5

—Escucha —dijo Hal Cable, mientras masticaba un pedazo de carne, moviendo el tenedor en el aire—, aquella muchacha no tenía intenciones de matarte. Es parte del juego. Para que te enteres de que es mejor no mezclarse en este asunto.

Terminó de masticar lo que tenía en la boca y cortó otro trozo de carne.

—¿Quién puede tener interés en que me aparte? —preguntó Travis.

—Posiblemente Dutch McCoy. ¿Acaso no descubriste que es el dueño de la casa? Te engañó con el cuento de la dama que quería alquilársela. Debe de estar metido en algo y tú te inmiscuyes demasiado…, eso es todo.

—Dutch no se ocuparía de montar un laboratorio. Él usa los números, la política, los dados… Son medios más simples y más efectivos.

—Está bien, está bien… —Hal cortó un trozo de carne—. Como quieras…

Siguieron comiendo en silencio. Cuando terminaron la carne, pidieron postre y luego café. Después Travis encendió un cigarrillo. Hal fumaba cigarros.

—Conoces todos los hechos y sigues pensando que el culpable es Dutch McCoy —dijo Travis—. No niego que tengas derecho a expresar tu opinión. Pero me parece raro que Dutch, que tiene otras cosas que hacer, se ocupe de montar un laboratorio.

—No comprendo por qué no dejas este asunto —dijo Hal secamente—. Querías tomarte un largo descanso, ¿verdad? Desde luego lo tendrás si vuelve a aparecer esa chica… Tratar de aclarar esto es como ponerse delante de un automóvil en marcha. Te iría mucho mejor que volvieres a trabajar para Cline y te limitaras a preguntar a la policía la evolución de este enigma.

—No, Hal. Me ocurre algo muy especial. Este caso es un verdadero estímulo para mí y quicio seguirlo hasta el final.

—Tu final, querrás decir. Estuviste en aquella casa. Podrías estar contagiado. Si hay nueve enfermos, tú podrías ser el próximo.

Travis sonrió.

—Y quizá también tú te expones en este mismo momento al estar cerca de mí.

Hal echó una nube de humo por la boca.

—Tienes sentido del humor…

—Mira, Hal —dijo Travis seriamente—. Hemos hablado con las esposas de los tres hombres que internaron primero en el hospital. No pudimos enterarnos de si estuvieron en la casa de la calle Winthrop. Pero ahora podremos descubrirlo…

—¡Podremos descubrirlo! —dijo Hal enardecido—. ¿Desde cuándo tengo algo que ver en esta investigación? Lo de esta tarde ha sido un favor especial. Tengo un empleo, ¿recuerdas?

—De acuerdo, amigo… Hablaré en primera persona. Si pudiera conversar con los hombres que están en el hospital conseguiría datos de primera mano. Es muy importante saber si entraron o no en la casa. Si lo hicieron, deben saber qué había en su interior y a qué se dedicaban sus ocupantes.

—¿Y si no estuvieron allí?

Deben haber entrado. No es posible que los microbios se hayan expandido por todo el barrio. No, deben haber estado en la casa algún momento…

—Entonces piensas visitar a esos individuos. ¿Y qué me dices de la muchacha? ¿No estás dispuesto a informar que la misma chica que trató de matar al viejo te apuntó con un revólver?

—¿Y si lo hiciera? ¿Sabes lo que diría el capitán Tomkins?

—Claro que sí. Diría que fue una lástima que no descargara el arma sobre ti.

—O algo parecido. No contaré nada de lo sucedido con la muchacha. Quizá vuelva a encontrarla algún día. Tal vez entonces haya cambiado…

Hal se quitó el cigarro de la boca y miró significativamente a su amigo.

—¿Sabes qué pienso? Pienso que te gustaría volver a encontrarla, que sientes atracción por ella, que…

—Tienes razón en lo primero y en lo segundo, Hal. En cuanto a lo tercero, fuera lo que fuere, probablemente te equivocarías.

Más tarde, Hal estacionaba el automóvil en la parte posterior del Union City Hospital.

—Sigo pensando que tu idea no es tan buena —dijo—. Ya te has expuesto una vez a los gérmenes cuando fuiste a la casa. Ahora quieres arriesgarte de nuevo.

—Necesito saber tres cosas —dijo Travis mientras abría la puerta del automóvil—. Primera: ¿estuvieron en la casa? Segunda: ¿por qué? Tercera: ¿qué vieron?

—Adelante, entonces… Puedes seguir mezclándote con toda esa gente contaminada. En cuanto a mí, sólo tengo que llevarte hasta tu casa, eso es todo.

—¿No piensas entrar?

Hal movió la cabeza.

—Quiero terminar mi cigarro. Tengo para una media hora, más o menos.

Travis cruzó la puerta de entrada para las ambulancias. Allí se encontró con un agente de policía a quien no conocía.

—¿Qué sucede? —preguntó Travis.

—Aquí hay algunos enfermos especiales. ¿Qué desea?

—Quiero ver al doctor Collins.

El policía descolgó el teléfono.

—Aquí hay alguien que quiere ver al doctor Collins —dijo. Luego, volviéndose hacia Travis, le preguntó—: ¿Su nombre?

—¿Es necesario que lo diga?

—Usted quiere verle, ¿verdad?

—Gibson Travis.

El policía pasó el dato. Se oía el susurro de una voz al aparato, pero Travis no podía entender lo que decía.

—Sí, señor —dijo el policía, y colgó el teléfono. Entonces se volvió a Travis—: Tiene que ir a la habitación diez.

—¿Encontraré allí al doctor Collins?

—Por favor, no pregunte tanto y vaya a la habitación diez.

—¿Por qué no me contesta? ¿De qué se trata?

—La habitación diez está en el primer piso, a la izquierda.

Travis subió las escaleras. Después de pasar por una puerta giratoria de vidrio, se encontró con otro policía.

—Pero, dígame: ¿Qué es esto? ¿Un hospital o una cárcel?

—¿Adónde va?

—Su compañero me dijo que fuera a la habitación número diez.

—¿A la diez? No puede entrar allí.

—Gracias.

Travis comenzó a caminar por el pasillo.

—¡Espere! ¿Adónde va?

Travis se detuvo.

—Trato de salir por el corredor principal. Me acabo de dar cuenta de que no es hora de visitas.

—Quizá sea mejor que vayamos a la habitación diez.

—Bueno, si lo cree conveniente, acompáñeme. Pero creo que puedo encontrarla solo. No soy ciego ni estoy imposibilitado…

—De todos modos, quiero ver si entra allí.

El policía le acompañó por el pasillo. Pasaron por una puerta que daba a una especie de vestíbulo con otra puerta. Travis la golpeó.

—¿Sí?

—¿Esperaba a este hombre, señor?

—Oh, sí. ¿Es usted Gibson Travis?

Travis asintió.

—Entre, entonces.

Travis entró en una habitación llena de humo de tabaco. Media docena de hombres dejaron de conversar cuando él entró. Luego se sentaron y le dirigieron miradas interrogadoras. El doctor Collins no estaba allí.

—Creo que me he equivocado —se disculpó Travis—. Yo buscaba al doctor Collins. No quiero interrumpir la reunión de ustedes.

—Siéntese, Travis —dijo el hombre de las cejas espesas—. Yo soy el doctor Stone, médico interno del hospital. El doctor Collins está arriba, muy ocupado.

Tomó a Travis del brazo y le invitó a sentarse.

—Éste es el señor Travis, caballeros. Señor Travis, le presento a los doctores Seabright, Shearing, Witkowski, Wilhelm y Leaf. El doctor Seabright es del departamento local de Salud Pública, los doctores Shearing y Witkowski son miembros del cuerpo médico de este hospital, y los doctores Wilhelm y Leaf pertenecen al departamento nacional de Salud Pública.

Travis saludó a cada uno de ellos. Ninguno le pareció especialmente simpático, salvo, quizás, el doctor Leaf; en su rostro se dibujaba una leve sonrisa. A Travis le disgustaron los ojos negros y brillantes del doctor Wilhelm; tampoco le agradaba su ceño fruncido ni la expresión de su boca. Wilhelm fue el que habló primero.

—¿Así que usted vio a la joven? —dijo—. ¿Qué papel desempeña ella en este asunto?

—No comprendo…

—Vamos, señor Travis. Hemos estado buscándole toda la tarde. El capitán Tomkins dijo que usted la vio. ¿Qué aspecto tiene…? Bah, no importa; en realidad sólo queremos saber qué datos tiene usted de ella.

—No sé absolutamente nada.

—Entonces, ¿qué opina sobre el dibujo?

—¿Qué dibujo?

—El que encontraron en la casa de la calle Winthrop —gruñó—. ¿Se da cuenta, joven, de que estamos frente a una epidemia? El capitán Tomkins nos dijo que usted estaba con él en la casa cuando se declaró el incendio. También dijo que usted le mostró el diagrama. Y ahora no sabe de qué le estoy hablando. ¡Creo que nos está mintiendo!

Travis se levantó.

—Está mezclando las cosas, doctor Wilhelm. No tengo por qué contestar a sus preguntas. No esperaba que un representante del departamento nacional de Salud Pública…

—Él tiene razón, doctor —dijo el doctor Leaf—. Todos nosotros estamos demasiado nerviosos. Hemos trabajado tanto en este asunto…

—Señor Travis —dijo el doctor Wilhelm aproximándose—. ¿Ha observado el diagrama dibujado sobre la pared de aquella casa?

—Ahora que me habla de otra manera, le contestaré. Sí, señor.

—Temo que no puede explicarnos nada acerca de su significado.

—No, lo siento. Entiendo poco de electricidad…

—Tampoco saben de electricidad el capitán Tomkins, ni los demás que estuvieron ayer en la casa, antes de que se quemara. Nadie tiene ojos, nadie tiene memoria…

—Lo siento. Yo no me gradué en física nuclear, doctor Wilhelm —replicó Travis.

—¿Por qué dice eso? —Wilhelm era un hombre fornido. Mientras hacía esta pregunta se situó a un palmo de Travis.

—No sé qué pretende usted de mí —contestó Travis—. Sólo he venido aquí para ver al doctor Collins.

—No estoy seguro de que no sepa nada —dijo el doctor Wilhelm—. ¿Por qué quiere ver al doctor Collins?

—Bueno, si es necesario, le diré que deseaba conversar con algunos pacientes.

—¿Acaso por curiosidad morbosa?

—No. Necesito saber si alguno de ellos estuvo en la casa de la calle Winthrop.

El doctor Leaf se acercó.

—Creo que puedo contestarle a esa pregunta. Hemos interrogado a los doce enfermos…, a los que todavía pueden responder. Ninguno entró en la casa.

—¿Así que ahora hay doce casos? Entonces, ¿cómo explica usted…?

—Venga y le mostraré algo —dijo el doctor Leaf dirigiéndose a la puerta—. Volveré en seguida, caballeros.

El doctor Leaf y Travis salieron de la habitación.

—No se ofenda por la actitud del doctor Wilhelm, señor Travis —dijo Leaf mientras caminaban por el pasillo—. Él es el responsable de este asunto y debe informar al Gobierno…, el cual no acepta informes negativos.

—Supongo que tendrá muchas preocupaciones.

—Si se tratara de algo tan simple como un virus… Los virus son partículas de materia formadas por una parte inerte y una parte con vida, demasiado pequeños para ser vistos con los microscopios comunes, capaces de atravesar los filtros más delicados. Están constituidos por diminutas moléculas de proteína, los compuestos más delicados que existen en la naturaleza, y un ácido nucleico. Si estos virus atacan al mismo tiempo todas las células del cuerpo humano, como parece ocurrir en estos casos, podrían consumirlas y reproducirse al mismo tiempo. Cada uno de los pacientes que tenemos arriba sería un campo excelente para alimentar a miles de millones de virus. Estos virus no poseen sistema respiratorio ni circulatorio. No responden a los estímulos. Es ridículo que le hable de esta manera. Es probable que lo que nos preocupa actualmente no haya sido originado por un virus, pero, si lo fuera, sabríamos contra qué estamos luchando. En eso estamos.

Se detuvieron frente al control de admisiones. A un lado había un gran mapa de la ciudad, Union City, cubierto con un vidrio.

—Observe todos estos puntos negros que hemos marcado —dijo el doctor Leaf—. Aquí está la casa de la calle Winthrop —continuó, señalando un punto rojo—. Ahora mire de nuevo los puntos negros.

Travis estudió el mapa. Doce puntos negros, a distancia de una manzana y media aproximadamente, rodeaban, en varias direcciones, al punto rojo.

—Están distribuidos en un área pequeña alrededor de la casa —se aventuró a decir.

—Así es. En todas direcciones. Por ello se descarta la posibilidad de que las bacterias hayan sido transportadas por el viento, los desagües u otros medios de transporte, incluyendo los animales, insectos, moscas, etcétera, que hubieran llegado a una mayor distancia de su fuente originaria.

—Entonces, ¿a qué se podría achacar una distribución semejante? —preguntó Travis.

El doctor Leaf sonrió. Era un hombre de mediana edad y no muy corpulento, a quien cualquiera podría confundir con un próspero comerciante o con un banquero. Sus ojos chispeaban de inteligencia; su perpetua sonrisa se contagiaba a los demás.

—El doctor Wilhelm se puso muy nervioso cuando usted mencionó la física nuclear, porque acabábamos de hablar sobre eso antes de que usted llegase. Él tenía la esperanza de que usted podría recordar algo del diagrama, ya que el capitán Tomkins y los demás no lo lograron. El capitán de policía no sabía si usted entiende algo de electricidad. El doctor Wilhelm le pidió al agente que le hiciera pasar apenas llegara…

—He venido con una sola idea en la mente; y me encuentro con todo esto. ¿A qué se debe semejante despliegue de policías?

El doctor Leaf se acercó a un sofá del vestíbulo y se sentó. Ofreció un cigarrillo a Travis.

—Hasta que sepamos algo más sobre esta enfermedad debemos andar con cuidado. Hemos impedido la entrada de toda persona ajena al hospital, hasta a los periodistas. A propósito, tengo entendido que usted también lo es.

—Pero actualmente me encuentro en situación de excedencia.

—Hace un momento el doctor Wilhelm decía que él debiera de haberse retirado, como tenía planeado. Así no se hubiera visto comprometido en este asunto. Eso es muy comprensible para nosotros, pero no para Springfield, que siempre exige y espera resultados.

—Exactamente igual que en el periódico.

—Bien —dijo el doctor Leaf—, he mencionado la palabra virus. Comúnmente, una enfermedad ataca alguna área especifica o provoca una combinación de síntomas; y a veces se manifiesta como una erupción cutánea general, como en las enfermedades infantiles. Sin embargo, en este caso parece proceder arbitrariamente. Ataca a un hombre tanto por dentro como por fuera. El doctor Wilhelm piensa que quizá la gente de ese laboratorio trabajaba con materiales radiactivos. Quizá los investigadores no advirtieron los efectos mortales que esas radiaciones podrían provocar; lo destruyeron todo cuando enfermó el primer anciano. Es ilegal trabajar con materiales radiactivos. Razón de más para destruirlo todo y luego incendiar la casa. Es probable que el viejo sea uno de los implicados.

—¿Entonces suponen que se trata de radiaciones?

—Eso parece más razonable que inventar un nuevo virus mortal. Nosotros reconstruimos los hechos de la siguiente manera: el viejo está experimentando; recibe así la mayor proporción de rayos a causa de su proximidad a la fuente; cae enfermo por efecto de la exposición. La gente del vecindario sólo enfermará más tarde, ya que está alejada del lugar de los experimentos. ¿Le parece lógico?

Travis hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Si se trata de radiaciones, ¿por qué los médicos no pudieron diagnosticarlo inmediatamente? Deben de saber bastante sobre el tema.

—Parecen radiaciones de un tipo desconocido —dijo el doctor Leaf—. Los dos hombres muertos y los que ahora se encuentran en el hospital no evidenciaron síntomas de radiaciones venenosas. Les administramos hexametafosfato, el antídoto para el envenenamiento por uranio, con la esperanza de que experimentaran alguna mejoría. No registramos ningún efecto. La única razón es que la radiación no es venenosa.

—¿La detectaron los contadores Geiger-Müller?

—Hicimos funcionar un contador en la casa incendiada y también aquí arriba, en el pabellón donde se encuentran los doce hombres. No evidenciaron la menor radiación.

—¿Qué sucede, entonces?

El doctor Leaf se encogió de hombros.

—Me resulta imposible contestar a su pregunta. El micrótomo nos ha revelado que todas las células del cuerpo de los dos hombres que murieron han sufrido el mismo grado de degeneración. La biopsia de los pacientes que aún se hallan con vida, muestra una degeneración similar, aunque no tan avanzada. Es como si el sol los hubiera quemado por fuera y por dentro al mismo tiempo. Como un aparato de diatermia. No se conoce ningún agente capaz de producir un proceso de este tipo.

Permanecieron silenciosos unos minutos. Luego Travis preguntó:

—¿Qué les ocurrirá a los hombres que están enfermos?

—Morirán. Los tres primeros que llegaron deben de haber muerto ya.

—¿Vio usted el diagrama que dibujó el primer paciente?

El doctor Leaf sonrió.

—Sí. Todos lo vimos y tuvimos una discusión al respecto. Piense un poco; alguien se contagia con esta enfermedad; siente que se vuelve loco; el dolor es terrible. Tengo entendido que al anciano le administraron una fuerte dosis de morfina y, aun así, no fue suficiente para calmarlo mientras lo trasladaban a la habitación. Veamos, ¿qué pensaría usted de lo que un hombre en ese estado ha dibujado?

—El doctor Collins dijo que en aquel momento parecía bastante consciente.

—Oh, no quiero que me interprete mal. En el dibujo puede estar la clave de todo el problema. No lo niego. Todos lo hemos considerado bajo ese aspecto. Según el doctor Wilhelm, es un símbolo fálico. Otros creen que es una clave, la dirección de alguna casa o algo que el individuo soñó. Reconocemos, por supuesto, que tendría un significado científico si el hombre era en realidad un investigador. Significa hembra. Pero, ¿hembra de qué? Hemos estudiado flores, insectos y animales tratando de localizar alguna clase del orden 23X, tal como escribió en el interior del círculo. Pero no hemos encontrado nada revelador.

—Usted dijo que el anciano podría ser el autor del experimento, el que recibió la dosis mayor de radiaciones. ¿Y qué me dice de quienes destruyeron el laboratorio?

—Sus ayudantes tuvieron, posiblemente, mejor suerte —dijo el doctor Leaf—. Hay muchas cosas raras en este caso… No sé qué pensar. Tampoco están más seguros que yo el doctor Wilhelm y los demás.

Travis arrojó su cigarrillo al suelo. Cayó junto a sus pies.

—Perdone que se lo diga, doctor, pero mi fe en la medicina ha decaído mucho. Si media docena de doctores que tendrían que entender algo de esto no resuelven el problema, ¿quién podría hacerlo, entonces?

—No haga una acusación tan general contra la medicina, señor Travis. Nosotros, los médicos, somos los primeros en admitir que es básico en nuestra profesión conocer las causas de las anomalías que se producen en un cuerpo humano. Pero no siempre logramos averiguar por qué muere un hombre. Hay numerosos misterios en el laboratorio, sobre la mesa de disección, bajo la lente del microscopio. Lo más probable es que la solución de este asunto esté delante de nuestras narices y que sea algo muy simple…

—¿Qué le parece si le hago algunas sugerencias? —preguntó Travis.

El doctor Leaf sonrió.

—Me agradará oír lo que usted pueda decirme. ¿Quién sabe? Quizás usted acierte con la solución.

—Probablemente no acertaré, doctor Leaf —dijo Travis—. Tengo ciertas dudas sobre un aspecto de la cuestión.

—¿Cuáles son?

—He pensado varias veces en ello. Numerosas mujeres viven en el barrio de la calle Winthrop uno, siete, dos, dos, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué ninguna ha caído enferma?

—Ya hemos discutido este asunto. Es tan misterioso como el resto del asunto.

—¿Ha pensado en la posibilidad de que en el cuerpo femenino haya alguna sustancia que las inmunice?

—Sí, desde luego. Podrían ser hormonas femeninas. Ya hemos inyectado estas hormonas a algunos de los pacientes, pero no experimentaron ningún cambio positivo.

—¿Qué puede decirme acerca del tejido afectado? Se vuelve gris, luego negro y aparecen esas ampollas rojas y manchas de color púrpura. ¿Mueren las células en esos lugares?

—Hemos examinado la piel, tal como le dije. Parece como si las células no quisieran seguir viviendo. Realizan sus funciones en forma imperfecta, esperando la muerte. Y la muerte llega, por cierto. Quizás esas células no puedan producir ya cantidades suficientes de los materiales que necesitan para realizar sus metabolismos. Van muriendo lentamente y producen las ampollas y las manchas purpúreas sin ningún control, del mismo modo que el cáncer ocasiona algunas veces una forma de melanomatosis que va acompañada por una pigmentación oscura de la piel. Pero esto es mucho más profundo… Creo que debo volver allá —dijo bruscamente el doctor Leaf, quitándose el cigarrillo de la boca—. Ya que usted no recuerda nada acerca del diagrama o de la muchacha, no necesita volver conmigo.

Se levantó.

—Muchas gracias, doctor. Un amigo me espera. Será mejor que me vaya.

Los dos hombres caminaron por el corredor hasta llegar a la habitación diez. Entonces, el doctor Leaf dijo a Travis:

—Usted parece estar interesado en este asunto. Si tiene alguna idea o encuentra algo interesante, avísenos, por favor.

Le tendió la mano, sonriendo. Travis se la estrechó, prometiéndole que lo haría.

Cuando volvió al automóvil, Hal le acosó a preguntas. Travis le refirió detalladamente todas las conversaciones mientras se dirigían a su apartamento.

—Así que estás dispuesto a continuar el juego, ¿eh? —comentó Hal.

Travis le miró.

—Por la forma en que hablas me haces sospechar que estás complicado en este asunto, Hal.

—Sí, por supuesto. Me sobra tiempo, ¿verdad? Creo que estás loco. ¿Para qué está la policía? Los más importantes facultativos de Springfield han venido para ocuparse del asunto, pero nadie ha efectuado aún progresos reales. ¿Te crees capaz de hacer algo?

—Aún no lo he intentado. Hasta ahora sólo he sido un inocente observador.

—Sí, un inocente observador…, pero esta tarde casi te pegan un balazo en la pierna.

—El incidente de esta tarde me ha decidido a continuar investigando este caso.

Hal gruñó. Detuvo el automóvil frente al apartamento de Travis.

—¿Por dónde comenzarás?

—Oh, tengo un par de ideas —contestó Travis, señalando la ficha que tenía en su bolsillo.

—Llámame cuando me necesites.

—Gracias, compañero —dijo Travis, saltando fuera del vehículo y cerrando la puerta.

Hal se alejó en el automóvil.

Travis entró en la casa. Su mente estaba rebosante de pensamientos acerca de aquellos doce hombres moribundos, con la piel veteada de gris, que yacían en el Union City Hospital; virus, radiaciones y células aniquiladas.

¿Cuál era la respuesta? Recordó que Arrowsmith habría sido capaz de montar un laboratorio con un microscopio y un palillo de dientes. «Bueno —pensó—, yo no sabría qué hacer con el microscopio, pero, en cambio, manejaría bastante bien el palillo de dientes. Conozco algo de lógica, y la ciencia es, ante todo, sentido común.» Recordó una frase de Albert Einstein: «La ciencia toda no es más que el refinamiento de la actividad mental cotidiana».

Él era incapaz de razonar tan bien como cualquier hombre de ciencia, siguió reflexionando. La diferencia estribaba en que el científico posee un mayor acopio de datos. Experimentó aquella familiar sensación de júbilo por haberse decidido a continuar investigando. Hasta el momento no le había ido tan mal… Además, en su bolsillo guardaba una ficha que podría ayudarle a descubrir algo.

Tomó el ascensor para subir a su apartamento. Rosalee Turner. Un bonito nombre. Se preguntaba cómo sería. Decidió buscarla al día siguiente mientras se encontrara trabajando en aquella sociedad de desarrollo, en Drexler Drive.

Bostezó mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta. Entró en la habitación. Percibió un rápido y brusco movimiento a través de la puerta entreabierta. Los músculos se le pusieron tensos y se le erizaron los pelos de la nuca.

Empujó la puerta con fuerza. Se arrojó al suelo y luego se abalanzó contra la persona que se encontraba allí.