4

La oficina de impuestos se encontraba en la planta baja de un edificio municipal, junto a los lavatorios públicos y a los almacenes del Estado. Estaba situada al final de una oscura galería y sobre la puerta se leía «IMPUESTOS MUNICIPALES».

Aquella oficina estaba al tanto de todo lo que sucedía dentro de la ciudad. Detrás de su puerta había archivadores de épocas tan diversas que bastarían para ilustrar una historia de la industria de los archivadores. A medida que la ciudad crecía se agregaban nuevos archivos. Cuando Travis pasó al interior de la oficina encontró, efectivamente, toda clase de ficheros; los había antiguos, muy adornados, con letras redondeadas; también estaban representados los más modernos, de metal gris y tiradores cromados.

Hiram Peaslip, el tasador, tenía mucho en común con su oficina. Era una reliquia, pero una reliquia que vivía en el mundo contemporáneo. Hiram conocía la historia de la ciudad y la de una gran cantidad de personas que la habitaban. Precisamente por eso, resultaba rarísimo que no tuviera el registro del número 1722 de la calle Winthrop. Y más curioso todavía que no supiera a quién pertenecía.

—¿Por qué no vuelve a mirarlo, señor Peaslip? —le urgió Travis—. Debería existir algún dato al respecto. Quizás el tesorero conserve algún recibo.

El señor Peaslip movió la cabeza.

—El señor Adams ordena alfabéticamente todos los recibos. Debe creerme, señor Travis. No está aquí.

Peaslip tosió. A Travis le pareció que lo hacía con cierto nerviosismo.

—Nunca he utilizado un sistema de fichero como éste —dijo Travis—. ¿Por qué no me deja probar? Quizás encuentre lo que busco.

—No puedo permitírselo, señor Travis —dijo Peaslip retorciéndose las manos—. Sencillamente, es imposible.

—¿Olvida usted, señor Peaslip, que los libros de tasación municipal son de propiedad pública?

Travis hizo un movimiento como para dirigirse a los archivos, que se hallaban un poco más allá, detrás de una puerta giratoria.

Peaslip se interpuso.

—No puede entrar. ¿Quiere ocasionarme dificultades? Quédese donde está, hasta que yo pregunte al alcalde si…

—Suba a buscar al alcalde y mientras usted vaya estoy seguro de que encontraré lo que busco.

—Entonces, lo llamaré desde aquí.

—Está usted interfiriendo mis derechos de ciudadano —dijo Travis—. Me quejaré al fiscal.

Los acuosos ojos de Peaslip se humedecieron y su rostro empalideció. Se restregaba las manos con mayor nerviosismo que al principio.

—Por favor, señor Travis. No complique más las cosas. Por favor, váyase.

—Mire, Hiram, yo no quiero causarle dificultades. Sólo necesito saber quién es el dueño de la casa de la calle Winthrop, número uno, siete, dos, dos.

Peaslip se mordía los labios. Miraba a Travis con desconfianza.

—Muy bien —masculló—. Yo…, yo se lo diré, pero prométame que no se lo contará a nadie. Es… ese lugar… era propiedad… se quemó, ¿sabe?, ayer, era…

—Al grano, señor Peaslip. No tengo tiempo que perder.

El tasador municipal se pasó la lengua por los labios.

—No debería decírselo. Esa casa pertenece al señor McCoy.

—¡Dutch McCoy!

El tasador asintió.

—Un millón de gracias, señor Peaslip —dijo Travis—. No se preocupe. Quédese tranquilo, pues no le ocasionaré dificultades. ¿Puedo usar su teléfono? Debo hacer una llamada, pero no tiene nada que ver con Dutch McCoy. ¿Tiene un plano de la ciudad?

Peaslip le extendió, con manos temblorosas, un plano de la ciudad. Travis buscó las tres direcciones: Willard, 1311; avenida Ridgeway, 2112; y Leland, 711. Gruñó desilusionado al comprobar que las direcciones, con excepción de la avenida Ridgeway, se hallaban a varias manzanas de distancia del número 1722 de la calle Winthrop. Tomó el teléfono y marcó el número del «Star». Pidió que le pusieran con la sección de fotografía.

—¿Hal?

—¡Hola! ¡El hijo pródigo!

—No tan pronto, Hal. Mira, tengo un trabajo para el que necesito tu colaboración.

—¿Quieres que te preste dinero?

—Nada de eso. Hablo en serio.

—Bueno, bueno. Te escucho.

Travis le explicó que, a pesar de que había decidido abandonar la investigación del misterio del anciano, los tres nuevos casos le habían hecho cambiar de idea.

—¿Para quién trabajas? Diablos, Trav no es de los que trabajan por nada. Siempre has pensado en ti mismo.

—¿Tú crees? Bueno, quizás haya cambiado. Quizá me hayan hecho cambiar un viejo muerto y completamente negro y un vagabundo, y ahora otras tres personas que se encuentran en la misma situación.

—Oí decir que también estaba complicada una chica. ¡Qué suerte tienes! Me contaron que tuviste que luchar con ella. ¿Has aprendido alguna presa nueva?

—Siempre tan chistoso. ¿Quieres ayudarme o no?

—Bueno, bueno. ¿Qué tengo que hacer?

—¿Puedes salir esta tarde?

—Claro que sí.

—Te invitaré a todas las copas que quieras si vas a ver a alguien de la familia de Tony Sansona en la calle Willard, número uno, tres, uno, uno. ¿Me comprendes? Y también a casa de Matías Kronansky, que vive en Leland, número siete, uno, uno. Del otro individuo me ocuparé yo mismo.

—Éstos son los tipos que están en el Union Hospital. Tienen…, no sé lo que es.

—Y se me acaba de ocurrir algo más, Hal… ¡Son todos hombres!

—¿Bromeas? ¿Qué esperabas, entonces? ¿Una rubia?

—No…, fue una ocurrencia, nada más.

—¿Qué es lo que tengo que buscar, Trav?

—A eso iba. Quiero saber si Sansona o Kronansky han rondado el número uno, siete, dos, dos de la calle Winthrop… Ya sabes…, el laboratorio que se incendió.

—Lo leí esta mañana en el periódico. También vi que te nombraban.

—No tuve tiempo de leerlo.

—¿Cuándo y adonde puedo llamarte por teléfono? Tal vez debiéramos concretar un sitio para vernos; así podré cobrarme las copas que me ofreces.

—Escucha. ¿Recuerdas aquella taberna que queda en la calle Empire? Se llama El Muchacho Risueño.

—¿Esa porquería?

—Queda cerca del lugar que nos interesa.

—Allí la mejor bebida sólo vale dos centavos.

—Entonces te invitaré a dos rondas. Nos encontraremos allí, por ejemplo a las cinco de la tarde. ¿Qué te parece?

—Bien, de acuerdo… Hasta luego.

Travis se despidió de Hiram Peaslip que había estado escuchando atentamente la conversación. Sólo obtuvo una especie de gruñido como respuesta. Salió de la oficina.

En el quiosco de la esquina compró un ejemplar del «Star». Allí leyó el relato de las dos misteriosas muertes y de su encuentro con una hermosa rubia que se proponía asesinar a un anciano. En cambio, no se citaban los tres nuevos casos. Se encaminó hacia la oficina de Dutch McCoy.

El célebre tahúr dirigía sus negocios desde una modesta oficina del centro… Al menos, para el visitante común tenía ese aspecto de modestia. Pero Travis conocía bien sus micrófonos, sus lugares ocultos que servían para espiar a los clientes y las puertas a prueba de balas.

Los jóvenes elegantes, de cabello lustroso, mirada de sabueso y prominentes sobaqueras, no le pusieron dificultades. Pasó junto a ellos y entró rápidamente en el despacho de Dutch.

—¡Phillips Gibbs! —gruñó Dutch desde su escritorio, tendiéndole una mano pequeña y gorda—. Aquí está el que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo cuenta. Siéntese y tome un cigarro.

—No, gracias.

Travis se sentó.

—¿En qué puedo servirle, amigo mío?

—Se lo voy a explicar en pocas palabras, Dutch. ¿Qué puede decirme del edificio que se incendió ayer en la calle Winthrop uno, siete, dos, dos?

Dutch no pareció sorprenderse por la pregunta.

—¿Qué puedo decirle? —preguntó con calma.

—¿Era de su propiedad el laboratorio que se quemó?

—¡Qué gracioso…! La policía me hizo la misma pregunta esta misma mañana. Le diré lo que les contesté a ellos. No, no era mío ese laboratorio.

—Entonces, ¿de quién era?

Dutch meneó la cabeza.

—No tengo la menor idea.

—Pero usted era el dueño de la casa.

—Está hablando como un policía. Por supuesto, yo la arrendaba… Ellos también me preguntaron a quién se la alquilaba, y yo les contesté que eso era asunto mío.

—¿A quién alquilaba la casa?

—Travis, ya sabe que yo le aprecio. —Dutch encendió un cigarro y prosiguió—: ¿Y sabe algo más? Se lo voy a decir: no sé nada más.

Travis se levantó.

—¡Eso no es una respuesta!

—No estoy acostumbrado a que me hablen en ese tono —dijo Dutch en voz cortante.

—Si hay alguien en esta ciudad que sabe todo lo que pasa, es usted. ¿Cómo va a hacerme creer que no conoce a la persona a quien alquilaba su propia casa?

—Muy bien, Travis —dijo Dutch, volcando la ceniza de su cigarro en un cenicero—. Voy a decirle lo que pasó: recibo una llamada telefónica. Es una mujer. Está enterada de que yo tengo esa casa desocupada. Me pregunta si quiero alquilarla. Yo le contesto: «De acuerdo». Ella pregunta: «¿Cuánto?» Como no me agrada el timbre de su voz, le respondo: «Mil dólares por mes». La mujer agrega: «Mañana recibirá seis mil dólares por correo. Nos mudaremos la próxima semana». Yo le digo: «Trato hecho». Al día siguiente recibo la cantidad estipulada en billetes de cien dólares. ¿Qué diablos me importa todo lo demás? Nunca fui a ver la casa desde entonces.

—Gracias, Dutch —dijo Travis—. ¿Cuánto tiempo hace de esto?

Dutch reflexionó unos instantes.

—Fue hace seis meses.

—Gracias nuevamente, Dutch.

—¿Me cree? —preguntó Dutch, mirándole con llaneza.

Travis no podía saber si le había mentido o no, pero se sintió predispuesto a creerle.

—Sí, le creo.

—Usted es un buen chico. Me inspira simpatía.

Travis estaba acostumbrado a conducir uno de los automóviles del «Star»; ahora se veía obligado a elegir entre un taxi y un autobús. Como quería economizar, tomó un autobús que le llevó hasta el otro extremo de la ciudad, como el día anterior. Buscaba la casa de Jeb Tobías en la avenida Ridgeway, 2112, la misma avenida que había visitado veinticuatro horas antes. Comprobó que se hallaba a pocas manzanas de distancia del almacén donde vivía la pequeña Lila.

La casa de Tobías era modesta. La pintura fresca y las ventanas relucientes denotaban un buen cuidado doméstico. La hierba del sendero parecía haber sido cortada pocos días antes y, junto a la calle, se extendían una empalizada baja y un cerco de arbustos recién podados.

La señora Tobías abrió la puerta. Sus ojos azules estaban velados por las lágrimas y tenía en desorden los cabellos semicanosos.

Travis se presentó y ella le franqueó la entrada, aunque no parecía tener ganas de hablar del asunto.

—Ni siquiera me dejan que lo vea —se quejó—. Jeb está completamente solo en el hospital. En veinte años, es la primera vez que nos separamos. Mandé a los chicos a casa de mi hermana con la esperanza de que me permitieran traerlo aquí. Le juro que yo podría atenderlo tan bien como ellos.

Travis tuvo especial cuidado en no referirse al tipo de dolencia que aquejaba al marido de aquella mujer. En cambio, le preguntó si él había estado alguna vez cerca de la calle Winthrop, 1722.

—¿Calle Winthrop? —preguntó ella frunciendo el ceño—. ¿Por qué? Queda a una manzana de aquí. ¿Qué número ha dicho…?

—Quizás este dato le ayude a recordar. Se encuentra junto una especie de almacén que tiene en la fachada un rótulo que dice: «Morris número seis».

—¿«Morris número seis»? ¡Allí trabaja mi marido! Unos días va a la fábrica de enfrente, y otros debe ir al almacén. En la fábrica trabaja como obrero, pero en el almacén es una especie de capataz… En realidad, no sé exactamente qué hace en ese almacén.

—¿Sabe si su esposo visitó alguna vez la casa situada junto al solar, en la calle Winthrop, uno, siete, dos, dos? Da precisamente al oeste del almacén.

La señora Tobías sacudió la cabeza.

—Jeb es un hombre muy correcto. Se dedica a su trabajo y no le gusta el chismorreo. No, nunca le he visto salir para nada del almacén. El señor Sargent, su patrón, dice de él que: es uno de los obreros más leales que tiene en la fábrica…

La mujer continuó hablando acerca de su marido; Travis la escuchaba por amabilidad, ya que parecía haber olvidado momentáneamente la enfermedad de éste. Cuando la mujer terminó, el periodista le dio las gracias y se despidió.

Eran cerca de las cinco de la tarde, hora de su cita con Hal Cable. Como la taberna quedaba cerca de allí, decidió hacer el recorrido a pie.

Los hechos parecían haberse aclarado bastante. Muere un anciano. Luego muere un vagabundo. Ambos estuvieron en la casa de la calle Winthrop. Más tarde enferman otros tres. Uno de ellos trabajaba cerca de allí. ¿Visitó también éste la casa lindante al almacén? No parecía probable que los gérmenes hubieran salido del laboratorio y llegado hasta el almacén, enfermando de este modo a uno de los obreros.

Si los gérmenes —si es que realmente eran gérmenes— podían expandirse hasta una distancia semejante, con toda seguridad Travis, el capitán Tomkins y media docena más de personas enfermarían de un momento a otro. Los microbios necesitan un tiempo de incubación: cinco, seis, catorce días. Sólo había un fragmento del rompecabezas que aún no estaba situado. Era la muchacha rubia. Si el viejo estaba destinado a morir, ¿qué interés tenía ella en precipitar su fallecimiento? Si tanto le preocupaba matar a aquel anciano, ¿por qué no mató a Tobías, Sansona y Kronansky? Quizás en aquel mismo momento recorría el pabellón donde se encontraban esos hombres. Pero en ese caso se exponía al contagio… O quizás ya había padecido la enfermedad, o yacía muerta en algún desván ignorado.

Se estremeció al imaginar aquellos hermosos ojos cerrados por la muerte, las bonitas piernas ennegrecidas, el cuello, blanco y suave, teñido de gris y con manchas purpúreas…

Entró en la taberna.

Buscó a Hal pero no lo vio. Como faltaban aún cinco minutos para las cinco, decidió telefonear amistosamente al capitán Tomkins, que debía encontrarse todavía en su oficina. Fue a la cabina y marcó el número del policía.

—Sigue metido en eso, ¿eh? —dijo el capitán.

—Me han interesado ciertos aspectos del caso, capitán.

—¿Una rubia de unos veintidós años?

—Algo más que eso. Se me ocurrió que podría prestar algún servicio. Espero no interferir en sus investigaciones.

—No se preocupe por eso. Si llega a molestarme le eliminaremos a tiempo. Hay reporteros a carretadas. ¿Qué se propone ahora?

—Quisiera saber si lograron identificar al viejo.

—Voy a decírselo por tratarse de usted. En Washington no figuran sus datos. ¿Recuerda las huellas digitales que tomaron en la casa de la calle Winthrop? Las huellas que aparecían en la superficie de las probetas y de los objetos metálicos… Tampoco han podido determinar a quién pertenecen. Por lo visto, estos criminales no son conocidos. El jefe Riley y yo conversamos con los hombres que estuvieron allí aquella mañana. Suponemos que el lugar era una especie de central manufacturera de algún producto desconocido. Nos dijeron que la máquina debía de servir para soldar y que entre los desperdicios diseminados por el suelo encontraron filamentos de acero, como si hubieran cortado allí láminas metálicas. Luego está el vagabundo. Seguimos la pista de Grimes desde que dejó la penitenciaria del Estado hasta hace dos meses, cuando desapareció de la ciudad. La autopsia reveló las mismas causas que provocaron la muerte del viejo. Hasta ahora los médicos están confusos.

—He oído decir que van a venir algunos médicos oficiales, capitán.

—Sí, los del departamento de Salud Pública. Salieron esta tarde en avión. ¿Quiere saber algo más?

—He estado haciendo algunas exploraciones. Me enteré de que Jeb Tobías, uno de los enfermos, trabajaba en el depósito de donde salieron los disparos.

—No habíamos pensado en eso. Muchas gracias.

—También descubrí que Dutch McCoy es el dueño de la casa incendiada.

—Ya lo comprobé yo mismo esta mañana. Como de costumbre, Dutch no quiso decir una palabra.

—Le llamaré si consigo más datos.

—Si se siente enfermo, avíseme. Recuerde que también nosotros estuvimos en esa casa, Travis.

—¡Ah, sí! ¿Cómo se encuentra?

—Hasta ahora muy bien. Pero hay media docena de personas que no se sienten tan bien.

—¿Media docena de personas? ¿Qué significa esto, capitán?

—¿No se ha enterado? Esta tarde se produjeron seis nuevos casos. Ahora hay nueve en el hospital.

Travis sintió náuseas.

—Gracias, capitán —dijo—. Gracias por el dato. Hasta luego.

Hal Cable entró en la taberna poco después de las cinco y se dirigió a la cabina telefónica donde se encontraba Travis.

—¡Ah, me diste un trabajo difícil! —dijo, resoplando y enjugando su frente sudorosa con el pañuelo—. Ya veo por qué no te ocupaste tú mismo de esto. ¡Uf, qué calor!

Hal se quitó el sombrero y lo colocó encima de una silla.

—Y bien, ¿qué descubriste?

Hal levantó la mano en señal de protesta.

—Espera un minuto. ¿Dónde está el trago que me prometiste?

—Primero habla.

—Diablos, ya te contaré. Bebamos antes.

—¿Eres alcohólico?

—No he tomado nada todavía.

—Entonces, de acuerdo.

Travis ordenó un whisky y un ginger ale.

—Veamos ahora.

—Bueno, primero fui a la casa de Sansona, en la calle Willard. La señora Sansona estaba muy nerviosa a causa de que no le permitían siquiera ver a su marido. ¡Tendrías que haber oído lo que decía la gente del hospital!

—No te mandé para escuchar.

—Bueno, bueno. Ya oirás lo que deseas. Parece que Tony, su marido, trabaja para la compañía industrial Morris. Su trabajo consiste en ayudar a un operario en un almacén que queda justo al lado de la dirección de la calle Winthrop que tú me diste.

—Tal como suponía. Seguramente trabaja para Jeb Tobías. Éste es capataz o algo parecido en el almacén, adonde va en días alternos. Es uno de los que están internados en el hospital.

—En cuanto a Kronansky, el de la calle Leland… Casi me resultaba imposible comprender lo que decía su mujer. Es polaca y, según me pareció, hablaba bastante acerca del hospital. También dijo que no le permitieron entrar a ver a su marido.

Hal Cable vació su copa y prosiguió.

—Parece que Kronansky se fue de la casa hace algunos días y vivía con su hija en la calle Archer número uno, siete, uno, ocho. ¿Sabes dónde queda?

—No. ¿Tenía alguna conexión con el almacén?

—Ninguna. Vivía con su hija…, a costa de ella, me parece. No trabajaba.

—¿Cómo se contagió, entonces?

—Iba a decírtelo. La calle Archer queda al norte de la calle Winthrop.

—¡Comprendo!

—Muy bien. ¿Qué tal si tomamos otro traguito?

Bebieron otra copa.

—¿Qué deduces de todo esto, Hal?

—Que los tres hombres deben de haber entrado en la casa de la calle Winthrop…

—Pero, ¿para qué? Hay algunas novedades. Se conocen seis nuevos casos. Los llevaron esta tarde al hospital. Me lo acaba de decir el capitán Tomkins.

—Cuando venía hacia aquí, pasaba una ambulancia a toda velocidad. Quizá se haya producido otro caso más.

—Mal asunto, Hal —dijo Travis sombríamente, mirando el fondo de su copa.

—Está ocurriendo algo incomprensible. Dutch McCoy, y esto es estrictamente confidencial, me habló de una mujer a quien nunca ha visto, le alquiló la casa por seis meses a razón de mil dólares mensuales y ella le pagó por adelantado con billetes de cien dólares.

—Veamos, ¿por qué esa mujer alquiló una casa semejante por tanto dinero? Sólo se me ocurre una cosa; pero no había razones para incendiarla.

—No, hay que profundizar más todavía. Ya tenemos los datos; sólo hay que compaginarlos. ¿Has conseguido tener la tarde libre?

—Dejé a Hayden en mi lugar. Tengo todo el tiempo libre. ¿Vamos a comer?

—Pero no aquí.

—Claro que no. Vamos al Manor.

Travis aceptó. Tomaron una copa más y salieron del Muchacho Risueño. Eran las seis de la tarde y el tránsito había disminuido.

—Dejé el coche en la esquina —dijo Hal—. No había forma de aparcarlo. ¿Quieres esperarme aquí?

—Por supuesto. Me gusta que me sirvan bien.

—¿Ah, sí? Pues a mí no me gusta servir. Vamos a pie.

Caminaron juntos calle abajo y pasaron frente a una sastrería, una peluquería y un pequeño restaurante repleto de gente.

Al llegar a la esquina, una muchacha rubia les cortó el paso. Era algo más baja que Travis. Una joven hermosa con las piernas más bonitas del mundo. Era aquella muchacha que tenía tan buen aspecto de frente como de espaldas. Sólo había dos cosas desagradables en ella en aquel momento. La primera: sus ojos expresaban odio. La segunda: llevaba un revólver en la mano.

La muchacha, Travis y Hal Cable quedaron paralizados, como si estuvieran dentro de un cuadro. Luego la escena se animó; ella dio media vuelta y echó a correr por la calle, en dirección a un callejón. Travis y Hal la persiguieron.

Cuando la alcanzaron, ella comenzó a girar en torno a los dos hombres, empuñando el arma.

—La usaré —dijo con firmeza—. La usaré si se acercan. Ahora den media vuelta y váyanse.

Los dos hombres no quisieron poner a prueba los nervios de la joven rubia y obedecieron. Después de caminar algunos pasos, Travis se volvió, pero no vio a la muchacha. Él y Hal se lanzaron de nuevo en su persecución. La joven corría por la avenida, revólver en mano. Cuando se volvió y comprobó que la seguían, les disparó. El proyectil levantó un poco de polvo en el pavimento, rebotó y pasó por encima de sus cabezas. Travis y Hal se agacharon para ocultarse.

—¡Era la rubia! —dijo Travis.

—Vaya. Conservas bonitas amistades —comentó Hal, respirando con dificultad.

—Sí… Este asunto se está volviendo cada vez más raro. ¿Por qué querría matarme?

—No quiere. De lo contrario lo hubiera hecho.

—Entonces, ¿por qué simuló toda esta escena?

—Para asustarte, probablemente. Escucha, desde que salí del ejército no había hecho tanto ejercicio como hoy.

Hal seguía agitado.

—Vamos al Manor.

—Sigo pensando que es una chica bonita.

—Sí, sí. Especialmente para casarte con ella. Nunca sabrías cuándo va a jugarte una mala pasada.

—Debe sucederle algo raro. No parece la clase de chica que va por ahí con un arma en la mano.

—Sin duda tú no eres el tipo de hombre sobre quien piensa descargarla.

—Quisiera estar convencido de ello.