8. PÉSIMA SUERTE

Entre los adoradores de Bini, figuraba Pepito. Incondicional, agradecido siempre por un cabo que ella le tirara, años antes, en la secundaria.

Como muchos jóvenes de su edad, Bini identificaba lo bueno y malo de la Revolución Cubana, con las virtudes y defectos de los maestros, funcionarios de educación, y hasta de sus propios compañeros, dirigentes de la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media, que le tocaran en suerte; que le tocaran en su muy mala suerte.

Aquella niña, hija y nieta de rebeldes, que aprendiera de pequeñita a amar a Martí y a Fidel; que todos los 28 de octubre arrojaba flores al mar, para honrar a Camilo Cienfuegos; y que con su uniforme de pionerita jurara todas las mañanas ante la bandera de la patria: «seremos como el Che», se convirtió en una adolescente desmoralizada, en un adulto indiferente, en una buscavidas, presidiaria y puta.

En primer grado le tocó una maestra jovencita que amenazaba y maltrataba a los niños. Para ponerla de su parte, las madres debían regalarle cosas; jabones, talco, una prenda de ropa interior, una bolsita de café, unos chocolates…

La muy cabrona adoraba el dulce de coco, y la madre de Bini se lo preparaba muy rico. Pero Bini, a los seis años, se indispuso con su maestra. Al verla pellizcar, en un acceso de furia, a su compañerita de asiento, Bini intervino. Le metió un sañudo mordisco en la mano. Y hasta le sacó sangre.

Cuando el director la regañó, Bini dijo que la maestra no era como Camilo y el Che. La maestra les metía a los niños. La maestra pellizcaba.

Acusación grave, que de probarse, determinaría la expulsión de la maestra del sistema nacional de educación; pero Bini también tuvo mala suerte con el director, un gallo fino de 25 años, que entonces le arrastraba el ala a la maestra, aunque sin éxito. Y en aquel incidente, el pura sangre vio la oportunidad de negociar sus apetitos con la subalterna, por cierto, altamente comestible.

Cuando logró almorzársela, llamó a la madre de Bini y le aconsejó que la cambiara de escuela. En fin, Bini requería un régimen especial, era una niña conflictiva, etc…

La madre de Bini, en cambio, era sinflictiva. Fuera de su casa y del matrimonio, una seda. Y tras la bronca que formara la niña, calculó que iba a necesitar montañas de dulce de coco para apagiguar a la maestra pellizcadora. Lo menos complicado era seguir el consejo del director; y la cambió de escuela.

A los 14 años, a Bini la habían botado ya de otras dos escuelas primarias y por última vez, de una secundaria.

Pepito era bello y el mejor bailarín de la secundaria. Tenía locas a las muchachas, entre ellas a la presidenta de la FEEM, una gorda narizona, muy fea, que se encarnó con él.

Con escasas posibilidades físicas de atraerlo, la Gorda procuró tenerlo cerca. Le encomendó tareas y Pepito le siguió la corriente un tiempo; pero cuando vio que la Gorda se ponía cada vez más romántica en su presencia, empezó a rajarse.

En una ocasión, la Gorda lo llamó a un cubículo donde se reunía la dirección de la FEEM. Se las ingenió para estar a solas, cerró con llave y comenzó a tocarlo y a excitarlo y a desnudarse ante él. Y Pepito le hubiera hecho una media por quitársela de encima, pero la Gorda, que siempre tenía mal aliento, aquel día lo tenía espantoso, chica, ni que se hubiera comido un cadáver.

Pepito vio que no se le iba a levantar el brazo y trató de disuadirla, pero la Gorda le cayó encima a querer besuquearlo y tal, y él terminó por darle un empujón y huir del cubículo. Ella montó un show de llanto y aullidos. Cuando acudieron los demás, la Gorda derramaba gordas lágrimas y miraba a sus compañeros con terror:

—Pepito trató de violarme.

El staff de la escuela oyó la noticia con incredulidad. Pepito era un alumno correcto, caballeresco. Pero al otro día, la madre de la Gorda, otra gorda rubia que llegó taconeando duro por el pasillo en uniforme del Ministerio del Interior, se apersonó para pedir la expulsión del degenerado que pretendiera violar a su hija.

La mala suerte se ensañaba con Bini. Su dirigente de la FEEM, que debía ser ejemplo y guía de sus compañeros, resultó ser, además de la hachepé mediocre y oportunista que todos conocían, una consumada arpía, y la madre de la Gorda una imbécil que llevada de su amor maternal, era incapaz de darse cuenta de que un muchacho tan bello y desenvuelto como Pepito, no necesitaba andar violando gordas medio bizcas y feísimas como su hija.

El hecho es que la Gorda organizó toda una intriga para botar a Pepito de la escuela. Cuando los profesores lo interrogaban, él sólo atinaba a decir que las cosas no fueron así. Pero era su palabra contra la de la Presidenta de la FEEM. Por su parte, la Directora comenzaba a recibir discretas presiones del Ministerio de Educación, donde los padres de la Gorda formaran un alboroto. La Directora simpatizaba con Pepito y detestaba a la Gorda, pero al mismo tiempo le temía. Y sugirió que los propios estudiantes analizaran el caso en asamblea soberana, y tomaran una decisión que ella aceptaría.

La Gorda, segura de su influencia y eficacia intimidatoria entre el estudiantado, aceptó lo de la asamblea, y consiguió que dos secuaces suyas testificaran sobre otros desmanes de Pepito.

Un alumno pidió la palabra para argumentar tímidamente, que Pepito era un buen estudiante, correcto, disciplinado, cumplidor; y él no podía admitir que hubiese un acto tan repudiable. Otro esgrimió valoraciones subjetivas que en nada contribuían a la causa de Pepito.

Mediada la asamblea, la Directora y otros cuatro profesores que asistieran como observadores, preveían ya que a la hora de votar, la Gorda obtendría la expulsión de Pepito.

De pronto, en medio de una intervención de la directora, Bini se paró para interrumpirla:

—Pero, mírelo, mírelo bien, Directora; primero a Pepito y después a la gorda esta…

Hubo unas primeras carcajadas reprimidas…

—¡Siéntate! —le ordenó un profesor.

Bini sintió miedo y ganas de orinarse, como ante la mano peluda, pero pudo más su rabia y desatendió la orden:

—¡Alabao, profe! ¿Me va a decir que este muchacho tan guapo le cayó encima a la gorda esta? Mírela profe, y usté también, mírela, tan mal hecha, tan desculá…

Los gritos de advertencia, llamados al orden, al respeto, a la moderación del vocabulario, de nada sirvieron para acallar el coro de abiertas carcajadas, ni el vozarrón de Bini, que ya se había envalentonado:

—… y mírenlo a él, mírenlo bien…

—Ella fue la que quiso violarme —se atrevió a gritar Pepito, entre numerosas voces de apoyo.

En medio del griterío y tumulto, la Gorda comprendió que Bini le había dado vuelta la asamblea, y a esas alturas perdería en cualquier votación. Prefirió fingirse ultrajada, echarse a llorar y retirarse de la reunión, que acabó por suspenderse. No hubo votación aquella tarde.

Pero la Gorda hizo grabar la asamblea, y al otro día, sus padres adjuntaron el casete a la denuncia presentada en la Oficina Jurídica del Ministerio de Educación.

La expulsada fue Bini. Se recomendó trasladarla a una escuela especial.

Ella no quería ir ya a ninguna escuela; pero en esos días no tenía adonde ir: había roto definitivamente con su madre, y en casa de la abuela estaba viviendo su padre con una mujer detestable. Se refugió en casa de su prima Chacha, atiborrada en esos días de familiares, venidos de Oriente. Bini tenía que dormir en el suelo, en un rincón, y la comida era escasa. Por no sufrir más la hostilidad de los dueños de casa, se dejó convencer por su padre de que debía seguir estudiando.

Pepe Jaén fue a verla a la nueva escuela, y le dejó caer su frente fraterna sobre un hombro. Ella lo abrazó con fuerza.

—Yo por ti hago lo que sea —le balbuceó él, al oído, a un volumen conspiratorio—. De ahora en adelante, eres más que mi hermana. Conmigo puedes contar, para siempre —y se besó los dedos en cruz—; por mi mamá que está muerta.

Bini lloró; y sintió que todo en la vida no era mierda; y que la amistad era el más noble de los sentimientos. Y por conservarlo siempre como amigo, desde ese día, se impuso no desear más a Pepito como amante.

Él permaneció en la misma escuela hasta el último grado y al cabo de algunos años, obtuvo en la Universidad el título de economista. Guardó por Bini un indeclinable sentimiento de gratitud. Jamás le falló como amigo. Y aunque fingía tolerarle su putería, sufría por ella, y soñaba en secreto con redimirla algún día.

Cuando Bini ingresó en «Mazorrita» acababa de cumplir 16 años.

Mazorra es el Hospital Psiquiátrico de La Habana.

La Escuela Especial «Carlos J. Finlay», no merecía en realidad ese mote, que las propias muchachas le pusieran.

Como centro para la rehabilitación de adolescentes con trastornos del comportamiento, tanto desde el punto de vista hospitalario como docente, era un modelo en América Latina. Desde luego, solían producirse situaciones de agresividad entre jóvenes muy difíciles, pero Mazorrita no fue nunca un manicomio infantil ni un antro carcelario para convertir a niñas díscolas en delincuentes aberradas, ni en prostitutas o drogadictas, como son casi todos sus símiles en el continente.

Pero Bini, también tuvo mala suerte en Mazorrita. Le cayó mal a Salfumán, jefa epónima de una pandilla interna.

Por fortuna, las salfumanas no se albergaban en el mismo sector que Bini; pero compartían, bajo severa vigilancia, el patio común y los almuerzos en el comedor.

Sus compañeras de dormitorio le advirtieron que debía extremar el cuidado durante las salidas al patio. Nada de distraerse cuando anduvieran cerca las salfu. No distraerse ni alejarse de las celadoras. En el comedor, mientras no se sentara cerca de ellas, no corría peligro.

Bini no hizo caso y a los pocos días tuvo un incidente con Salfumán en persona, que quiso sacarla de un murito donde ella se sentara a mirar un juego de volley. Salfumán pretendía que ese era su puesto y nadie podía ocuparlo. Bini le dio un empujón y se formó una trifulca, pero no pasó a mayores, gracias a las celadoras que intervinieron en el acto.

A los pocos días, Bini no pudo almorzar su potaje de chícharos que sabía un poco a quemado. Tenía hambre. Cogió entonces el panecillo que le sirvieran, y lo mordió con ganas. De inmediato notó algo duro y en eso se dio cuenta de que venía abierto a la mitad.

Y al abrirlo, ajjjj, ¡había mordido una cucaracha!

Adentro vio otras dos, muertas.

Bini contuvo el vómito y las ganas de llorar. El asco le produjo una leve disnea. Se le puso la piel de gallina. Sintió que se le endurecía la médula y que se quedaba tiesa, incapacitada para doblarse. Enseguida le sobrevino un dolor en el plexo que le paralizó la respiración unos instantes. Aquello solía ocurrirle cuando la atacaba el pánico.

De pronto, se oyó un grito y se vio a Bini abalanzarse hacia el carrito de la comida, contra una rubia muy menudita que distribuía los panecillos. Era una salfumana, ayudante de la sargento que servía. Apenas pesaría 50 kilos. Y antes de que ninguna celadora pudiera reaccionar, Bini la agarró con una mano del cuello, y le paso el otro brazo por entre las piernas. Y con la fuerza eléctrica del miedo y la histeria, la elevó hasta la altura de sus hombros y la zambulló de cabeza en el caldero de los chícharos.

A la muchacha le quedó el rostro desfigurado y Bini pasó seis meses en una correccional de menores. Desde entonces, nunca más pisó un aula.

Cuando salió de la correccional, un hermano de Mireya, la rubia quemada, intentó apuñalarla y Bini se salvó de milagro. Su padre, que entonces trabajaba en Oriente, se la llevó consigo y Bini vivió dos años en Baracoa. Allí se casó con un jovencito de su edad. A las dos semanas se entraron a golpes por primera vez y a los tres meses se les acabó el matrimonio.

Bini se deslumbró al poco tiempo con un santero cincuentón y se fue a vivir con él. A su lado se volvió religiosa. Pero el tipo era mandón y borracho y también terminaron fajados.

Por fin, cuando su padre fue trasladado de regreso a La Habana y se puso a vivir otra vez con su mujer insoportable, Bini comenzó a alojarse por temporadas en casa de su prima Chacha o de su abuela, según el subibaja de la temperatura familiar.

A los 19 años, comenzó a putear con un estilo muy poco profesional y a escondidas del padre, siempre tolerante e ingenuo, que seguía viéndola como una niña, y amándola con remordimientos por haberla abandonado cuando tenía cinco años.

Se lamentaba de que su hija hubiera pagado el alto precio de ocho años de orfandad, para que él se fuera a luchar contra el apartheid y la CIA en África; aunque a veces, su mala conciencia le recordaba que el paso al frente como soldado internacionalista fue en gran parte un escape; fue miedo a sí mismo; porque el día menos pensado iba a meterle un tiro entre los ojos a la gusana de la madre de Bini, convertida en ladilla doméstica. No se cansaba de formarle broncas, a veces tan absurdas, que lo condenaban a un tozudo mutismo; o que lo agotaban hasta darle la razón por cansancio; o que lo exasperaban y forzaban a marcharse dando un portazo, para refugiarse en el alcohol y rumiar venganzas.

La persona que más odiara a Bini, más aún que la gorda Carmita y que la rubia Mireya, era Rosa de la Caridad Menéndez y Padrón, alias Rosy Meneo.

Por línea paterna, Rosy era hija y nieta de comunistas de origen asturiano. Debía sus nombres a Rosa Luxemburgo y a la Virgen de la Caridad del Cobre, de quien era devota su madre, una negra de Contramaestre.

Nacida al igual que Bini en 1972, no conoció a su padre, que murió ese mismo año en una operación de guardafronteras, balaceado durante el raíd de una lancha artillada, procedente de Miami. Ni recordaba a su madre, que murió en el 77, víctima de una leucemia.

En realidad, Rosy fue inscrita legalmente, pero sus padres nunca consumaron el matrimonio. Fruto del amor efímero y los tiempos revueltos, se criaría con su familia negra en un solar de Santiago de Cuba. Ya a los once años, la niña ostentaba un cuerpazo. Y su fervor de precoz bailadora, le ganó el seudónimo de Rosy Meneo.

—Exagerada —pensaban algunas mujeres.

—Ta bien que lo mueva: pa eso es suyo, compay —decían los borrachitos, embobados con su culo en acción.

A los trece años, era de una belleza rotunda, agitanada, voz masculina, tiposa, altiva, y alcanzaba el metro setenta. A los trece años era también la capitana indiscutida de la indisciplina en su escuela secundaria.

Los demás, varones y hembras, le temían. Meneo no vacilaba en intimidar o golpear a quien no cumpliera sus órdenes.

De esa escuela, donde aterrorizó al alumnado durante casi dos años, fue expulsada por cortarle la cara a un muchacho que maltratara a una de sus secuaces.

Cumplió los quince años en La Habana, donde un chulito local le enseñó a putear, y le dio un mínimo técnico para el trato con turistas extranjeros. Pero apenas ella se ambientó un poco, pudo pagarse un cuarto, e hizo amistades en bares y hoteles, le formó un escándalo en público; y en secreto lo amenazó con que si le seguía jodiendo la vida lo iba a mandar matar. Ya ganaba lo suficiente para pagar quien lo hiciera.

Pero el chulo era tenaz y ella lo mandó matar.

A Bini también la iba a matar.

Klaus Werner, un alemán muy rico que visitaba Cuba por negocios, tras mostrarse muy enamorado de Meneo, quería llevársela a Stuttgart, comprarle un apartamento y ponerla al frente de una escuela de bailes tropicales. Meneo se forjó grandes ilusiones. Pero en su último viaje, Klaus no la llamó y comenzó a salir con Rita, una corista monumental, amiga de Bini, que por esos días participaba de un show en un cabaret de Guanabacoa.

En cuanto Meneo lo supo, se fue a Guanabacoa a buscarla, acompañada por dos mujeres y un hombre.

Rita se encontraba lista para iniciar su show, vestida de rumbera, en un barcito anexo a los camerinos.

Meneo se presentó como una amiga de la corista Rita y le señalaron una estrecha escalera de caracol, para que fuera a buscarla a los altos.

Ella quiso subir sola. En realidad no necesitaba ayuda de nadie. Los demás, no la acompañaban como escolta, sino como testigos del ejemplar escarmiento.

Sí, que todas las putas de La Habana supieran a qué atenerse si se metían con los clientes de Rosy Meneo.

Cuando accedió al descansillo del bar, vio ocupadas las tres únicas mesas. Se acercó a la más próxima, donde conversaban dos muchachas; una, vestida de rumbera.

—¿Dónde puedo ver a Rita?

—Soy yo —le dijo la rumbera.

Sin pedir permiso, Meneo arrimó una silla de otra mesa, se sentó junto a Rita, abrió su cartera y sacó una navaja.

—¿Tú no sabes quién soy yo, putica de mierda?

Rita y Bini la miraron aterrorizadas.

Con la navaja en la mano, se le arrimó bien cerca y le apoyó la punta sobre el ombligo desnudo, por debajo de la mesa.

—Si no quieres que te meta una puñalá y te raje las aletas de la crica, que no vas a poder templar más nunca, ahora mismo vas a bajar por esa escalera y vas a venir conmigo afuera, a explicarme en qué coño tú andas con Klaus Werner…

Meneo se levantó, tan dueña de la situación, que hasta guardó su navaja en el bolso. Rita también se levantó, hipnotizada por el susto, con ambas manos sobre el abdomen. Temblaba y lloraba.

Cuando Bini la vio obedecer y enfilar escaleras abajo seguida por la otra, se llenó de roña contra aquella abusadora. Desde atrás, la cogió por su cola de caballo, y se la enroscó con una vuelta en la muñeca.

A rodillazos y empujones, se la llevó por delante escaleras abajo. El firme agarre del pelo impedía a Meneo, más alta y fuerte, volverse e intentar movimientos de defensa.

Entre las tres, Rita adelante, que lloraba y chillaba; Meneo en el medio recibiendo golpes y halones de pelo, y Bini que le gritaba insultos, jueputa, maricona, quién pinga te has creído que eres pa venir a maltratar a mi amiga, y formaron tal barahúnda que cesó la música y los parroquianos se pusieron de pie.

Durante los treinta peldaños, Bini no dejó de darle rodillazos en la espalda y piñazos en la nuca. Y era imposible detener la pelea desde abajo, porque nadie más cabía en la estrecha escalera. Los de arriba, el camarero y algunos artistas, al ver tan bien defendida a su compañera, prefirieron acodarse en la barandilla y disfrutar de la bronca.

Inmovilizada por el doble agarre de la cola de caballo, Meneo no hacía más que jurar, te voy a matar, te voy a sacar los ojos, y Bini burlándose, uy uy uyyyy, qué miedo, y pim pum, rodillazo va, mordisco viene, y cuando aterrizaron en el piso del cabaret, Bini le enterró los dientes en el cráneo, y en los dedos, cuando Meneo intentara arañarla; y dos hombres no consiguieron separarlas. Los del bar llamaron de inmediato a una radiopatrulla.

Meneo cayó boca abajo, medio groggy ya, y Bini a horcajadas sobre su espalda. Sin soltarle la cola, cogida ahora con ambas manos, comenzó a apisonar las baldosas con la nariz de Meneo. Le sacudía la cabeza como a un pelele, y le llenó de sangre la cara, los pómulos, las mejillas.

Los tímidos jalones de los camareros no alcanzaban a despegarlas. Por no embadurnarse de sangre, todo el mundo le sacaba el cuerpo al molote. Al ver a Meneo en tan mal trance, una de sus amigas se abalanzó al cuello de Bini, pero otra rumbera que gritaba desaforada en el ring side, la derribó de una patada en un hombro, y el novio de la pateada más la segunda acompañante arremetieron contra la rumbera, pero por ella sacaron la cara dos clientes que inauguraron la segunda piñacera.

En eso, tras un intento por cogerse de la pata de una mesa, Meneo tumbó una botella, y un vidrio del culo se le enterró en un ojo.

Al llegar la radiopatrulla, dos policías cogieron a Bini por las axilas y la levantaron un poco, pero ella siguió prendida de la cola, y volvieron a caer las dos, y Bini otra vez machacándola contra el piso, y los policías forcejeando, y la otra trifulca andando pero no se disponía de personal que se ocupara de ellos, y Bini ahora mordía a Meneo en un oreja y tironeaba para arrancársela sin importarle los débiles puñetazos que Meneo le lanzaba hacia atrás. Un policía, al ver que Bini estaba a punto ya de arrancarle el lóbulo, pendiente de una tirita, cogió a Bini del pelo, le dio un fuerte halón hacia atrás, definitivo para que Meneo se quedara sin su lóbulo, y por la fuerza del envión, los dos policías y las dos mujeres se fueron hacia un lado, y hacia el otro, trastabillando hasta la frontera de la otra bronca, donde Bini les escupió el lóbulo, toma, coge ahí el pedazo de oreja, pa que mañana se lo pegues, y en el vaivén tumbaron otra mesa, hasta que por fin, enredados como una bola de culebras, salieron catapultados hacia el jardín de la entrada, con estruendo de vidrios rotos y destrozo de plantas ornamentales.

Los seguía un molote del público que no quería perderse el desenlace.

Bini no despertó de su saña hasta que uno de los policías dio dos tiros al aire.

Cuando la policía se las llevó, por separado, Rosy Meneo exhibía en la oreja un plastón de sangre y se tapaba el ojo muy dolorido, pero no cesaba de balbucear imprecaciones, pinga, deja que te coja, te via resingar la vida.

Los policías la llevaron al policlínico más cercano donde nada se podía hacer. La herida del ojo era grave.

A poco, se presentaron los aporreados testigos del ejemplar escarmiento que anunciara Meneo, y la encontraron llorando de dolor, derrotada, contusa, sucia, empapada en su sangre, con coágulos en la piel, en el pelo, sin vista ninguna en un ojo, sin un pedazo de oreja, sin honor.

Trasladada de urgencia al Hospital Oftalmológico «Pando Ferrer», fue intervenida de urgencia, pero ya nada se pudo hacer: la bella mulata perdió su ojo derecho.

Durante la convalecencia, Rosy Meneo pasó días amargos, rumiando venganzas. Bini había pisoteado su prestigio, lo único que tenía en la vida. La odió y comenzó a planear su muerte.

Hasta que desaparecieron las marcas de aquella paliza y le insertaron su prótesis de vidrio, no se atrevió a dar la cara en público. Como a los tres meses, de nuevo en la calle, divulgó por toda La Habana su sentencia de muerte contra Bini.

Pero quiso su mala suerte que en esos días capturasen al asesino del que fuera su chulampín. Y el tipo la delató. Confesó haber hecho la faena por 300 dólares.

Total, que Rosy no pudo consumar su venganza, entre otras razones, porque haber quedado reducida a la total indigencia.

La sentenciaron a ocho años de prisión.

Por su parte, Lázara Sabina López Angelbello, arrestada el día de la bronca y juzgada al poco tiempo, fue condenada a tres años de privación de libertad.

Tras varias semanas de apelación, el 9 de agosto de 1997, ingresó en Bello Amanecer, penitenciaría de mujeres, donde por buena conducta cumplió sólo catorce meses.

Alberto Ríos conoció a Bini en octubre del 98. Se la presentó Rita, la corista de la bronca en Guanabacoa.

Rita, que cursara toda su primaria y secundaria en una escuela de natación, era una excelente clavadista. Su nuevo amante brasileño, que le enseñara a surfear, quedó muy sorprendido de la extrema rapidez con que Rita aprendía. A las pocas semanas lo hacía mejor que él.

El brasileño cuarentón, teorizó sobre el dominio del cuerpo en suspensión que adquieren los clavadistas; y claro, combinado con la pericia rítmica que todo bailarín tiene en sus pies, lo de Rita era lógico…

—¿Y la juventud, qué? ¿No cuenta?

Rita consideraba que los hombres merecían maltrato. Eso los amarraba más. Y así adquiría ella cierta ilusión de autonomía.

A poco, durante un fin de semana en Varadero, Rita desafió a otro brasileño, ese sí, joven y buen surfista.

Marcaron dos boyas, convinieron cubrir la distancia de ida y vuelta, y los demás tripulantes del yate hicieron apuestas.

Rita ganó por amplio margen. El brasileño la bañó en champaña y le regaló 150 dólares, como comisión por sus propias ganancias en las apuestas.

Y por cálculos de alguien que cronometrara la regata, Rita supo que al desplazarse hacia el oeste, a pesar de la mar un poco picada, su vela desarrollaba una velocidad de 38 km. por hora.

Otro comentó que con viento Sur, a esa misma velocidad, en unas cuatro horas y media, habría podido desembarcar en los EE.UU.

Rita se propuso que cuando hubiera viento del Sur y ella tuviese una tabla y una vela a mano, no pararía hasta Miami.

Al tiempo, se enteró de que el año precedente, dos muchachos de Santa Fe habían atravesado las noventa millas del Canal de las Bahamas, hasta ser recogidos muy cerca de Key West por una lancha guardacostas de los EE.UU.

Y un día le propuso su plan a Bini, que se entusiasmó.

—Yo te voy a colar con mi gente en la Marina Hemingway, para que aprendas a surfear. Y cuando estés lista, esperamos un Sur y ran, pa la Florida.

Desde que Alberto Ríos conoció a Bini, se sintió muy atraído. Pero a ella no le gustó.

—Ay, chica, pero tienes que sobrellevarlo…

Alberto resultaba indispensable en el plan. Aparte de prestarle la tabla de surf y enseñarla a manejar su yate, le daba con gran liberalidad el timón de su propio carro, para que acabase de aprender.

—Lo que más le agradezco son las clases de choferismo; y también, que sólo tiempla una vez por día.

—Pero te lleva cómoda con los fulas, y no es mal parecido…

—A mí no me gusta; pero tú, tranquila; que yo me lo voy a fumar igual.

—¿Y qué es lo que no te gusta de él?

—Es demasiado burlón y hay veces que no lo entiendo. Y tiene cosas raras, como el gallo ese, tatuado…; pero lo peor son las medidas, vieja…

Rita se quedó mirándola, divertida.

—Se gasta un veinte extra largo, king size. Me hace doler…

En el surf, Bini no era tan diestra como Rita y no acababa de dominar la puñetera vela. Era más fácil manejar el yate y el carro… De pronto, se le ocurrió la gran idea. Un día en que Rita y ella estuvieran en el yate, podían ponerse de acuerdo, darle un trastazo a Alberto, amarrarlo bien, y poner proa al Norte.

Trato hecho; a disfrutar de la democracia y de los derechos humanos.

Un periodista extranjero y eventual cliente de Bini, muy preocupado por su falta de información, se dedicó a explicarle que en Cuba no había democracia ni derechos humanos como en Europa y los EE.UU.; y la prueba era lo que ella podía ver en las películas: refrigeradores llenos de comida, gente bien vestida, buenas casas, mujeres blancas y negras que manejaban carros lindos, y cada una con su tarjeta de crédito para comprar lo que se le diera la gana.

Sin embargo, a los pocos días, Bini conoció a Aldo Bianchi, que empezó a hablarle de matrimonio y de llevársela a vivir a Italia.

Ya su plan de piratearle el yate a Alberto no lucía tan bueno.

—Figúrate, Rita, por robarnos un yate con fuerza y llevarlo a la Yuma, si nos cogen, nos hacemos viejas en el tanque…

Y ya Bini sabía lo que era estar presa.

Además, Aldo venía todos los meses, le dejaba dinero, la trataba con esa formalidad…

Y al tercer viaje de Aldo, Bini eliminó a Alberto. No contestó a sus llamados ni a los reiterados mensajes que le enviara a casa de Chacha.

Aldo tenía muchas cosas buenas. Casi todo lo suyo era bueno. Lo único malo de Aldo era que vivía encaramado encima de ella. Era insaciable.

Y no era que a Bini no le gustara Aldo.

Lo que no le gustaba era la templadera de todos los días con el mismo tipo; y peor todavía si era muy repetidor, como Aldo.

Se aburría. Necesitaba cambiar.

Y si algún día se casaba con Aldo, y se iba a Italia, donde abundaban los hombres bonitos, le iba a ser muy difícil no ponerle un tarro.

Bini se reconocía un defecto: cuando se calentaba con un tipo, no podía vivir tranquila hasta echárselo. Y un día, casada o soltera, en Roma o en La Habana, también le pondría sus tarros a Aldo. ¿Qué haría él, cuando la descubriera?

Problema de Aldo.