14

Aquel sótano inspiraba una lúgubre sensación, provocada por las estrechas hendiduras que servían de ventanas, los crujidos de las puertas y la luz mortecina de la lamparilla. Se diría que las haploides habían inventado una radiación especial que producía la depresión del espíritu y originaba un sentimiento de desesperanza. Los hombres permanecían tendidos en el suelo, hablaban poco y tenían la mirada perdida, manteniéndose en un estado de postración y abatimiento.

Ya no se jugaba a las cartas, nadie contaba chistes ni se esforzaba por levantar el ánimo con una palabra de aliento. Travis y el doctor refirieron lo que habían visto y oído. Todos estaban de acuerdo en que las haploides, disciplinadamente organizadas, los liquidarían en cuanto tuvieran deseos de hacerlo. La única novedad era que la doctora parecía dispuesta a cumplir su promesa aquella misma mañana.

Aunque Travis había luchado sin descanso para no decaer moralmente, acabó también por sucumbir y se encontró muy pronto con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared. En su cabeza se mezclaban las escenas vividas durante las últimas horas. Su sensación de peligro inminente, su muerte próxima, la urgencia de escapar, el recuerdo de los labios de Betty, el impulso de hacer saber a la gente que existían haploides, las escenas en las calles de la capital, el alcalde Bernston desplomándose con la boca abierta para proferir la palabra que no alcanzó a pronunciar… Todo esto se arremolinaba en su cerebro, se confundía, se volvía casi incoherente.

«Hace una semana me hallaba cómodamente en un hospital —se decía—. Después de diez años de tensión nerviosa y experiencia periodística, estaba sometido a un tratamiento para acabar con mi sinusitis. No había oído hablar jamás de una haploide. Mi única preocupación consistía en buscar la mejor manera de utilizar mi excedencia. Y bien, las haploides decidieron que no hubiese permiso para mí. Parece que esto no va a prolongarse mucho más.»

Su inquietud iba en aumento ante la perspectiva de que las radiaciones hubiesen llegado a Chicago y las demás ciudades mencionadas por la doctora Garner sin haber podido interrumpirlas o prevenir a la población. Ignorante del siniestro proyecto que Gibson Travis y el doctor Leaf acababan de conocer, el mundo entero sería violentamente desgarrado.

Ahora Travis estaba enterado de que las haploides intentaban exterminar hasta el último de los hombres para que ningún macho pudiese entorpecer su plan. Desarrollarían una civilización de incubadora, nacida de los óvulos de las retortas o de las haploides. Los óvulos almacenados y científicamente conservados mantendrían la vida en el universo durante millares de años.

Procuró representarse visualmente ese mundo. Allí los hombres serían entes desconocidos. Suponiendo que las haploides permitieran que se estudiase la historia del pasado, ¿qué pensarían las generaciones futuras de la raza masculina? Y si en alguna parte del globo sobrevivía por casualidad un grupo de hombres, ¡qué furor provocaría su aparición en medio de las haploides! Serían considerados monstruos anatómicos, desagradables anacronismos. Después de varios milenios de evolución, la sola idea de unirse con seres semejantes parecería una aberración.

—Opto por intentarlo —dijo alguien en voz baja.

Travis despertó de su ensueño, miró en su derredor y vio a Bill Skelley conversando con un pequeño grupo. Se acercó y preguntó, también quedamente:

—¿Por qué opta usted?

—Por un intento de fuga. Si esta mujer está decidida a cumplir su palabra, si estamos condenados a morir esta mañana, yo intentaría escapar.

—Quizá sea esto lo que están esperando las haploides para hacernos caer en una trampa. Quizás esté previsto por la doctora y favorezca su plan —dijo el doctor.

—Pero si nos unimos y escapamos de aquí, uno, tal vez, consiga salvarse —señaló Bill.

—Es una leve probabilidad —dijo Travis—. Y una vez en libertad, ¿qué hará el superviviente?

—Si fuese yo, correría sin detenerme hasta la salida y trataría de llegar a Fostoria, a cincuenta kilómetros de aquí. Allí tengo un amigo dueño de una de las emisoras de aficionados más potentes del país. Tan pronto como la noticia se propagara…

—Pero —dijo Travis—, ¿si es otro el que escapa?

Bill sacudió la cabeza.

—Entonces no sé. Otro también puede transmitir el mensaje y explicar a mi amigo la urgencia de la situación.

—¿Y su amigo creerá lo que le dice un desconocido?

—Tal vez no. Pero es probable que sepa algo de lo que ocurre.

No iban a actuar impulsivamente. Permanecieron sombríos, a pesar del proyecto.

Travis miró el reloj. Eran las tres y media. Pensó que en verano amanecía a las cinco y media o las seis; nunca se había fijado en ello especialmente, aunque estuviese despierto a esa hora.

En aquel momento estalló un grito.

—¡No puedo soportarlo!

Era Perry Williams. Estaba de pie, apretándose la cabeza con las manos.

—¡Que nos maten de una vez! Esta espera es inaguantable. Todos los días, en la ciudad, esperando la muerte… Esperaba y no llegaba nunca… Casi enloquecí de angustia… La capacidad de aguante tiene un límite… ¡No puedo más, no puedo soportarlo un minuto más!

Travis se acercó a él y lo sacudió por los hombros.

—¡Déjeme! ¡Déjeme o le mato! —exclamó el hombre agitando los brazos frenéticamente.

Travis lo soltó. Perry Williams se volvió y lanzó un puñetazo que alcanzó a Travis en la mandíbula. Travis encajó el golpe y lo devolvió con la misma violencia. El hombre cayó a sus pies y quedó inmóvil.

—Comprendo su actitud —murmuró Charlie McClintock—. ¡Yo estoy tan aterrorizado como él!

Otros hombres asintieron.

—¡Ojalá alguien me pusiera a mí también fuera de combate!

Algunos se echaron a reír.

—Bill tiene razón —dijo Travis sin perder la serenidad—. Hay que hacer algo. Todos enloqueceremos si permanecemos sentados sin hacer nada. Vamos a planear la huida.

Los hombres se reunieron en círculo bajo la lámpara. Después de unos momentos de discusión se pusieron de acuerdo: uno de ellos simularía sentirse súbitamente enfermo. Los demás armarían un estrepitoso escándalo, golpeando las vigas y gritando, hasta que, forzosamente, algunas haploides hicieran su aparición. Entonces los prisioneros se lanzarían sobre ellas.

—Algunos pereceremos en el ataque —dijo Travis—, otros no. Nos apoderaremos de sus armas. Una vez armados habremos dado un paso muy importante. Todos los que puedan, escaparán por la primera salida que se les presente. Seguiremos adelante mientras podamos. Los que logren salir deberán dispersarse y reunirse más tarde en el lugar que indique Bill. Bill, dinos dónde está ese sitio.

—En casa de Ernie Somers —dijo Bill en voz baja—. Hay que recorrer unos cincuenta kilómetros por la carretera hacia el sur. Verán su nombre en el buzón junto a la puerta. Es una gran casa de campo pintada de blanco que se halla en la cima de una colina a unos cien metros del camino. Decidle que vais de mi parte y contadle todo lo que sabéis; así él podrá difundir las noticias. Es verdad que le será imposible ir a las ciudades que ya han sido tomadas por las haploides, pero, en cambio, podrá ponerse en contacto con otros lugares más alejados.

—Debe difundir especialmente la noticia de que todos los hombres de grupo sanguíneo AB son inmunes —agregó el doctor Leaf—. Y que estos hombres podrán enfrentarse a las haploides.

—No quisiera decepcionaros —dijo Charlie McClintock—, pero me parece que ninguno de nosotros logrará salir de aquí.

—Tal vez no —comentó Bill con seriedad—, pero es mejor estar a la ofensiva que a la defensiva.

El deseo de entrar en acción disminuyó cuando los hombres volvieron a ocupar sus lugares en el sótano y cada uno sopesó sus probabilidades de tener éxito con el plan.

De pronto, oyeron un golpe en una de las ventanas. Aunque fue muy apagado, todos los hombres se levantaron y se miraron unos a otros, sorprendidos. Travis se acercó a la ventana enrejada. Entonces pudo ver que había una persona acurrucada en el pequeño hueco, frente a la ventana. También vio una pierna, un muslo. Era una pierna muy hermosa. El corazón le dio un vuelco. Rápidamente abrió las contraventanas. Betty Garner acercó todo lo posible su cabeza a las rejas y le hizo señas para que no hablara.

—Yo… he cambiado de idea, Travis —susurró ella—. Vine a darte esto —dijo tendiéndole una pistola a través de las rejas—. La saqué del depósito de armas.

La chica le entregó otras cuatro pistolas.

—Es todo lo que pude traer —le explicó.

—¡Bravo, Betty! —exclamó Travis—. Si conseguimos avisar al mundo de lo que nos proponemos, tu nombre no será olvidado.

—Me siento mejor desde que decidí ayudarles —dijo ella—. Fue como…, como si estuviera completamente limpia por primera vez en mucho tiempo. ¿Qué piensan hacer?

—Simularemos que ha estallado un motín aquí abajo. Entonces vendrán ellas… ¿Tienes una llave?

—Sí, tengo una llave. Será mejor que no arméis jaleo. La he cogido del llavero que hay arriba. —Pasó la llave a través de la reja—. Ahora tienes que hacer lo siguiente: divide a los hombres en dos grupos y estad preparados. Hay dos camiones en el garaje que está a unos treinta metros de este edificio. Cada camión puede transportar a dos hombres en la cabina y diez en la caja. Yo conduciré uno de ellos hasta la puerta. El primer grupo deberá salir en ese momento y correr hacia el otro camión que está en el garaje. Quiero que vayas en mi vehículo, Travis —añadió sonriendo—. Aquí está la llave del otro camión. Dispones de cinco minutos.

Betty se levantó y desapareció.

Travis cerró la ventana y se volvió hacia sus compañeros para explicarles lo que debían hacer. En pocos minutos estuvieron divididos en dos grupos. Travis entregó tres pistolas al segundo grupo y dos al primero. Él iría con Betty, en el asiento delantero, y llevarían un arma. Entregó otra a Bill Skelley, quien, junto con el doctor Leaf, los dos muchachos y los seis hombres de más edad, debía subir en la parte posterior del primer camión. El segundo grupo, a las órdenes de Charlie McClintock, se apoderaría del otro camión.

La esperanza, que había permanecido adormecida hasta entonces, brillaba en los ojos de todos. Travis se detuvo junto a la puerta; colocó la llave en la cerradura para abrirla rápidamente cuando oyera detenerse afuera el camión. Cada uno ocupó su lugar. Los que tenían armas en la mano las apretaban con firmeza; sus facciones y todo su cuerpo revelaban una extraordinaria tensión. Parecían estatuas. No cruzaron ni una sola palabra. Los hombres contuvieron la respiración cuando oyeron el ruido de un camión que se ponía en movimiento a cierta distancia. El motor se caló dos o tres veces; luego arrancó. Cada vez parecía más cerca de la entrada del sótano.

¿Sería una trampa? ¿Tal vez un acuerdo entre Betty y la doctora Garner para exterminarlos? Travis hizo rechinar los dientes. Quería convencerse de que no podía ser una trampa, que no debía pensar de aquel modo.

El camión se detuvo junto a la puerta. El motor parecía rugir como el de un tractor, tan cerca estaba de los hombres. Travis hizo girar la llave y abrió la puerta. No se veían mujeres en el jardín. El primer grupo salió corriendo. No se oyeron disparos.

Cuando Travis iba a salir con su grupo, aparecieron tres haploides por la otra puerta del sótano; todas iban armadas.

Perry Williams se abalanzó hacia la puerta exterior. Una de las haploides, esbozando una sonrisa de triunfo, apretó el gatillo. Perry se tambaleó, chocó contra el marco de la puerta y cayó al suelo.

—¡Locos! —dijo la haploide acercándose a los hombres.

Los que habían permanecido inmóviles, se pusieron de pronto en movimiento. Las haploides habían confiado demasiado en sí mismas y no se fijaron en las armas que empuñaban algunos de sus contrincantes. Cuando reaccionaron ya era muy tarde.

Los hombres atacaron e hicieron rodar por el suelo la pistola de una de las haploides. Pero ellas peleaban como fieras. Sonó un tiro. Luego otro. McNulty, uno de los más viejos, se apretó un brazo; en su rostro se dibujó una mueca de dolor. Bill, con la humeante automática en la mano, miraba fascinado caer a una haploide.

Travis luchaba con la joven que había disparado contra Perry Williams. Era una robusta morena que usaba los dientes y las uñas para defenderse. También sabía utilizar la pistola para causar con ella el mayor daño posible. Todo lo que Travis podía hacer era esquivar los golpes.

Le resultaba extraño luchar contra una mujer. En realidad, le sublevaba tener que hacerlo. Sólo el pensamiento de sus ambiciones, de la sangre que ya habían derramado y de su propia vida le animaba a seguir luchando.

Ambos cayeron al suelo y allí continuaron la pelea. La joven lanzaba violentos insultos mientras luchaba. Travis le agarró por los cabellos y, con todas sus fuerzas, hizo que golpeara su cabeza contra el suelo de cemento. La mujer quedó inmóvil.

Los tres hombres más viejos atacaron a la tercera haploide. En pocos minutos lograron eliminarla; en seguida se unieron a los demás compañeros que ya estaban junto a la puerta.

Travis, que respiraba con dificultad, se hizo a un lado mientras todos iban saliendo y trepaban al camión. Cuando vio desaparecer al último de los hombres, se apresuró, abrió la puerta delantera del vehículo y saltó adentro. Allí estaba Betty; tenía una automática sobre la falda, sus manos estaban apoyadas firmemente en el volante y miraba preocupada hacia el edificio. Cuando Travis subió a la cabina, se pusieron en marcha.

Se oyeron más disparos. Travis se giró para mirar a través de la pequeña ventana que comunicaba con la parte posterior del vehículo. Todos contemplaban la escena que se desarrollaba afuera. De pronto, una luz les dejó cegados. Observaron que varias mujeres salían del sanatorio. Empuñaban pistolas y se dirigían hacia el garaje.

Se habían apoderado de otro camión y los perseguían.

—Más rápido, más rápido —decía Travis.

El camión donde iban sus compañeros avanzaba pesadamente, rodeado por las haploides que disparaban contra ellos. De pronto el vehículo se paró. Descendieron los hombres que lo ocupaban y, desparramándose rápidamente por el camino, descargaron sus tres automáticas sobre las haploides. Varias muchachas cayeron. Pero también los hombres iban desplomándose uno tras uno. El camión que conducía Betty giró al llegar a uno de los extremos del gran edificio y perdieron a los demás de vista.

—¡Travis! —gritó Betty.

Él se giró y pudo ver un grupo de unas diez haploides que emergían de la puerta principal del sanatorio y empuñaban rifles y automáticas. Corrían velozmente hacia el punto en que el camino describía una curva. Travis advirtió que las mujeres llegarían a la curva antes que ellos. Entonces decidió aproximarse al grupo que se hallaba ya en medio del camino. Las haploides tenían las armas preparadas para disparar en cualquier momento; sus rostros expresaban confianza en sí mismas. Cuando estuvo muy cerca de ellas, Travis hizo sonar el claxon. Sucedió lo que él esperaba. Por acción refleja, las haploides se turbaron durante unos instante y les falló la puntería. Dispararon una lluvia de balas sobre Travis y sus acompañantes, pero una sola pasó cerca; después de agujerear el parabrisas se incrustó en la chapa metálica de la cabina.

A unos tres metros del grupo Travis abrió fuego, a través de la ventanilla abierta. Una de las mujeres cayó. Las otras no se movieron. Betty agachó la cabeza; sus manos seguían firmes sobre el volante y tenía el pie sobre el acelerador. El camión se lanzó sobre el grupo de mujeres, arrojándolas al borde del camino. Travis miró hacia atrás; las haploides habían quedado tendidas e inmóviles sobre el pedregullo.

El camino seguía en dirección al edificio, dentro de los terrenos del sanatorio, luego describía una curva y desembocaba en la autopista. Ahora el camión se desplazaba más velozmente. Seguían pasando algunas balas cerca de los fugitivos. Una de ellas alcanzó el camión, a pocos centímetros de la cabeza de Travis. Se volvió para mirar. Una bala de rifle estaba incrustada allí.

Betty seguía en el volante. Giró bruscamente hacia el sur, haciendo chirriar los neumáticos del camión. El rápido giro lanzó al lado opuesto a los hombres que viajaban en la caja del camión. Betty aceleró aún más. El viento silbaba con fuerza a través de las ventanillas.

—El otro camión no ha podido escapar —dijo Travis, dejando un momento la pistola sobre sus piernas.

—Estoy segura de que nos seguirán —dijo Betty—. Cogerán coches particulares. Ahora tenemos que salir de este camino.

Travis abrió la ventanilla que comunicaba con la parte posterior del vehículo.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

—McNulty tiene mal el brazo —dijo Bill Skelley—. Los demás están bien.

—¿Quiénes son los que van ahí? —volvió a preguntar Travis, estirándose para mirar a través de la ventanilla. Pero no pudo ver nada debido a la oscuridad que reinaba en la caja del vehículo.

—Los dos chicos, Bobby Covington y Dick Wetzel —contestó Bill—. Además, están Marvin Peter y Gus Powers. Kleiburne y Stone se encuentran justo debajo de la ventanilla, a tu lado. El doctor Leaf está curándole el brazo a McNulty. Ah…, falta Margano. Casi me olvido de él. Está sentado a mi lado.

—¿Tienen algún cojín ahí delante?

Travis reconoció la voz del doctor Leaf, el cual añadió:

—Aquí hay demasiado zarandeo para McNulty.

Travis le pasó, a través de la ventana, el pequeño cojín de cuero que se hallaba debajo del asiento delantero.

—¿No crees que deberíamos tomar un camino lateral, Travis? —sugirió Bill—. Seguramente nos seguirán, y si nos quedamos aquí nos van a sorprender con toda facilidad.

—Precisamente estábamos hablando de eso, Bill.

—Si no me equivoco, aún no hemos pasado frente a una iglesia blanca. Allí, a la izquierda, hay un camino de grava. Es mejor seguirlo. Al cabo de unos dos kilómetros encontraremos otro camino de grava paralelo a éste, que va directamente a Fostoria. Solía usarlo cuando había mucho tráfico.

—Entonces lo tomaremos. Mantened los ojos bien abiertos; es posible que nos persigan.

Travis se enderezó, después de cerrar la ventanilla.

—¿Quieres que conduzca?

—Ahora no es conveniente detenerse —dijo Betty—. La doctora Garner debe de estar pisándonos los talones.

En realidad, no había ninguna razón para que Travis tomara el volante. Betty conducía el camión como un veterano. Apretaba el acelerador a fondo; los neumáticos producían un constante chirrido sobre el asfalto, mientras el velocímetro indicaba que iban a más de cien por hora. Las manos de Betty estaban tensas sobre el volante, los nudillos completamente blancos. A la pálida luz del tablero de mandos, Travis percibió el brillo de sus rubios cabellos. Tenía un perfil casi angelical. La nariz, ligeramente respingona, una encantadora barbilla, los labios carnosos. ¡Qué contraste con las otras haploides que había visto, con excepción, quizá, de Rosalee Turner!

Oyeron un fuerte golpeteo en la ventanilla de atrás. Travis se giró. Bill tenía la cara pegada contra el vidrio. Abrió la ventana.

—Se acerca un automóvil a toda velocidad —dijo Bill—. Todavía nos falta bastante para llegar a la curva.

—Somos los únicos en la carretera —dijo Betty—. Deben de habernos visto girar.

—Tenemos que decidirnos entre hacerles frente en marcha o escondernos en algún recodo —dijo Bill—. Si seguimos un poco más encontraremos una curva muy cerrada y un sendero. Si consiguiéramos llegar hasta allí, podríamos girar y esperar que ellas pasen de largo.

—Vamos a intentarlo, Bill —dijo Travis—. A toda velocidad, Betty.

Travis miró hacia atrás y pudo distinguir los faros de un vehículo que se acercaba por el camino; debía estar a un kilómetro y medio de distancia. A veces desaparecía tras la cortina de polvo que levantaba el camión. Pero cuando volvía a aparecer, estaba cada vez más próximo.

—Ya hemos llegado al camino —gritó Bill—. Ahora hay una curva a la derecha y luego el sendero. Girad aquí.

Betty disminuyó la velocidad para tomar la curva. Luego entró en el sendero oculto entre los árboles, a unos treinta metros de la carretera, y frenó. Apagó los faros y paró el motor.

Inmediatamente, los hombres bajaron del camión y se reunieron en la parte posterior. Pocos minutos después oyeron el zumbido de un automóvil que se acercaba por la curva, y sus faros iluminaron por un instante la fronda. Travis y sus compañeros se arrojaron cuerpo a tierra. Vieron el automóvil cuando pasó frente al extremo del sendero. Iba a toda velocidad y vibraba poderosamente.

—¡Al camión! —dijo Travis.

Todos subieron al vehículo. Betty sugirió a Travis que tomara el volante. Travis hizo girar el vehículo y se dirigió hacia el camino principal. Casi habían llegado, cuando otro automóvil apareció en la curva y pasó a toda velocidad. Travis no perdió ni un minuto. Puso el motor en marcha y el camión avanzó, con los neumáticos escupiendo grava, hasta la carretera. Continuaron en la dirección por donde habían venido.

—El segundo coche está girando —gritó Bill—. ¡Más rápido!

Travis tomó la curva y aumentó la velocidad en el tramo recto; luego la disminuyó para doblar hacia el sur; finalmente, volvió a acelerar. No era suficiente. Por los retrovisores podía ver los faros de un automóvil que se acercaba rápidamente.

Cuando se encontraron a unos veinte metros de distancia, los perseguidores abrieron fuego. Los muchachos del camión respondieron con la única pistola que tenían. Betty abrió la ventanilla y les pasó su automática y la de Travis para que se defendieran mejor. Entonces comenzó en serio el tiroteo. Una bala perforó la ventanilla. El proyectil pasó de largo, atravesando también el parabrisas. De pronto, las luces del automóvil que los perseguía viraron bruscamente. Los hombres del camión lanzaron gritos de alegría. Los faros desaparecieron.

Bill se asomó nuevamente a la ventanilla.

—Ningún herido —dijo—. Me pareció que esos automóviles llevaban largas antenas. ¿Es posible, Betty?

—Sí, Bill —contestó Betty—. La doctora Garner piensa en todo. Seguramente estaban transmitiendo nuestra posición a los otros vehículos.

—Y el otro automóvil estará encima de nosotros dentro de un minuto —dijo Travis.

—Podemos girar en una infinidad de lugares —dijo Bill, mirando hacia atrás para ver si se acercaban los coches. Luego continuó—: Sugiero que doblemos por cualquiera de estos caminos laterales y nos detengamos para ocultarnos durante un rato. No nos falta mucho para llegar a la casa de Ernie Somers, pero puede que no tengamos tanta suerte si nos encontramos con otro coche… ¿Por qué no buscas un buen camino lateral, Travis?

—De acuerdo.

Travis disminuyó ligeramente la velocidad y se introdujo por un camino lateral. Después de avanzar un trecho, se desvió hacia otro camino. Luego siguió serpenteando a medida que se adentraban en la zona arbolada. Finalmente, tomaron una curva que los condujo a un frondoso bosque. Las ramas y arbustos rozaban los costados del camión. Continuaron hasta llegar a una bifurcación, pero ambos senderos eran igualmente intransitables a causa de la densa vegetación. Allí se detuvieron.

El silencio era impresionante. Con los faros apagados, contemplaron el bosque, que parecía mágico bajo el cielo sin luna. Sólo había luz suficiente para distinguir los árboles que semejaban negros y erguidos pilares sosteniendo un cielo cubierto de estrellas.

—Podéis bajar —dijo Travis a los de atrás—, pero no os alejéis mucho del camión. Y tened las armas preparadas.

Betty y Travis se unieron al grupo que se hallaba al lado del vehículo. Pensando en que sus perseguidores tal vez estaban recorriendo todos los caminos, incluso los laterales, resolvieron que lo mejor sería permanecer allí por lo menos durante quince minutos; tenían la esperanza de que las haploides iniciaran la búsqueda por otros lugares.

—Mejor sería seguir adelante —comentó el doctor Leaf—, pero ya que tenemos la oportunidad, descansaremos un rato.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Travis, rodeando con su brazo la cintura de Betty, que apoyó la cabeza sobre su hombro.

—Supongo que las radiaciones tardan unas treinta y seis horas en alcanzar su máxima intensidad. Usted recordará que las emanaciones comenzaron en Union City el jueves, alrededor de las diez de la mañana y el viernes por la noche comenzaron a afectar a los hombres. A las diez de la noche, muchos ya habían muerto o estaban moribundos. A medianoche, el desastre era casi completo.

—El informe que vimos en el teletipo del «Star» decía que las emanaciones comenzaron en Chicago el viernes por la mañana —comentó Travis—. De acuerdo con eso, ellos habrán tenido todavía un margen de tiempo para ponerse a salvo.

—Sí. Pero tendríamos que prevenirles… Hoy es sábado; deberíamos avisarles antes de las seis de la tarde, antes de que ocurra algo realmente serio.

Mientras hablaban podían ver el vaho de su aliento a la pálida luz. Hacía frío y Travis notaba que Betty estaba temblando, pero no tenía nada con que abrigarla.

—En caso de que otra ciudad hubiera sido afectada, lo habríamos leído en el informe, ¿verdad, Travis? —preguntó el doctor Leaf—. ¿Qué puede decirnos, Betty? Usted se encontraba en la sala de comunicaciones, en el sanatorio.

—Chicago fue la primera ciudad atacada, después de Union City —respondió ella—. Pero en este momento están recibiendo radiaciones todas las grandes ciudades.

Como la joven seguía temblando, Travis la llevó a la cabina del camión, donde la temperatura era menos fría. Se sentó junto a ella. Betty se acurrucó entre sus brazos y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—¿En qué piensas? —le preguntó Betty en voz baja.

—¡Qué hermosa eres!

—No debes decir eso.

—Ya lo sé. Pero sucede que estoy enamorado de ti.

—De una haploide —dijo ella tristemente.

—¿Qué diferencia hay? Tú y yo nos casaremos.

—¿Te gustan los niños? —preguntó Betty.

—Por supuesto. ¿Y a ti?

Ella le miró sorprendida.

—Supongo que sabes…

—Sí. Ya lo sé. Quiero que olvides todas esas cosas. Hay muchísimas mujeres que no pueden tener hijos y no son haploides. En caso de que nos casáramos y alguno de nosotros fuera estéril…

—¿Adoptaríamos otros niños?

—Exactamente. Tú serías una maravillosa madre.

Travis sintió que una lágrima de Betty le humedecía la mano.

—Toma —dijo, extendiéndole su pañuelo—, no está muy limpio pero creo que te hará falta.

Ella se sonó la nariz.

—No sé por qué te amo. Ninguna haploide de las que conozco ama a un hombre. Pero yo te quise desde el mismo instante en que te vi en el Union City Hospital, cuando fui a liberar al doctor Tisdial de su penosa existencia.

—La doctora Garner dijo que el doctor Tisdial era su esposo, que riñó con él y cuando volvió después de varios años, se mostró muy disgustado por lo que su mujer estaba haciendo. Entonces ella lo encerró en el sanatorio.

—Ese relato es exacto sólo en parte —dijo Betty—. Mi madre… Siempre he llamado mamá a la doctora Garner, y consideraba al doctor Tisdial como mi padre, puesto que ellos me criaron. Pues bien, mi madre tenía pérdidas temporales de la memoria. Entonces no parecía la misma persona. Quizá tengas razón… Quizá no esté en sus cabales.

—Ella me habló acerca de su hermano. Betty asintió.

—Eso debe de haberla trastornado. Le hemos oído contar ese episodio una y mil veces. Lo relata muy bien… Las muchachas se impresionan mucho y eso contribuye a que vean las cosas tal como ella quiere que las vean.

Travis aceptó el cigarrillo que Betty le ofrecía.

—¿Por qué dices que no era absolutamente exacto lo que ella afirmó del doctor Tisdial?

Betty suspiró y se apoyó contra Travis.

—Ella se imagina que él la abandonó alrededor de mil novecientos veinte, cuando había comenzado a producir las haploides. Fue entonces cuando la doctora Garner empezó a usar su nombre de soltera. En realidad, él nunca la dejó. Estuvo junto a ella constantemente. Era su marido y sentía verdadero cariño por ella. En algunas épocas eran muy felices, pero eso duraba muy poco, pues a menudo tenían violentas peleas. Papá y yo solíamos conversar largamente. Él estaba seguro de que lograría convencerla. Papá y yo nos queríamos mucho… Creo que él llegó a pensar que su mujer no estaba bien de la cabeza, pero la quería demasiado para internarla en un sanatorio. Por otra parte, las criaturas que ella estaba produciendo debían tener un hogar. Toda su felicidad estaba cifrada en el trabajo que realizaba con las haploides. El doctor Tisdial trató repetidas veces de desviar su actividad en otra dirección, pero ella no se rendía. Hacia el final ella le trataba de un modo ruin.

Betty volvió a sonarse la nariz, se frotó los ojos y prosiguió su relato.

—Cuando ella inventó la máquina radiactiva, el doctor Tisdial se decidió a actuar. Le dijo que si no la destruía y renunciaba a sus planes, avisaría a la policía. Ella lo encerró en el Sanatorio; mientras tanto, se dedicaba a fabricar los primeros aparatos en Union City. Muchas haploides trabajaban allí…, vivían en el piso de arriba. Yo le visitaba a menudo; le habían recluido en la misma habitación del sótano donde os encerraron a vosotros. Había envejecido; estaba muy triste y resignado. Siempre me pedía que le contara las últimas noticias. Un día observé un resplandor peculiar en sus ojos. Luego supe que se había escapado. Mamá estaba fuera de sí, pues pensaba que quizás habría ido a avisar a la policía. Varias compañeras y yo misma pasamos largas horas buscándole. Había ido a la casa de la calle Winthrop para tratar de destruir las máquinas. Llegó demasiado tarde, pues la mayor parte había sido distribuida ya por todo el país.

Las lágrimas le inundaban los ojos. Hizo una pausa y continuó:

—Enloqueció cuando lo encerraron en el piso de arriba. Tenían a otro hombre encerrado en el sótano. No recuerdo su nombre…

—Chester Grimes.

—¿Cómo lo sabes?

—La policía lo averiguó por sus huellas digitales. Prosigue.

—Bueno. Un día, al doctor Tisdial se le ocurrió probar uno de los aparatos que estaban arriba. Era un emisor de ondas radiactivas. No funcionaba muy bien. No obstante, él lo accionó. Luego ya sabes lo que le ocurrió. En cuanto a Grimes, enloqueció de dolor, comenzó a correr de un lado a otro por el sótano, mientras su piel se tornaba gris. Ellas descubrieron lo que pasaba y detuvieron la máquina, pero el daño ya estaba hecho. Como el trabajo estaba casi terminado, decidieron desmantelar el laboratorio esa misma noche. La policía sorprendió a varias muchachas mientras realizaban esta tarea durante la mañana siguiente. Pudieron salir sin ser vistas, pero debieron prender fuego a la casa, pues habían dejado algunas cosas dentro.

—Allí encontré la ficha de Rosalee Turner —dijo Travis—. Luego fui a buscarla a su oficina.

—Mi madre se enteró de ello. Pero la primera vez que oyó hablar de ti fue cuando peleaste conmigo en el hospital. Gladys Pease, la enfermera, se lo contó. Entonces me encargó de que te eliminara; dijo que todo había ocurrido por mi culpa. No sabía lo que yo sentía por ti. Ni siquiera yo lo sabía entonces.

Se acercó aún más a Travis y le acarició el antebrazo. Luego continuó:

—Me alegro de no haberlo hecho. Cuando te encontré aquella vez en la calle me di cuenta de que no sería capaz de matarte; sin embargo, volví a intentarlo en tu apartamento. No eras el único en mi lista; también figuraba tu amigo, Hal Cable. Él también me vio. Por lo visto, fracasé en mis intentos de asesinato.

—Pero no podrías decir lo mismo de tus compañeras —dijo Travis gravemente—. Han matado a Hal Cable con las radiaciones.

—Ya lo suponía —dijo ella en voz baja—. Todo esto es espantoso. No puedo comprender cómo antes estuve convencida de que sería la solución para todos los problemas mundiales. Lo que voy a decir no es nuevo, pero dos cosas malas no dan una buena. Los hombres son malos, pero lo es igualmente el sueño de las haploides. Quizá, dentro de algunos siglos, la humanidad habrá progresado y desaparecerán las guerras.

—Has mencionado al doctor Tisdial —dijo Travis—. ¿Por qué tratabas de matarlo?

—Discutí con la doctora Garner acerca de él. Yo opinaba que si estaba sufriendo tanto como Chester Grimes, debía tener el privilegio de morir rápidamente en vez de seguir soportando el dolor horrible producido por la radiación. Quizá mi madre se haya enternecido en ese momento. Aceptó. La señorita Pease nos telefoneó desde el hospital apenas lo llevaron allí.

—Fue él quien nos dio la pista de las haploides.

—¿El doctor Tisdial? ¿Quieres decir que estaba consciente?

—Tenía la conciencia suficiente para dibujar un símbolo representativo de la mujer con los signos veintitrés X en su interior, que entregó a un médico interno, el doctor Collins. ¿Recuerdas que cuando viniste a mi apartamento te lo mostré? Nos costó descifrarlo; tardamos varios días.

—Temían que hubieras encontrado algo importante; la doctora Garner se mostró muy enfadada cuando supo que no te había matado. Me preocupaba que ella descubriese mis sentimientos hacia ti. Tuve verdaderas dificultades para advertirte de que te fueras de la ciudad. En esos momentos, Alice Gilburton y otras recibían las instrucciones finales para comenzar el ataque. Todas las haploides estaban alerta para apoderarse de la ciudad tan pronto como los hombres comenzaran a morir. Y yo no constituía una excepción.

—¿Qué sucedió con el cadáver de Alice Gilburton?

—Mary Hanson, que fue designada jefe de policía por el alcalde, nos informaba telefónicamente desde el ayuntamiento. La doctora Garner le ordenó que se deshiciera del cuerpo de Alice por si a alguien se le ocurría examinarla. El alcalde ordenó que cortaran la corriente eléctrica en todos los edificios excepto los públicos. Las haploides que se habían enrolado como voluntarias hicieron funcionar las máquinas radiactivas en los edificios públicos. El mismo procedimiento debía ser empleado en todo el país. Union City solamente serviría de modelo.