9. SIN NUBARRONES

El camarero, nuevo en el hotel, le llevó su café, y le hizo un par de comentarios sobre el tiempo.

Alberto Ríos siguió leyendo, sin abrir la boca.

El camarero vio que leía algo sobre la vida submarina.

—Debe ser interesante ¿verdá?

—Retírese y no me dé conversación —le espetó Alberto, malhumorado.

El muchacho se marchó humillado y rabioso, pero ¿¡qué iba a hacer!? Recordó el trabajo que le costara ubicarse en aquella pincha de propinas en dólares… Y ahora no iba a perder la cabeza por un comemierda.

Tras su primeros exabruptos, ya nadie en el hotel intentaba familiaridades con Alberto. Y además, sus sarcásticas protestas por fallos en el servicio, más un par de quejas en la dirección y, eso sí, buenas propinas cuando la atención era normal, lograron que todo el personal lo tratara con cierto temor, eficiencia y rapidez. Pero no saludó, ni dio las gracias, ni dedicó sonrisas a nadie. En poco tiempo, fue el cliente más detestado pero mejor servido del Hotel Copacabana.

A sus compañeros del frontón, en cambio, les aplicaba el tratamiento del humor cambiante. Un día era encantador, dicharachero, ocurrente. Los cautivaba con su conversación, buen humor, anécdotas, o les pagaba copas. Y al día siguiente, si alguien se acercaba, Alberto se excusaba: necesitaba seguir leyendo. Bastaba con que alguien recibiese una vez este trato, para que ya no se atreviera ni a saludarlo.

El disfrutaba al ver que lo rondaban en silencio, a la caza de una oportunidad para oír sus chistes, proponerle un partido, invitarlo a un trago. Pero temían sus exabruptos y malhumor, del que ya les diera varias muestras. Y se habituaron a que si él no tomaba la iniciativa, lo mejor era dejarlo solo y no hablarle.

Desde su arribo a Cuba, y durante todo junio del 98, Alberto Ríos dedicó muchas horas a leer e informarse con un técnico uruguayo, sobre cuestiones textiles. Debía evitar que alguien se diera cuenta de que no sabía un pito del negocio. En un par de semanas, memorizó el nombre de las máquinas empleadas en la fábrica, de ciertas técnicas, y el palabrerío fundamental del oficio.

Embelesado con el Ford blanco que la firma pusiera a su servicio, pidió que se lo dejaran permanente. Hasta entonces, nunca se había atrevido a circular en un convertible. Hubiera sido como regalarse en bandeja a sus enemigos.

Ahora, en La Habana, el pasear sin techo le potenciaba el gozo de su libertad recuperada. En los primeros días de julio vino el yate que diera velas a su desenfrenada pasión por el mar, inigualable en el trópico por su luz, su colorido, la benigna temperatura de sus aguas, el coral, y la munificencia y variedad de la vida subacuática.

Al la edad de veinte años, Alberto Ríos era ya un buen yatchman y notable esquiador acuático. Aprendió en Punta del Este, Uruguay. Pero fue en Punta del Este, Cuba, en la Isla de Pinos, donde se apasionara por el mundo submarino.

El Y. Chevalier fue una excelente compra. Era muy marinero, y el Nene, mecánico, arreglalotodo y timonel, resultó un hallazgo. En poco tiempo, Alberto comprobó sus capacidades y honestidad; pero para disciplinarlo a su entero gusto, lo controlaba a diario, con verificaciones capciosas.

—¿Usted piensa que yo no soy honrado?

—No preguntes giladas, pibe —le contestó Alberto irritado—. Claro que no sos honrado… Nadie es honrado; yo tampoco… Andá, alcanzáme las chancletas.

Cada vez le imponía alguna tareíta humillante, mientras él, tendido en una reposadera, bebía en la cubierta sin invitarlo.

Cuando estuvo seguro de que el Nene lo detestaba y comenzaba a temerle, Alberto se sintió satisfecho. Esa era la relación que necesitaba con sus empleados.

Por 100 dólares mensuales, el Nene mantenía el yate en inmejorable estado, le servía de timonel, y no se atrevía a robarle ni un clavo.

Gracias a su buena forma física y larga experiencia de esquiador acuático, Alberto aprendió muy rápido a servirse de las tablas y velas de surf. Para aprender, durante los primeros días mandaba al Nene a surfear alrededor del yate, y él le observaba los movimientos. Pero nunca le oyó un consejo ni le preguntó nada. A pesar de los cincuentipico, le bastó con imitar lo que le viera hacer; y en cuanto aprendió lo fundamental, progresó solo.

Al Nene, no le daría alas. Para mantenerlo laborioso, honrado, y al mismo tiempo sumiso, prefería pagarle bien. Pero nada de simpatía, ni de amistad con los empleados.

En setiembre del 98, el Nene recibió un inesperado aumento. Alberto comenzó a pagarle 150 mensuales; pero le asignó la tarea adicional de buscarle putas que subieran a bordo aguas afuera. Las autoridades cubanas no le permitían embarcarlas en el muelle.

Alberto amaba el mar, pero detestaba la arena. No la soportaba entre los dedos de los pies. Alguien le recomendó el Hotel Copacabana, en la costa de Miramar, donde existe una piscina natural de agua salada, con una pequeña escollera. Desde allí los bañistas zambullen a un mar piscoso, abierto, impoluto, y sin pisar una molécula de arena.

De aquel hotel, Alberto Ríos hizo su cuartel general. Allí acudía a bañarse, jugar frontón, leer, tomar sus aperitivos, y a veces se quedaba a almorzar, a dormir la siesta o a leer sobre una reposadera.

Antes de comerse la ensalada que el cocinero aprendiera a prepararle a su gusto, y que constituía su almuerzo habitual, solía saltar con careta y patas de rana a bucear media hora por las inmediaciones.

La vida era bella.

Un acierto, el consejo de su hermano Tomás; y también su denodada insistencia en que probara a establecer una residencia permanente en Cuba.

En noviembre del 98, cuando Tomás le hizo su primera visita, Alberto lo montó en su yate, sin el Nene. No fuera que alguna indiscreción del diálogo pudiera revelar su parentesco y falsa identidad.

Y se lo llevó mar afuera, para conversar a solas. Ambos se hartaban ya de fingir ante el personal de la firma. En presencia de terceros, se trataban de usted y simulaban estar siempre muy ocupados con la marcha de los negocios.

El paseo en yate fue un poco para alardear ante Tomás de aquellos 30 grados, con la mar en absoluta calma.

—¿No te lo dije yo? Un clima de maravilla —comentó Tomás.

—Y a la misma entrada del invierno.

—Que lo parió, Buche… Es que la vida es un tango —suspiró Tomás—. Quién te iba decir a vos, que te ibas a sentir tan bien aquí…

—¿Y sabés una cosa? —sonrió Alberto—. No es sólo la naturaleza. Te confieso que hasta me gusta el clima social.

—Decíme una cosa, Buche: ¿vos t’estás volviendo pelotudo o es que ya los comunistas te lavaron el cerebro?

—No seas turro, Masito: vos sabés bien que a mí no me rascan lo que tengo en el cerebro ni con cepillo de alambre. Pero la verdá es la verdá: aquí no hay violencia en la calle, no hay droga, ni la miseria de otros países…

—¡Puta madre! Ya te lavaron el cerebro… —bromeó Tomás.

—La pija es que lo que me van a lavar.

Siguieron jaraneando un rato.

Otro motivo por el que el Buche se felicitaba, era su mayor opción con las mujeres.

—Cuando vivía escondido, me conformaba con lo que apareciera. Ahora que soy libre, puedo elegirlas de cerca ¿m’entendés?

—Sí, vos sos como las viejas cuando van al mercado, que les gusta manosear la mercadería.

—Y hasta probarla antes de comprar.

Alberto se puso a hacer el elogio de las putas cubanas.

—Vos no lo creerás, pero son diferentes, muy seguras de sí mismas…

—No rompas las pelotas, Buche, que en todas partes las putas son las putas…

—Vos no m’entendés, Masito… Lo que pasa es que los castristas, con la boludez esa de la emancipación, les llenaron el mate de berretines, y hoy les da lo mismo que vos seas rey de bastos, bichicome o embajador. Te tratan igual… Y en ese sentido, son bien piolas, porque ya no estás al lado de un bulto de carne alquilada…

—No me hagas reír, che: a vos nunca te importó nada si el culo que te estabas cogiendo era alquilado o voluntario…

—Vos no lo creerás, pero con estas tipas yo saco un gozo extra. Algunas son hasta universitarias y se las dan de emancipadas… Y yo las jodo, y les digo que según Marx, la gente piensa según lo que es, y que ellas, por tanto, piensan como putas… Ah, y siempre les pago antes de garchármelas. Hago que agarren los billetes y los cuenten, y que sepan que les pago por el culo y no por el intelecto, y así, cuando las hago aterrizar, me las cojo con más gusto…

—¡Que lo parió! ¡Qué malo que sos! Jaaaa, ja, ja…

—La semana pasada estuve con una que está en tercer año de psicología, y mientras me la cogía no hacía más que hablar de Freud…

—No me hagas reír, Buche, que me va a hacer mal la comida…

—… y tuve que decirle: «Dejá tranquilo a Freud y mové el culo, boluda…»

Tomás se atragantó con una carcajada, tosió y siguió riéndose… Cuando recobró el aliento se sirvió otra copa.

—Por lo visto, esa putas ilustradas te caen a vos solo… Yo estuve anoche con una flaca burrísima. Fijáte si será ignorante, que está maravillada de lo bien que yo hablo español.

—¿Y vos qué le dijiste?

—Que lo aprendí por correspondencia…

—Tendrías que probar con otras. Hay algunas que te dejan frío con lo que hablan. Hace poco me llevé a la casa a una negrita de mierda, que la levanté en el mar…

—¿Cómo en el mar…? ¿La pescaste?

—Sí, es un truco que inventé; porque aquí están en campaña contra la prostitución; y en los muelles no dejan subir cubanas a los yates. Entonces, mandé al Nene a que me busque putas nadadoras y les dé cita a una milla de la costa…

—Muy original. ¿Y qué pasó con la negra?

—Nada, que cuando empezó a hablar, me di cuenta de lo inteligente que era: y resultó que canta ópera, jazz, boleros, de todo… Fue cinco años a un conservatorio y ahora alterna el arte con el yiro. Dice que así se divierte, gana algún dinero y conoce gente… Diserta sobre historia, filosofía, y te juro que no habla macanas… Y yo, cuando le fui a pagar, le mostré un billete de cien dólares, pero me hice el distraído y lo dejé caer al mar. ¿Y sabés lo que hizo ella?

—¿Se tiró de cabeza?

—Claro: con billetes flotando, zambullen hasta las que no saben nadar.

—Tené cuidado, Buche, cualquier día se te ahoga una negra y vas en cana…

Por la noche cenaron en El Tocororo, donde según Alberto, hacían maravillas en la cocina del pescado y los mariscos.

De una de las paredes colgaba una estrella de mar, con un decorado en torno.

—¡Qué linda! —comentó Tomás.

—Tan inocentes que parecen las estrellitas, pero son terribles —explicó Alberto—; son las grandes depredadoras de los fondos marinos…

Al decir esto, le dirigió una mirada apasionada. Podía ser obsesivo con el tema subacuático. Más tarde, a propósito de un pargo que les sirvieron, se puso a darle una conferencia sobre ictiología tropical.

Tomás se felicitaba por su acierto de haberle sugerido esconderse en Cuba. Magnífica adaptación; mejor de lo que él supusiera. Y no sin alguna vanidad, lo oyó a los postres referir una excursión que hiciera en el verano a la Isla de Pinos.

Allí conoció a Darío Muñoz, un joven ictiólogo y submarinista cubano con quien hiciera una excursión en el Y. CHEVALIER por los alrededores de Punta del Este.

—Y creo que ese paseo me ha marcado.

—¿Cómo es eso, Buche?

Cuando le describió su entrada en el paredón coralino, por donde se accede al jardín de arrecifes, el fervor elocuente de Alberto, le hizo ver cine.

—Volví como cinco veces más, y hasta resolví escribir un libro.

—No jodas, che. ¿Y sobre qué?

Muñoz le había exhibido un video donde un pulpo aprisiona a una langosta con sus tentáculos; y tras morderla en un punto entre la cabeza y el tórax, succiona toda la blanca carne del crustáceo hasta dejarle la caparazón vacía.

La escena lo hizo pensar en las leyes eternas que han guiado la evolución del mundo, desde hace millones de años.

—Yo nunca te lo dije, pero hace mucho que quiero escribir un libro sobre la crueldad.

Pretendía estudiar, en un ensayo, los horrores naturales que aseguran la vida y perpetúan las especies en el ciclo biológico. Su libro se titularía La fecunda crueldad.

Quizá, en su esencia, él no fuera más que un científico.

Y a poco del encuentro con Muñoz, Alberto conoció por su intermedio, a otros científicos del mar, entre ellos a Raquelita, una bióloga que se convirtió en su amiga y principal asesora para el proyecto del libro. Con frecuencia navegaban en el Y. CHEVALIER y buceaban juntos en distintos lugares. A veces se les sumaba Muñoz u otros profesionales del mar. Todos ellos aprovechaban su yate para acopiar materiales de estudio.

Por consejo de Raquelita, Alberto adquirió en diciembre, cámaras y equipos profesionales con qué captar escenas de la vida en el mar.

Al año siguiente, en mayo, Tomás vio los materiales filmados por Alberto y sus asesores.

—¡La puta, che, qué prodigioso! ¿Qué pensás hacer con todo esto?

Muñoz proponía recurrir a un buen editor y producir un cortometraje científico que, a su juicio, podría comercializarse bien. Pero a Alberto no le interesó. Como negocio no valía la pena, y sobre todo, no le convenía divulgar información e imágenes que prefería reservarse para su libro.

La idea de escribir su ensayo sobre la crueldad, cogía cuerpo. Ya para el mes de julio, sobre todo con la ayuda de la providencial Raquelita, había acopiado lecturas, conocimientos, muchos metros de video, fotos notables, que le permitieron escribir dos capítulos: un primero, de gran impacto, donde describía la masticación de los mamíferos carniceros como un acto asqueroso y cruel; y tanto más, cuando lo ejecuta un ser humano, el más racional y delicado de todos; y un segundo capítulo, donde abordaba la comunión católica y otros ritos religiosos, asociados a fenómenos de canibalismo. Y ya bosquejaba un tercero, donde se ocuparía de crueldades entomológicas; en particular de esas arañas que como acto seguido de la fecundación, persiguen al padre de sus hijos para devorarlo.

Tomás vio que la cosa iba en serio y se abstuvo de ironizar sobre los berretines científicos de su hermano. Recordó sus experimentos con gatos, cuando era un niño.

Allá él, si eso lo hacía feliz. Cada loco con su tema.

—¿Y de noche qué hacés? ¿Sacás a pasear a tus putas nadadoras?

—Nada de eso.

Para evitarse problemas con la sociedad moralista cubana, Alberto procuraba proyectar una imagen de persona ordenada, que en parte era: tomaba sus aperitivos y almorzaba casi siempre en el Copacabana; por la noche cenaba solo, en su casa, lo que su cocinera le dejaba preparado; y cada tanto, invitaba a Raquelita a algún buen restaurante; rara vez a otras mujeres.

—¿Y te la cogés a Raquelita?

—¿Estás loco? Si es un saco de papas…

Probablemente lesbiana, 40 años, Raquelita carecía de todo sex appeal, pero se engalanaba, según Alberto, con sus vastos y decantados conocimientos del mundo biológico.

Por lo demás, Alberto no concurría a cabarets ni discotecas. Y si pasaba a mayores, se recluía en su casa con jineteras y travestis, sin testigos de la servidumbre, que siempre abandonaba su casa por la tarde. Nunca se dejó ver en borracheras ni desarreglos.

En Cuba, sus cosas iban bien.

Por un lado, la empresita seguía creciendo y prometía convertirse en una mina de oro. Y gracias a la sencilla impostura de Alberto Ríos, vivía sin nubarrones en el horizonte. El recuperar su libertad de movimientos, el poder por fin prescindir de sus matones armados, lo mantenían eufórico.

En la pacífica Habana; sin polución, perfumada por la vegetación del Trópico y las brisas marinas, podía por fin hacer una vida sana y productiva. El libro y sus proyectos, lo entusiasmaban. Era, por primera vez en sus cincuenticinco años, un hombre satisfecho de su vida presente.

Se levantaba diariamente a las 7, y a las 7:45 estacionaba su descapotable junto a una pista abierta, vecinal, en Quinta Avenida y Calle Sesenta, donde trotaba cuatro kilómetros. Los días en que no necesitaba acudir a las oficinas de TEXINAL ni a la fábrica, pasaba directamente de la pista al Hotel Copacabana, distante a pocas cuadras, donde ya el parqueador le tenía reservado un lugar a la sombra.

Dos veces por semana, el Nene venía en el Y. CHEVALIER, y se ponía al pairo a doscientos metros del Copa. Alberto lo abordaba a nado y durante un par de horas practicaba surf o pescaba submarino.

Los sábados no corría pistas, porque se daba cita con algunos jóvenes a quienes conociera en el hotel, buenos jugadores de frontón, en la variante gringo-cubana de la pelota vasca, a mano limpia. Aunque en frontones de sólo tres paredes, era en esencia el mismo juego en que Alberto se distinguiera de joven, cuando concurría en su país, al Euskal Erría. Tres décadas después, bajo el sol del trópico, y contra jóvenes brazos acostumbrados al béisbol, el frontón era la actividad física más agotadora que practicaba en Cuba. Tres dobles a treinta tantos, en posición de zaguero, lo dejaban exhausto.

Y ya fuera que viniese del frontón o de correr pistas, llegaba al área de la piscina muy sudado, y se tiraba al mar abierto, a nadar media hora. Al salir se daba una ducha y se cambiaba en las taquillas anexas a la cafetería. En sandalias, shorts y una holgada T-shirt de tela de toalla, se sentaba a tomar su segundo desayuno: frutas naturales y dos tazas de café amargo.

Junto con el desayuno, el camarero le traía su maletín, que él depositaba en la cafetería al entrar. Allí cargaba sus materiales de lectura, bolígrafos, un notebook electrónico y una pequeña grabadora.

Sentado a la misma mesa donde desayunaba, bajo una sombrilla policroma, leía y tomaba apuntes hasta las 12:30, en que volvía al mar para un breve zambullón. Seguían un par de aperitivos y una siesta de media hora, tumbado boca arriba en la reposadera.

Su rutina se interrumpía, a veces por varios días, para salir en el yate a bucear con Raquelita u otros amigos del mar. No existía para él un programa más seductor. Oía a los jóvenes científicos, acopiaba materiales para su libro y se emborrachaba de inmensidad y enigmas abisales.

El sábado 12 de junio de 1999, Alberto y su pareja habitual del frontón, un jovencito de 17 años, ganaron el reñido tercer doble de desempate para la semifinal de un torneo improvisado por jugadores de fines de semana, que frecuentaban canchas de Miramar.

Agotado por aquellos interminables noventa tantos, Alberto no nadó ese día. Se limitó a un zambullón en el mar. El sol quemaba y el termómetro marcaba 32 centígrados a la sombra.

Satisfecho del partido ganado, invitó a varios participantes en el torneo, a unos tragos junto a la piscina, donde reunieron varias mesas y se formó una animada rueda.

Ese era otro de sus nuevos placeres en Cuba. No sabía por qué, pero desde hacía un tiempo, lo complacía tratar gente joven e intercambiar tonterías deportivas con cualquiera. Quizá fuera un regodeo, una ratificación de su recobrada libertad. Hasta unos meses antes, todo desconocido le inspiraba temor. Sólo trataba a su hermano Tomás, a sus guardaespaldas, a un par de empleados, a la servidumbre, y a unas pocas personas más, muy comprobadas. Practicaba sus deportes en clubes controlados por su gente con el máximo rigor; o en su propia casona fortificada; o en residencias de toda confianza; y siempre escoltado.

Aquel día, tras haberse tomado tres mojitos, el cansancio de la jornada en las canchas le dio sueño. Llamó al camarero y pagó la cuenta. Alguien quiso invitar otra ronda.

—No —respondió Alberto—: Váyanse todos, que quiero dormir…

Corrió el respaldo de su tumbona, reclinó la cabeza, cerró los ojos y se puso una toalla sobre la cara. A los dos minutos, se quedó dormido e hizo una siesta más prolongada que de costumbre.

Al despertar, los demás se habían ido. Eran las 14:40.

Siempre lo alegraba comprobar que en Cuba podía dormir como un angelito, a la luz pública, y en completa indemnidad.

Tan angelical y profundo fue su sueño, que no advirtió cuando un desconocido se acercó a su mesa e introdujo en su vaso vacío cinco dedos. Luego los abrió estirados para alzarlo, ponerlo con el culo hacia arriba y llevárselo cubierto por un sombrero de paja.