad. Tenía algo que la distinguía de todas las demás mujeres que Travis había conocido. Quizá le parecía excepcional porque no le daba cuartel; tan decidida estaba a realizar lo que se proponía, aunque costara la vida de un hombre: Travis. Nunca se había sentido tan odiado.
—Siéntese —le ordenó, señalando con el revólver una silla.
—Gracias, prefiero estar de pie —contestó ella.
Su voz era vibrante y bien modulada.
—Como prefiera —dijo Travis, hundiéndose en un sillón—. ¿Qué se propone?
—Sinceramente, nada más que matarlo —respondió ella con calma.
—¿Por qué quiere matarme? ¿No bastan ya los otros?
—Usted es mi caso favorito. Realizaré mi proyecto a pesar de lo que pueda ocurrirme ahora.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué va a sucederle ahora?
—Usted llamará a la policía.
—Exactamente, nena. Pero creo que antes tenemos que conversar un poco para resolver nuestras pequeñas diferencias.
—Nuestras diferencias no son pequeñas. Usted es el único… No, son dos en realidad los que saben que estuve en el hospital.
Travis se quedó perplejo.
—¿Y lo admite?
—Usted y un hombre llamado Hal Cable son mis dos casos especiales.
Travis abrió el revólver, lo descargó y se guardó las balas en el bolsillo.
—No pienso seguir toda la noche con esto en la mano —dijo mirando el arma—. Parece nuevo.
—No ha sido estrenado, si le interesa saberlo.
—Probablemente ahora nunca lo será —dijo arrojando el revólver sobre la mesa.
—Parece estar muy seguro.
Travis se inclinó hacia delante.
—Veamos, preciosa —dijo—, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué trató de matar al viejo?
—¿Pretende que se lo diga? —dijo ella, sonriendo con sorna.
—Usted podría decírmelo, ya que dentro de un rato tendrá que explicárselo todo a la policía. Me gustaría ser el primero en escucharlo; eso es todo.
—No diré absolutamente nada a la policía.
—¿Qué relación tiene el anciano que murió con los otros hombres enfermos?
Ella le miró sarcásticamente, pero no contestó.
Travis se levantó y, dirigiéndose hasta donde se hallaba la joven, introdujo la mano en uno de los bolsillos de su traje, pero ella le dio un tirón.
—¿Qué hace usted? —dijo la muchacha con enojo.
—¡Cállese! —contestó Travis, cogiéndole un brazo y doblándoselo contra la espalda.
—¡Me está torciendo el brazo!
—Se lo soltaré después de que haya revisado sus bolsillos.
La joven forcejeaba, pero no pudo impedir que Travis revisara los dos bolsillos de su traje. En uno de ellos encontró un pequeño monedero adornado con cuentecillas.
—¡Ahora siéntese! —dijo, empujándola con fuerza hacia el sofá.
La rubia cayó sobre el diván. Luego se enderezó. No le sacaba a Travis la vista de encima. Éste se dirigió hasta la puerta, la cerró con llave y volvió junto al sofá. Comenzó a abrir el monedero.
—No encontrará nada ahí —dijo la joven.
—¿No?
Travis volcó el contenido sobre el sofá. Había un lápiz de labios, un espejo, una polvera, una billetera, cigarrillos, un encendedor. Abrió la billetera. Contenía dos billetes de diez dólares, un dólar suelto, algunas monedas, un carnet de seguridad social a nombre de Betty Garner, un permiso de conducir al mismo nombre, con domicilio en la calle Praire, 1822 Oeste, Union City, Illinois.
—Así que usted se llama Betty, ¿eh? Betty Garner. Bonito nombre.
—Usted se cree muy sagaz —dijo ella cruzando sus bien modeladas piernas y mirando en otra dirección.
—Betty —repitió él lentamente—. Alguien la interrogará tarde o temprano. ¿Cómo es posible que una muchacha como usted haya podido mezclarse en este asunto?
—Gracias por el cumplido. Me abstengo de hacer comentarios.
—¿Cuánto paga Dutch McCoy para eliminarme?
Ella le miró con expresión divertida.
—¿Eliminarle? Vaya una palabra rara. Hace años que no oigo un término semejante. ¿No le parece que es un poco melodramático?
Travis examinó el permiso de conducir.
—Usted trata de parecer mayor, pero aquí dice que tiene sólo veintidós años. ¿Qué clase de padres tiene, Betty, que le permitieron meterse en un lío tan grande?
—Por favor, no mezcle en esto a mis padres.
—Un punto flaco, ¿eh?
Travis sacó una libretita del bolsillo superior de su chaqueta, la abrió por una página en blanco, se acercó a la joven y comenzó a dibujar. Al principio ella no le prestó atención; pero luego echó una mirada, en el momento en que Travis terminaba de dibujar un círculo apoyado en la parte superior de una cruz, en el interior del cual estaba escrito: «23X».
Ella le arrebató la libreta y rompió la hoja. Había temor en su mirada. Su rostro estaba pálido; tenía los ojos muy abiertos y la respiración muy agitada.
—¿Qué es lo que usted sabe? —le preguntó la joven, horrorizada.
—Bastante.
Ella se mordía el labio superior. Le miraba muy preocupada mientras en su mano crujía el arrugado papel.
—Usted no puede saberlo —dijo la muchacha en voz baja.
—¿No? ¿Por qué? —preguntó Travis, sonriendo maliciosamente.
—Si lo supiera no estaría ahí sentado —replicó ella.
—¿Dónde estaría entonces?
La rodeó con el brazo.
—Oh, no lo sé. —Ella se llevó la mano a la frente—. Déjeme pensarlo. Usted…, usted me hizo poner nerviosa.
—¿Yo la he puesto nerviosa? —sonrió Travis—. Usted me ha puesto nervioso a mí. Primero en el hospital, luego en la calle y ahora aquí, en mi apartamento. ¡Y usted cree que soy yo el causante de sus nervios!
Travis apoyó las manos sobre los hombros de la joven.
—¿Por qué no me lo cuenta todo?
Ella movió la cabeza.
—¿Por qué no disparó su revólver cuando Hal y yo salimos de la taberna?
—No sé. Yo… Yo…
Travis estaba muy cerca de la joven. Podía apreciar la turbación en sus ojos, el temblor de sus hermosos labios, el halo de luz que rodeaba sus cabellos rubios.
De pronto, la estrechó contra él, respondiendo a una imperiosa necesidad que le inundaba. Sus labios se encontraron.
Ella inmediatamente se puso rígida y comenzó a arañarle y a golpearle con la punta de los zapatos. Pero Travis no la soltaba ni despegaba sus labios de los de la joven. Ella cedió pronto y dejó caer los brazos, como vencida. Pero no dijo una palabra.
Cuando Travis la soltó, la muchacha se recostó sobre el sofá, mirándole sorprendida.
—Yo…, yo —balbuceó temblando—, yo no pensé que sería así…
—Es usted muy hermosa —dijo él, inclinándose, como si fuera a estrecharla nuevamente.
—¡No! —gritó ella—. Por favor, no vuelva a hacerlo.
Se levantó del sofá y caminó por la habitación.
—¡Qué he hecho! —exclamó.
—¿Qué ha hecho? Ahora se pone melodramática. ¡Qué ha hecho! Tiene gracia —gruñó Travis.
Ella le miraba seriamente.
—Ya sé por qué no le maté esta tarde. Usted tiene algo, señor Travis… —Frunció el ceño y prosiguió—: Pero no sabe nada acerca de ese símbolo, ¿verdad? No, no debe saberlo, porque…
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros, resignadamente, y se sentó en un sillón.
—Ya me habían prevenido que podía suceder algo así. Pero no me imaginaba…
Parecía estar hablándose a sí misma.
—Jamás he conocido a una muchacha que hablase de un modo tan raro —afirmó Travis—. Jamás termina sus frases. ¿Qué significa todo eso?
—No puedo decírselo.
—Veamos, entonces, ¿qué puede contarme?
—Sólo una cosa —dijo ella seriamente—. Puedo darle un consejo. No sé por qué lo hago, pero me sale del corazón. Suicídese.
—¡Que me suicide! —dijo Travis sonriendo—. ¿Está loca?
—Ahora que le he dado el consejo —dijo ella con frialdad—, ¿por qué no llama a la policía tal como me anunció? Estoy preparada.
La joven evitaba la mirada de Travis.
Ahora le tocaba a él estar confundido. Si llamaba a la policía, perdería a la muchacha y también la posibilidad de obtener algún dato. Ya la había interrogado sin éxito, aunque ella no pudo evitar una reacción frente al dibujo del símbolo.
—¿Qué pasó en la calle Winthrop, uno, siete, dos, dos, Betty?
—Llame a la policía.
—¿Cómo puede usted ser tan indiferente cuando hay doce hombres muñéndose en el Union City Hospital?
No respondió. Travis siguió preguntándole.
—¿Conoce algo acerca de los virus?
Ella permaneció muda.
—¿Y sobre radiaciones?
Entonces le miró intensamente.
—Es absurdo, señor Travis, que siga haciéndome estas preguntas —dijo con calma—. No le responderé. Es mejor que llame a la policía.
La muchacha había recuperado su compostura anterior y su actitud desafiante.
—La policía posee métodos eficaces para obtener informaciones.
—Quizás yo tenga un método para no hablar.
—Muy segura de sí misma, ¿verdad?
—Tengo razones para estarlo.
Travis se levantó, dirigiéndose al teléfono. En realidad, estaba simulando, tratando de ganar tiempo. Además, le interesaba saber qué haría ella cuando él marcara el número de la policía.
Mientras pensaba en ello, dio la espalda a la chica un solo instante pero fue suficiente. Oyó un crujido y, al mismo tiempo, pudo ver un brazo que arrojaba algo metálico y brillante por el aire. Se maldijo por haberse descuidado durante aquel instante. Luego, dentro de su cabeza se produjo una especie de explosión luminosa, seguida por la más completa oscuridad.
Cuando Travis despertó, se encontró tendido sobre el suelo de su apartamento. Las luces estaban encendidas. Sentía un zumbido en los oídos y, al tratar de incorporarse, su cabeza comenzó a trepidar como una lavadora en funcionamiento.
No terminaba de reprocharse su estupidez. En tantos años de periodismo nunca le había sucedido nada semejante. Tuvo que soportar amenazas, empujones, bofetadas, patadas, maldiciones, insultos, arañazos… pero nunca lo desmayaron de un golpe.
Cuando consiguió incorporarse, se maravilló de estar aún con vida. La muchacha había hablado en serio…, de eso no había duda. Dijo que él y Hal constituían sus «casos favoritos». Fue hasta la cocina y se sirvió una bebida fuerte. Al pasar junto al espejo, se detuvo un momento para contemplarse.
—Hijo de mala madre —dijo a su imagen en el espejo.
Sentía el golpe que había recibido en la cabeza. Al palparse esa zona con los dedos experimentó un dolor terrible en todo el cuerpo.
¿Por qué no le había matado? De pronto recordó que ella le había dicho en cierto momento que él «tenía algo» que la detenía. Quizás estaba enamorada. Gruñó de rabia. Vaya forma de comenzar un romance, con un golpe en la cabeza. ¿Con qué le habría golpeado? Volvió a la habitación y buscó el arma.
Luego recordó el resplandor metálico. Buscó el revólver, pero había desaparecido. Hurgó en su bolsillo. No encontró las balas; eran lo único que le faltaba.
—¡Condenada criatura! —exclamó.
Volvió a la cocina y se sirvió otra copa. Miró al reloj. Las tres de la madrugada. No podía hacer nada a aquella hora.
¿Qué papel desempeñaba la muchacha? ¿Qué significaba el símbolo? ¡El condenado asunto iba volviéndose grotesco! Pero parecía evidente que el anciano estaba lúcido cuando lo dibujó.
Apuró su copa y se acostó.
A la mañana siguiente le despertó el timbre del teléfono. Era el capitán Tomkins. Dijo que el jefe de policía, Ward Riley, y el coronel Dwight O'Brien necesitaban verle. Travis tomó rápidamente el desayuno y se dirigió al juzgado.
—El capitán Tomkins me avisó que debía presentarme aquí —dijo Travis al sargento Webster—. Parece que el jefe y el juez desean verme.
—Aguarde un momento, señor Travis.
Travis tomó asiento en un banco y se puso a hojear el «Star» del jueves por la mañana. Por él supo que cuatro de los hombres que fueran internados el miércoles en el hospital habían muerto.
Sansone, Tobías y Kronansky eran tres de los muertos, tal como lo había predicho el doctor Leaf. El cuarto era un hombre llamado Rills que, evidentemente, llegó después. Travis pensó en sus viudas; ojalá lo tomaran con resignación.
Aunque la noticia de la epidemia y el anuncio de las seis muertes ocupaba un lugar importante en la primera página, Travis se complació al ver que el "Star" no exageraba las proporciones de los hechos, ya que una cosa semejante podría causar pánico entre la población. Los relatos eran sobrios, pero describían exactamente los sucesos. Las fotografías del doctor Leaf y del doctor Wilhelm producían un efecto tranquilizador.
El «Star» insinuaba que el foco epidémico sería rápidamente localizado, ya que la oficina de Salud Pública local había solicitado la intervención del departamento nacional.
Travis se sintió confortado al leer que no se habían registrado nuevos casos hasta el cierre de la edición del jueves, a las tres de la mañana, o sea a la hora en que volvió en sí después de haber sido golpeado. Se frotó instintivamente el chichón que tenía en la cabeza.
El periódico publicaba una extensa crónica sobre lo ocurrido y una entrevista al doctor Leaf efectuada por Donald Gilberts. Si Travis no hubiera estado con permiso, probablemente le habría tocado hacerla a él. Al final, el doctor Leaf daba su opinión acerca de la teoría de los virus, en contra de la teoría radiactiva. Se rió para sus adentros. La situación debía ser seria. De otro modo, el doctor Leaf no hubiera concedido una entrevista a la prensa.
Una voz le volvió a la realidad.
—¿Todavía está Travis?
—Sí, capitán —replicó el sargento Webster—. Está esperando afuera.
La puerta de la oficina del jefe se abrió y apareció el capitán Tomkins.
—Pase, Travis —dijo.
Travis dejó el periódico y entró en el amplio despacho del jefe de policía. Ya conocía a Riley, hombre alto y pesado, de cabello canoso, que solía usar gafas, salvo cuando hablaba en las ceremonias de graduación de los cadetes y en la fiesta del 4 de julio. También conocía al juez O'Brien, un hombre enjuto y demacrado, completamente calvo, de nariz larga y fina, ojos grises y dientes irregulares. Mascaba en todo momento un pedazo de tabaco. O'Brien se parecía exactamente a la imagen convencional de un juez de primera instancia. El capitán Tomkins también estaba presente. Travis vio, por último, al doctor Leaf, con su oblicua sonrisa habitual.
—Me imagino que usted conoce a todo el mundo, señor Travis —dijo el jefe.
Hizo un gesto de asentimiento:
—Sí, anoche conocí al doctor Leaf.
—Entonces, no hacen falta preámbulos.
Todos tomaron asiento y Travis encendió un cigarrillo.
El policía prosiguió:
—O'Brien ha decidido que no necesita su ayuda para la investigación porque cree que la muchacha no tiene nada que ver con la muerte del anciano. ¿Es así, Dwight?
—Sí —dijo O'Brien—. Ella puede haber tenido alguna participación en los acontecimientos que culminaron en su muerte, pero no es la causa directa.
—Pero usted está todavía complicado en el asunto —continuó el jefe—. Usted se encontraba allí cuando la muchacha llegó, según me han informado, y también estuvo en la casa.
—Es verdad.
—Entonces, ¿tendría inconveniente en hacer su declaración?
—Al contrario.
—Creo que lo que usted nos va a decir puede orientarnos; quizá nos proporcione una clave por medio de algún dato que para usted carezca de importancia. Tengo interés en que se deje constancia de todo lo que usted recuerde sobre este caso, desde el principio hasta este momento. ¿Tiene algo que objetar?
Travis aceptó.
—Me han dicho que el «Star» le ha concedido un año de excedencia. Después de dar su testimonio podrá alejarse de la Capital durante todo el tiempo que desee. ¿Ha decidido adonde irá?
—Todavía no —admitió Travis—. Todo esto me ha dejado aturrullado.
—Una rubia, jefe —intervino el capitán Tomkins—. ¿No recuerda su pelea con la muchacha rubia, en el hospital?
Todos rieron, a excepción de Travis.
—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó éste—. En el «Star» mencionan cuatro fallecimientos.
—Dos más esta mañana —dijo el doctor Leaf—. Ahora el total asciende a ocho.
Travis inclinó tristemente la cabeza.
—Supongo que no hay esperanzas…
—Aunque sea un lugar común, señor Travis, mientras hay vida, hay esperanza —dijo el doctor—; pero los otros cuatro parecen condenados a seguir el mismo camino. Es curioso que no se presenten casos benignos. El que enferma, está condenado. A menos que aparezca algo que no se nos haya ocurrido hasta ahora.
—Usted recibió esta mañana un informe de Chicago, ¿no es así, doctor Leaf? —preguntó el jefe.
El doctor asintió y dijo:
—Han hecho experimentos completos con los tejidos. Se diría que existen más motivos para pensar en una forma de radiación que en un virus, porque es evidente que todas las células se muestran afectadas en el mismo grado. El examen demostró que, sea lo que sea, estimula la actividad de la célula más allá de lo normal, destruyendo los genes y cromosomas en cualquier estado de evolución.
—Pero ninguna mujer… —se apresuró a decir el capitán Tomkins.
—Ya sé lo que iba a decir —prosiguió gravemente el doctor Leaf—. En efecto, ninguna mujer ha sido afectada. Ahora bien, caballeros, una célula es una cosa extremadamente compleja. La diferencia principal entre las células de un hombre y las de una mujer dependen de sus valores productivos, de las sustancias que segregan; su actividad glandular productora de hormonas, por ejemplo. Este proceso debe estar relacionado con lo sexual, pues las células femeninas y las masculinas cumplen sus funciones ordinarias de la misma manera. ¿Cuáles son las células masculinas atacadas en este caso? La respuesta sigue siendo una incógnita, aunque todos, en el hospital, formulamos algunas teorías al respecto. Ahora es, sobre todo, un asunto de eliminación. Terminaremos por averiguarlo.
Encogió los hombros y añadió más amablemente:
—Y una vez descubierto, no sé lo que haremos. Tal vez no sea más que el principio.
—Me hace pensar en una especie de cáncer —dijo O'Brien tomando un trozo de tabaco—. Un doctor me explicó algo así en cierta ocasión.
—Sí —replicó el doctor Leaf—, hay semejanza con el cáncer porque en este caso también las células son afectadas y mueren; pero algunas de ellas se inflaman y producen esas manchas rojas y purpúreas que nos han llamado la atención. Hay cientos de agentes químicos capaces de iniciar procesos cancerosos. Hasta los rayos del sol, recibidos con exceso, pueden producir un cáncer de la piel. El aire que respiramos contiene miasmas que, al parecer, pueden causar el cáncer. Las impurezas producen, en las áreas sensitivas, una irritación que altera el funcionamiento de las células, y los enzimas, esos miles de catalizadores químicos que gobiernan el crecimiento, y la química de la célula misma son afectados.
Mientras el doctor hablaba, Travis, distraídamente, se acarició la cabeza, y al encontrarse con la dura protuberancia que se le había formado, retiró la mano con presteza.
El doctor Leaf observó su movimiento y se acercó a él.
—Vaya. Tiene un feo chichón; no debe descuidarlo.
—¿Qué le ha ocurrido, Travis? —inquirió el jefe con interés.
—Bueno —dijo Travis—, no era mi intención decírselo, pero ya que viene al caso les confieso que me lo hizo la rubia que mencionó el capitán Tomkins. Me golpeó con un revólver.
—¿Por qué no refirió antes este hecho? —preguntó el capitán Tomkins, malhumorado.
—Para no perder la oportunidad de conseguir una información real. Ella me esperaba anoche, cuando volví a mi casa. Se había apostado detrás de la puerta con un arma.
A continuación hizo un resumen de lo sucedido con la muchacha.
—Se llama Betty Garner, ¿eh? —subrayó el capitán, anotando el nombre en su libreta—. ¿Cuál es su domicilio?
Travis se lo dijo.
—¿Por qué no llama a una patrulla y hace vigilar la casa? —intervino el jefe.
El capitán tomó el teléfono y dio la orden.
Una voz contestó: «Imposible comunicarnos con la patrulla que acaba de salir. Hay un desperfecto en la radio. El mecánico viene hacia aquí».
El capitán colgó el receptor con impaciencia y dijo:
—Saldremos nosotros. Me parece que tenemos que seguir en esta dirección.
—Yo me figuraba que lo sucedido anoche quedaría estrictamente entre la chica y yo —objetó Travis.
—Entonces, acompáñenos —dijo el capitán, sonriendo—; les cederemos a usted y a ella el asiento de atrás.
Poco después, Tomkins y Travis salieron en un coche patrulla que recorrió velozmente la avenida en dirección al extremo oeste de la ciudad, hasta llegar a una zona urbana en transformación. Los viejos y severos edificios habían sido desplazados y surgían nuevas construcciones blancas, de un solo piso y líneas modernas.
Cruzaron a toda prisa West Prairie, dejaron atrás praderas bien cuidadas, senderos pavimentados y bloques de pisos deshabitados. Los números pares estaban en el lado norte: 1600, 1700, 1800, 1802, 1806, 1810, 1812, 1818, 1820, 1824.
—¡Eh! —gritó Travis—, lo hemos perdido.
El capitán Tomkins se giró desde su asiento delantero y le dijo sonriendo:
—Puede estar seguro; y usted es el responsable. El mil ochocientos veintidós no existe.