—Es curioso —dijo el doctor Leaf—. En medio de semejante desbarajuste, ¿quién pudo haber tenido tiempo para retirar el cuerpo de esta muchacha y poner almohadas en su lugar?
—En cierto modo es una prueba, ¿verdad, doctor? —dijo Travis.
—¿Prueba de qué? —interrogó el alcalde.
—Esto prueba que aquel anciano que murió en el Union City Hospital, la primera víctima de la plaga, sabía lo que estaba sucediendo —explicó el doctor Leaf—. Él dibujó un símbolo representativo de una mujer haploide, una mujer estructuralmente semejante a todas sus congéneres, pero con cierta diferencia biológica, cierta diferencia en la organización celular.
—Pero usted acaba de decir que una mujer haploide es igual a cualquier otra mujer… —comenzó a decir el alcalde.
—Exteriormente, sí —contestó el doctor Leaf—, pero, por dentro, sólo Dios sabe cuan diferente puede ser de las demás.
La señorita Mary Hanson entró en la celda.
—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó.
—Sí, Mary —dijo el mayor—. ¿Vio usted entrar a alguien en esta celda? Ha desaparecido el cadáver de la joven que estaba aquí.
Ella movió la cabeza.
—Ni siquiera sabía que había un cadáver en este lugar.
A Travis le invadió en aquel instante la antigua sensación que solía experimentar en algunas ocasiones; una punzada en el estómago que le corrió por todo el cuerpo, hasta la cabeza. Había algo en el tono de voz de la muchacha que le puso en guardia. Fue como una corazonada. Un resplandor en las sombras.
—¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? —preguntó Travis a bocajarro.
La muchacha que ostentaba el distintivo de capitán cambió ligeramente de posición y respondió:
—Oí voces; no sabía qué ocurría.
Travis observó que ella miraba fijamente la envoltura que contenía el microscopio del doctor Leaf. ¿Sabría lo que se hallaba bajo aquella cubierta?
—¿Es usted una haploide? —le preguntó súbitamente.
Los ojos de la joven relampaguearon durante una fracción de segundo.
—¿Qué es una haploide? —preguntó ella lenta y cautelosamente. Travis pensó que había demasiada lentitud, una excesiva cautela, en su respuesta.
—No importa —dijo el alcalde—. Vamonos; debemos investigar este incidente.
Abandonaron la celda de prevención y volvieron a la sala de consultas. A Travis le pareció muy significativo que Mary Hanson cerrara la puerta tras ellos. Sus músculos se pusieron tensos.
—¿Qué quería hacer usted con el cuerpo de esa tal Alicia? —preguntó el alcalde al doctor Leaf.
—He traído un microscopio del hospital —contestó el doctor Leaf—. Pensaba extraer una porción de su piel para observarla con el microscopio; coloreando la muestra hubiéramos podido saber cuántos cromosomas tienen sus células. Pero ahora volvemos a estar como al principio.
En su rostro se dibujó la típica sonrisa tan característica de su fisonomía; sin embargo, tenía los hombros hundidos y la mirada cansada. Travis imaginó que el doctor Leaf había puesto sus esperanzas en el examen del cadáver de la muchacha.
—¿Qué quería averiguar, doctor?
Era nuevamente la joven capitana de policía. Tomó asiento frente a la mesa, muy cerca del microscopio del doctor.
Súbitamente el alcalde golpeó la mesa con el puño.
—¿Quién apagó mi radio?
—La han desenchufado —dijo Travis, levantándose para conectarla nuevamente.
—No la conecte, por favor —dijo la señorita Hanson.
Travis se volvió hacia ella, sorprendido.
—¿Por qué no?
—Es necesario que ese receptor esté encendido —dijo el alcalde con firmeza—. En caso contrario no sabríamos cuándo vuelven a funcionar esas condenadas máquinas.
—Entorpece el trabajo de las telefonistas —dijo Mary Hanson—. Creía que era mejor vigilar el buen funcionamiento de los teléfonos. Han estado trabajando ininterrumpidamente durante muchas horas. La radio…
—¡Maldición! Conecte la radio —exigió el alcalde.
—Muy bien —contestó la joven—. Lo haré.
Arrebató el enchufe de las manos de Travis e iba a colocarlo, pero tropezó y cayó pesadamente sobre la mesa, empujando la radio, que se estrelló contra el suelo.
—¡Oh! Dios mío —gritó el alcalde.
—Lo siento —dijo la muchacha—. Ha sido un accidente.
—¿De veras? —preguntó Travis, levantándose—. Señorita haploide.
—Le ruego que deje de llamarme de esa manera —dijo la joven, muy acalorada—. O, por lo menos, explíqueme qué significado tiene ese término.
—Bien sabe lo que significa.
—Puede estar seguro de que lo ignoro.
—Fue un accidente, Travis —dijo el alcalde—. Estaba muy nerviosa y tropezó. Pero hay una forma de comprobar que efectivamente no es una haploide.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Ella… Bueno, es igual que cualquier otra joven —agregó, tratando de disculparla—. Por lo que he podido apreciar, se comporta normalmente. Suelo juzgar acertadamente la naturaleza de las personas.
—No es una cuestión de naturaleza, alcalde Barnston —dijo Travis—. Nosotros debemos comprobar si es o no es una haploide. ¿Tendría algo que objetar, señorita Hanson, si el doctor Leaf extrajera un pequeño fragmento de su piel para examinarlo al microscopio?
—No le dolerá —dijo el doctor Leaf—. Así podremos aclarar esta duda.
—No tengo por qué prestarme a algo semejante —dijo la joven con evidente desagrado—. Me presenté como voluntaria para realizar este trabajo. Pensé que era una manera de manifestar mi patriotismo. Y ahora ustedes me acusan de ser una…, una haploide o qué sé yo.
—Es la única forma de aclarar esta cuestión —dijo Travis—. Después no tendrá que soportar injustas acusaciones.
—Bueno —dijo la joven, sentándose—. ¿Qué debo hacer?
Travis la miraba fijamente mientras el doctor Leaf explicaba a la joven que le extraería una pequeñísima porción de tejido epidérmico de la oreja y que, antes de examinarlo al microscopio, debía colorearlo.
Travis creyó observar que su respiración era algo más agitada de lo que podría esperarse de una joven en tales circunstancias. Además, no parecía escuchar realmente al doctor; tenía una expresión inquieta en la mirada y parpadeaba con frecuencia, como si buscara una forma de resolver rápidamente la situación en que se hallaba.
Todos guardaron silencio mientras el doctor Leaf cortaba un pequeño filamento de piel de su oreja. Lo colocó sobre el portaobjetos y le echó encima unas gotas de colorante. Inmediatamente llevó el vidrio al microscopio y se preparaba para mirar a través de la lente cuando la joven se levantó empuñando su revólver.
—Entrégueme ese preparado, por favor —dijo.
Se hizo un pesado silencio en la habitación. Todas las miradas convergieron en la joven. Las telefonistas se giraron y se incorporaron lentamente. El doctor, inclinado sobre el microscopio, las miró. El alcalde parecía sorprendido. Travis estaba dominado por una gran excitación.
La muchacha se acercó, tomó el portaobjetos y lo arrojó al suelo, pisoteándolo después.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó suavemente el alcalde Barnston.
—Aquí ocurre algo raro —dijo ella—. Todos los hombres han muerto, salvo ustedes tres. Hace muy pocos minutos el sargento Webster sufrió un ataque y rodó por la escalera. Fue el último. —La joven frunció el ceño, como si sospechara algo—. ¿Cómo puedo saber si ustedes tres no son los responsables de todo esto y echan las culpas a alguien llamado haploide…?
—¿Por qué ha hecho caer la radio? —preguntó Travis.
—Fue un accidente —contestó Mary Hanson, colocándose detrás de ellos—. Ahora caminen en dirección a la puerta. Por favor, chicas, ¿puede una de vosotras abrir la puerta?
Los tres hombres se encaminaron hacia la puerta de la habitación. Una de las telefonistas se adelantó a abrirla. Salieron al pasillo, vigilados por Mary Hanson, quien les obligó a avanzar hacia la sala de prevención.
—¿Adónde nos lleva? —preguntó el alcalde.
—Pasarán las pocas horas de vida que les quedan en la celda donde murió Alice Gilburton —dijo ella.
—Creíamos que no conocía su nombre —explicó Travis.
La muchacha no contestó.
Mientras caminaban por el pasillo en dirección a los calabozos pasaron junto a una escalera que conducía al piso principal del ayuntamiento. Bruscamente, Travis se arrojó al suelo.
—¡Levántese! ¡Está loco! —gritó la joven, acercándose y dándole puntapiés.
—Yo… no puedo —balbuceó Travis—. Es la…
Lanzó un gemido y ocultó el rostro entre las manos.
La muchacha se acercó para obligarle a levantar la cabeza, tirándole de los cabellos. Entonces Travis extendió rápidamente un brazo, rodeó las piernas de la joven y le hizo perder el equilibrio. Ella cayó al suelo y el arma rodó por el pasillo. Los tres hombres se abalanzaron para recogerla. Travis la cogió.
—¡Detenedlos! —exclamó la muchacha, tratando de incorporarse.
Varias mujeres aparecieron por la puerta abierta de la sala. Travis, el doctor Leaf y el alcalde Barnston bajaron las escaleras saltando de tres en tres los escalones. Cuando llegaron al piso inferior, salió una mujer de una oficina. Iba a disparar el arma que llevaba en la mano, pero Travis de un salto se colocó junto a ella impidiendo que se moviera.
Entonces oyeron disparos que provenían del piso de arriba. Travis escuchó un gemido y al volverse vio al alcalde Barnston que se desplomaba pesadamente sobre el suelo. Travis y el doctor Leaf no se detuvieron para ayudarle. En pocos instantes estuvieron fuera del edificio; los vidrios de las puertas caían hechos añicos bajo las balas.
Una mujer policía se acercó a grandes zancadas y subió las escaleras para averiguar la causa del tumulto. Antes de que tuviera tiempo de decidir lo que debía hacer, los dos hombres habían desaparecido entre las sombras de la noche.
Corrieron en la oscuridad y dejaron atrás varios bloques de casas antes de detenerse para tomar aliento.
Los envolvió la quietud de la ciudad. Era como una sábana de sombras que ocultaba las luces y los sonidos; de tanto en tanto se veían algunas formas iluminadas por la casi imperceptible luz de la noche.
Eran hombres muertos. Muertos o moribundos. Una vez iniciado, el flagelo había sido inexorable; en vez de disminuir la intensidad de sus efectos, se había extendido en círculos concéntricos, cada vez más amplios, que tenían como centro el almacén desde donde emanaban los mortíferos rayos de la máquina de Alice Gilburton.
Ni siquiera habían tenido tiempo de seguirle la pista y descubrir su verdadero origen, antes de que los hombres comenzaran a caer, primero uno a uno, y luego en cantidades cada vez mayores.
Travis deseaba fumar un cigarrillo mientras se acurrucaba con el doctor junto a una pared de ladrillos, a cierta distancia de los disparos, que se percibían confusamente a lo lejos. Pero no se atrevió ni siquiera a encender un fósforo.
—Eran haploides o, al menos, la mayoría lo eran —suspiró el doctor Leaf.
—Yo tuve esa sensación desde el mismo instante en que fijé la mirada en Mary Hanson —dijo Travis—. Si ella y algunas otras mujeres que se encontraban allí eran haploides, debían tener un objetivo específico. Quisiera saber por qué estamos aún con vida.
—No lo sé.
—Quizá no seamos verdaderos hombres, después de todo…
El doctor emitió un gruñido como respuesta.
—Ella se zafó rápidamente —dijo el doctor al cabo de unos minutos—. No dejó que yo hiciera la comprobación. Al proceder de ese modo se traicionó, pero de todos modos carecemos de pruebas concretas. Me gustaría saber cuántas mujeres entre todas aquéllas eran haploides.
Antes de que Travis pudiera contestar, oyeron el ruido de un automóvil que se aproximaba. Poco después vieron reflejarse en el escaparate de una tienda, al otro lado de la calle, los faros de un coche que doblaba la esquina.
Los dos hombres se apretaron contra la pared y contuvieron la respiración mientras el automóvil volvía a acelerar la marcha después de dar la vuelta a la esquina. Pasó por la calle donde estaban los dos hombres, y cuando llegó a su altura pudieron ver que viajaban en él varias mujeres. De pronto, cuando parecía que se alejaban, una de las mujeres disparó contra ellos algo que parecía un rayo luminoso. Los frenos del automóvil chirriaron.
—¡La patrulla haploide!
El doctor y Travis abandonaron su escondite y echaron a correr.
Las ruedas del vehículo chirriaron al detenerse bruscamente. El conductor volvió a acelerar en seguida, retrocedió y giró para avanzar a toda velocidad en dirección contraría.
Los fugitivos eran fácilmente visibles a la potente luz de los faros delanteros. Sus sombras describían amplios giros frente a ellos, a medida que se aproximaban a la esquina de la calle. Las balas pasaban silbando a su lado cuando doblaron la esquina. El ruido de los disparos hacía tintinear los cristales de las ventanas.
El automóvil giró a toda velocidad y avanzó por la calle, persiguiendo a los dos hombres. Los neumáticos chirriaban sobre el pavimento.
«Esto es el fin —pensó Travis—, a menos que…» El doctor debió de haber tenido el mismo pensamiento, pues se dirigió hacia la puerta de una planta baja y la abrió. Los dos se abalanzaron a la escalera y subieron los peldaños de tres en tres. Entonces oyeron el frenazo del vehículo al detenerse en la calle. La puerta se volvió a abrir detrás de ellos.
Travis, que ya estaba en el último peldaño, se volvió para mirar. Entonces vio una silueta que se recortaba en el marco de la puerta, a la luz de los faros del automóvil detenido afuera. Apuntó con el revólver que había recogido del suelo en el juzgado. Tuvo un momento de indecisión. «No dispares contra una mujer», le decía una voz interior. Pero apretó el gatillo. La mujer se desplomó. En seguida aparecieron otras mujeres.
Los dos hombres huyeron por el corredor. Al pasar junto a las puertas de las habitaciones que lo flanqueaban observaron las pequeñas aberturas luminosas de las cerraduras. Era una luz muy tenue; debían ser velas que sustituían a la luz eléctrica. Llegaron a la parte posterior del edificio y bajaron por una desvencijada escalera que los condujo nuevamente a la calle.
—Por aquí —dijo Travis, al ver que el doctor se disponía a correr en la misma dirección por la que habían llegado. Atravesaron un pasaje y desembocaron en otra calle. Siguieron huyendo desesperadamente.
Cuando se detuvieron para tomar aliento estaban ya lejos del paseo. Estaban en una calle con varias tiendas cuyas fachadas habían sido prácticamente destrozadas. Entraron en un comercio a través del cristal roto de un escaparate y se escondieron detrás de un mostrador para descansar.
Vieron iluminarse varías veces el techo de la tienda, al pasar los automóviles por la calle. También, en cierto momento, alguien exploró desde afuera, con una linterna, el interior del local. Pero nadie entró. Era tan completo el silencio que podía percibirse el rumor producido por el menor movimiento de los fugitivos.
Permanecieron en la oscuridad durante largo rato tratando de planear adonde dirigirse. Decidieron que debían abandonar aquel lugar antes de que amaneciera. Si las haploides dominaban realmente la situación, ellos no podían quedarse allí. Era necesario prevenir a las otras ciudades e informar acerca de lo sucedido en Union City.
—Si pudiéramos llegar hasta el edificio del «Star» —dijo Travis—, por lo menos estaríamos en condiciones de hacer algo.
—¿Hacer qué?
—El «Star» forma parte de una cadena telefotográfica que se extiende desde Nueva York hasta Chicago y abarca en su circuito las principales ciudades del país, incluyendo las de la zona oeste. Si fuera posible llegar hasta allí podríamos comunicarnos con ellas, usando la línea de transmisión de las telefotos.
—Es una buena idea —dijo el doctor Leaf—. ¿Qué estamos esperando, entonces? Vamos al «Star».
Travis y el doctor Leaf salieron a la calle, que en aquel momento aparecía desierta como por arte de magia. Ya no se veían patrullas enemigas. Tuvieron que pasar por encima de los cadáveres, flanquear vehículos destrozados y sortear tramos de la calle cubiertos de cascotes y fragmentos de vidrio. Varias veces se cruzaron con otros transeúntes que caminaban sin rumbo, pero tanto unos como otros huyeron rápidamente antes de llegar a enfrentarse.
En cierto momento encontraron a un hombre que caminaba y hablaba consigo mismo en voz alta, como si rezara; se mezclaban con sus palabras balbuceos ininteligibles. Ni siquiera vio a los dos hombres cuando pasaron por su lado. También hallaron a otro individuo que, sentado en el bordillo de la acera, fumaba tranquilamente un cigarrillo. No se movió ni pronunció palabra cuando Travis y el doctor Leaf se acercaron.
—¿Qué hace usted? —le preguntó Travis, guardando una prudente distancia.
El hombre se quitó el cigarrillo de la boca. El tenue brillo de la brasa le iluminó el rostro.
—Estoy esperando a la muerte. Sólo falto yo —dijo riéndose—. ¿Por qué no me mata usted? Vamos. Máteme si quiere. No me importa.
—¿Se siente enfermo? —preguntó el doctor Leaf.
—No, todavía no. Pero he visto cómo caían todos los demás —explicó riendo nuevamente—. La muerte está jugando al escondite conmigo. Pero a mí no me engaña. Ya he visto cómo acostumbra a golpear. Uno está perfectamente y cree que no le va a pasar nada, y al minuto siguiente la piel se vuelve gris y la muerte no tarda en llegar.
—Nosotros estamos aún con vida —dijo Travis—. Quizá no muramos. Tal vez usted no muera.
—¿Es usted la muerte? ¿Ha venido a llevarme? Estoy preparado. Lléveme, por favor —dijo el hombre, incorporándose—. Lléveme ahora, por favor. Ya no quiero esperar más.
El hombre se adelantó hacia ellos. Travis y el doctor Leaf retrocedieron, alejándose de él hasta que quedó ocultó entre las sombras. Cuando veían acercarse un automóvil, huían a refugiarse en alguna tienda abandonada. Se encontraban muy cerca del edificio del «Star» cuando un coche, al doblar una esquina, iluminó la silueta de un hombre que caminaba en dirección a ellos.
Era un anciano. Cuando vio la luz echó a correr, pero una lluvia de disparos que provenían del vehículo lo derribó. Permaneció allí, temblando sobre la acera, mientras el automóvil se alejaba.
—No irá a decirme, Travis, que esas mujeres no son haploides —dijo el doctor Leaf.
—No se lo discuto, doctor —dijo Travis, mientras empujaba suavemente la puerta principal del edificio del «Star»—. No creo que mujeres normales puedan hacer algo semejante.
La puerta se abrió.
—Adelante —dijo Travis.
Subieron juntos las escaleras de mármol del edificio del «Star». Sus pasos leves y sigilosos parecían resonar como truenos. Travis tropezó contra un bulto. Era un cuerpo humano. No quiso ver de quién eran los restos. Siguieron subiendo.
Llegaron al primer piso y Travis dijo:
—En el laboratorio fotográfico hay algunas linternas. Déjeme pasar primero.
Siguieron por un pasillo y entraron en el laboratorio fotográfico. Travis se dirigió decididamente hacia un armario y sacó dos linternas. Encendió una de ellas para probarla y se sorprendió al descubrir un hombre sentado en una silla. Las dos linternas se clavaron en él.
—¡Hal Cable! —gritó Travis.
Allí estaba el jefe de fotógrafos del «Star». Su cuerpo estaba ennegrecido y lleno de úlceras. Tenía aún los ojos abiertos y había dos vasos de whisky vacíos a su lado. Travis se sintió desfallecer.
—Pobre Hal —dijo, apartando la cara para no verlo.
—¿Era amigo suyo? —preguntó el doctor Leaf.
—Sí. Mi mejor amigo.
Salieron al corredor. Mientras caminaban, cubrían la linterna con la mano, dejando pasar la luz mínima para iluminar el camino.
La sala de redacción estaba totalmente desordenada. Había papeles por todas partes. Varios hombres, ennegrecidos, yacían en el suelo. Otra persona, a quien Travis conocía tan bien como a sí mismo, se hallaba tendida sobre el suelo de la sala. Era el director, Cline.
Travis no quiso acercarse.
—Vamos a los teletipos —dijo Travis.
El doctor Leaf le siguió hasta la estancia con paredes de vidrio donde se encontraban los teletipos.
Apenas entraron en la sala, Travis se alegró al percibir un sonido familiar. Un golpecito muy apagado. Levantó la tapa de una de las máquinas y la colocó suavemente en el suelo. Alumbró entonces con su linterna y pudo observar el rápido movimiento hacia atrás y hacia delante de la palanca de transmisión.
—Siguen transmitiendo desde Chicago —dijo.
Arrancó el último mensaje que estaba registrado en el teletipo. Extendió el papel sobre el suelo.
—Dejaron de trabajar poco después de las diez y dos minutos de la noche —dijo el doctor Leaf, después de examinar la hoja a la luz de la linterna.
—¿Cómo lo sabe?
—Éste fue el último mensaje.
Juntos leyeron el papel:
Noticia de última hora (urgente):
CHICAGO. (AP) Misteriosas radiaciones que interfieren las ondas de radio y televisión se han registrado esta mañana y amenazan acabar con toda la población masculina de Chicago, a menos que la Comisión Federal de Comunicaciones logre descubrir los centros transmisores.
Las últimas noticias de Union City revelan que más de un millar de residentes de esa castigada ciudad han muerto esta noche después de haber estado expuestos, durante dos días, a las mortales radiaciones.
Un centenar de patrullas, varias de las cuales trabajan con técnicos locales, alistadas por el Gobierno federal, recorren la ciudad de Chicago tratando de localizar las misteriosas cajas negras de donde, según se cree, emanan las ondas.
Aunque los acontecimientos se están desarrollando aquí del mismo modo que en Union City, hasta ahora el Comité de Defensa de Emergencia, que desde esta mañana se ha hecho cargo de la crítica situación, no ha revelado la aparición de ningún caso semejante a los registrados en aquella ciudad como consecuencia de la plaga.
El Comité de Emergencia comunicó a las nueve de la noche que se dará orden de evacuar la ciudad en caso de que las patrullas no lograran localizar todas las fuentes de emisión de las ondas.
El mismo Comité informó de que todas las compañías eléctricas de Chicago deberán cortar la corriente energética que alimenta las máquinas e industrias urbanas si no se encuentran las emisoras de ondas en las próximas horas.
A las seis de la tarde se emitió un comunicado pidiendo a la población que se retirara a sus hogares. Solamente las patrullas de radiotécnicos, coches de la policía y vehículos de emergencia tienen permiso para transitar libremente.
La orden dada a las seis de la tarde se basó en las noticias recibidas de Union City acerca de la naturaleza de las ondas. Se cree que atacan las células masculinas.
Los periódicos de Chicago están imprimiendo ediciones extra que serán distribuidas casa por casa para informar a toda la población y difundir las órdenes necesarias. Numerosos voluntarios prestan servicios en la central telefónica para explicar brevemente las órdenes a las personas que, por la distancia a que se encuentran, no podrán recibir los periódicos.
Las unidades femeninas del ejército destinadas en Union City han recibido órdenes de dirigirse a Chicago.
Se han registrado radiaciones en Nueva York, Columbus, Minneapolis, Pittsburg, San Francisco, Los Ángeles y Washington, D.C., a última hora de esta mañana. Hasta ahora se han registrado radiaciones en más de cien ciudades.
La población masculina de las ciudades más pequeñas se dirige en masa hacia el campo, donde parecen encontrarse a salvo de las emanaciones.
Portavoz militar. 10.02 horas.
—¿Qué hora es? —preguntó Travis.
El doctor alumbró su reloj de pulsera.
—Son las doce y diez.
—Si las radiaciones comenzaron esta mañana en Chicago, no debe de ser aún demasiado crítica la situación. Seguirán transmitiendo.
Travis fue a un rincón de la sala y levantó el teléfono especial para telefotografías.
—Este teléfono funciona a pesar de que se ha interrumpido la corriente eléctrica en la ciudad —explicó—. Chicago, Union City. Chicago, Union City —llamó.
—¡Union City! —repitió, sorprendida, una voz del otro lado del aparato—. ¿Qué diablos ha sucedido ahí? Hemos estado tratando de comunicarnos durante toda la noche. ¿Quién habla?
—Gibson Travis. Le hablo desde el «Star».
—Yo soy Burton. Esto está convertido en un infierno. Las patrullas de técnicos ya han localizado una gran cantidad de esas cajas, pero aún no las tienen todas. Encontraron a varias muchachas que las transportaban. ¡Imagínese! ¡Muchachas! Dijeron que alguien les pagaba para que hicieran eso y que ellas no sabían ni siquiera de qué se trataba. Pero, prosiga: ¿qué pasa en Union City?
—Esas jóvenes… —comenzó a decir Travis.
—Siempre el mismo Travis, ¿eh? —se rió Burton—. Siempre preocupado por las niñas.
—Escuche, Burton, este asunto es muy serio.
—Por supuesto. Dígame, ¿qué ha pasado ahí, Travis? La última voz que escuchamos fue la de Cline. Nos dijo que los hombres estaban muriendo como moscas. ¿Es posible que estas radiaciones sean tan mortíferas?
—Deben de haber quedado muy pocos hombres en Union City —explicó Travis—. Se ha interrumpido la corriente eléctrica, pero eso no les ha impedido seguir emitiendo las ondas desde algunos edificios.
—¿Quiénes han muerto? ¿Hay alguna persona importante?
—¿Alguien importante? Escuche, Burton, le estoy diciendo que todos han muerto. El alcalde Barnston, el jefe de policía Riley, el capitán Tomkins, Cline, Hal Cable…
—¡Por el amor de Dios! ¿Cable también?
—Sí. Todos ellos.
—¿Está bromeando? No puedo creerlo…
—Burton, quiero decirle algo acerca de esas jóvenes.
—Muy bien, diga.
Travis no pudo continuar. Sintió una presión, como si un dedo le tocara la espalda. Una mujer, que le apuntaba con un revólver, le dijo a pocos centímetros de su oído:
—Deje el aparato.
Travis depositó lentamente el teléfono en su lugar. Luego se volvió. El doctor Leaf estaba cerca, con el rostro iluminado por la luz de una linterna. Luego la luz se desvió para alumbrar a Travis.
—Tenemos órdenes de llevarnos a todos los supervivientes —susurró la mujer—. No comprendo por qué no nos dejan matarlos.
—¿No han matado aún a suficientes hombres?
Ella le golpeó en la cara.
—¡Cállese! —ordenó la mujer—. Ahora, camine. Una chica irá delante con una linterna y otras le seguirán. Es indudable que usted y algunos otros están inmunizados. ¡Camine!
A Travis le dio un vuelvo el corazón. Hasta entonces no se le había ocurrido pensar en algo semejante. ¡Inmunizados! Por un instante sintió que le envolvía una ola de optimismo, pero muy pronto desapareció esa sensación. Si por alguna razón las haploides se habían propuesto matar hombres inocentes, no iban a dejarlos vivos a ellos dos.
Salieron a la calle. Un automóvil, con el motor en marcha, estaba estacionado frente al edificio. Travis se detuvo un momento, en espera de órdenes; el doctor Leaf estaba a su lado.
—No se queden ahí como un par de estatuas. Suban atrás.
Esa voz… Travis la había escuchado antes. Mientras subía al coche, recordó los rasgos de la joven que iba en el asiento delantero.
—Hola, Rosalee —le dijo.
La joven se volvió, sorprendida.
—¡Váyase al diablo! —gritó ella.
—¡Silencio! —ordenó la mujer que subió inmediatamente.
El vehículo se puso en marcha. Recorrieron las calles de la ciudad, esquivando los bultos diseminados por doquier y aumentando la velocidad en los tramos despejados.
Travis pensó que se dirigían al juzgado, pero no fue así; al llegar a la calle por donde deberían haber girado, pasaron de largo.
El automóvil cruzó varias avenidas y luego enfiló una calle ancha que daba a una autopista. Dejaron atrás las últimas casas de la ciudad y aceleraron la marcha, pues el camino estaba ahora libre de obstáculos.
Veinte minutos después, el coche se internó en un camino flanqueado por espesos arbustos. Pasaron bajo una arcada blanca, en la que podía leerse: «SANATORIO FAIRCREST».
Luego siguieron avanzando por un camino muy tortuoso, que les condujo finalmente hasta un parque que rodeaba un gran edificio que parecía un hospital.
Las jóvenes bajaron del automóvil y, empuñando sendos revólveres, obligaron a Travis y al doctor Leaf a caminar delante de ellas. No se dirigieron a la entrada principal: atravesaron el parque andando sobre el húmedo césped hasta llegar a un sendero lateral que los llevó a la parte posterior del edificio. Avanzaron aún algunos pasos y las mujeres les señalaron unos escalones. Los dos hombres descendieron por ellos. Una de las jóvenes se adelantó y abrió una puerta que daba a una habitación amplia y bien iluminada.
Travis y el doctor Leaf fueron obligados a entrar bruscamente y la puerta se cerró tras ellos.