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Sentía una extraña sensación de júbilo, que parecía originarse en la boca del estómago y extenderse hasta la punta de los dedos, hasta las uñas, y a la cabeza. No era nada nuevo para Travis; ya lo había experimentado varias veces mientras trabajaba en el periódico. Eso significaba que se hallaba cerca de algo que le gustaría hacer y que no se sentiría satisfecho hasta que no lograra una respuesta a sus dudas.

Siempre consideró esta sensación de la manera más científica posible. La había seguido desde que nacía en el estómago y luego se dispersaba por todo el cuerpo, lo mismo que cuando se toma whisky. Pero nunca supo cuáles eran los fenómenos orgánicos que se producían, qué glándulas volcaban su contenido en la sangre o qué cambios tenían lugar dentro de su cuerpo. Una vez consultó a un psiquiatra. Éste le miró con desconfianza y, desde entonces, no volvió a mencionar aquella sensación ni a consultar a nadie más.

Pero ahora estaba algo preocupado. Generalmente esa sensación se limitaba a sus relatos periodísticos. Por ejemplo, en ocasiones todos los redactores tenían que presentar sugerencias sobre la forma de publicar una serie de artículos sobre Dutch McCoy. Dutch era el rey de los jugadores de Union City.

El director pedía un voluntario que tuviera una idea original. La misma sensación de júbilo le sobrevenía a Travis cuando se le ocurría una de esas ideas.

—Yo me ocuparé del trabajo sobre Dutch —dijo Travis a Cline.

—¿Qué dices? —rugió Cline—. Sólo he dicho que necesito una idea.

—Creo que la tengo.

—Ojalá sea buena —prosiguió Cline—. ¿De qué se trata?

—Hagamos que el mismo Dutch escriba el relato y se ocupe también de las ilustraciones.

El pesado puño de Cline cayó con fuerza sobre el escritorio. Nadie reparó especialmente en ese acto.

—¡Que Dutch escriba tu artículo necrológico, querrás decir! ¿Es que tienes aserrín en la cabeza?

—No dispongo de todo el día, Cline —dijo Travis—. Tengo que terminar un trabajo, ¿recuerdas? No me interesa lo que tú pienses de mis facultades mentales. Sólo quiero saber cuándo comienzo y para cuándo lo necesitas.

Su experiencia de diez años en el periódico —igual a la del mismo director— le daba a Travis cierto derecho para emplear algunos principios elementales de psicología práctica con un hombre como Cline, de genio tan particular.

El director Cline suspiró largamente y con todas sus fuerzas.

—Está bien —dijo—. Escribe tu parte y dinos para cuándo tendremos el resto.

Era en esos momentos cuando el júbilo estallaba en su estómago y se extendía por todo su cuerpo. Reía al recordar lo fácil que había resultado todo.

—¿Qué anda buscando ahora el gran Narigón? —dijo Dutch McCoy—. Y hablando de narices, parece que la tuya está bastante limpia, muchacho.

—Por lo menos, procuro que lo esté —dijo Travis, sentándose en el escritorio del hombre importante—. ¿Qué te parece si trabajamos juntos un rato?

Dutch fijó sus ojos redondos y negros en Travis; denotaban desconfianza:

—¿De qué se trata?

—Me han encargado algo muy difícil, Dutch.

—¡Aja! ¿Y qué tengo que ver con eso?

—Está relacionado con usted… Mi tarea es usted mismo.

Al principio, los ojos de Dutch se ensombrecieron, su labio superior se levantó un poco y Travis esperó una explosión de ira. Pero aquellos ojos redondeados se suavizaron y le miraron con curiosidad.

—¿Y por qué yo?

—Porque usted es todo un personaje.

—Ah, ¿sí? ¿Y quién dice eso?

—Lo dice el periódico «Star».

Finalmente Dutch aceptó la proposición. Él mismo hizo todas las sugerencias; prácticamente fue él quien escribió el artículo. Era muy natural: Dutch era de esa clase de hombres a los que les gusta emprender cualquier cosa. Cuando terminaron, encargó doscientos ejemplares del periódico y una docena de epígrafes para cada fotografía que, por orden suya, serían tomadas por Hal Cable.

La ansiedad que sentía Travis antes de realizar el trabajo era como una especie de desafío. Travis sabía que para conseguirlo tenía que usar su cerebro. Ahora que lo había logrado volvía a sentirse como si flotara.

De pie, en pijama y bata, junto a la ventana de su habitación en el hospital, veía desaparecer la luz de los faros a medida que el automóvil de la joven se alejaba por el camino. Otra vez sentía algo semejante a un desafío. No se trataba, exactamente, de una crónica periodística… Y no necesitaba obtener un «sí» para acometer la tarea. Era inútil que intentara alejar la idea de su mente. Tenía que hacer algo. Llega un anciano al hospital. Por alguna razón, no pueden mantenerlo tranquilo. Parece mal de la cabeza. Por fin, lo introducen en una habitación y lo dejan inconsciente de un golpe; sólo así se explica que se haya callado instantáneamente. ¿Qué había dicho el médico interno? Que lo encontraron desnudo en la calle. Un policía le detuvo; luego llamaron al hospital. Él no puede decir nada a nadie, pero no deja de gritar que no se lo «vuelvan a llevar». Tiene manchas grises en la piel, que después se vuelve más oscura y aparecen algunas motas rojizas y purpúreas.

Sin duda, nadie sabe de dónde ha venido. Nadie viene a verlo. Los médicos tratan de averiguar qué mal le aqueja. Al menos, eso es lo que podría deducirse, ya que el médico interno dijo que no habían podido diagnosticar inmediatamente la enfermedad del anciano.

Luego llega la muchacha. ¿Cómo sabe ella que el viejo está en el hospital? Tiene una aguja hipodérmica y sabe usarla. Quiere matar al anciano. Ahora, veamos: ¿por qué una linda joven como ella quiere matar a un viejo que casi ha sido olvidado? ¿Por qué miró a Travis con tanto odio? ¿Por qué luchó con él de aquel modo encarnizado?

Travis movía la cabeza, tratando de contestar estas preguntas. Luego, se retiró de la ventana y caminó hasta la puerta. Todas las luces de los cuartos que daban al corredor estaban apagadas, excepto la suya. La apagó y se encaminó hacia el vestíbulo. Estaba excepcionalmente tranquilo y no se veía ninguna enfermera en la sala.

Siguió adelante. Sólo se oía el ruido de sus pasos. Giró por el pasillo y se dirigió a la habitación del anciano. Quizá se hubiera despertado. O, tal vez, la joven se habría olvidado de algo que serviría para identificarla.

Cuando llegó a la habitación 326 encontró a las dos enfermeras, muy atareadas, limpiando y ordenando las cosas que allí se encontraban.

—Señor Travis —dijo la de más edad, la señora Nelson—, esta noche podría ser la última que usted pasa en el hospital, pero no lo será si no vuelve inmediatamente a su habitación.

La más joven, la señorita Pease, arrojaba los restos de la jeringa rota a un cubo.

—¿Cómo está el viejo…? —comenzó a decir, cuando advirtió de pronto, con gran asombro, que habían extendido una sábana sobre el cuerpo del anciano, tapándole el rostro.

—Está muerto —dijo la señora Nelson—. Murió hace pocos minutos.

—¡Qué lástima! —exclamó Travis, dando un rápido vistazo a la habitación—. Seguramente fue aquella muchacha la causante de su muerte. Se puso muy nervioso cuando vio que ella iba a inyectarle algo.

—La señorita Pease y yo estábamos muy ocupadas cuando pasó la joven cerca de nuestra sala —dijo la señora Nelson—. Debimos haberla detenido. A propósito… El doctor Collins necesita hablarle.

—¿De qué se trata?

—Le dimos cuenta de lo sucedido con la joven. Y le dijimos dónde podía encontrarle a usted.

Travis se acercó al lecho del anciano muerto.

—¿Me permite? —dijo.

—Si puede soportarlo…

Ambas mujeres le miraban mientras levantaba la sábana. La piel del viejo había adquirido un color negro, tan negro como el carbón. Las zonas rojizas se habían dilatado y, en algunos lugares, se abrían como si fueran heridas. No pudo resistir más que unos pocos segundos. Dejó caer la sábana.

Al salir de la habitación, Travis vio al doctor Collins que venía caminando por el corredor.

—Usted no se encontraba en su habitación —dijo el joven médico—. ¿Qué hacía en la trescientos veintiséis?

—Sólo quería ver cómo seguía el viejo.

Se encaminaron hacia la habitación de Travis.

—Ya he mandado llamar a la policía y al juez de primera instancia —dijo el doctor Collins—. Ellos querrán hablar con usted.

—Tendrían que conversar con la joven y no conmigo —opinó Travis.

—La señora Nelson dijo algo acerca de una muchacha y de una jeringa. ¿Qué significa todo eso?

Llegaron a la habitación de Travis. Éste sacó un cigarrillo y ofreció otro al médico.

—¿Qué quiere que le explique? —dijo Collins.

Travis se sentó en un lado de la cama, dejando que sus pies se balancearan.

—He tenido oportunidad de conocer a muchísimos médicos, Collins —dijo—. Mi trabajo consistía en obtener datos e informaciones para crónicas periodísticas. Sólo muy pocos parecían dispuestos a colaborar en seguida. Si mal no recuerdo, hace pocas horas le hice algunas preguntas acerca de ese viejo, y usted apenas me respondió.

El doctor Collins se sentó en la silla, apoyando sus lustrosos zapatos negros sobre la cama.

—Ustedes tienen su código, Travis; nosotros también tenemos el nuestro. En realidad, no sé absolutamente nada sobre la joven que le preocupa. ¿Por qué no comienza contándome lo que usted sabe?

—Hace un rato afirmó que el anciano había tenido un momento de lucidez.

—No debí haberlo dicho. Por otra parte, es todo lo que sé.

—Bien, hagamos un trato. Yo le cuento todo lo que sé de la muchacha y usted, a cambio, me dirá algo más sobre el muerto.

El médico movió la cabeza.

—No debiera hacer un trato de esta clase, pero, en vista de las circunstancias, transigiré. Sí, en verdad tuvo un momento de lucidez, si es que puede llamársele así. Pero temo que su lucidez haya sido bastante precaria.

El doctor Collins extrajo un pedazo de papel del bolsillo superior de su chaqueta.

—Cuando entré en la habitación trescientos veintiséis, minutos antes de tropezar con usted en el pasillo, encontré al viejo tratando de sentarse. Créalo o no. Cuando me vio, comenzó a murmurar algo. Su mirada era implorante. Me señalaba el bolsillo superior de mi chaqueta, del que asomaba un sobre y la estilográfica.

»Saqué el sobre y la pluma y se los alcancé. Comenzó a dibujar algo sobre el papel, pero sus movimientos eran muy lentos. Insistió varias veces. Yo le ayudé a incorporarse para que pudiera manejar la pluma con más facilidad. Hizo esta figura y estos números. Había comenzado a dibujar algo más cuando se desplomó hacia delante y su respiración se volvió dificultosa. Lo recosté nuevamente, tomé el sobre y me fui. Estaba tratando de descifrar su significado, al salir de la habitación, y tropecé con usted.

—Déjeme verlo.

El doctor Collins le alargó el papel. Contenía un dibujo que se parecía a un círculo. Por lo visto, había sido el primer intento del hombre, ya que de todos los puntos del contorno de esa figura salían líneas desordenadas en varias direcciones.

Al otro lado del sobre podía verse la misma figura pero más definida. No obstante, el círculo no era completamente redondo y la línea de su circunferencia se interrumpía en algunos trozos. En el centro del mismo había escrito «23X». El dibujo era más o menos así:

—Es semejante a la tecla de una máquina de escribir, o a raqueta de tenis —dijo Travis.

—Si lo miramos en esa posición, así es. Es decir, si la cruz va en la parte inferior. Supongo que es de este modo como se debe mirar el dibujo.

—¿Qué deduce de esto?

El doctor Collins se encogió de hombros:

—No voy más lejos que usted. He visto muchos símbolos parecidos a éste que se usan en botánica y en biología. Cuando era niño, la astronomía me enloquecía. También me recuerda un poco a los signos que emplea esta ciencia. Sin embargo, no logro interpretarlo. Tendría que estudiarlo. Travis le devolvió el sobre.

—¿Aún no sabe por qué murió?

—No sabía que existiera una enfermedad capaz de atacar al cuerpo en esa forma —dijo el doctor Collins—. La verdad es que no tengo autoridad en la materia. Acabo de salir de la universidad. Sé que hay afecciones muy parecidas, pero no tan intensas como ésta. No comprendo cómo puede haber vivido tanto tiempo. Pero usted prometió hablarme acerca de la muchacha.

—Temo desilusionarle —dijo Travis, poniendo un pie en el suelo—. Estaba junto a la ventana cuando ella llegó en su automóvil. Parecía terriblemente apurada. Cuando salió del coche, buscó algo en su cartera y en seguida entró al edificio. La oí subir las escaleras. Salí a la puerta y la observé. Era bastante bonita. Estaba a punto de decirle una galantería, cuando se acercó rápidamente a la puerta de mi habitación y miró adentro para ver si había alguien. Más tarde, descubrí que buscaba al anciano. La seguí y llegué a la habitación trescientos veintiséis en el momento en que iba a inyectarle el contenido de la jeringa. Todo parecía muy sospechoso. Por eso la interrumpí. En lugar de darme alguna explicación, ella comenzó a luchar conmigo. Estaba furiosa. Traté de arrebatarle la jeringa, pero no podía contenerla. Me dio un puntapié en la espinilla.

Travis se arremangó el pantalón del pijama. Justo en el centro de la espinilla se veía un gran cardenal.

—Salí de la habitación, pero ya era demasiado tarde. Luego subió a su automóvil y se alejó rápidamente.

—Estaba tratando de matarle.

—¿Usted cree?

—Me lo imagino. He recogido un fragmento de la jeringa para hacerlo analizar. ¿Qué otra razón podría tener para encontrarse aquí? Lo único que no comprendo es por qué trataba ella de evitar que el viejo hablara.

—Su sospecha es tan aceptable como la mía —replicó Travis.

El fuerte sol matinal atravesaba las ventanas de la oficina del capitán. Travis, que lo había soportado durante una hora, decidió correr la silla y ponerse fuera del alcance de los rayos solares.

Las espesas cejas del capitán Tomkins se fruncían mientras pensaba. Con la pipa en la boca, miraba atentamente al periodista.

—Esta joven… —dijo el capitán de policía—. No acabo de figurármela. ¿Qué aspecto tenía?

Travis se llevó el cigarrillo a la boca. Exhaló el humo con lentitud y se quedó observándolo mientras se disipaba.

—Me llegaba aproximadamente por el hombro. Tenía unas piernas perfectas y un cuerpo hermoso como un cuadro. Cabellos rubios que le caían sobre los hombros. Ojos azules y rasgos delicados. Llevaba un sombrerito de color azul y un vestido oscuro, ceñido a la cintura. No era precisamente una adolescente; diría que tiene alrededor de veintidós años.

El capitán se acomodó en su sillón giratorio. Sus ojos estaban fijos en los de Travis.

—Bien plantada, ¿eh?

—Exactamente. Tenía verdadera atracción.

—Como las chicas que a usted le gusta cortejar, según tengo entendido.

—¿A qué se refiere?

—Mire, Travis —dijo el capitán—. Hace mucho tiempo que le conozco. Durante diez años consecutivos sólo ha estado dándonos preocupaciones. Como aquella época en que se ocupó del asunto de Dutch McCoy. A causa de eso, el público nos volvió locos pidiéndonos que lo encerráramos. Dutch es bastante inteligente; no podíamos achacarle nada. Y para nosotros es imposible proceder si no hay cargos concretos. Ni una sola persona se quejó al fiscal; en cambio no dejaban de llamarnos para decirnos que teníamos que intervenir. Ahora, usted está sentado aquí, y me dice algo acerca de una muchacha que viene a apuñalar a un viejo con una jeringa cargada con… ¿con qué era? Sulfato de estricnina. ¡Diablos!, a nadie se le ocurriría perseguir a una joven por un pasillo, entrar en la habitación y evitar un asesinato si no conociera de antemano el motivo por el cual ella se encontraba allí. Usted debía saber cuál era el objeto de la visita de la muchacha.

—Usted tuvo la idea de interrogarme acerca de la joven. Usted y Dwight O'Brien.

—Un juez tiene que comprobar todos los detalles. El doctor Collins le habló a O'Brien sobre la chica.

Travis se levantó, caminó hasta la ventana y miró afuera. Había automóviles policiales junto al edificio. La escena le recordaba la vista que tenía desde la habitación del hospital, de donde había salido aquella mañana después de la autopsia.

—Ya le he dicho todo lo que sé, capitán. La vi llegar en el automóvil, la seguí hasta la habitación porque me inspiró curiosidad. Había llegado después de la hora en que se marchan todas las visitas. Además, parecía muy preocupada. Y, por último, era endiabladamente hermosa y no había visto una dama como ella en los diez días de hospital.

—Bien, no queremos presionarle, por supuesto —dijo el capitán, sacudiendo la ceniza de su pipa—. No hay ninguna razón para hacerlo. Es, simplemente, un intento de asesinato, y hasta ahora sólo conocemos la descripción que usted nos hizo de lo sucedido en la habitación. Seguiremos investigando. Tendrá que presentarse como testigo ante el jurado que convoque el juez cuando se realice el interrogatorio.

—Hay algo que no comprendo, capitán —dijo Travis, apartándose de la ventana y dejando su cigarrillo en el cenicero del escritorio—. ¿Qué necesidad tiene O'Brien de preparar un interrogatorio? La muchacha no consiguió matar al viejo.

—No, es verdad. Pero nadie ha podido averiguar la causa de su muerte.

—Más difícil resultaría saber cómo vivía. ¿Le ha visto usted?

—Estuve allí esta mañana. Parecía un caso difícil. Los médicos llenaban formularios y fichas. Oí decir a alguien que lo presentarían en el congreso de la Asociación Médica como uno de los casos más raros del año.

—Yo me imaginé que padecía cáncer o algo por el estilo —dijo Travis—. Su piel estaba desintegrándose por todas partes.

Travis dio media vuelta para salir, pero se giró de nuevo y dijo:

—Sólo dos cosas más. ¿Han tomado las huellas digitales del individuo?

—No pudimos sacarle huellas buenas a causa del estado de su piel. Sin embargo, ello no significa que en Washington no puedan identificarlo.

—¿Y qué opina del dibujo que hizo en el papel? Supongo que el doctor Collins se lo ha mostrado.

El capitán Tomkins suspiró, y abrió el cajón de su escritorio.

—Ustedes son realmente cargantes, ¿verdad? Seguramente se debe a la forma en que los entrenan. Bueno, ya que no hablo para la prensa, le diré lo que quiere.

Revisó las hojas que extrajo del cajón.

—Anoche hemos sacado a muchas personas de la cama. Varios profesores, un astrólogo, un historiador, un químico, un astrónomo, un biólogo, un ingeniero… A todos ellos les hemos mostrado el dibujo.

—¿Y bien?

—Es uno de los símbolos que representan a Venus…

—¡Aja! Naves interplanetarias, etcétera, etcétera. El viejo fue la primera víctima de una nueva y terrible enfermedad traída a la Tierra por los habitantes de Venus.

—¿Prefiere hacerse el gracioso u oír lo que dice aquí?

El capitán había dejado los papeles sobre el escritorio y le miraba fijamente.

—Muy bien, capitán. Le pido disculpas. No volveré a interrumpirle. Solamente me imaginaba lo que el «Star» podría hacer con una historia como ésa.

—Es mejor que no vea a ninguno del «Star» mezclado en este asunto, porque le costará la cabeza. Además, el dibujo tiene muchísimos otros significados.

Volvió a levantar los papeles.

—Es el símbolo de Venus, la diosa. El dibujo representa un atributo de Venus, el espejo, según uno de los profesores. También es el símbolo del viernes. Ayer era lunes. En botánica significa una flor femenina, un pistilo, una planta fértil o una planta de flores de ese tipo. En biología también significa algo femenino. Si lo hubiera dibujado invertido, representaría un organismo masculino, una célula o un órgano. Y otro ha dicho que si estuviera lo de arriba hacia abajo sería un Ankh o algo parecido a una cruz ansata, un antiguo símbolo egipcio representativo de la vida; luego, los coptos de Egipto lo emplearon como símbolo de la cristiandad.

—¿Nadie ha podido interpretar los números y la equis?

—Nadie sabe a qué atenerse al respecto.

—Según parece —dijo Travis—, significa el comienzo de una guerra interplanetaria, o que el viejo enfermó un viernes, o que sufrió el contagio de una flor, o que una mujer lo mató, o que recibió la maldición de una tumba egipcia.

—Exacto, y todas las interpretaciones son posibles.

—Por supuesto. En todo caso, la imitación es muy buena.

—Nada de imitaciones, Travis.

—Muy bien, capitán, nada de imitaciones.

Travis salió de la oficina del capitán de policía y se dirigió al escritorio del sargento.

—Hola, Travis —dijo el sargento Webster—. ¿Dónde se ha estado escondiendo? Hacía meses que no le veía.

—No me verá durante un año —dijo Travis—. Estoy de permiso.

—Entonces, ¿qué hace por aquí?

—Necesito hacer solamente una consulta.

—¿Qué quiere?

—¿Podría mostrarme los mensajes que fueron transmitidos ayer por los coches de la policía?

El sargento entró en el cuarto de la radio y volvió con varias hojas de papel que tendió a Travis. Éste paseó la mirada a lo largo del extenso comunicado. Había toda clase de despachos: detener borrachos, intervenir en una pelea, dirigir el tránsito, prestar escolta a un cortejo fúnebre… Allí estaba, por fin, lo que quería:

5.33 de la tarde. Automóvil 302. Dirigirse a Ridgeway y Leland. Hombre desnudo.

Un poco más adelante, en la misma página, se veía otra cita al respecto:

5.42 de la tarde. Thompson, del automóvil 302, encontró un hombre desnudo; mal de la cabeza y enfermo. Llevado al Union City Hospital.

No había otras referencias sobre aquel hombre. Travis devolvió los papeles al sargento, dándole las gracias. Salió del departamento de policía y se encaminó hacia la intersección de la avenida Ridgeway y la calle Leland.

Tomó un ómnibus que le dejó en la calle Leland. Desde allí tuvo que caminar tres manzanas hasta Ridgeway. Era un barrio industrial y aquella avenida delimitaba la zona residencial y la fabril, aunque también se veían algunas casas entre las fábricas. En el lado residencial de la avenida Ridgeway, en una esquina, había una pequeña tienda. Hacia allí se dirigió Travis.

Una corpulenta mujer salió de la parte posterior del edificio.

—¿Qué desea, señor?

Tenía un leve acento extranjero, pero Travis no hubiera podido identificarlo.

—¿Sabe algo acerca de un viejo que detuvo aquí la policía, ayer por la tarde? —preguntó.

—Sólo sé que tendrían que arrojarlo a un calabozo. ¡Un hombre que anda así por la calle! ¡Sin ninguna decencia! ¡Corriendo y gritando de esa forma!

—¿Hacia dónde corría?

La mujer retiró un grasiento mechón de pelo negro de su frente.

—Tomó por Ridgeway, hacia abajo. Gritaba como si tuviera el demonio dentro. De pronto calló y se desplomó. Entonces llamé a la policía. Vi que Lila lo estaba mirando, desde la acera de enfrente.

Travis no había reparado en la niña que había salido de la trastienda y estaba de pie junto al mostrador, mirándolo con gran curiosidad.

—¿Por qué quiere saber tantas cosas sobre ese hombre? —preguntó la mujer.

—Tengo que averiguar de dónde es.

—Yo lo sé, yo lo sé —exclamó la pequeña, con excitación.

—¡Cállate antes de que te dé un golpe, Lila! —La mujer se volvió hacia Travis y le dijo—: Ella no sabe nada, señor.

—Quizás haya visto algo —sugirió éste suavemente.

—Ya le he dicho que no. Vete adentro, Lila, y juega.

Como la niña no se movía, la mujer le dio un cachete en la cabeza.

—Te dije que entraras, inútil.

La pequeña salió corriendo.

Travis sacó su cartera y puso un billete de cinco dólares sobre el mostrador.

—¿Quiere comprar algo?

—Más datos.

La mujer miraba el dinero con codicia. Se limpió las manos en el delantal, pero no recogió el billete.

—Mejor será que vuelva a guardar eso, señor. No quiero complicaciones. Váyase.

Travis recogió el dinero.

—Gracias, de todos modos —dijo, dirigiendo una ansiosa mirada hacia el interior de la tienda, antes de salir. No se veía a la niña por ninguna parte.

Era un brillante día estival. Travis aspiró grandes bocanadas de aire al salir. «Hasta ahora estamos en las mismas», pensó. Pero la mujer había dicho que el viejo corría por Ridgeway hacia abajo y su hija estaba en la acera, frente a la tienda, desde donde pudo verlo. Eso significaba que se alejó del almacén por la avenida Ridgeway abajo y que debía haber llegado de la dirección opuesta. Travis comenzó a caminar en esa dirección. En aquel lado de la calle estaban alineadas varias casitas, bastante bien cuidadas; por el otro, se veía una alambrada que delimitaba el terreno de una gran planta industrial. Continuó caminando, mientras se preguntaba de qué lugar cercano podría haber salido aquel hombre. De pronto, apareció corriendo una criatura. Era Lila.

—Sígame, señor —dijo—. Yo sé de dónde vino ese hombre. Le vi salir de uno de aquellos edificios.

Señaló un grupo de edificios a la vuelta de la esquina, en la calle siguiente.

Travis la siguió hasta la esquina. La calle se llamaba Winthrop. Doblaron y cruzaron Ridgeway. En la mitad de la manzana, Lila se detuvo. Volvió sus grandes ojos negros hacia Travis y, sonriendo maliciosamente, dijo:

—Salió de aquel edificio. Señalaba una construcción de dos pisos, situada entre dos solares. Más allá, se veían dos edificios de ladrillo que parecían depósitos de mercancías.

—Gracias, preciosa —dijo Travis. Sacó una moneda de veinticinco centavos de su bolsillo y se la tendió—. Es para ti.

La chica miró primero la moneda y luego la tomó.

—El otro hombre me dio medio dólar.

—¿El otro hombre? ¿Qué hombre?

La impaciencia que denotaba la voz de Travis la atemorizó y, rápidamente, se escabulló. Él no hizo nada para detenerla. Se preguntaba qué habría querido decir. Luego, comenzó a examinar el edificio.

El número 1722 de la calle Winthrop correspondía a un edificio bastante viejo, de ladrillo. Las ventanas del sótano habían desaparecido, pero todas las demás estaban intactas. Parecían muy limpias y brillantes, pero, con todo, era imposible mirar a través de ellas. Una escalera de madera subía hasta el porche y una puerta que daba a una especie de pasillo que podía verse desde la calle.

Se acercó. Subió la escalera. La manija de la puerta estaba reluciente, pero se veía que la habían tocado poco antes. Se abrió fácilmente. Ya adentro, dudó entre subir por la escalera que conducía al segundo piso o abrir la puerta del primero.

En los dos buzones que estaban en la pared no figuraban los nombres de los inquilinos. Golpeó directamente en la puerta, pues no encontró el timbre. No hubo respuesta. Trató de abrir la puerta y lo consiguió.

La casa estaba vacía. El piso se hallaba cubierto de escombros. Entró para examinarlo mejor. Había pedazos de vidrio, alambres metálicos y un sinnúmero de desechos que parecían provenir de un laboratorio. Había en el aire un leve olor acre que le recordó vagamente los experimentos de las clases de química en la escuela secundaria.

Caminaba aplastando el vidrio con sus pies. En la primera habitación, junto a la entrada, encontró algunas botellas de gran tamaño, intactas, pero también había tubos de ensayo, probetas comunes y algunas probetas graduadas, rotas, diseminadas por el suelo. En el comedor descubrió varias cajas y ficheros que no se veían desde la otra pieza. Contenían libros y diversos objetos de laboratorio. Junto a uno de los ficheros había un pulverizador.

La cocina era un laberinto de cables; algunos aún enrollados, otros diseminados desordenadamente por el suelo. Entre ellos, podían verse los restos de algunos aparatos eléctricos destrozados; un ohmiómetro, un soldador, varios tubos de radio y otros que Travis desconocía.

Una probeta mucho más grande que se encontraba en el fregadero de la cocina atrajo su atención. Sus paredes estaban parcialmente cubiertas con polvo de yeso y se distinguían claramente sobre ellas unas impresiones digitales que parecían muy recientes. Algo se iluminó en la mente de Travis. Miró nuevamente el suelo y observó que había huellas de pisadas, grandes pisadas.

Por ello no se sorprendió cuando la puerta de la cocina se abrió y apareció el capitán Tomkins.

—¿Le molesta que le pregunte qué hace usted aquí, señor Travis? —dijo el capitán.

—No, de ninguna manera —respondió Travis—. Llegué del mismo modo que usted. La única diferencia consiste en que usted le dio medio dólar a la chica, con lo cual dejó sentado un peligroso precedente; la pequeña Lila esperaba que yo también le diera cincuenta centavos.