Se podía oírlo y se preguntaba de qué sección del hospital podían provenir los alaridos. Pero cuando el ascensor se detuvo en su piso y se abrió la puerta los gritos del hombre irrumpieron en el corredor.
—¡No dejen que me lleven! ¡Por favor! ¡No los dejen! ¡Por favor!
Era una voz aterrorizada. Aquellas palabras y el tremendo volumen en que fueron pronunciadas impresionaron profundamente a Gibson Travis. ¿A qué podía deberse semejante temor?
Pensó que tal vez se trataba de un recién operado. Pero en ese caso no era probable que los médicos le hubieran permitido gritar de aquel modo por los pasillos mientras era conducido a su habitación. Hubiera sido una pésima propaganda para ellos y rebajaría la moral de los internos. Tampoco parecía que se tratase de un accidentado; una dosis de morfina o de cualquier otro sedante hubiera bastado para calmarlo. Si estaba majareta no tendría por qué encontrarse allí; había otros lugares para esa clase de enfermos.
Travis apagó el cigarrillo en el cenicero que estaba cerca de su cama, caminó hasta la puerta abierta de la habitación y se asomó para ver qué sucedía.
Media docena de asistentes habían agarrado a un anciano por los brazos y las piernas. El hombre gritaba y se agitaba cuando lo colocaron en la camilla para transportarlo por el corredor. Gibson Travis estaba tan inquieto por los alaridos que lanzaba el viejo, que no observó su piel. Pero cuando el grupo pasó frente a su puerta vio que el cuerpo del hombre presentaba innumerables manchas de color gris.
Travis entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Le temblaba la mano mientras encendía otro cigarrillo. Poco después los gritos cesaron y Travis pudo volver a descansar. Se preguntaba cómo habrían reaccionado los demás pacientes del piso. ¿Qué clase de medicina podría curar la veteada piel de aquel viejo? En algunas partes aparecían manchas de color marrón rojizo; en otras el matiz era azulado. Se estremeció al recordarlo. ¿Cáncer? ¿Soriasis? ¿Impétigo? Si era cáncer, ya no tenía salvación. Travis nunca había visto un canceroso; pensó con asombro en lo aislado que se encuentra un enfermo de cáncer de la vista de la gente. Más bien descartaba que fuera soriasis o impétigo, ya que había tenido oportunidad de ver casos de ambas enfermedades.
Estaba tratando de recordar a los enfermos de esas dolencias que había conocido a lo largo de sus treinta años de vida, cuando entró Hal Cable en la habitación.
—Supongo que estoy arriesgando mi vida al entrar aquí —dijo Hal mientras arrimaba una silla, resoplando aún por el esfuerzo de subir los tres tramos de escalera hasta el piso de Travis—. Dijiste que no querías ver a nadie.
—Eso fue lo que aconsejó el doctor —dijo Travis sonriendo—. Pero me alegro de que alguien se haya animado a venir después de nueve días en el hospital.
—Bueno —gruñó Hal, hundiendo sus cien kilos de peso en la silla—. ¿Cuándo sales?
—El doctor dijo que puedo irme mañana por la mañana.
Travis lo miraba inquisitivamente.
—¿Has venido sólo por amistad… o por alguna otra razón?
En vez de contestar, Hal sacó un cigarrillo.
—¿Fumas?
Travis asintió. El visitante golpeó el extremo de su cigarrillo y prosiguió:
—¿Cómo te ha ido?
—¡Bah! Tú ya conoces como es esto. ¿Quién me reemplazó?
—Cline escogió a Gilberts. Tiene condiciones y, además, ese espíritu inquieto que le gusta tanto a Cline.
—¿Cómo están los muchachos?
—Muy bien.
Hal paseó la mirada por la habitación.
—No está mal para un hospital. Cortinas, persianas, estanterías, radio, teléfono…
—No está conectado.
—Para que Cline no pueda dar contigo, supongo.
—Ya sabía que buscabas algo más. Habla.
Hal dejó caer la ceniza de su cigarrillo en el cenicero y luego se quedó mirando el extremo encendido.
—Cline quiere que vuelvas. No le hace ninguna gracia que te hayas tomado este año de permiso sin consultarle.
—¡Ah! Era por eso…
Travis se hundió entre las almohadas.
—Puedes volver y decirle al señor director…
—No le diré nada —interrumpió Hal—. Él quiere que vayas a verle.
—Mira, Hal —dijo Travis, incorporándose nuevamente—, en otras profesiones se puede conseguir esta clase de excedencia; no veo por qué no existe en el periodismo. He trabajado durante diez años en el «Star» gozando solamente de las vacaciones anuales. ¡Hombre, ya tengo treinta años! Es hora de que comience a pensar en serio.
—Pero tú tienes éxito, Travis: un artículo cada dos días, comentarios radiofónicos…
Travis movió la cabeza.
—Supongo que te parece muy raro todo esto, Hal, pero no soy como tú. Es cierto que me gusta mi trabajo. Empecé muy joven como chico de recados y me sentí feliz hasta el momento en que comencé a desear algo más. Luego me empeñé y llegué a ser cronista. Ahora me dedico a escribir artículos. Siempre me sentí atraído por el trabajo, pero hay algo más, algo que me falta…
—¿Qué quieres hacer ahora?
—No sé, Hal. No lo sé. He estado enloquecido con la sinusitis, pero con los diez días de hospital y la penicilina todo pasó, afortunadamente. No, Hal, deseo algo más y durante este año de excedencia me dedicaré a descubrir qué es.
—¿Tal vez quisieras ser director?
Travis se rió.
—Qué cosas se te ocurren, Hal. El viejo Cline será director hasta pudrirse.
—¿Gerente, entonces?
—No.
Travis fijó su mirada ensimismada en un rincón de la habitación.
—Me sorprendió descubrir que no quiero ser director. No sé por qué. Tengo que encontrar a qué deseo dedicarme. No puedo seguir de aquí para allá, sin un objetivo, sin una meta.
—¡Aja, aja! ¿Por qué no vas y le repites eso a Cline?
—No hay necesidad. Parsons me dio permiso para retirarme este año. Tú puedes decírselo.
—No le gustará.
—Peor para él.
—Está bien, está bien…
Hal se levantó y sacudió la ceniza de su americana.
—Tengo que volver al cuarto oscuro y terminar un trabajo retrasado. Tomaré un taxi.
Travis estiró las piernas sobre la cama.
—Te acompaño hasta abajo.
Se puso la bata y las zapatillas.
—¡Qué curioso! —dijo Hal, mientras atravesaban el corredor.
—¿Qué?
—Tú dices que tienes problemas. ¡Qué harías si tuvieras tantas preocupaciones como yo!
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Enseñar fotografía a los niños. Tenemos un nuevo grupo. Son terribles, créeme.
—Siempre te consideré un hombre paciente, Hal. ¿Desde cuándo te pones nervioso?
—No es que me ponga nervioso. Fíjate… Dos de ellos, por ejemplo, colocaron la placa encima de un obturador abierto. Velaron toda la película. ¡Algo tan elemental! Es imposible hacerles entender nada. Todo el trabajo recae sobre nosotros.
—Eso desmoraliza.
—Mucho peor… ¿Adonde piensas ir este año? ¿Seguirás viendo a los muchachos?
—Aún no lo he decidido… Pero hay algo, Hal.
—¿Sí?
Se detuvieron cerca de la escalera.
—Si te necesito te llamaré. ¿De acuerdo?
—Como tú quieras, Trav.
—Exactamente. Quizá tenga que verte, quizá no.
—¿Estás disgustado, acaso?
—Claro que no, Hal. Probablemente, te llamaré muy pronto.
—De acuerdo.
Hal Cable bajó las escaleras.
Al regresar a su habitación, le sobrecogió la quietud del corredor. El pasillo estaba vacío, pero al fondo se veía luz, en la sala de enfermeras. Sobre el suelo de linóleo se reflejaban algunos rayos, que una de las puertas, entreabierta, dejaba escapar; el resto del pasillo estaba en sombras.
Se percibía un olor característico, mezcla de éter, alcohol y formalina. Había oído decir a algunas personas que los hospitales se volvían desagradables a causa de ese olor, que les recordaba los días allí transcurridos. Pero a Gibson Travis no le molestaba. Simplemente, era parte del Union City Hospital. Su experiencia olfativa se limitaba al periódico. Nunca había estado enfermo; tampoco lo estaba realmente ahora. Sólo debía tener paciencia cuando le inyectaban, regularmente, la penicilina. Ni siquiera eso era muy desagradable. El ejército le había vuelto inmune a las agujas hipodérmicas.
Mientras caminaba, iba pensando qué haría durante el tiempo de su permiso. Tenía que encontrarse a sí mismo, afrontar la realidad, encontrar un objetivo o una forma de vida verdadera. ¿Acaso necesitaba una mujer? Esta idea le hizo sonreír. Las mujeres no constituían un problema para él. Quizás hubiera querido realmente a alguna, pero no lo suficiente como para resignarse a pasar en su compañía las veinticuatro horas del día. La mayoría de ellas eran bastante vanidosas y dudaba que existiera un solo caso en que fuera posible una entrega mutua. No, no era una mujer lo que buscaba. ¿Otro trabajo? ¿Algo que le absorbiera? Esto se aproximaba más…
Iba tan ensimismado que no advirtió que ya había dejado atrás la puerta de su cuarto. En vez de regresar, siguió caminando en dirección a la sala de enfermeras. Ni la señora Nelson, la jefa, ni la señorita Pease, se encontraban allí. Travis no se detuvo; caminó por el corredor lateral, sin dejar de mirar al interior de las habitaciones. Casi todas estaban ocupadas: un hombre leía, una anciana se peinaba, una joven dormía…
Se detuvo ante la habitación 326; allí se encontraba el anciano que media hora antes llegara dando gritos. Respiraba penosamente, pero tenía los ojos abiertos. Había alguien más en la habitación, pues se escuchaba ruido de vasos o instrumentos, pero Travis no podía ver quién era.
La piel del anciano parecía aún más oscura y sobre ella se destacaban las manchas rojizas. Ahora se advertían también unas ronchas de color púrpura en el cuello. Travis pensó que viviría muy poco. Deseaba que no sufriera.
Travis continuó su paseo por el corredor, pero ahora sentía muy poca curiosidad por los otros enfermos; la imagen del rostro anciano había quedado grabada en su mente. Era un rostro agradable; de mandíbula fuerte y cabellos blancos. Mientras repasaba la escena, se le ocurrió que el hombre debía estar inconsciente, pues sus ojos vidriosos permanecían fijos en el techo y su labio superior, algo levantado, dejaba ver los dientes. Desde el pasillo, se oía el sonido de su dificultosa respiración. Travis dio media vuelta y apuró el paso hasta llegar a su habitación.
Cuando estaba junto a la puerta, vio que un médico interno, el pelirrojo doctor Collins, se acercaba con gran prisa; casi lo atropelló.
—Perdone —dijo el médico—. No le había visto.
—No se preocupe, doctor —contestó Travis.
Juntos se encaminaron al vestíbulo.
—¿Cómo está el viejecito?
El médico lo miró inquisitivamente.
—Regular —dijo.
—¿Qué tiene?
—No sé.
—Mire —dijo Travis—. No soy más que un paciente. Mañana vuelvo a mi casa. Es casi seguro que no entenderé nada aunque me lo explique. Dudaba si sería cáncer.
—No creo —replicó el interno—. Parece que nadie sabe bien lo que es. Creo que su pregunta está contestada.
—¿De dónde lo ha traído?
—Yo no tengo nada que ver con él. Me dijeron que la policía lo encontró desnudo en la calle.
Se detuvieron junto a la sala de enfermeras. El médico colgó la cartilla de observación.
—Me parece que está loco —dijo Travis.
El médico frunció los labios.
—Hace unos minutos no tenía nada de loco.
—¿No?
—Debe disculparme. Tengo que seguir atendiendo a mis pacientes.
El doctor se alejó y Travis volvió a su habitación; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. Afuera, en el jardín, se veían los últimos visitantes que subían a sus automóviles y se iban. Pensó que muchos de ellos venían, quizá, por última vez, pues podía suceder que su amigo o pariente no llegara a pasar la noche. Podría ser que muy pronto viniera un automóvil trayendo al hermano, a la mujer o a alguien relacionado con el anciano que se estaba muriendo en la habitación 326. Para ellos, la escena sería terrible.
Mientras observaba el parque del hospital, vio llegar a gran velocidad un enorme coche de color negro. Frenó bruscamente a pocos centímetros de una reja de hierro y se apagaron sus luces. En seguida salió de su interior una joven. Abrió su cartera, a la luz de uno de los faroles, y pareció satisfecha con lo que vio adentro de ésta; luego se dirigió, caminando, hacia la entrada de las ambulancias.
Desapareció bajo uno de los arcos. Travis aún se preguntaba hacia dónde iría cuando oyó un sonido que le hizo volverse hacia la puerta. Alguien subía rápidamente las escaleras. Se asomó. Le parecía que estaba procediendo como una mujer; últimamente se hallaba muy interesado en lo que hacían sus vecinos.
Oyó que llegaba al último escalón y vio a la joven que acababa de bajar del auto. Ella vaciló un momento y dirigió la mirada en dirección opuesta a Travis; éste se introdujo en su habitación. Cuando escuchó el apurado taconeo que se alejaba, volvió a mirar.
La muchacha llevaba sombrero azul y vestido negro. Sobre el cuello resplandecía su rubia cabellera. Travis advirtió, con agrado, que su talle era delicado, sus piernas finas y bien proporcionadas. Si fuera tan linda de frente…
La joven llegó al extremo del corredor, mirando dentro de más habitaciones, a medida que pasaba. Luego dio media vuelta y caminó en dirección a Travis. Éste ahogó un silbido. De frente era tan hermosa como de espaldas. Su insolente sombrerito enmarcaba un rostro ovalado, de delicado mentón, blanca garganta y con los labios más bonitos que Travis viera en su vida.
Intentó retirarse a su habitación, pero no pudo resistir al encanto de aquella muchacha que no iba vestida de blanco como todas las del hospital; antes de que atinara a hacerlo, la chica ya estaba junto a él.
Pero la joven se hallaba tan ensimismada que no advirtió su presencia hasta el último momento. Cuando posó la mirada en Travis, éste observó que estaba preocupada. Sus ojos azules no demostraban curiosidad ni simpatía. Parecía estar muy lejos de allí. El saludo que Travis iba a pronunciar se ahogó en su garganta.
—¿Puedo ayudarla? —se oyó decir a sí mismo.
Ella le miró un instante y en seguida desvió la vista hacia el interior de la habitación. Satisfecha, sin duda, al comprobar que estaba vacía, se alejó de Travis sin pronunciar palabra.
Él la observaba mientras caminaba dirigiéndose al vestíbulo. No se detuvo al pasar frente a la sala de enfermeras, a pesar de que la señora Nelson y la señorita Pease se asomaron a la puerta para mirarla. Cambiaron algunas palabras en voz baja. La joven dobló por el corredor.
La curiosidad insatisfecha de Travis hizo que la siguiera. Al pasar junto a las enfermeras, las saludó apresuradamente.
La muchacha había desaparecido, Travis recorrió, agitado, el pasillo. Aunque miraba adentro de todas las habitaciones, tenía la sensación de que era inútil, pues algo le decía que ella estaba en la habitación 326.
Así era, en efecto.
Entró en la habitación, pero la joven no reparó en su presencia, tan atenta estaba a lo que estaba haciendo. Había abierto su bolso y buscaba algo en su interior. Travis, perplejo, vio que sacaba una aguja hipodérmica y se dirigía hacia la cama del enfermo.
Se asombró al ver que el viejo se daba la vuelta para mirar a la joven. Abrió desmesuradamente los ojos y trató de articular palabras. Sólo consiguió producir un susurro ronco, incomprensible.
La muchacha vaciló un instante. En seguida colocó la mano debajo del brazo del anciano y lo atrajo hacia sí para clavarle la aguja. En ese momento, Travis se lanzó sobre ella. Golpeó la mano que sostenía la jeringa, pero, a pesar de que la chica estaba desprevenida, no consiguió hacérsela caer. La joven se zafó y corrió por la habitación, perseguida por Travis. Éste pudo observar la repugnancia y el odio que mostraban aquellos brillantes ojos azules. Con un rápido giro, consiguió colocarse a espaldas de Travis; empuñaba la jeringa como si fuera una daga.
Travis la atajó con el antebrazo; se apoderó de su mano y sólo la soltó un momento después, cuando ella hundió sus dientes en la muñeca del joven. Entonces Travis, con un brusco manotazo, le hizo soltar la jeringa, que después de describir un arco en el aire se estrelló contra el suelo.
El dolor producido por el mordisco y los bruscos movimientos de la joven le exasperaron. La tomó con fuerza del brazo y decidió mantenerla en esa posición hasta que dejara de patear y arañar, y se tranquilizara. De pronto, un golpe punzante dirigido con el fino tacón del zapato al filo de la tibia, le hizo exhalar un grito de dolor. Ella sólo necesitaba que Travis aflojara un instante sus músculos. Entonces se desprendió de la presa y casi cayó al suelo al precipitarse fuera de la habitación.
Travis sentía tal dolor en la pierna que apenas podía mantenerse de pie. Se acercó, renqueando, hasta la puerta, en el momento en que las dos enfermeras se acercaban corriendo.
—Esa muchacha… —comenzó a decir, tratando de deshacerse de las enfermeras.
—¡Señor Travis!
La señorita Pease le tomó del brazo y le impidió el paso con su cuerpo.
—Debería estar en su habitación. ¿Qué hace aquí, por amor de Dios?
—¡Por favor! ¡Déjenme apresar a esa muchacha! —gritaba, tratando de zafarse de los brazos de la enfermera y abrirse paso.
Corrió hasta la esquina del pasillo, pero ya la joven había desaparecido por el otro corredor. Siempre renqueando, se precipitó hacia la escalera; no se oía ruido de pasos. Volvió tan rápido como pudo a su habitación y, a través de la ventana vio que la joven corría apresuradamente en dirección a su automóvil. Ya no tenía esperanzas de alcanzarla.