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—Muy bien —carraspeó el alcalde, mientras mascaba la colilla de un cigarro—. ¡Veamos su informe!

Bill Skelley consultó una hoja de anotaciones y dijo:

—Hemos reclutado sesenta y tres radiotécnicos, familiarizados todos con el uso de los equipos detectores de ondas. Los hemos distribuido en veinte camiones, y ha partido ya la mayor parte de ellos. Comenzamos con setenta hombres, pero seis se contagiaron de esa enfermedad y el séptimo no se presentó.

La habitación estaba saturada de humo de tabaco. La sala de consultas donde se encontraban era un hervidero; los mensajeros entraban y salían apresuradamente. Se había instalado un equipo telefónico, en un lado de la sala, y los operadores estaban muy atareados anotando nombres y direcciones que entregaban inmediatamente a los encargados de las ambulancias.

Doce ambulancias pertenecientes a los cinco hospitales con que contaba la ciudad habían trabajado sin descanso desde la tarde anterior. Se llamó a los empresarios de pompas fúnebres y sus vehículos se dispusieron para operación de emergencia.

En un extremo de la sala, un hombre marcaba números en una pizarra. A las ocho de la noche, el total anotado era de 316. En otro lugar, un empleado clavaba alfileres rojos sobre un plano de la ciudad.

—Pronto estarán llenos todos los hospitales —dijo el alcalde—. Tendremos que habilitar los cuarteles. ¿Ya escribió su artículo para el «Star», Travis?

Travis asintió.

—Cline ya lo tiene en su poder. Le dije que todos los radiotécnicos de la ciudad están tratando de localizar los aparatos. Se ha pedido la colaboración de mujeres voluntarias para desempeñar importantes tareas en sustitución de los hombres. Cada cual debe efectuar la búsqueda de las máquinas emisoras de ondas dentro de la zona donde vive. Pensamos hacer una edición extra —dijo, mirando el reloj colgado en la pared—. Debe estar saliendo en este momento. Se ha planeado distribuir los periódicos por medio de mensajeros, esta misma noche, no sólo a los suscriptores, sino a toda la población. El «Courier» se ha comprometido a lanzar la próxima edición extra.

—Perfecto —exclamó el alcalde—. Será una buena manera de comunicarse con el pueblo, a pesar de que no tenemos radio.

Miró el gran plano de la ciudad y continuó:

—La plaga parece concentrarse alrededor del almacén de la calle Wright. Pero fíjese cómo se extienden los puntos rojos a una gran distancia de allí.

El doctor Leaf meneó tristemente la cabeza.

—Creo que este asunto está perdido, alcalde. Deben estar funcionando ya otros aparatos. Sólo se está a salvo fuera de la ciudad, y eso si uno no está ya contaminado.

—Debe funcionar en la misma forma que la frecuencia modulada y la televisión —explicó Bill Skelley—. Llega hasta el horizonte. Colóquese en el horizonte y no se contaminará.

—Quizá los técnicos puedan localizar los aparatos que comiencen a funcionar —dijo el alcalde, esperanzado.

—Es mucho más difícil localizar las fuentes de emisiones cuando hay más de una —agregó Bill.

Riley, el jefe de policía, entró en la sala y se sentó junto a los demás hombres. Apretaba entre sus manos un montón de papeles.

—Hemos recibido un telegrama del FBI. Envían hombres aquí y a Chicago —dijo—. Tienen ya un informe completo sobre lo que sucede. Ha habido violación de leyes federales. De otro modo, sería un asunto meramente local.

Extendió varias hojas a Travis y prosiguió diciendo:

—A usted podría interesarle esto, Travis. Son solicitudes de informes de los servicios de prensa, llamadas telefónicas de los periódicos y revistas que no pude contestar. Algunos han enviado ya cronistas por avión. Les advertí acerca del peligro que corren. En Chicago cunde la desesperación a pesar de que no se han producido aún víctimas. Los periódicos de Chicago que hemos recibido esta tarde se ocupan de todo esto en primera plana, y tratan de preparar a la población.

Eligió otra hoja y prosiguió:

—Tengo una comunicación de South Bend, Indiana. Parece que allí ha comenzado también la interferencia. Quieren saber de qué se trata. Me supo muy mal decírselo, pero lo hice. Ya han tomado medidas, según tengo entendido. Acabo de comunicarme telefónicamente con el equipo que trabaja en Chicago. También recibimos un mensaje del departamento nacional de Salud Pública. Sugiere toda clase de medidas preventivas. Por supuesto, estas sugerencias se hicieron antes de que descubriéramos la causa de este mal. Y también habló el gobernador. Le expliqué que el honor le correspondía a usted, Travis.

—Parece que enviará algunas unidades de la guardia nacional —dijo el alcalde.

El capitán Tomkins, que había estado supervisando el trabajo de los operadores telefónicos, se acercó.

—Doctor Leaf, el doctor Wilhelm quiere verle inmediatamente —anunció—. Acaba de llamar, pero no ha querido esperar a que le avisáramos a usted.

El doctor Leaf se levantó.

—¿No sabe para qué me necesita?

Travis salió detrás de él.

—¿Me permite acompañarle?

—Sí, por supuesto.

Subieron al automóvil del doctor y se dirigieron al hospital. Durante el trayecto pudieron apreciar la gravedad de los acontecimientos. Las calles estaban prácticamente desiertas. De vez en cuando cruzaba alguna ambulancia, un automóvil a toda velocidad o un coche fúnebre; no se veían turismos y menos aún transeúntes.

«Esto prueba que las noticias son veloces como el rayo», pensó Travis. Advirtió que los pocos peatones que caminaban apresuradamente por las calles, no desviaban siquiera su mirada a derecha o a izquierda. También comprobó, apesadumbrado, que la excepción a la regla la constituían los bares. Estaban repletos. La gente ya sentía la necesidad de olvidar algo que pocas horas antes ignoraba; por el sólo hecho de ser hombres, estaban expuestos al influjo de malignas radiaciones, imposibles de detectar por medio de la vista, el oído o el olfato; estaban expuestos a algo invisible que los perseguía para envolverlos y darles muerte. En cuanto a las mujeres, todas tenían un marido, un padre o un hermano; alguien amenazado.

Los hombres se apretujaban a la expectativa, preguntándose si resultarían víctimas de la plaga. Habían oído hablar de ella, aunque no la conocían todavía de cerca. Si supieran qué era…, quizá no estarían reunidos de aquel modo. Permanecerían con sus familias. Pero no querían atemorizar a los suyos y pretendían que aquella noche era como cualquier otra, aunque en el fondo de sus pensamientos estuvieran buscando una solución. Todos habían oído hablar de la peste. Quizás alguno recordaba lo que leyó el miércoles en los periódicos, cuando se afirmaba que el departamento de Salud Pública dominaba la situación. Pero esta noche se anunciaba que no era así… Otros tal vez se enteraron de lo que ocurría por medio de un amigo.

También había mucha gente que aún no sabía nada. Para ellos todo aquello no era todavía más que un zumbido molesto en su aparato de radio. Pero si tenían teléfono, ya se enterarían.

A medida que se aproximaban al Union City Hospital, el tránsito se volvía más intenso. Se veían innumerables vehículos estacionados en sus cercanías y había gente que se encaminaba hacia la entrada del edificio.

Algunos policías dirigían el tránsito de vehículos alrededor del hospital. El doctor Leaf tuvo que mostrar su tarjeta de identificación para que lo dejaran pasar. Estacionó el automóvil en el patio y, junto con Travis, flanquearon la puerta de entrada.

La gente se agolpaba en los corredores. Las enfermeras se desplazaban con rapidez sin detenerse a contestar las preguntas que les formulaban algunas personas ansiosas. El vestíbulo principal se hallaba repleto. Travis y el doctor Leaf se abrieron paso hasta el consultorio del doctor Stone. Éste se encontraba solo en la habitación.

Sentado frente a su escritorio, con la corbata desanudada, estudiaba una página llena de cifras. Levantó la vista; su rostro estaba pálido, macilento, y tenía los ojos nublados.

—Están alojados en los pasillos de los pisos tercero y cuarto —dijo el doctor Stone con expresión fatigada—. Ahora los estamos instalando en el vestíbulo del segundo piso. Luego habilitaremos el primer piso, si alcanzan las camas. ¿Cómo están ustedes?

Se estrecharon las manos.

—¿Y el doctor Wilhelm? —preguntó el doctor Leaf.

El rostro del doctor Stone se ensombreció.

—Me pidió que me comunicara con usted, doctor Leaf. Ha estado trabajando sin descanso desde el miércoles. Vaya a verle. Se encuentra en el cuarto piso. Le di una habitación…, una sala auxiliar de operaciones que no necesitamos por ahora. Dice que seguirá trabajando allí… hasta el final.

—¿Hasta el final? —repitió el doctor Leaf—. ¿Qué quiere usted decir?

—Si aún no lo sabe, se enterará inmediatamente. Está en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Ha caído enfermo.

Salieron del consultorio y subieron las escaleras. Entraron en la habitación cuatrocientos treinta y cuatro. Allí estaba el doctor Wilhelm, el corpulento doctor Wilhelm, tendido en una cama. Tenía a mano una libreta de notas y varios libros de texto. Su piel había adquirido el característico matiz grisáceo.

—Me alegra verle —dijo al doctor Leaf—. Siéntese. Cuánto me alegro de que hayan llegado antes de que…

Los dientes le rechinaron cuando trató de incorporarse.

—Acuéstese —ordenó el doctor Leaf, ayudándole a recostarse nuevamente.

—Ahora puedo observarlo dentro de mi cuerpo —dijo el doctor Wilhelm—. Me parece percibirlo en cada una de mis células. —Trató de esbozar una sonrisa y continuó—: Creo que he averiguado algo.

Hizo un movimiento y miró a Travis con hostilidad. Luego agregó:

—Déme un trago, doctor.

Travis le alcanzó rápidamente el vaso que se encontraba sobre la mesa. El doctor le miró con fijeza, tomó el vaso y bebió su contenido.

—Si sigue rondando por aquí, señor Travis, usted también caerá muy pronto.

—Travis se halla perfectamente bien —observó el doctor Leaf—. ¿Qué ha podido descubrir?

—Es el cromosoma Y, doctor.

—¿El Y? —inquirió el doctor Leaf—. Ah, ya comprendo.

—La descripción que usted hizo de la máquina…

El doctor Wilhelm hizo rechinar nuevamente los dientes, como si le punzara un dolor agudo. Se humedeció los labios con la punta de la lengua y continuó:

—¿Recuerda que usted me llamó?

—Sí. Le llamé esta tarde a última hora y le conté el descubrimiento del aparato.

—Estuve pensando en eso durante una hora, hasta que pude relacionar las distintas partes de este asunto —dijo Wilhelm, mordiéndose los labios—. Y llegué a la conclusión de que solamente podían ser los cromosomas Y. Los rayos gamma tienen una longitud de onda suficientemente corta como para destruir a los cromosomas Y; en cambio, no influyen sobre los cromosomas X, porque entonces resultarían afectadas también las mujeres.

—Debe de tener razón —dijo el doctor Leaf—. No se me había ocurrido… En realidad, había pensado en algo semejante, pero no le di esa interpretación. Debe ser como usted dice.

Presa de gran agitación, el doctor Leaf continuó:

—Usted lo ha descubierto, doctor Wilhelm.

—¿Para qué nos sirve ahora? —reflexionó este último.

Cerró los ojos y respiró profundamente.

—¿Qué es el cromosoma Y? —preguntó Travis.

El doctor Leaf hizo un gesto a Travis y ambos salieron de la habitación, dejando al doctor Wilhelm sobre su cama, retorciéndose de dolor.

Cuando estuvieron en el corredor, el doctor Leaf le explicó:

—Cada célula de nuestro cuerpo contiene cuarenta y ocho cromosomas —dijo—. Cuarenta y seis de ellos son los llamados autosomas, para diferenciarlos de los cromosomas determinantes del sexo, los cromosomas X e Y. El cuadragésimo séptimo es el cromosoma X, y el cuadragésimo octavo es el Y.

—El doctor Wilhelm dijo algo acerca de que las mujeres no resultarían afectadas —comenzó a decir Travis.

—Exactamente —explicó el doctor Leaf—. ¿Recuerda que le dije que existía una diferencia muy pequeña entre ambos sexos, aparte de las obvias diferencias de constitución física?

Travis asintió.

—Bien. Las mujeres tienen cuarenta y seis autosomas; el número cuarenta y siete es el cromosoma X. En el hombre pasa exactamente lo mismo. La diferencia está en que el cromosoma cuarenta y ocho, en vez de ser también X, como en la mujer, es Y. Cuando una persona nace, sucede lo siguiente: la ovogénesis materna, creación de un óvulo, se produce cuando una célula cuarenta y seis XX se fragmenta en dos. Es lo que llamamos un proceso de mitosis o de reducción por división. El huevo resulta así formado por la mitad de una célula cuarenta y seis XX, o sea veintitrés XX, que es también una célula completa. En el padre, la célula cuarenta y seis XY, la célula masculina, origina dos espermatozoides al dividirse por reducción. Uno es el veintitrés X, y el otro el veintitrés Y. Cuando los millares de espermatozoides veintitrés X y veintitrés Y convergen hacia el óvulo, y logra introducirse en él un veintitrés Y, al unirse con el veintitrés X de la madre forma un cuarenta y seis XY, origen de una persona de sexo masculino. Si se unen dos veintitrés X, el sexo del nuevo ser será el femenino. El cuarenta y seis XY así formado continua dividiéndose hasta el nacimiento de la criatura y este proceso sigue durante toda su vida, bajo el control de los genes.

Travis sonrió.

—Tal como usted lo dice, parece extraordinariamente simple.

De repente, recordó aquel dibujo circular, en cuyo interior estaban escritos los signos 23X. ¡El espejo de Venus! ¡El diagrama dibujado por el anciano!

—¡Doctor Leaf! —exclamó—. ¿Recuerda aquel diagrama que dibujó la primera víctima? Allí estaba escrito veintitrés X. ¿No tendrá algo que ver con esto?

La mirada del doctor Leaf se fijó sobre Travis durante unos segundos. Luego sus ojos se iluminaron lentamente.

—Tiene razón —dijo, como si comprendiera de pronto—. El primer caso. El doctor Collins, aquel médico interno… ¡Sí, recuerdo!

Y luego, pensativo, agregó:

—Es curioso, pero entonces no se me ocurrió darle esta interpretación a veintitrés X. ¿Por qué habría escrito aquel viejo algo semejante?

—Parece difícil que quisiera significar que un óvulo hubiera sido la causa de su enfermedad —dijo Travis.

—A no ser que se refiriera a su origen.

—Por lo que acaba de explicarme, doctor, deduzco que en ese caso le hubiera resultado más fácil dibujar sencillamente una Y.

—No, no —replicó el doctor, frunciendo el entrecejo—. También dibujó un círculo. Eso significa hembra. Pero hembra tiene cuarenta y seis XX cromosomas.

Parecía que el doctor estuviera hablando consigo mismo.

—Salvo que…, salvo que…

—Y en cuanto a Betty Garner —dijo Travis—, ¿no le han contado que le mostré el dibujo? Al verlo, palideció. Quería saber a toda costa de dónde lo había sacado.

—Se me acaba de ocurrir algo, Travis —dijo el doctor Leaf—. Pero no puede ser. Es imposible que…

—¿Qué, doctor Leaf?

—Un haploide. Sería posible, si se tratara de plantas o de ciertos animales. Pero no. Debe de tratarse de algo distinto.

La pequeña figura del doctor iba y venía por el corredor; estaba totalmente abstraído.

—Si fuera exacto…

—¿Qué es un haploide, doctor? —le interrumpió Travis.

—Usted es un diploide —replicó el doctor, y agregó rápidamente—: No se ofenda. Sólo quiere decir que cada célula de su cuerpo está compuesta de pares de cromosomas. En cada célula, veinticuatro pares. Una parte proviene de su madre y la otra, de su padre. Quizás usted podría existir aunque tuviera sólo una de esas partes. O tal vez no. Pero en una mujer, podría darse el caso. Sería una mujer haploide. Una mujer creada solamente con un tipo de cromosomas. Es lo que se conoce con el nombre de partenogénesis. Puede experimentarse en biología, pero hasta el momento, nadie lo ha ensayado con seres humanos. Tendrían entonces veintitrés X, en lugar de cuarenta y seis XX. Y eso siempre que no existieran genes «en blanco», pues en tal caso podría faltar un brazo, o una pierna, o el cerebro.

—No alcanzo a comprender —dijo Travis.

En vez de contestarle, el doctor Leaf regresó a la habitación donde se encontraba el doctor Wilhelm. Travis le siguió. Al llegar a la puerta, vieron que dormía, pero su sueño era muy intranquilo. También notaron que su piel era más oscura que unos momentos antes.

El doctor Leaf se dirigió a un armario brillante. Abrió la puerta y miró detenidamente los instrumentos que se hallaban en su interior. Tomó varios y se los guardó en el bolsillo. Luego, de uno de los estantes superiores, retiró un microscopio cubierto con una funda de material plástico.

—No vale la pena que le despertemos ahora —dijo el doctor Leaf—. Venga conmigo. Tendremos que trabajar. Debo descubrir si aquel diagrama quería significar una mujer haploide.

La misma persona que momentos antes parecía lenta, metódica y más inclinada al pensamiento que a la acción, se transformó en un ser rebosante de energía. Enfundó el microscopio y salieron al corredor. Se abrieron paso entre las camas, sobre las cuales reposaban hombres atacados por la enfermedad, en distintos grados de evolución. Algunos respiraban dificultosamente; otros, tenían la mirada inexpresiva, fija en el techo; otros gemían y se retorcían, igual que el doctor Wilhelm. Había uno que lanzaba carcajadas, como si hubiera perdido la razón.

«¿Cómo es posible que un ser humano pueda inferirle a otro un daño semejante?», se preguntaba Travis. Pero recordó que había visto cosas tan terribles como aquélla durante la guerra. Hombres destrozados por las granadas, hombres aplastados como insectos por los tanques gigantescos. Había visto cómo una mina explosiva transformaba a un hombre en un idiota delirante y le quitaba todo deseo de vivir.

¿Y qué decir de la bomba atómica? Algunos sostienen que es necesaria, pero no hay que olvidar que es una creación del hombre para ser usada contra los demás hombres. ¿Existen otras armas de destrucción más terribles que ésta? Sí, hay una peor. Una pequeña caja negra, que contiene en su interior una máquina infernal. Un pequeño tubo…

¡El hombre es inhumano para con los demás hombres! ¿La civilización aprenderá algún día? ¿O la guerra y el matarse mutuamente es inherente a la naturaleza misma? ¿Es acaso algo necesario? ¿Podría extinguirse biológicamente el hombre si no saciara ese instinto que le induce a exterminar a sus congéneres? Pero entonces, ¿para qué tiene un cerebro que le permite razonar y comprender lo terrible que sería semejante destrucción?

Cuando llegaron a la planta baja comprobaron que había aumentado notablemente la cantidad de enfermos. El gran vestíbulo del hospital se hallaba repleto de hombres con la piel grisácea, y ya no había lugar donde instalarlos. Algunos se quejaban, tendidos sobre el suelo. Otros ocupaban sillas. Sus rostros eran inexpresivos y sus miradas desesperadas. Las mujeres se agolpaban alrededor de sus familiares y lloraban, dejando oír ahogados sollozos.

El doctor Leaf y Travis salieron del hospital y se encaminaron al automóvil del médico. Sólo cuando estuvieron en la calle, notaron el cambio que se había producido.

No había policías, y las calles estaban a oscuras. Sólo se distinguían las luces del hospital. Las casas estaban también envueltas en sombras.

Circulaban escasos vehículos, a gran velocidad. Algunos hombres y mujeres corrían desesperados.

—Algo debe de haber ocurrido —dijo el doctor—. Se han apagado las luces de la ciudad. Nos costará bastante llegar hasta el juzgado.

El automóvil arrancó lentamente.

—¡Cuidado! —gritó Travis, poco después.

El doctor frenó ruidosamente el vehículo que se detuvo a pocos centímetros de un hombre que se hallaba tendido sobre el pavimento. Descendieron.

—Ayúdenme —gimió el hombre—. Estoy enfermo.

Consiguió incorporarse a medias, iluminado por los faros del coche. Su rostro había adquirido un color gris plomizo; tenía los labios violáceos y los ojos dilatados, con un brillo que los destacaba en medio de aquella piel oscurecida.

—¿Qué podemos hacer para ayudarle, compañero? —dijo Travis.

—Mátenme —repuso el hombre—. Quiero morir.

—¡Allí hay un automóvil!

Las voces provenían de un lugar oscuro, hacia la mitad de la manzana. Tres hombres se acercaron corriendo, pasaron junto a ellos y subieron al vehículo del doctor.

Travis, confundido por ese extraño suceso, tardó algunos segundos en reaccionar. Se aferró entonces al pasamanos de la puerta del coche, antes de que tuvieran tiempo de cerrarla, y tiró de ella con tanta fuerza que derribó a un hombre sobre el pavimento.

Travis se movió rápidamente para abalanzarse sobre otro de los intrusos que ya se había situado frente al volante. En el mismo momento el doctor abrió la otra portezuela, logrando desplazarlo de aquel lugar.

El tercer hombre se arrojó sobre el doctor Leaf y comenzó a forcejear, golpeándole al mismo tiempo. Travis apretó la cabeza de su contrincante contra el tablero de mandos, y el hombre, con la espalda arqueada contra el suelo, se hallaba en una posición desventajosa. Finalmente, perdió las fuerzas y quedó inmóvil.

Travis lo arrastró fuera del automóvil, sacó las llaves y se acercó para ayudar al doctor, que rodaba por el suelo con su adversario.

Pero no llegó a acercarse, pues el primero de los hombres le saltó encima, por la espalda. Se revolcaron sobre el pavimento. Travis sintió que el hombre le apretaba el cuello y le impedía respirar. Entonces le golpeó con el codo y el otro tuvo que aflojar la presión, lo cual dio tiempo a Travis para zafarse del brazo que le oprimía la garganta y arrojar a cierta distancia a su enemigo. Se incorporó e inmediatamente se abalanzó sobre aquel hombre, sujetándolo contra el suelo, mientras le torcía el brazo detrás de la espalda para impedirle cualquier movimiento.

Los dos que luchaban abrazados a pocos pasos de distancia acababan de separarse. Uno de ellos quedó tendido sobre la calle, mientras el otro se incorporaba dificultosamente. Travis reconoció al doctor Leaf.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó Travis al hombre, que lanzaba juramentos debajo de su cuerpo.

—Sólo queríamos el automóvil —respondió, jadeando—. Queríamos… huir de la ciudad…, huir de la peste.

—Váyase caminando, entonces —dijo Travis, empujándole.

Entonces oyeron otro impresionante alarido, seguido de ruido de pasos que se aproximaban corriendo desde la oscuridad. Travis y el doctor Leaf subieron rápidamente al coche. Travis empuñó el volante y el doctor aseguró las puertas por dentro.

Retrocedió unos metros con el vehículo y luego avanzó, pasando junto al hombre caído sobre el pavimento.

—Pobre diablo —dijo el doctor, que se hallaba muy agitado.

En aquel mismo instante varios hombres se encaramaron al automóvil. Uno de ellos golpeó la ventanilla, a la altura de la cabeza de Travis, con un objeto pesado. El vidrio se rompió. Travis puso la segunda marcha y apretó el acelerador, alejándose del lugar. El hombre no se desprendió, a pesar de esta maniobra; entonces Travis bajó la ventanilla, apretó bruscamente el freno y empujó al mismo tiempo al individuo, que cayó sobre la acera.

—La población está alborotada. Tienen miedo. No saben qué hacer. Quieren alejarse de la ciudad y ni siquiera disponen de un automóvil. Quizá nosotros haríamos lo mismo.

Se oyó un disparo. Una bala, que pasó a través de una ventanilla, perforó el parabrisas dejando un orificio perfectamente redondo. Travis volvió a apretar el acelerador.

Al doblar las esquinas veían grupos de hombres que la luz de las farolas ponía al descubierto. Algunos corrían detrás del automóvil, tratando de detenerlo. Otros intentaban obstaculizar el camino con sus cuerpos, y Travis los atropelló al tratar de abrirse paso.

Otros espectáculos eran horribles. Se veían hombres tirados sobre el pavimento, y en varias ocasiones Travis tuvo que maniobrar para no pisarlos. Era evidente que algunos de ellos habían sido asesinados; la sangre lo atestiguaba. Pero hubiera resultado muy difícil saber si fueron víctimas de los automóviles que pasaban a toda velocidad, de una pelea, o de algún disparo de arma de fuego.

De vez en cuando se veían mujeres. En cierto momento pasaron junto a un grupo que agredía a una mujer y ésta lanzaba agudos gritos. También abundaban los borrachos. Habían sido destrozados muchos escaparates de tiendas y el pillaje había comenzado.

—Basta apagar las luces para que el hombre vuelva a la barbarie —filosofó el doctor Leaf.

También encontraron varios automóviles destrozados. Al llegar a una esquina, vieron a un grupo de personas que habían colocado un obstáculo en el camino, con la intención de apoderarse de algún vehículo cuyo conductor viniera desprevenido; sólo lograron escapar gracias a la destreza con que Travis manejaba el volante.

Una escena le hizo hervir la sangre. Sus manos se crisparon en el volante. Una familia completa yacía muerta en una zanja.

—¡Dios nos ayude! —murmuró el doctor Leaf, al pasar junto al horripilante espectáculo.

Tardaron más de media hora para llegar al juzgado. Allí todo parecía más soportable; las luces resplandecían todavía.

Estaban buscando un lugar para aparcar el coche cuando aparecieron dos mujeres corpulentas que llevaban sendos revólveres en sus manos. Ostentaban en sus blusas placas de la policía.

—Soy el doctor Leaf —explicó el doctor—. Éste es el señor Travis. Queremos hablar con el alcalde.

A pesar de que las dos mujeres les miraron con desconfianza, les permitieron pasar.

—Gracias a Dios, ustedes están bien —dijo el alcalde cuando los vio entrar a la sala de consultas—. ¡Creía que yo era el único que quedaba con vida!

Se levantó, adelantándose para recibirlos. Luego continuó:

—El infierno se ha desencadenado sobre esta ciudad. ¡Pero escuchen!

Sonreía mientras señalaba una radio que se hallaba sobre la mesa. Podía oírse una música suave.

—No puedo comunicarme con Chicago, pero esa música llega de alguna parte. ¡Ya no se oye el zumbido!

Sólo había mujeres custodiando la sala. Todas llevaban el distintivo policial y pistoleras, con su revólver respectivo, en la cintura. Otras mujeres se ocupaban de responder a las llamadas telefónicas.

—Tuvimos que emplear mujeres, como pueden ver —dijo el alcalde—. Le estuve esperando, Travis, pero luego llamé por teléfono a los periódicos para explicar que estábamos cortando la corriente eléctrica en toda la ciudad, con excepción de los hospitales, la central del agua y los edificios públicos. Las mujeres que hemos reclutado se encuentran en este momento patrullando por esos lugares.

—¿No han tenido éxito los radiotécnicos? —preguntó el doctor Leaf.

El alcalde negó con la cabeza.

—Todo sucedió repentinamente. Algunos llegaron a enviar informes, pero luego se paralizó todo. Probablemente deben de haber enfermado y quizá se encuentren hospitalizados en este momento. Entonces decidí que había que cortar la corriente eléctrica. No podrían funcionar las máquinas. No escucharíamos ningún zumbido. Pero parece que fue demasiado tarde.

—¿Dónde está el capitán Tomkins? —preguntó Travis—. ¿Y el jefe Riley?

—Se fueron, como los demás —respondió el alcalde con tristeza—. Quisiera comprender todo esto. Los vi cuando caían a mi alrededor. El sargento Webster fue el último.

Travis miró el plano de la ciudad. Estaba cubierto de centenares de alfileres rojos; el hombre que estaba encargado de colocarlos también había partido. El último total era de tres mil quinientos sesenta y siete. Después, nadie siguió marcando.

—Las calles están repletas de hombres enloquecidos —dijo Travis—. Tuvimos suerte en poder llegar hasta aquí desde el hospital.

—Ya lo sé. Me lo contaron.

El alcalde enjugó su frente con un pañuelo y prosiguió:

—Hemos equipado más de veinte patrullas de mujeres con revólveres, gases lacrimógenos y fusiles. Ahora se encuentran vigilando la ciudad; están encargadas de restaurar en lo posible el orden y la ley.

El alcalde se volvió hacia una joven de unos veinticinco años que se hallaba junto a la batería de teléfonos.

—Señorita Hanson…

La muchacha se acercó.

—Le presento a la señorita Mary Hanson, nuestra nueva jefa de policía. La hemos nombrado en vista de que todos los hombres capaces están imposibilitados. Señorita Hanson, le presento al doctor Leaf, del departamento de Salud Pública, y a Gibson Travis, del «Star», que ha estado colaborando con nosotros.

La señorita Hanson respondió con una sonrisa, dejando al descubierto una hilera de dientes perfectos. Luego volvió junto a las jóvenes que atendían los teléfonos.

—El «Courier» piensa imprimir una edición extra para explicar el oscurecimiento de la ciudad; pero necesita una cantidad suficiente de hombres que manejen las máquinas impresoras. El periódico será distribuido por medio de mensajeros. Habrá que ver cuántos hay disponibles, ya que los jovencitos son tan vulnerables como los hombres. Lo mejor será emplear niñas para este trabajo.

—Señor alcalde —interrumpió el doctor Leaf—. ¿Todavía se encuentra el cuerpo de aquella muchacha llamada Alice Gilburton en la sección de mujeres?

El alcalde se rascó la cabeza y respondió:

—Me parece que sí. Creo que nadie debe haber tenido tiempo para sacarla de allí hasta este momento. ¿Por qué me lo pregunta?

—Venga con nosotros —dijo el doctor Leaf—. Esto promete ser muy interesante. ¿No ha oído hablar de las haploides, alcalde?

—No, me parece que no. ¿Qué son las haploides?

—Pronto podré mostrarle una —dijo el doctor Leaf—. Creo que no me equivoco.

El doctor recogió su equipo, que estaba en el automóvil, y todos se encaminaron hacia las celdas de prevención del ayuntamiento y entraron en la sección de las mujeres.

Al entrar en la celda donde estaba el cadáver de la muchacha, el doctor Leaf levantó la sábana. Sólo encontró almohadas debajo.