Había numerosos hombres en la habitación. Algunos permanecían aislados y otros formaban grupos; unos estaban de pie, otros sentados. Todos miraron con curiosidad a los recién llegados.
Se encontraban en un sótano que servía de almacén y lavadero. En las paredes, sobre el nivel del suelo del jardín, había ventanas con barrotes y, frente a la entrada, en el lado opuesto, Travis y el doctor Leaf pudieron distinguir otra puerta. Había gran cantidad de cajones, algunos vacíos y otros llenos, colocados junto a las paredes, dejando libre el centro de la habitación.
Algunos hombres estaban sentados encima de los cajones; otros se apoyaban en una larga pica que ocupaba todo un lado de la habitación. Había también algunas sillas viejas, un raído colchón y varios muebles y artefactos cubiertos con fundas. La única luz de la habitación provenía de una lamparilla colgada del techo, que proyectaba extrañas sombras.
Travis y el doctor Leaf se acercaron a la pica y se sentaron sobre el reborde de madera que sobresalía de su parte inferior. La situación era embarazosa.
—¡Eh, Travis! ¡Doctor Leaf! —oyeron que alguien gritaba de pronto.
Travis volvió la cabeza y pudo distinguir a uno de los hombres tendidos sobre el colchón que en aquel momento le hacía señas.
—¡Bill Skelley! ¡Le creíamos muerto!
Bill se levantó y fue al encuentro de su amigo. Se estrecharon las manos.
—¡Qué alentador resulta encontrar a alguien conocido! —dijo Bill, con una amplia sonrisa en su rostro juvenil.
Estrechó la mano del doctor y luego les presentó a los demás ocupantes de la habitación.
—Les presento a McClintock, Charlie McClintock.
—Encantado de conocerle —dijo Charlie.
—Éstos son Marvin Peters, y Powers… Gus. ¿No es así?… Y Tonny Webb y… No recuerdo su nombre.
—Perry Williams.
—Gracias. Como pueden darse cuenta, hace pocas horas que estamos juntos. Este señor es McNulty, Jacob McNulty, y Margano, Kleiburne y Stone… Y aquí está también el pequeño Bobby Covington.
Les presentó a un muchacho de unos doce años, que les tendía la mano.
En pocos minutos los dos nuevos prisioneros saludaron a los demás ocupantes de la estancia. Había veinte hombres y dos muchachos; veinticuatro varones, incluyendo a Travis y el doctor Leaf. Todos se sentaron nuevamente. Algunos trataron de dormir y otros reanudaron las conversaciones interrumpidas por la llegada de los dos últimos.
—¿Cómo andan las cosas afuera? —preguntó Bill, tomando asiento junto a Travis en el reborde de la pica, mientras le tendía un paquete de cigarrillos.
—¡No pueden ir peor! —contestó Travis, aceptando el cigarrillo.
Mientras fumaba, relató a Bill lo que sabía acerca de la hipótesis del doctor Wilhelm, el estado de las calles, las jóvenes del juzgado y su intento de avisar a la Associated Press, de Chicago, para que tuvieran cuidado con las muchachas que llevaban aquellas extrañas cajas.
—Ahora veo claramente que la máquina de la calle Winthrop no operaba con la intensidad máxima —dijo el doctor Leaf minutos más tarde, en medio de la animada conversación que se suscitó en seguida—. Afectó solamente a las personas que vivían en las cercanías, y sus efectos se desarrollaron lentamente. La máquina hallada en la habitación de la muchacha era más mortífera, como demuestran los desastres ocurridos en la ciudad. Pensábamos que tendríamos más tiempo para actuar, pero nos equivocamos por completo.
—Nosotros creímos lo mismo —dijo Bill—. Yo pensaba que tendríamos tiempo suficiente para localizar todas las misteriosas cajas. Todos los radiotécnicos que salieron en los camiones con los equipos detectores enfermaron, uno tras otro. Al ver que nos quedábamos sin personal, yo mismo ocupé un camión y empecé a trabajar. Ya había descubierto dos máquinas, cuando un grupo de mujeres que iban dentro de un coche patrulla me detuvieron. Eran alrededor de las nueve y media. Me encerraron en una comisaría, con otros hombres. Traté de explicar a esas mujeres que yo no era un delincuente y que estaba tratando de localizar las peligrosas radiaciones. Pero ellas se rieron. Una de ellas pegaba bastante fuerte —agregó Bill, mientras se frotaba la barbilla—. Los otros detenidos iban muriendo paulatinamente. Esperaba que me tocara la misma suerte, pero no fue así. Transcurrió media hora larga antes de que regresaran las mujeres. Parecían sorprendidas al ver que aún estaba vivo. Estuvieron deliberando, para decidir qué hacían conmigo. Luego me trajeron aquí.
Encendió un cigarrillo y prosiguió:
—Oí la explicación que usted daba acerca de esas mujeres, las haploides. Para mí no se diferencian en nada de las demás mujeres.
—Exteriormente son iguales —dijo el doctor Leaf—. Se diferencian sólo por su estructura celular. Tienen los mismos pensamientos, los mismos órganos, todo igual, hasta las mismas ambiciones. Temo que hayan sido sus ambiciones las responsables de todo esto. Yo supongo que ellas se consideran a sí mismas como algo nuevo (en realidad lo son) y quizá superior. Me parece que se han propuesto eliminar todos los cromosomas Y que existen en el mundo y, por consiguiente, a todo el género masculino.
—Parece razonable —dijo Bill, restregándose la barbilla—. Aclara la explicación del doctor Wilhelm acerca de los cromosomas Y. Pero, ¿qué sucede entonces con nuestros cromosomas Y? ¿Cómo explica el hecho de que no hayamos sido afectados?
El doctor Leaf movió la cabeza.
—Quizá sea una cuestión de tiempo. O tal vez, cuando conozcamos la razón de nuestra inmunidad, nos parecerá algo muy sencillo, del mismo modo que al principio nos parecía increíble que una simple radiación pudiera ocasionar semejantes estragos.
Travis echó un vistazo a su alrededor.
—Hemos quedado veinticuatro supervivientes en una ciudad de sesenta mil habitantes. Parece imposible que no hayamos muerto como los demás; pero aquí estamos. Quizás en cada uno de nosotros existe un germen salvador. ¿Si pudiéramos saber qué es?
El hombre llamado Charlie McClintock se volvió hacia Travis.
—Esas mujeres también quieren saberlo —dijo—. No tengo ninguna duda. Me he enterado de que los primeros hombres que llegaron aquí fueron sometidos a un cuidadoso examen. ¿Qué me ha dicho acerca de eso, Margano?
Margano, un hombre de pelo negro, que estaba recostado sobre el colchón, levantó la cabeza.
—Fui el primero —dijo—. Cuando llegué, me desnudaron y comenzó la revisión.
El doctor Leaf se mostró muy interesado.
—¿Qué le hicieron entonces?
Margano se sentó.
—Me pesaron, me tomaron la presión sanguínea, como en el ejército. Anotaron mi estatura, me hicieron radiografías y tuve que orinar en un frasco. Eso no me gustó nada. Las condenadas muchachas estaban allí mirándome —agregó, sonriendo con embarazo.
Varios hombres rieron.
—¿Le hicieron algo más? —insistió el doctor.
Margano estaba pensativo; se rascaba la nariz y miraba el techo con el ceño fruncido.
—Sí. Creo que sí. Ah, ya recuerdo… Me hicieron un análisis de sangre. Me auscultaron y me examinaron los dientes. Una de las chicas me colocó un aparato en la boca y me exploró la garganta. Me parece que eso fue todo. No… Hay algo más. Me cortaron un pedacito de piel de la oreja —agregó, alzando su mano y tocando una tela adhesiva que tenía sobre la oreja.
El doctor Leaf sonrió.
—Pensaban que usted podía ser también un haploide, ¿eh?
—Sí. Ya les oí antes, cuando hablaban de ello. Había una mujer de guardia en el piso de arriba, mientras me inspeccionaban. Parecía la jefa del grupo. Todas brincaban cuando ella abría la boca para decir algo. La llamaban doctora Gonner, o algo parecido.
—¿Gonner? —preguntó Travis asombrado—. ¿No sería Garner?
—Sí —asintió Margano—. Eso mismo.
—Era una rubia así de alta —dijo, haciendo un movimiento con el brazo—, hermoso rostro, bien formada y…
—Me parece que se equivoca —contestó Margano sonriendo—. Ésta era todo lo contrario. Era una mujer de cierta edad y cabellos grises. Tenía los ojos grises más terroríficos que he visto en mi vida. Parecía capaz de atravesarlo a uno con la mirada.
El doctor Leaf se acomodó en el reborde de madera.
—Esos exámenes que le hicieron no significan nada. Son habituales —dijo el médico.
—A mí no me examinaron —dijo Charlie McClintock—. Sólo me hicieron un análisis de sangre.
Varios hombres afirmaron a coro que con ellos también se habían limitado a un análisis.
—Espere un momento —dijo Travis, poniéndose de pie—. Usted fue el primero, ¿verdad, Margano?
Margano asintió.
—¿Quién fue el segundo?
Marvin Peters hizo un gesto.
—¿Qué clase de revisión le hicieron? —preguntó Travis.
—Igual que a Margano.
—¿Quién fue el tercero?
Kleiburne levantó la mano.
—Me encontraron frente a la taberna El Barril de Cerveza. Cuando vi que todos los compañeros iban apagándose como lamparillas, decidí terminar mis días con tanto alcohol en el cuerpo como pudiera soportar. Apenas había comenzado a beber cuando me detuvieron; me llevaron en uno de sus coches patrulla y me arrojaron al sótano de la biblioteca, junto con muchos otros hombres. Sólo nosotros dos, McNulty y yo, sobrevivimos. Los restantes se contagiaron. Luego volvieron las muchachas y nos sacaron de allí. Si hubiéramos sido más inteligentes, habríamos simulado estar muertos. Estoy seguro de que otros procedieron así. Luego nos trajeron aquí —prosiguió— y comenzaron a examinarnos, lo mismo que a Margano y McClintock. Cuando iban por la mitad del examen, vino esa vieja ramera de cabellos grises y les dijo: «No importa lo demás, chicas. Sólo me interesa el análisis de sangre». Eso fue todo.
—El cuarto fue usted, McNulty, ¿verdad? ¿Y el quinto?
Stone levantó la mano.
—Sólo examen de sangre.
—¿El sexto?
Gus Powers tosió.
—Lo mismo.
—¿El séptimo?
Perry Williams alzó el brazo.
—A mí no me hicieron nada. Sólo me encerraron aquí.
A ninguno de los restantes les habían hecho análisis de sangre.
—Muy bien, doctor Leaf —dijo Travis—. ¿Llega usted a las mismas conclusiones que yo?
—Creo que sí —respondió el doctor Leaf, muy excitado—. Al principio revisaron cuidadosamente a cada uno de los hombres, pues ignoraban la razón de su resistencia al mal. Luego deben haber encontrado algo. En la sangre… La vieja pidió entonces que hicieran otros dos análisis, para estar del todo segura. Luego ya no necesitaron seguir la investigación.
—¿Qué puede ser, entonces? —preguntó Bill.
—Tenemos la explicación aquí mismo. ¿A qué grupo sanguíneo pertenece usted, Margano?
—Cuando estaba en el ejército me dieron una tarjeta que decía AB.
—Muy bien. ¿Y el suyo, Kleiburne?
—AB.
—¿Peters?
—Creo que AB.
—¿McNulty?
—No sé.
—¿Y el suyo, Stone?
—Grupo AB. ¿Podría ser diferente?
—Está claro, ¿verdad? ¿Hay alguno que no pertenezca al grupo sanguíneo AB?
No se alzó ninguna mano.
—Entonces, eso es —dijo el doctor Leaf—. Algo muy lógico. Estamos de suerte.
—¿Suerte? —preguntó Travis—. ¿Qué quiere decir? El doctor se ajustó los lentes y sonrió con su mueca característica.
—Permítanme que les explique. Los cromosomas Y, como los otros cromosomas, están formados por largos collares de genes, apretados como pequeños discos. Algo semejante a una pila de monedas. Todos los cromosomas Y que contienen genes A, B u O de la sangre, son sensibles a las radiaciones gamma, tal como ya se lo he explicado. Pues bien, en las células existen también, además de los cromosomas Y y los otros cuarenta y siete cromosomas, ciertas sustancias producidas por los genes y que llevan el nombre de antígenos. Comúnmente, estos antígenos no actúan como protectores, pero la combinación de los antígenos producidos por los genes A y B en el grupo sanguíneo AB, produce entre otras cosas los antígenos que nos inmunizan a todos los que nos encontramos en esta habitación contra las radiaciones que resultaron mortíferas para las demás personas. Los antígenos son simplemente hidrocarburos nitrogenados, pero no podría decir qué clase de coraza forman contra estas emanaciones. Debemos estarles agradecidos por lo que hacen. No hay duda de que las hormonas femeninas, la crebiozona y otras sustancias que hemos ensayado, no podían tener ninguna acción.
—¿Por qué ha dicho que teníamos suerte? —preguntó impaciente Bill Skelley.
—Eso es precisamente lo que iba a explicar ahora —dijo el doctor—. El grupo sanguíneo AB podría ser inmune, del mismo modo que aquellas personas que carecen de algún gen específico del gusto y no pueden paladear ciertas sustancias como la feniltio-carbamida, o FTC. Algunos llegan a notar su sabor amargo, otros no. Veamos ahora por qué tenemos suerte. ¿Recuerda la población de Union City, Travis?
—Unas sesenta mil personas.
—Entonces tenemos suerte. Suponiendo que la mitad pertenezca al sexo femenino, y si no recuerdo mal las cifras, todavía debe de haber alrededor de mil ochocientos hombres vivos en Union City.
—¡Imposible! —estalló Travis—. No vimos a nadie.
—No. Hablo seriamente. El grupo sanguíneo AB es un grupo raro. Si mal no recuerdo, alrededor del seis por ciento de la población de Estados Unidos pertenece a ese grupo, lo cual quiere decir que unos mil ochocientos hombres pueden estar escondidos en la ciudad. Por supuesto, algunos deben ser ancianos, otros niños. Y supongo que algunos no habrán nacido todavía. Pero constituyen un núcleo para luchar contra el mal, si en realidad hubieran sobrevivido.
—Un núcleo que en este momento está oculto en los edificios y cuyos componentes pueden, en cualquier instante, ser detenidos por las haploides o morir bajo sus disparos. Usted recordará la forma en que procedió la patrulla haploide con aquel viejo que encontraron en la calle.
—Es verdad —dijo el doctor—. Deben de estar escondidos porque ignoran lo que está sucediendo. ¡Si pudiéramos informarles!
—Sí —dijo McClintock—. Podemos salir a decírselo. Avisen a las chicas que pensamos salir a dar un paseíto.
—¡Diablos! No podemos salir de esta habitación —dijo Bill—. Hay guardias apostadas, con armas, por todas partes.
—No perdamos las esperanzas —dijo Travis—. Quizá se nos ocurra alguna solución.
La puerta del sótano se abrió bruscamente, con gran estrépito, golpeando contra la pared. Una mano pálida la contuvo, evitando que rebotara. En el umbral se dibujó la figura de una mujer alta, de cabellos grises; había en sus ojos centelleantes una expresión de loca hilaridad; los labios, con las comisuras caídas hacia abajo, daban a su rostro delgado una expresión desdeñosa. Tenía las cejas muy pobladas y la cabeza orgullosamente erguida. Llevaba el cabello peinado a estilo Pompadour y su cutis era extremadamente pálido. Tenía una apariencia ascética. Llevaba una bata blanca, como los médicos, y las jóvenes que se hallaban detrás de ella iban igualmente ataviadas y armadas.
Travis pensó que Margano tenía razón. Los ojos de aquella mujer eran terroríficos. ¡De modo que estaban frente a la doctora Garner! ¡Aquella mirada capaz de atravesar a un hombre! Travis sintió un hormigueo en la columna vertebral cuando su mirada se posó un instante sobre él. Se preguntaba si era posible que Betty fuera su hija.
—Entonces usted cree, Travis, que se le ocurrirá algo… —comenzó a decir. Sus labios dibujaron una mueca sarcástica y prosiguió—: ¿Y cuándo le parece que sucederá eso?
Un hombre flaco se destacó entonces del grupo. Travis no podía recordar su nombre. Su aspecto era desaliñado; seguramente hacía mucho tiempo que no se alimentaba bien. Travis observó que los otros también tenían ese aire desnutrido. El hombre se dirigió a ella con nerviosidad:
—Por favor, señora —dijo con voz ronca—, permítame que regrese. Me trajeron aquí cuando iba a la farmacia en busca de una medicina para mi esposa. Mi esposa está enferma.
La mujer le dio una bofetada. El hombre cayó de rodillas.
—¡Por favor, por favor! —suplicó—. Sólo pido clemencia para mi mujer. Va a morir.
Rompió en sollozos con la cabeza entre las manos.
La doctora Garner le asestó una patada que lo derribó al suelo. Quedó tendido e inmóvil.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Saquen de aquí a este viejo llorón. Lo primero que hará en cuanto se recobre será ponerse a vomitar.
Travis sintió una terrible tensión en sus músculos. Sus puños se habían crispado de tal modo que sentía el dolor producido por las uñas al clavarse en las palmas de las manos. La sangre se agolpaba en su cabeza.
Algunos hombres avanzaron unos pasos.
—Quieto, muchacho —susurró el doctor Leaf al oído de Travis.
Sonaron dos disparos. El hombre que yacía en el suelo se irguió y se retorció bajo el impacto de las balas. Sonó otro disparo y el viejo quedó inmóvil.
Dos mujeres entraron en la habitación y lo arrastraron afuera, dejando un largo y brillante rastro de color carmesí.
—Buena sangre AB —dijo la mujer, escudriñando los rostros a su alrededor—. Una sangre maravillosa, según tenemos entendido.
Luego se dirigió directamente al doctor Leaf.
—Conozco su interesante opinión sobre los antígenos. Esto parece una novela de espionaje. Quizá le divierta saber que aquí tenemos instalados micrófonos ocultos, lo que nos ha permitido escuchar todas sus conversaciones. Antes enviábamos aquí a los pacientes, cuando ya no sabíamos qué hacer con ellos. —Sonrió con dulzura—. Algunas cosas que decían de nosotras no dejarían de sorprenderle.
La mujer dio unos pasos por la habitación sin apartar la vista de los hombres.
—El factor X en nuestra pequeña ecuación —prosiguió—. Esto es lo que son ustedes. De acuerdo con las afirmaciones del doctor Leaf, debería haber muchos otros como ustedes en la ciudad. Pues bien, aunque haya más como ustedes, ¿qué podríamos temer? —Se detuvo en el centro de la sala—. No se preocupen demasiado por la suerte que les espera. Mañana todos habrán muerto. Y como ahora saben por qué causa sobreviven, sepan, también, que ya no traeremos aquí a ningún otro de los suyos. Los estamos eliminando en donde los encontramos. Si les preocupa saber qué método vamos a utilizar para eliminarles, todavía no lo hemos decidido. Quizás alguno de los presentes pueda sugerirnos algo al respecto. ¿Qué opina, doctor? ¿No tiene algo para proponernos, alguna preferencia?
El doctor no contestó. Ella se puso a su lado.
—Usted aparenta cierta inteligencia y equilibrio. —Se volvió a Travis y continuó—: Tal vez les agradaría a ustedes dos ver un verdadero laboratorio, adelantado en muchos años a nuestro tiempo. Ustedes, por supuesto, no vivirán para ver la culminación, el poderío de una raza de haploides…
—Entonces, es verdad…
—Usted lo ha dicho, doctor. En efecto, es verdad. Síganme. Me resulta interesante explicárselo. Existe la remota posibilidad de que incluso unos seres como ustedes dos alcancen a apreciar lo que voy a mostrarles.
Se dirigió a la salida, seguida por Travis y el doctor Leaf. Al llegar a la puerta se apartó para que ellos franquearan primero el umbral. Dos guardias femeninos armados de fusiles se apostaron a cada lado.
—No hace falta tanta precaución —dijo la doctora Garner—. Creo que son inofensivos. Es suficiente con que nos escolten a prudente distancia. Si cualquiera de los dos esboza el menor gesto de rebeldía, actúen sin perder tiempo, pero si se portan bien, permítanles alguna libertad de movimientos.
Los tres se instalaron ante la mesa de trabajo de la doctora Garner, como si se tratara de una consulta habitual; la única diferencia eran las dos guardianas junto a la puerta. Los muebles eran lujosos y la habitación estaba iluminada por una suave luz indirecta. Sobre la mesa había una bandeja con servicios de té y galletas.
—Los he traído aquí en primer lugar porque pensé que era preciso proporcionarles alguna información previa. ¿Un terrón o dos, doctor Leaf?
—Sin azúcar, por favor.
—Un solo terrón —dijo Travis.
La mujer agitó su té.
—¿Recuerda al doctor Tisdial, doctor?
—¿Tisdial? —El doctor reflexionó unos segundos y dijo de pronto—: Creo que sí. Era un biólogo de renombre, en Eckert, si no me equívoco. Un genético.
La doctora Garner sonrió.
—Tiene buena memoria. Sí, el doctor Tisdial se dedicó a la enseñanza durante muchos años, en Eckert. Era un hombre relativamente joven cuando le conocí. Fui discípula suya.
La doctora miraba a lo lejos, con un deje de suave añoranza en sus ojos habitualmente tan duros.
—Yo lo admiraba y él me distinguía. Cuando me gradué, me propuso que fuera su secretaria. Llegué más lejos aún: llegué a ser su esposa.
Bebió unos sorbos de té.
—El doctor Tisdial y yo éramos muy felices. Pasábamos días enteros en el laboratorio, trabajando juntos. Me enseñaba todo lo que sabía. Era una inteligencia superior.
Dejó la taza sobre la mesa. Una expresión extraña y ausente apareció en su mirada.
—Yo tenía un hermano. Era muy joven, muy cariñoso…, indefenso. Se llamaba Ronny, Ronny Garner. Era rubio, bien parecido…, yo quería que él tuviera todo lo que podía desear en este mundo y hacía lo posible para contribuir a que lo consiguiese. Era un artista. Pintaba los cuadros más hermosos que he visto en mi vida. Desde muy niño fue un talento. Siempre estaba pintando algo para mí. Me llamaba Kitty, pues mi nombre verdadero es Catherine. «Kitty, aquí tengo un cuadro para ti», solía decirme. Yo le adoraba.
Bajó la mirada hasta fijarla en sus interlocutores; había perdido su expresión de suavidad. Era muy curiosa la propiedad que poseían sus ojos de aclararse y fulgurar sobre el fondo gris de la pupila y el negro del iris, en medio de la córnea muy blanca: parecían, así, ojos de alucinada.
La doctora prosiguió con su relato.
—Luego, el ejército. Se lo llevaron. La noche antes de partir, Ronny vino a casa y me dijo: «Kitty, yo no quiero ir. No quiero matar a nadie. Amo a todo el mundo. Amo a todos los seres vivientes». Sollozó recostado en mi hombro y procuré consolarlo. Llegó el doctor Tisdial y nos encontró así; Ronny, con la cabeza en mi hombro, lloraba desesperado. El doctor Tisdial no pudo comprender. Cuando quise defenderle, dijo secamente: «Alguien tiene que ir a matar al Kaiser». Quise hacerle ver que el caso de Ronny era muy especial, pero me interrumpió diciendo: «Tus palabras me producen una gran desilusión». Desde ese momento, todas las cosas tomaron otro cariz entre el doctor Tisdial y yo.
En el despacho de la doctora reinaba el silencio. Sólo se oía su respiración. Sus ojos se empequeñecieron y chispearon.
—Ronny partió a la mañana siguiente. Nunca olvidaré su rostro sensible y trágico. Murió tres semanas después, en un campamento. Murió porque no pudo adaptarse a la locura de este mundo. Entonces tomé una resolución; los hombres y toda su locura debían desaparecer. Durante centurias los hombres habían sido la causa de todas las guerras, de toda la sangre derramada, de todo el dolor y el sufrimiento de cada madre y hermana que había visto partir a su hijo o hermano para que lo mataran o para matar y volver al hogar cubierto de medallas. Había que acabar con esto y yo podía hacerlo. Poseía un instrumento para destruir a ese macho que trajo la desdicha a sí mismo y a las hembras. ¿Qué podría hacer una mujer mientras existiese el hombre? Él era el fuerte; sólo por medio de traiciones y trampas la mujer alcanzaba sus fines. Y esto debía terminar. Si, para desaparecer, el hombre debía pasar por miles de agonías, ese sería su castigo por las agonías que había causado a su madre.
Su rostro se iluminó con una expresión enajenada, mientras proseguía acaloradamente:
—Había que dar paso a una raza nueva. Había que transformar las leyes fundamentales. ¿Por qué razón una mujer y un hombre tenían que unirse para que naciera un hijo? Yo cambiaría esta ley básica. Prescindiría del hombre. Destruiría la piedra de escándalo de nuestra civilización. Los músculos varoniles serían reemplazados por motores y palancas. Y crearía una raza de haploides. Una raza sin la vejación del sexo y sus múltiples frustraciones. Una raza sin partos. Una raza cuya única meta sería su propio progreso hasta el fin de los tiempos. Una raza única, sin barreras de color, herencia o credo, nacida para gobernarse sola, trabajar para sí y perfeccionarse. Una raza de supermujeres de la cual esto es sólo el comienzo.
Calló y clavó una mirada amenazante primero en Travis y luego en el doctor Leaf. En sus rostros no había el menor atisbo de burla o de horror. Continuó:
—Ustedes me preguntarán cómo era posible realizar mi plan. La respuesta me la proporcionó el doctor Tisdial. Poco a poco obtuve detalles de los experimentos realizados por él y de sus ideas acerca de lo que me interesaba saber. Más adelante descubrió lo que yo me proponía y me ayudó a experimentar por puro interés científico. Pero nunca volvimos a ser los mismos después de la noche en que Ronny se despidió.
Al llegar a este punto, la doctora rompió a reír.
—Recientemente he leído los resultados del «asombroso experimento» del doctor Gregory Pincus acerca de una técnica para la ovulación múltiple. Ya en mil novecientos dieciséis el doctor Tisdial y yo perfeccionábamos los detalles de la famosa novedad. Pero no habíamos salido a contarlo. Era una especie de afición personal. Inyectábamos determinadas hormonas y los ovarios aumentaban considerablemente el número de óvulos. El paso siguiente consistía en apoderarse de los óvulos de la madre. Lo resolvimos muy pronto. Fue una simple operación mecánica. La máxima dificultad consistía en el almacenamiento de los huevos. El secreto está en obtener una temperatura cercana al cero absoluto. A este fin, construirnos juntos una de las primeras congeladoras de este tipo.
—¡Extraordinario! —exclamó el doctor Leaf.
La doctora Garner sonrió con indulgencia.
—Es algo más, doctor, como pronto comprobará. En realidad, no había motivos para creer que un óvulo no podía desarrollarse dentro de la mujer adulta sin intervención de la célula masculina. La única función del espermatozoide es estimular el proceso de crecimiento en cuanto penetra en el citoplasma. La preñez de las vírgenes no es una novedad, no necesito señalarlo. Señor Travis, usted también habrá leído algo acerca de la reproducción de los erizos y estrellas de mar, los gusanos, los caracoles e incluso las ranas; recordará que no necesitan la fertilización por medio de un macho. Los pequeños huérfanos de padre son tan robustos como los que brotaron de cualquier otra manera. ¿Cuál es la contribución del esperma masculino? El cromosoma X restante, o un cromosoma Y y los veintitrés que conocemos. No son imprescindibles. En realidad, el macho juega la parte débil. Los machos son el sexo débil, y no sólo antes del nacimiento. El doctor lo sabe perfectamente y cualquier biólogo se lo confirmará. Son más susceptibles de enfermar o perecer, a menudo fracasan, mueren inmediatamente antes o después de nacer o llegan al mundo con alguna tara. Son más numerosos los espermatozoides del grupo Y que llegan al óvulo que los del grupo X. Ganan la primera carrera, crean un macho, pero, a través de la vida, pierden. En el primer momento, surgen con ventaja frente a las hembras. La balanza de las hormonas tiene mucho quehacer para conservar el equilibrio.
La doctora Garner sorbió su taza de té.
—La historia continúa: muy pronto descubrió el doctor Tisdial que mi interés por la partenogénesis no era algo pasajero. No estaba de acuerdo con mis experimentos sobre la placenta artificial: yo estimulaba el desarrollo del óvulo con un súbito descenso de temperatura, al mismo tiempo que taladraba el citoplasma con una aguja afilada; una delicada operación, dicho sea de paso, en la que habíamos adquirido rara maestría. Nos separamos en mil novecientos veinte e instalé mi propio laboratorio para continuar con mi sistema. Él siguió su camino, yo seguí el mío. Señores, me ocupaba en la producción de haploides. Se desarrollaban por centenas, por millares. Siguen desarrollándose en la actualidad. El doctor Tisdial vino a verme hace unos meses, interesado por alguna noticia sobre mis trabajos que leyó en una revista médica. De vez en cuando me veo obligada a vender inventos e ideas para pagar los gastos de mi experimentación. Se presentó, pues, amistosamente y, según sus propias palabras, quedó estupefacto. Imagínense la situación, señores —prosiguió, frunciendo los labios y con un fulgor de odio en los ojos—: la mente de un hombre «estupefacto» ante la posibilidad de un mundo mejor. La mente de ese mismo hombre a quien la imagen de la guerra no perturbaba. La mente de un hombre que colaboró en la producción de la bomba atómica. Jamás un hombre podría justificar mi acción. Como el doctor se puso en contra, sólo podía defenderme encerrándolo para que no estropeara mis planes, que ya llevaban veinte años de incesante labor. Lo encerré bajo llave. Al fin consiguió escapar. Corrió a la ciudad y me encontró en la casa de la calle Winthrop. Allí fue donde produjimos miles de esas cajas negras de metal. Pero ocurrió un accidente: al manejar una de las máquinas, lo que puso en peligro el material, recibió una dosis fatal de radiaciones. Fuera de sí, huyó a la calle. Tuvimos que desmantelar la casa rápidamente y luego la incendiamos.
—¡Entonces era el doctor Tisdial! —comentó Travis—. Fue el primer paciente.
—Era, en efecto, el doctor Tisdial —dijo ella sin ninguna emoción.