El camión se abrió paso a toda velocidad a través de una niebla densa que se levantaba lentamente de los lugares bajos, en el campo. En el este, el color negro del cielo nocturno había dado paso al azul, y acababa de aparecer un débil tinte amarillento. Las alargadas nubes matinales que flotaban sobre el horizonte iban cambiando de tonalidad.
Había dos inconvenientes: la reserva de combustible estaba casi agotada y el turismo que los perseguía permanecía fuera del alcance de las balas.
—Creo que conseguiremos llegar —dijo Bill Skelley a través de la ventana abierta del camión—. Ahora hay que girar y seguir un poco más por el camino del oeste. A la izquierda, antes de llegar al camino pavimentado, está la casa de Ernie Somer.
Travis aminoró la marcha para tomar la curva y dobló por el camino lateral. Vio por el retrovisor que el otro automóvil hacía la misma maniobra.
El camión se internó por el sendero que conducía hasta la casa de Somers, un edificio blanco de dos plantas situado a bastante distancia del camino. Travis dirigió el camión hacia la puerta posterior de la casa. Frenó. Todos bajaron rápidamente. Bill golpeó la puerta con energía. Travis vio que el coche de las haploides se detenía en la carretera, a la entrada del sendero. Los hombres se sorprendieron al ver que la puerta se abría casi instantáneamente. Con cierta vacilación, la señora Somers apareció en el umbral. Bill empujó la puerta.
—¿Dónde está Ernie? —preguntó.
—Arriba —replicó, azorada, la señora Somers.
—No tengo tiempo para explicarle —dijo Bill, haciéndola pasar a la cocina—. Estamos en una situación difícil.
Cuando estuvo dentro, se volvió hacia el grupo que había quedado afuera y les dijo:
—Adelante. Travis, explíquele a la señora por qué estamos aquí.
Bill desapareció. Se oyeron sus recios pasos en la escalera. Travis indicó a McNulty que vigilara el automóvil de las haploides mientras él y el doctor Leaf atendían a la señora Somers, la cual seguía demudada en presencia de aquellos extraños que se habían apoderado de su casa.
Pero resultó que la señora Somers ya estaba enterada de algo y Travis reparó, por primera vez, que llevaba puesto un vestido y no un camisón. La dueña de la casa les explicó que Ernie se había instalado frente a su equipo de radioaficionado, el viernes por la noche, después de la cena, y que desde entonces no se había movido de allí. Ella le había acompañado casi constantemente. Ernie seguía comunicándose con las emisoras de todo el país desde su habitación en el primer piso.
—Tenemos noticias de todas partes del país —dijo ella—. Hay algunas interferencias. En varias ciudades se han producido alborotos. Cunden los rumores acerca de lo sucedido en Union City. Piden que todos los hombres de la ciudad…
—Afuera hay otro automóvil —gritó McNulty desde la ventana de la cocina.
Travis y algunos de sus compañeros se acercaron corriendo hasta la ventana. Vieron que descendían varias haploides del segundo vehículo, mientras aparecía un tercer automóvil, que venía de la carretera.
—Será mejor que subamos —dijo Travis—. Quedaos algunos abajo y vigilad a las haploides.
—¿Cómo llama usted a esas mujeres? —preguntó la señora Somers a Travis mientras éste se encaminaba hacia la escalera, con Betty y el doctor Leaf.
—Haploides, señora Somers. Muy pronto oirá hablar de ellas.
Encontraron allí a Bill Skelley que hablaba con un hombre de edad mediana y aspecto somnoliento.
—Ha estado transmitiendo toda la noche —dijo Bill.
—Ya lo sabemos —contestó Travis—. ¿Hay algún radioaficionado de esta zona que esté atento a las llamadas?
Ernie se rascó la cabeza.
—Sí. Está Judd Taylor. Vive en la ciudad. He hablado varias veces con él esta noche. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Le ha referido Bill algo acerca de las haploides?
—¡Oh, sí!… Él quería que hiciera una llamada de auxilio —dijo Ernie, sonriendo con embarazo—. Pero yo no puedo hacer eso; perdería mi licencia. Si se tratara de un desastre…
—¡Dios santo, Ernie! —estalló Bill—. Estuve tratando…
—Esto es peor que un desastre —dijo Travis gravemente—. Es la vida o la muerte del género masculino…, nada más que eso.
—Pero no comprendo…
—Escucha, Ernie —dijo Bill—. Hemos sido camaradas durante muchos años…
—Espera un momento, Bill —interrumpió Travis—. Ernie, en el camino, frente a esta casa, hay unas veinte mujeres que preferirían matarnos antes que dejarnos transmitir este mensaje. Son haploides, mujeres haploides que se proponen hacer desaparecer hasta el último varón de la superficie de la Tierra. Los hombres que han venido con nosotros, en el camión, estaban condenados a muerte por ellas; pudimos escapar gracias a la ayuda de Betty Garner…, esta señorita. Pero creo que hay algo más importante todavía que ese mensaje cuya transmisión Bill le ha pedido: la llamada que yo desearía hacer a Judd Taylor. Es necesario decirle que reúna la mayor cantidad posible de hombres que aún estén con vida en la ciudad y que los envíe con armas hacia aquí. Si usted no quiere hacerlo, Bill lo transmitirá. Necesitaremos ayuda con urgencia.
—Muy bien —dijo Ernie, sin mucha convicción—, pero a Judd le parecerá muy cómico que solicitemos ayuda para luchar contra mujeres. Pienso que no lo tomará en serio.
—Si no le cree, déjeme hablarle… —dijo Bill—. Me parece que nos presentaron una vez.
—Lo que dicen es totalmente cierto, señor Somers —dijo Betty—. Nada detendrá a esas mujeres.
—¡Por qué me habré hecho radioaficionado! —exclamó Ernie con resignación—. Debiera haber continuado trabajando con mi equipo bacteriológico, en el sótano.
Consiguió comunicación con Judd Taylor. Al principio, éste se resistía a creer lo que Ernie Somers le decía, pero, gracias a la intervención de Travis, Betty Garner, Bill y el doctor Leaf, terminó convenciéndose.
La conversación se interrumpió.
—Las haploides han cortado los cables eléctricos —gritó McNulty desde abajo.
Los que estaban en el cuarto de la radio se acercaron corriendo a una ventana. Llegaron a tiempo para ver a una haploide en el momento en que bajaba de uno de los tres postes eléctricos que suministraban corriente a la casa; los alambres cortados se balanceaban cerca del camión, y sus extremos de cobre rozaban el césped.
—Ahí tienen la confirmación —dijo Travis a Ernie—. Ahora sólo les falta venir y detenernos.
—Deben haber visto la antena —dijo Bill—. O quizá la localizaron por medio de los receptores que tienen en sus vehículos. De todos modos, ya nos han agarrado.
—Oh, no… Todavía no —declaró Ernie frunciendo el ceño y apretando los labios con terquedad—. En el sótano tenemos un generador portátil que el club de radioaficionados emplea cuando instala su campamento. Pero antes de que Bill y yo vayamos a traerlo, es necesario cuidar un pequeño detalle.
Se volvió hacia su mujer y dijo:
—Maybelle, ¿podrías darnos las armas? Parece que vamos a tener líos.
La señora Somers, con el rostro pálido y desencajado, bajó las escaleras junto con su marido y Bill Skelley. Mientras los dos hombres se ocupaban de poner el equipo en condiciones, la señora Somers sacó dos pistolas automáticas 45, tres escopetas, un rifle de caza 30-30 y otro 22. Como ya tenían cuatro automáticas, cada hombre pudo proveerse de un arma.
—Son recuerdos del ejército —dijo ella.
Travis situó a McNulty en el cuarto de estar, junto a la ventana que daba al sur; Kleiburne, también en el mismo lugar, vigilaba la ventana este. Margano se hallaba en la cocina, custodiando la ventana norte, con un rifle en la mano. Stone se apostó, con una automática, junto a la ventana de la sala que daba al oeste.
En los dormitorios del primer piso estaban Bobby Covington con una escopeta y Dick Wetzel con otra, ambos en la misma habitación. Powers y Peters ocupaban los dos dormitorios restantes; tenían en su poder armas similares.
Travis mandó a Betty y a la señora Somers al cuarto de la radio, en el primer piso, junto con el doctor Leaf. Luego, empuñando el arma, Travis se dirigió hacia la ventana norte donde se encontraba Margano para ver qué sucedía por aquel lado.
Había una media docena de vehículos de haploides en el camino. Las mujeres estaban agrupadas, en conciliábulo, alrededor de uno de los automóviles.
De pronto, se giraron y miraron hacia la casa. Una de ellas se separó del grupo y comenzó a caminar en dirección al edificio, bajo el brillante sol matinal.
—Que nadie dispare —dijo Travis en voz alta para que lo oyeran todos los que se hallaban en el edificio—. Veamos qué quiere.
A mitad de camino la haploide se detuvo. Era una hermosa muchacha; llevaba una pistola en su funda y tenía los brazos entrelazados a la altura del pecho, en actitud desafiante.
—Todos sus amigos han muerto —gritó ella—. Si no salen, atacaremos. Si aceptan, les prometemos un juicio justo. En caso contrario, deberán sufrir las consecuencias.
—¿Un juicio justo con las haploides? —gritó Margano—. ¡No nos haga reír!
—¿Salen o no? —preguntó, enfadada, la muchacha.
—¡No salimos, así se os lleve el diablo! —le contestó Margano, haciéndole burla con la mano.
Se oyó un disparo de rifle. La bala golpeó contra el marco de la ventana, junto a la cabeza de Margano. Las astillas de madera cayeron al suelo. La muchacha dio media vuelta y echó a correr. En seguida las haploides volvieron a conferenciar. Luego, mientras Travis iba de un lugar a otro, revisando las municiones y cerrando las puertas con llave, se oyó un altavoz instalado junto a los vehículos de las haploides.
—Gibson Travis —dijo la voz—. Le habla la doctora Garner. Lo que la joven acaba de decir es del todo exacto. Les daremos la oportunidad de tener un juicio justo. En realidad, no tendría por qué hacerlo, ya que ustedes son impotentes para defenderse; sólo les queda morir de hambre, encerrados ahí. Si salen y se rinden, incluso Betty, les prometo que tendrán libertad para ir donde quieran y hacer lo que les parezca. No suelo hacer promesas. Pero cuando prometo algo, lo cumplo. ¿Qué contesta?
—¿Qué clase de trampa nos está tendiendo? —gritó Travis.
—¡Eh…! —chilló Margano—. Supongo que no le habrá convencido, ¿verdad?
—¡No, diablos! —respondió Travis—. Estoy tratando de ganar tiempo.
La respuesta no tardó en llegar.
—Tendrán toda la libertad que deseen, tal como acabo de prometerles. Pero deberán someterse a una sencilla operación que los volverá estériles.
—Pretende continuar entonces sus planes de aniquilación —replicó Travis.
—Rehúso discutir eso con usted. Estoy haciéndoles un ofrecimiento. ¿Qué contestan?
Margano apuntó con su 30-30. El estallido fue ensordecedor. A Travis le pareció que el disparo había hecho blanco contra la ventanilla de un coche haploide, pero los resultados no pudieron ser más caóticos. Las haploides se desbandaron en todas direcciones, en busca de refugio. En pocos instantes todas se ocultaron.
Las haploides permanecieron inmóviles. El luminoso sol de la mañana seguía bañando alegremente el prado, los árboles, los graneros y el ganado que pastaba en un campo vecino. Los pájaros gorjeaban en los árboles; una ardilla pasó corriendo por el césped; las abejas estaban libando laboriosamente en las flores próximas a las ventanas. Los minutos pasaban y los dos radiotécnicos, agobiados por el peso del generador portátil, lo llevaron finalmente al cuarto de la radio. Travis volvió a pasar revista a McNulty, Kleiburne y Stone, que se hallaban en la planta baja.
—Piensan dejarnos morir de hambre, tal como dijeron —dijo Margano.
—Quizá —dijo Travis—. Pero muy pronto podremos lanzar al aire nuestro mensaje. El doctor Leaf está alerta para transmitir apenas conecten el aparato.
Tal como Travis preveía, el ruido producido por el generador portátil indicó el comienzo de una nueva ofensiva por parte de las haploides. Empezaron a surgir sus cabezas en las proximidades del lugar en que se hallaban estacionados los automóviles.
De pronto se inició el tiroteo. En rápida sucesión, los cristales de las ventanas que miraban al norte cayeron hechos añicos al suelo. Luego les tocó el turno a los espejos, batería de cocina, vasos, platos…
—Cada una de esas condenadas debe tener un rifle —dijo Travis desde su refugio.
—Parece que no les gusta nada nuestro generador —dijo Margano, sonriendo. Al sonreír dejaba al descubierto un diente de oro que Travis no le había visto antes.
Los disparos se interrumpieron un momento. Travis se arriesgó a echar un vistazo a través de la ventana. Entonces vio algo blanco que se movía junto a los automóviles. Hizo un disparo. Un intenso tiroteo se desencadenó como respuesta. Al dar en el marco de la ventana, las balas producían una verdadera lluvia de astillas que caía sobre la cabeza de Travis. Luego volvió a quedar todo en silencio. Podía oírse fácilmente el zumbido del generador de corriente eléctrica, en el piso de arriba.
—¡Travis! —gritaron desde el último peldaño de las escaleras. Era Gus Powers—. Están moviéndose furtivamente. Me parece que tratan de rodear la casa.
—Gracias —dijo Travis—. Vuelve a tu sitio y ahorra las balas hasta que se hallen suficientemente cerca, si se deciden a atacarnos.
—Sin duda eso es lo que harán —dijo Margano.
—Así parece.
Travis inspeccionó su automática, asegurándose de que funcionaba bien.
Afuera se oyó el claxon de un automóvil. Inmediatamente se oyeron gritos que anunciaban el avance de las haploides. Travis miró a través de la ventana de Margano y comprobó que se aproximaban desde todas direcciones. No corrían. Avanzaban despacio de un escondite a otro, pero lo hacían sin vacilar. No disparaban.
Luego volvió a sonar el claxon. Las haploides abandonaron sus refugios y corrieron hacia la casa. Los que estaban dentro empezaron a disparar sobre ellas. Varias cayeron, pero eran tantas que podían mantener, a pesar de las bajas, un semicírculo alrededor del edificio. No se detuvieron. Lanzaban agudos gritos mientras se aproximaban. Blandían sus rifles en el aire. En sus rostros sombríos brillaba una mirada impetuosa.
Aunque la mañana era fresca, Travis sudaba mientras apuntaba y veía caer una a una a las haploides. El rostro de Margano se contraía cada vez que disparaba. Las haploides llegaron hasta la casa. La primera que se introdujo a través de la ventana recibió un culetazo del arma de Travis, el cual empujó luego el cuerpo al exterior.
Pero en seguida entró otra, lastimándose al pasar entre los vidrios rotos. Margano acometió contra ella. Cuando apareció la tercera, Travis le lanzó un golpe lateral, pero falló.
Ella se levantó y apuntó con el rifle. Travis, con un rápido movimiento, cayó sobre ella y ambos rodaron por el suelo. Mientras forcejeaban, la muchacha lanzaba feroces juramentos. Travis la levantó en vilo, tratando de que soltara el arma. Luego la dejó caer. Ella quedó inconsciente.
Travis se incorporó rápidamente y se dirigió al lugar donde se hallaba Kleiburne, a quien podía ver a través de la puerta de la sala de estar, luchando con una haploide.
Antes de que Travis pudiera intervenir, otra haploide se deslizó por la ventana a espaldas de Kleiburne y golpeó a éste con su rifle. McNulty, a quien Travis había creído muerto al verlo tendido en el suelo, se incorporó de pronto y, de un golpe, dejó fuera de combate a la mujer que había atacado a Kleiburne. En aquel momento se oyó una detonación de rifle desde la ventana y Kleiburne y McNulty se desplomaron; al golpear contra la alfombra, sus cabezas produjeron un ruido sordo.
Las haploides actuaban ahora con más rapidez. Travis y Margano, que había vencido a su contrincante, corrieron por la cocina, atravesaron la sala y llegaron a la escalera. Allí encontraron a Stone que disparaba contra todas las cabezas que aparecían por la ventana.
—¡Son demasiadas! —gritó Travis a Stone mientras Margano y él pasaban de largo—. Vamos arriba.
Los tres subieron rápidamente las escaleras sin dejar de hacer fuego. Mientras lo hacían, Travis tuvo el extraño pensamiento de que los escalones crujían a su paso.
Cuando casi habían llegado al piso superior, apareció una haploide al pie de la escalera y, con fría y sorprendente puntería, a pesar de la lluvia de disparos que le llegaban, hizo fuego. Alcanzó a Stone en la cabeza. El hombre lanzó un grito sofocado, se tambaleó hacia delante y se desplomó luego lentamente. La muchacha, que a su vez fue alcanzada por una media docena de balas, cayó de rodillas, como si fuera a recibir el cuerpo de Stone. Luego se desplomó hacia delante, chocando con el cuerpo de Stone que rodaba pesadamente por las escaleras.
—Dentro de un minuto volveremos a tenerlas encima —musitó con desesperación Margano al llegar al final de la vieja escalera.
—Si nos introducimos en los dormitorios podremos vigilar la escalera —dijo Travis—. Kleiburne y Powers…, allí. Margano, con Peters, en el otro. Yo me quedaré con los dos chicos.
Desde los lugares que habían elegido, todos podían vigilar perfectamente las escaleras. Permanecían expectantes, conteniendo la respiración y empuñando firmemente sus armas. Desde abajo, una ráfaga de aire les hacía llegar el fuerte olor de la pólvora: un olor acre, significativo, que incitaba a contraer los músculos del dedo junto al gatillo.
Se oyó un leve ruido en la planta de abajo; un sonido semejante al que haría un ratón al moverse entre un montón de papeles. Luego oyeron más ruidos… Era el débil zumbido del generador en el cuarto de la radio. Pero nadie subió las escaleras.
—Se acerca un automóvil —gritó Bobby Covington desde la ventana de la habitación donde se encontraba Travis.
—Más haploides —balbuceó Travis—. Vienen para asegurarse de la victoria.
—¡No…! ¡Son hombres!
—¡Hombres! —exclamó Travis, aproximándose a la ventana—. ¿Estás seguro de que no son haploides, muchacho?
—Parecen muy tranquilos —dijo preocupado Dick Wetzel, el otro jovencito, que también estaba junto a la ventana. Se han bajado y permanecen cerca de sus coches, en la carretera. Miran hacia aquí.
—Ahora están saltando la verja —exclamó Bobby con excitación.
—Grítales que tengan cuidado —ordenó Travis.
Pero no fue necesario. De la planta baja de la casa salieron algunos disparos. Luego surgieron gritos del grupo de hombres que se acercaba. Travis llegó a la ventana justo a tiempo para ver a los hombres que se dispersaban. Al oír los disparos y los gritos, los compañeros que se hallaban en el primer piso acudieron a la habitación de Travis ya que ellos no tenían ninguna ventana en la parte oeste.
—¡Nos ha salvado la caballería de los Estados Unidos! —dijo Margano en tono de hastío.
—Son los hombres de Judd Taylor —exclamó Travis con agradecimiento—. Pensé que no nos creería. Espero que vengan armados.
Como para desvanecer esta duda, los hombres que se hallaban entre la casa y la verja abrieron fuego contra el edificio, protegiéndose detrás de los setos y los árboles. Los que estaban junto a las ventanas agacharon sus cabezas. Desde la planta baja empezaron a responder a los disparos.
—Vamos abajo —dijo Travis, levantándose—. Entre ellos y nosotros podremos cercarles.
El grupo que estaba en la habitación se mostró dispuesto a seguir a Travis. Todos se apiñaron detrás de él. Pero Travis se detuvo en medio de la estancia: la doctora Garner estaba junto a la puerta, sosteniendo una pistola automática en la mano derecha. Sus ojos resplandecían de furia; tenía el rostro enrojecido y los cabellos en desorden. Respiraba dificultosamente.
—¡Tiren eso!
Como ellos no cumplieron inmediatamente lo que pedía, repitió la orden.
—¡Tiren las armas! ¡Rápido!
Todos obedecieron.
—Ahora salgan por esta puerta. Que nadie haga un movimiento sospechoso… ¡Caminen!
El grupo no tuvo más alternativa que obedecer, y pasó al lado de la mujer.
—Vayan al cuarto de la radio. De prisa.
Los que estaban trabajando en el cuarto de la radio levantaron la cabeza cuando Travis entró seguido por sus compañeros.
—¿Todo ha terminado? —preguntó Betty, corriendo hacia él. Luego se detuvo al ver su expresión y observar la entrada de los demás hombres. Quedó completamente turbada. Cuando vio a la doctora Garner, se acercó, palpitante, hacia ella.
—Atrás, Betty —gritó la doctora Garner apretando los dientes—. Hemos perdido la batalla en el piso de abajo, pero no pienso perder también ésta. ¡Apártate! —exclamó avanzando un paso.
—¡Estás loca, mamá! —gritó Betty—. ¿Qué sacarás ahora con matarnos?
—Eres igual que tu padre…
—Querrás decir el doctor Tisdial…
—Tu padre. Una haploide hubiera sido leal. Pero tú tienes el sello de tu padre.
Los dedos de Betty se aferraron a la madera; tenía los nudillos completamente pálidos. Fijó sus ojos atónitos en el rostro de la doctora Garner.
—¿Vas a apartarte? —dijo la doctora con voz terminante.
Pero Betty no se movió.
El dedo de la doctora Garner se dispuso a apretar el gatillo. Travis contenía la respiración y apretaba los dientes como si aquel segundo se extendiera hasta durar largos minutos. Los disparos que, pocos momentos antes, se habían oído con tanta frecuencia en la planta baja, iban espaciándose… En aquel momento crucial parecían haber cesado por completo.
De repente se oyeron unos golpes secos. No eran tiros, sino pisadas…, pisadas de hombres en las escaleras…, de muchos hombres.
Los ojos de la doctora Garner se dilataron mientras el ruido de las pisadas se acercaba. Se volvió lentamente y miró hacia la escalera. Su mirada se cargó de odio. Empuñó con más fuerza su pistola e hizo fuego.
Le respondieron varios disparos. Las balas pasaron silbando junto a ella. Luego la hirieron en un costado…, en el otro… Resoplaba. Sus mejillas se hundieron. Disparó su arma sin puntería…
Luego todo cesó.
La doctora Garner, primero airada, luego sorprendida, con la mirada extraviada y la boca torcida, se desplomó.
Travis tomó a Betty por los hombros para que apartara su mirada de aquella escena. Estrechó su cuerpo tembloroso contra el suyo.
El doctor Leaf levantó la vista del microscopio de Ernie Somers. Una antigua sonrisa resplandecía en su rostro. Le brillaban los ojos.
—Veo cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. ¿Quiere mirar?
Travis sonrió.
—Creo en su palabra, doctor.
—¡Querido! —gritó Betty, volviéndose hacia Travis y tomándole la cabeza entre sus manos.
Él la besó.
El doctor Leaf apartó el microscopio.
—Nuestro trabajo acaba de empezar —dijo—. Si cree que será capaz de resistir durante algún tiempo, se lo explicaré todo.
Travis y Betty tomaron asiento junto a la mesa. Aún no habían finalizado las operaciones de limpieza y había un gran ajetreo en toda la casa. Los hombres de Judd siempre se habían mostrado serviciales y ahora, como buenos vecinos, ayudaban a restaurar el orden en la casa sitiada.
—Transmitimos la llamada de auxilio —dijo el doctor Leaf—. La Comisión Federal de Comunicaciones registró la llamada. Era un lugar denominado Grand Island, me parece. Ernie lo sabe. Bueno, el caso es que se comunicaron con Washington —dijo encendiendo su pipa y aspirando con fruición el humo—, pero no era exactamente Washington. Cuando comenzaron allí las radiaciones, el presidente y todos los funcionarios del Gobierno se trasladaron al sur del Potomac, según tengo entendido.
»En estos momentos se está analizando la sangre de todos los ciudadanos varones de Estados Unidos. Todos los que pertenezcan al grupo sanguíneo AB deben alistarse en el ejército para luchar contra las haploides. En cuanto a las mujeres, serán sometidas a una biopsia. Las haploides serán segregadas; aún ignoro lo que piensan hacer con ellas. Los hombres del grupo AB ocuparán las ciudades e instalarán en ellas oficinas de control. ¡Pobres de las mujeres que no posean carnet de control! Ah… Hay algo más —dijo el doctor, revolviendo unos papeles que estaban sobre la mesa—. Ernie copió esto a máquina. Son las órdenes para las compañías, tal como le fueron transmitidas.
—¿Qué clase de compañías? —preguntó Travis.
—Querido amigo —dijo el doctor Leaf, riendo entre dientes—. Piensan nombrarle general del ejército de los hombres AB.
—¡General!
—Sí. Ahora levante la mano y repita después de mí… Y luego usted puede hacer lo mismo conmigo. También soy general, como puede suponer.
—Pero…
—No tenemos tiempo que perder —dijo el doctor consultando su reloj—. De acuerdo con nuestra conversación radiofónica, el avión del ejército llegará dentro de veinte minutos.
—¡Travis! —dijo Betty, apenada—. ¡No pensarás dejarme ahora…!
—Señorita Garner —dijo, sonriendo, el doctor—, no existen reglas por lo que respecta a las esposas de los generales. Estoy seguro de que podrá ir con él…, si él la ama.
—¡Sí, me ama!
—Me parece que no tendré dificultad en decidir qué haré durante este año —añadió Travis radiante de alegría.
—¿Por qué no dices años, querido?