Todas las unidades de policía de La Habana, elaboran un Parte Resumen con las nuevas incidencias delictivas a las que se da entrada cada día, y lo remiten a las oficinas del Departamento Técnico de Investigaciones. Los partes deben entregarse antes de las 09:00, y en general a las 4:00, el disco duro de la computadora central recibe la información, que se imprime en horas de la tarde y se divulga a la mañana siguiente.
En la mañana del 5 de agosto de 1999, la capitana que dirige el BICTAD (Bibliotecas, Información Científico-Técnica, Archivos y Divulgación) recibió el disquete que elaboran las recopiladoras y antes de pasarlo al disco duro, tecleó el programita APR. En la pantalla aparecieron los signos de admiración que indican alarma, junto al nombre de un delincuente, de un producto farmacéutico y de la marca de zapatos Florsheim. La capitana imprimió los tres partes, los elevó a la Superioridad, terminó de comer su bocadito y se encerró en el baño a fumar un cigarro prohibido.
Esa misma tarde, hacia las cuatro, Bastidas recibió un llamado del Hotel Comodoro. El oficial que atendía la seguridad, recordó unos zapatos en beige y blanco que llamaran su atención. Los había visto quizá un mes antes de que Bastidas le enviara el diseño. Los calzaba un turista al que no pudo identificar. Era sin duda un extranjero, alto, de pelo claro, pero no recordaba más detalles e ignoraba su nacionalidad. Por el tipo, podía ser español, italiano, o latinoamericano quizá.
Bastidas terminaba de colgar el teléfono cuando le entró otra llamada. Un ciudadano sueco, en la playa de Guanabo, acababa de denunciar el hurto de una cámara fotográfica, y un maletín que contenía sus documentos, pasajes, algún dinero, tarjetas de crédito, ropas y unos zapatos marca Florsheim, pero… «¡coño ’e su madre!», negros, de cuero liso.
Tiempo perdido.
Pero el diablo son las cosas…; y por increíble que parezca, ese mismo día Bastidas recibió un tercer llamado, a las 17:15, esta vez de la Coordinadora: un agente que prestaba servicio en el Cerro, había reconocido unos zapatos Florsheim de dos tonos, idénticos a los que él circulara poco antes en láminas coloreadas.
¿En el Cerro? ¡Increíble! Bastidas pensaba que los zapatos deambularían en algún momento por las inmediaciones de San Miguel del Padrón, donde se distribuyeran las láminas.
—Lo que pasa, capitán —explicaría el agente que detectó los zapatos—, es que hasta hace una semana yo pertenecía a San Miguel.
¡Providencial traslado al Cerro!
Calzaba los llamativos zapatos un tal Velasco, tabaquero jubilado de 68 años, sin antecedentes penales.
Bastidas resolvió interrogarlo, pero no se hizo ilusiones con lo que pudiera aportarle. Un ciudadano sin antecedentes penales, de esa edad, domiciliado en el Cerro, no suele andar robando carros a las dos de la mañana en el Calvario. De todos modos, por pura rutina, se comunicó con el Cerro, y esa misma noche fue a ver a Velasco en su domicilio de la calle Tulipán, acompañado de Pedrito y del policía que le tomara las señas en la unidad.
El hombre se mostró esquivo, asustado; lo normal, aun entre personas inteligentes, desarrolladas, cuando los visitaba un policía.
El tamaño, diseño y colores de los zapatos, correspondían a los del modelo circulado, de conformidad con los datos del catálogo FLORSHEIM.
Lo primero que hizo Bastidas fue escudriñar la curvatura del arco. Y allí se distinguía clarito el número 345 y las mismas letras. Como esa parte alta de la suela no entraba en contacto con superficies exteriores, los caracteres se mantenían legibles.
Sin ninguna duda, Bastidas tenía entre sus manos los zapatos que dejaran su huella junto al cadáver de Baltasar París. Bastidas buscó también en el tacón las letras remanentes de la marca FLORSHEIM; pero sólo se veía un relieve casi compacto, como si los caracteres se hubieran soldado. A simple vista resultaba ilegible.
Desde el accidente de Baltasar París, habían transcurrido sólo dieciocho días, y no parecía lógico que él no viera, lo que sí vieron los técnicos.
«Quizá lo vieron con lupa», pensó.
En todo caso, el 345 se veía claro, y los colores y factura coincidían con la descripción del LAB. De que estuvieron junto al cadáver no cabía duda. Pero ¿serían realmente los zapatos del homicida?
—¿Cuándo fue que usted los adquirió?
—Hace muy poco, capitán — y se puso el tabaco entre los dientes para contar con los dedos; —cosa de unos quince días.
Bastidas sacó la cuenta: esa noche era el 5 de agosto; de modo que si Velasco no mentía, habría adquirido los zapatos el 21 o 22 de julio; es decir, a los tres días del accidente.
Eso, si no mentía.
Bien: lo interrogaría a fondo.
—¿Y cómo los consiguió?
—Me los vendió un tipo, ahí…
—Ahí ¿dónde?
—Por el Vedado, creo que en 19 y E, o en la esquina de F, ya ni me acuerdo bien…
—¿Y cómo se llama el ciudadano?
—Ah, eso sí que no sé…
—¿Ni siquiera recuerda un apodo?
—No, capitán, esa fue la única vez que lo vi.
—¿Y cómo era su físico?
Velasco volvió a alzar la cabeza, para hacer memoria.
—Era un mulato claro, de unos cuarenta años…
—¿Y usted siempre es tan confiado con los que le ofrecen negocios en la calle?
—Es que los zapatos me volvieron loco, capitán, y el hombre parecía formal…
—¿No ha vuelto a verlo?
—No, capitán, nunca más…
—¿Y cuánto pagó por los zapatos?
Velasco comenzó a hacer girar entre sus dedos el mocho apagado del tabaco, y miró a Bastidas como avergonzado.
—Mil pesos.
«Baratos», pensó Bastidas. «Al cambio actual, comprados nuevos, valdrían unos veinticuatro mil pesos cubanos».
—¿Y cómo fue qué hizo el negocio?
—Nada, que yo andaba por el Vedado, y se me acercó el tipo ese. Yo de joven siempre gané buen dinero en mi oficio, y me gustaba presumir, ya usté sabe, y me daba por los zapatos de marca; y en esa época, los florichéin de dos tonos eran lo máximo, y han sido mi coco toda la vida. Y estos, figúrese, me caían del cielo. No los podía dejar escapar, capitán… ¿Dónde me empato hoy día con unos tacos así? Y se veían nuevecitos… Total, que me quedaron bien, se los compré y más na…
El tipo mentía y Bastidas no tenía ganas de perder tiempo.
Mientras organizaba la nueva andanada de preguntas, abrió su agenda e hizo unas anotaciones rápidas.
—Mire Velasco: yo no le creo que usted haya comprado esos zapatos de esa forma…
—Figúrese, capitán ¿y qué hago yo pa convencerlo?
—… ni creo que se haya gastado mil pesos así como así, sin conocer al tipo…
—Es que mil pesos no son más que cincuenta dólares, capitán…
Bastidas se quedó mirándolo y el hombre le sostuvo la mirada.
—Allá usted, Velasco. Yo sólo le advierto que estos zapatos están involucrados en una historia fea, y si usted no recuerda quién se los vendió, me veo forzado a sospechar que nos oculta algo grave…
—Por mi madre, capitán, es la pura verdad…
—… porque el que calzaba estos zapatos el 18 de julio, hace hoy 18 días, mató a una persona. Y si usted no nos prueba que para esa fecha, todavía no los había adquirido, me veré en la obligación de detenerlo por sospechas de homicidio.
—¡¡¡Cóoooomo!!! ¡Ah, no! Bueno… Espere… Si las cosas son así, mire…
Inspiró hondo y vació los pulmones con la vista fija en el piso. Decidido a confesar, no encontraba aún el modo de hacerlo.
—Si quiere saber la verdá, capitán, yo soy gallero…
«Coño, por eso no querías decirme de dónde sacaste los zapatos…»
—… y los zapatos los compré en una riña de gallos el domingo pasado. Es que para mí…
Bastidas, mediante un vistazo al pequeño almanaque de su agenda, comprobó que ese domingo era el 1§ de agosto.
—…, no sé como decirle, capitán…, pero…, vaya…, que los gallos son mi vida, lo que más me gusta en el mundo… Pero yo soy una persona decente, y revolucionario, y …
Y se puso a contarle que ya en 1958, él vendía bonos para el 26 de julio. Amenazaba con hacerle la historia del tabaco. Bastidas miró la hora y simuló un bostezo.
—Oiga: yo estoy aquí por los zapatos. Los gallos no me interesan.
El estímulo surtió efecto:
—Los compré en una valla de Guanabacoa.
Los llevaba un tal Mantecao, que se los vendió en mil pesos.
No, Velasco no podía informar dónde vivía; pero cerca de la Terminal de ómnibus, todo el mundo conocía a Mantecao.
Esa misma noche, por teléfono, Bastidas se comunicó con la estación de la PNR más cercana a la Terminal de ómnibus de Guanabacoa. Y corrió con suerte: allí conocían muy bien a Mantecao, un ex presidiario, ratero, cliente habitual de la unidad, que por casualidad se hallaba detenido desde esa mañana bajo sospechas de un hurto. Su verdadero nombre era Julio Valencia Romero.
El interrogatorio de Mantecao se efectuó a las 9 de la mañana del día siguiente, en la unidad de Guanabacoa.
Bastidas tuvo que oír cómo Mantecao se arrepentía de su pasado. Ahora, capitán, él se portaba bien, andaba buscando trabajo, aunque fuera con el gobierno.
—Los zapatos me los encontré en un basurero —y cabeceó, desconcertado—. Es que la gente está loca, capitán. Mire que botar unos zapatos tan finos, casi nuevos…
Tras oírlo mentir durante cinco minutos, Bastidas repitió el argumento de las sospechas de homicidio, y si Mantecao no demostraba que el 18 de julio aún no había entrado en posesión de los zapatos, se vería en tremendo lío.
—Y por homicidio, con los antecedentes que ya tú acumulas, son veinte años al segurete.
La mención a los veinte años también surtió su efecto.
—Eran de un tal Felo, un negro viejo que lustra zapatos en el Cotorro; pero eso fue después del 18 de julio.
Y por ensuciar un poco a Velasco, que lo echara p’alante, rectificó su declaración: la venta de los zapatos se había efectuado durante una riña adonde Velasco, con un gallo suyo, ganara una pila de pesos esa tarde.
—Y al verme puestos los florichéin, el viejo se enloqueció. Quedó privado. Te doy mil, me dijo, y después subió a mil quinientos y a dos mil. Y figúrese, capitán, uno está atrás, tiene compromisos con la familia, chamas chiquitos, y por dos mil baros, no digo yo los zapatos: hasta una pata me corto pa vendérsela.
Pedrito no pudo contenerse y soltó la risa.
En Guanabacoa se montaban y desarmaban vallas clandestinas en distintos lugares. Uno de los oficiales de la unidad, presente en el interrogatorio, indagó dónde montaban la valla esa, y Mantecao le recordó que él era ladrón pero no chivato. Y si contó lo de la valla fue para que se viera que el viejo Velasco no era ningún angelito.
—Y yo le advertí muy bien que los zapatos eran fachaos en el Cotorro; porque yo tendré mis problemas y eso, capitán, pero soy serio en los negocios; y no quería que Velasco se dejara ver con esos zapatos por el Cotorro, porque se los iban a quitar.
Bastidas supuso que eso no era cierto, sino ganas de Mantecao de echarle mierda encima a Velasco para hacerlo aparecer como receptador.
Ese misma mañana, a las once, Bastidas y Pedrito se estacionaban junto a la vivienda de Felo, en el Cotorro. Lo encontraron lustrando a un cliente en la puerta de su casa.
Felo explicó que además de lustrar en el sillón, él recibía también zapatos de algunos vecinos del barrio, que se los entregaban por la mañana para recogerlos por la tarde. Entonces, el siempre ponía los zapatos de encargo sobre la acera, alrededor de su tarima, para ir lustrándolos cuando no tenía clientes en el sillón.
Describió al ladrón con las mismas señas de Mantecao.
—Parqueó la bicicleta en el contén y se montó en el sillón a lustrarse; y cuando yo estaba casi terminando, el tipo hizo como que se sentía mal. Puso cara de pescao, con los ojos medio virados, y me dijo que sufría del corazón y que necesitaba un vaso de agua para tomar una pastilla. Y cuando yo entro a la casa para traerle el agua, el tipo hace así, ran, se coge todo los zapatos que ve a mano, monta en la bicicleta y sale echando.
—¿Y no podría recordar la fecha?
—¡Como no! Fue el 27 de julio, un día antes del cumpleaños de la hija mía… Y yo juntando centavos pa regalarle cualquier bobería. Figúrese qué salación…; y después, tener que decirle a los clientes que me robaron los zapatos d’ellos. Se me caía la cara de vergüenza. Y los que más me dolieron, fueron los florichéin del Colorado, una maravilla de zapatos. Figúrese usté que cuando yo era un muchacho, y un par de zapatos costaba cuatro pesos, los florichéin ya costaban como veinticinco o treinta.
El Colorao, cuarentipico largos, pelirrojo, que trabajaba en el giro gastronómico, tomó el robo con calma. Sabía que Felito era incapaz de hacerle una maraña.
—No hay lío, viejo —lo tranquilizó—. Más se perdió en la guerra, qué carajo…
Felito acompañó ese mediodía a los dos policías a ver al Colorao, que vivía a tres casas de la suya. Lo hallaron almorzando solo. Al mismo tiempo movía trebejos, ensimismado sobre un tablero. Calzaba chancletas y sólo vestía un short. El viernes era su día franco en el trabajo.
—No no, compañero, termine su almuerzo tranquilo; nosotros lo esperamos en el portal.
Los policías tomaron asiento en dos sillones de balance y enseguida, la mujer del colorado salió con sendos pocillos de café en una bandejita.
A los cinco minutos, ya cubierto con una camisa, se les sumó el Colorao.
Tras los agradecimientos y elogios al café, Bastidas inició el interrogatorio.
El Colorao reveló haber adquirido los zapatos la noche antes de llevárselos al lustrador.
—Ni tiempo tuve de usarlos.
—¿Y cómo los adquirió?
—Los cambié por unos mocasines italianos.
—¿A quién se los cambió, compañero?
—A Manolín, mi entrenador de ajedrez —y señaló con la nariz varios tableros con finales de Capablanca, que él mismo pintara en la pared.
El Colorao era experto regional y competía por el Municipio del Cotorro. Su entrenador tenía más rango: integraba la selección provincial de La Habana, y dos veces por semana, impartía clases a un grupito, en un club del Vedado.
—¿Y cómo fue que Manolín le cambió los zapatos?
—Bueno, parece que le apretaban un poco; y yo tenía unos mocasines 44 que me quedaban muy holgados… Para usarlos tenía que rellenarlos con algún trapo. Y el 26 de julio, como era feriado y tampoco trabajé ese día, Manolín me llamó aquí temprano, para ver si yo iba a estar en la casa. Y nada, que se me apeó con los florichéin a proponerme el cambio. Yo me los probé, me quedaron bien y acepté.
—¿Y usted tiene idea de cómo los consiguió él?
—Eso sí, no sé, capitán, pero él es un hombre serio…
—Sí sí, claro… ¿Y usted sabe dónde vive?
—Más o menos; pero yo siempre lo llamo a la relojería donde trabaja. ¿Hay algún problema con los zapatos?
—Sí, podría haberlo.
Bastidas mira la hora: es la una y diez…
—¿Usté cree que lo encontremos ahora en el trabajo?
—Figúrese, eso…
De la relojería, Manolín había salido temprano para hacer un trabajo a domicilio. Bastidas lo encontró a las cuatro en el club de ajedrez.
—Me los dio mi mamá.
—Sí, mi mamá… Y a ella se los regaló una jinetera.
Media hora más tarde, en su casa, Josefina Albarracín, o Fefita, mucama del Hotel Tritón, confirmaba el testimonio de su hijo:
—Sí, compañero, me los dio una…, como decirle…, una muchacha, de esas que acompañan a los turistas…
—Una jinetera, mami —la agitó Manolín.
—Bueno, sí…, lo que pasa, capitán, es que a mí no me gusta hablar mal de la gente, y menos si me han hecho un favor, pero…, sí…, es verdad, eso es lo que parecía…
—¿Y cómo qué fue que se los regaló?
—Me dijo que tuvo un mal sueño con esos zapatos… parece que ella respeta esas cosas y convenció al señor que andaba con ella de que los botara. Y como yo, sí, en eso no creo para nada…
—¿Y recuerda el nombre de la muchacha?
—En ese momento me lo dio, pero ya no me acuerdo. ¿Usted necesita que se lo averigüe?
—Si pudiera ser…
La mujer guardó silencio unos instantes, y luego miró de frente a Bastidas:
—Mire, capitán, lo que pasa es que con eso de los regalos que le hacen a una los turistas, hay que andar con cuidado, porque en ese hotel son muy exigentes. Y cuando la muchacha me dio los zapatos yo le dije que los iba a entregar en la Administración. Y díceme ella: «Ay, no chica, no seas boba, si los zapatos te gustan, quédate con ellos. Y si te hacen cualquier reclamo, ve a ver a Pepe Jaén que trabaja en la Administración, y es socio fuerte mío. Tú vas y le dices que te los regaló Fulana, y si desconfían de ti, que me llame y yo le digo cómo fue la cosa».
—Espere un momento —la interrumpió Pedrito, para dar vuelta al casete de la grabadora.
Bastidas frenó un impulso de regañar a Pedrito, que por su afán de grabarlo todo, interrumpía a la gente y les hacía perder inspiración.
—¿Y qué me puede decir del hombre que andaba con ella?
Fefita se frunció como para un esfuerzo intelectual:
—Sólo recuerdo un hombre, ya mayor…
—¿Mayor de cuánto?
—Cincuentipico.
—¿Recuerda la nacionalidad?
—No; lo vi sólo un par de veces y no lo oí hablar, pero por el tipo y las ropas era extranjero. Sólo recuerdo que era un hombre alto, bien plantado…
—¿Podría recordar las facciones como para un retrato hablado?
—No, eso sí que no: lo vi siempre de lejos. Lo que sí recuerdo es que usaba una barbita blanca de candado, y el pelo muy largo, también blanco. Ocuparon la habitación 322. De eso no me olvido, porque yo atiendo el tercer piso.
Bastidas y Pedrito entrecruzaron una mirada de esperanza.
—¿Y cuándo fue eso?
—Uyyy, eso sí que está difícil, hace ya unos cuantos días…
—Chica, eso fue el 25 de julio —la interrumpió Manolín—: Acuérdate que al otro día fue 26 y yo aproveché el feriado para ir al Cotorro a llevárselos al Colorado.
—Verdá, así mismo fue —cayó en cuenta Fefita.
Bastidas tomó nota y antes de despedirse, miró la hora. Eran las 17:20.
—Un último favor —dijo a Fefita—. Le ruego que llame al hotel y si ese compañero Jaén está ahí, pregúntele el nombre de la muchacha…
Fefita se levantó dio unos pasos y ya se disponía a discar, cuando Bastidas le advirtió:
—Llámelo como cosa suya, y a mí no me mencione…
Fefita asintió, discó los números y se quedó esperando.
—¿Norma? Habla Josefina, la camarera del tercero… Sí, chica, bien ¿y tú?… Nada, que me hace falta hablar con Pepe Jaén… Gracias, Norma.
Fefita tapó el micrófono y le susurró a Bastidas:
—Sí, dice que está en su despacho —y enseguida—. ¿Oigo? Sí, compañero, Fefita, y discúlpeme si lo saqué de… Fíjese, estoy tratando de localizar a una amiga suya que a veces va por el hotel… Sí, una mulatica alta, delgada, que se peina con una colita y trenza, como las bailarinas… No, lo que pasa es que ella me comentó que era amiga suya… ¿Cómo? No, ella me dio otro nombre, más corto… ¿Cómo?… Anjá, Bini, sí sí, ese mismo fue el nombre que me dio ella, pero no podía acordarme…
En eso, Fefa vio que Bastidas le pasaba un papelito donde escribiera: «Pídale la dirección».
—¿Y usted sabe dónde vive ella?… Anjá… anjá…
Bastidas se quedó esperando, con el bolígrafo listo para anotar la dirección, pero ella le hizo una seña negativa. El cogió entonces el tubo.
—Buenas noches, compañero —dijo Bastidas—. Le habla el capitán Ignacio Bastidas, del Ministerio del Interior…
Jaén no aceptó recibir a Bastidas en el hotel a las 18:30. Adujo tener a esa hora un compromiso ya establecido. Y le propuso verse a las ocho.
—Está bien, gracias, a las ocho paso por el hotel.
En cuanto Bastidas colgó, Jaén llamó por teléfono a Chacha, la prima de Bini. Tenía que localizarla de inmediato.
Aquel policía lo dejó preocupado. No por él, sino por Bini. A toda costa le avisaría que tenía la policía atrás. Pero al cabo de unos diez intentos al teléfono, reenganchó el tubo con furia. Tener que llamar a un 40 era una desgracia. Apenas discabas el cuatro, se te caía la llamada.
Decidió cortar por lo sano. Salió al parqueo del hotel, se encaramó en su moto y veinticinco minutos después se estacionaba en una calle de la Víbora.
Chacha le reveló que Bini andaba con un amigo por Pinar del Río.
—Salieron el viernes por la mañana y dijeron que no van a regresar hasta el domingo por la noche.
—¿Y no sabes a qué región fueron? Pinar es grande…
—A ella se le antojó montar a caballo y se iban pa Soroa, o pa Viñales.
—¿Y no te dijeron en qué hotel iban a estar? ¿Cómo se llama el tipo?
—Chico, pero… ¿y ese apuro tuyo? Tú no eres marido d’ella p’andar con tanta preguntadera…
—Ayúdame a localizarla, Chacha, que esto es urgente…
—Si no me dices de qué se trata…
—No debería decírtelo, pero vaya…, hace falta avisarle que un policía anda preguntando por ella…
—Ay, Pepe, por tu vida ¿se habrá metido en otro rollo?
Jaén consiguió averiguar que su acompañante de esos días se llamaba Aldo Bianchi, un argentino con mucha plata, que debía tenerla alojada en los mejores hoteles.
—Ya tú sabes lo que le gusta a mi primita.
De la entrevista con Fefita, Bastidas sacó en limpio que Bini era una mulata de pelo bueno, peinado como las bailarinas, alta, delgada, tiposa, cintura estrecha, bonita, sí, culito parao, buen busto, muy pizpireta y parlanchina. Fefita recordaba su voz muy ronca y que gritaba un poco al hablar.
Camino del Hotel Tritón, Bastidas y Pedrito discurren sobre lo averiguado:
—Lo que no me cuadra es que arrollaran al ciclista con un carro usado, soviético… Ningún extranjero monta en esa chatarra…, y menos si es robado.
—Y a mí, lo que no me cuadra es que una jinetera ande por ahí regalando zapatos de mil dólares el par, nada más que porque un espíritu se le presentó en un sueño a decirle que los bote…
—Ella no tiene por qué saber el precio, Pedro; pero él sí…
—A lo mejor el tipo también es creyente, capitán.
—Sí, verdá…
Y Bastidas prosiguió con un monólogo, sobre las cosas dignas de Ripley que suceden en Cuba, donde tras cuarenta años de socialismo y difusión del materialismo dialéctico, no sólo hay gente que adora deidades afrocubanas, sino que catequizan extranjeros, y los ponen a gastar fortunas en ritos de santería.
—Le ronca el mango.
No lejos del Tritón, exhausto y hambriento, Bastidas detuvo el carro frente a un timbiriche donde vendían pizza casera y bocaditos de jamón y queso.
—Apéate tú, chico —dijo Bastidas a Pedrito, y le pasó un billete de cincuenta pesos—. Cómprate lo que quieras y a mí tráeme una pizza y un refresco de cola.
Comenzaba a lloviznar. En la acera, varias personas se apretujaban bajo un techo de zinc, a la espera de que los sirvieran.
Bastidas calculó que Pedrito se demoraría varios minutos y consideró si debía permitirse un lingotazo de ron.
¿Causa?
Extremo cansancio tras una larga jornada que no ha terminado, y necesidad de lucidez para el interrogatorio al tal Jaén.
¿Honestamente?
Honestamente.
Okey.
Abrió su maletín, sacó una cantimplora y un vaso que llenó hasta el borde. Y de un solo viaje, sin respirar, con un pausado subibaja de la nuez, se echó a pechos las ocho onzas.
Cuando Bastidas bebía para vencer el cansancio, siempre lo hacía a la rusa. Según él, no existía marihuana, ni cocaína, ni nada que levantara tanto el ánimo como ocho onzas de ron tomadas da kantsá (hasta el final).
Las personas no habituadas, tenían que aprender a controlar la respiración, a beber con los músculos relajados. Con un estómago sano, el organismo se adaptaba rápido al impacto. Y acto seguido, la gloria: cuando el líquido bajaba hasta el fondo del estómago, uno levitaba de felicidad.
Bastidas repuso el vaso y la botella en su sitio y reclinó la cabeza.
La nuca comenzó a diluírsele sobre el plástico recalentado del asiento, convertido ahora en aromático y suave cuero de gamuza. Millones de burbujas, distribuidoras de euforia, estallaron en sus venas. Por la sangre robustecida, le circulaba ahora un cosquilleo.
Lástima que sólo durara unos pocos segundos.
Si Dios existiera y fuese, como decían, tan misericordioso, Bastidas le pediría tres horas diarias de aquel cosquilleo. Y no habría en el universo un ser más bienaventurado.
Al mirar hacia la acera, enfrente, vio a Pedrito con dos personas por delante en la cola del timbiriche.
Agotado el inefable cosquilleo, Bastidas dejó que el calorcillo gástrico producido por el ron, subiera hacia el pecho. Y como siempre, cuando llegó a la garganta, reprimió su deseo de dar brincos y bramar como un toro de la taigá.
Sonrió. Su cerebro de circunvoluciones remozadas y poblado de neuronas danzarinas, dio la bienvenida a los vapores que subían de la garganta.
Sí, sin escalas de la garganta al cerebro, según la anatomía de la euforia.
Cerró los ojos e inspiró a fondo.
Cuando volvió a abrirlos, estaba en paz consigo y con el mundo.
Listo.
Ya era un hombre optimista, enérgico y sereno. Y lo sería durante cincuenta minutos. Era lo que duraba el efecto del lingotazo. Y en cincuenta minutos, habría terminado su jornada y se iría a dormir.
Veinte años antes, como agente de la seguridad, Bastidas formó parte de una misión comercial cubana en Moscú, donde asistía por las tardes a un club de gimnasia a practicar karate. Y al mismo club moscovita, a la misma hora que él, acudía también un médico ruso, sexagenario, hombre fuerte y apuesto, segundo dan, que se movía con una energía y elasticidad increíble a sus años.
Y ese ruso, que resultó ser profesor de nutrición, le comentó una vez, que si alguien era capaz de empinarse todos los días, un único vaso de ocho onzas de vodka, ron, etc., da kantsá, haría algo muy favorable para su actividad intelectual y cardiovascular. Pero quien lo hiciera debía saber, eso sí, que corría el peligro de sucumbir a la euforia que provocaba ese trago, comparable al efecto de la cocaína u otras drogas duras. Los maravillosos efectos del primer vaso, pedían un segundo y un tercero…
—Por eso tenemos en la URSS tanto borracho crónico.
Bastidas comprobó que el médico no mentía: tanto le gustó aquella forma de beber que durante dos años, se transformó en una temible esponja; casi en un desecho humano.
Según la madre de sus hijos, aquel médico ruso era Satanás, infiltrado en la URSS.
Pepe Jaén los recibió a las ocho en su despacho del Tritón. Aparentaba unos 27 años. Era un mulato bien parecido que vestía una camisa elegante, a rayas rojas y blancas. Los recibió sin la habitual zozobra o fingida desenvoltura a que ya están acostumbrados los oficiales de la policía. Le describió a Bini con los mismos rasgos que Fefa, y dijo conocerla desde la secundaria donde fueran compañeros.
—¿Y usted sabía que anda jineteando?
—Sí, por supuesto, aquí mismo la he visto con tipos; y a veces hasta me los presenta…
A Bastidas lo sorprendió la desenvoltura con que un empleado de hotel hablaba de su relación con una jinetera. La colmó de abiertos elogios: una tipa de buenos sentimientos, amiga fiel, sincera, servicial. Se lamentó de que hubiese caído presa por una bronca callejera.
—En total cumplió un año y pico.
Según Pepe Jaén, era lamentable que hubiese escogido el camino de la prostitución, porque era una persona de buenos sentimientos, pero así era la vida…
El mulato parecía veraz. A Bastidas le cayó requetebién que no temiera evidenciar su indisimulada solidaridad con una jinetera. Eso siempre le puede salpicar mierda a un empleado de hoteles. Pero cuando Jaén ya se encauzaba por la peligrosa senda de las digresiones sobre el Período Especial, sus dificultades, la gente joven que se marea, el destino, la vida, etc., Bastidas lo cortó en seco:
—Y ahora nos haría falta que nos dijera quiénes ocuparon la habitación 322 durante los últimos diez días de julio.
—Por supuesto, enseguida —dijo Jaén—. ¿Qué datos le interesan?
—Sólo nombres y nacionalidades.
Jaén repitió el pedido por teléfono a una empleada de la recepción.
Mientras esperaban la información, Bastidas copió el planito que le hiciera Jaén para hallar el domicilio de una prima de Bini, en la Víbora. Era un lugar de escabroso acceso, en una calle que Jaén sabía encontrar, pero cuyo nombre ignoraba. Allí era donde Bini residía la mayor parte del año, cuando no andaba enredada con algún cliente.
El impreso sólo mencionaba cinco nombres entre los ocupantes de la habitación 322:
Julio 18/23: Luis Silva Pla y Marta Ruiz Soto, españoles.
Julio 24/26: Alberto Ríos, argentino.
Julio 27/31: Ingrid y Gisbert Punkenberg, alemanes.
A las 21:15, noche cerrada ya, entraron en las oficinas de Inmigración. Una joven teniente que tenía trabajo hasta tarde, se comprometió a esperarlos. Ella misma les informó que los españoles Luis Silva y Marta Ruiz, como también la pareja de los Punkenberg, abandonaron el país por IBERIA y AOM durante los primeros días de agosto. Alberto Ríos en cambio, era residente en Cuba, desde el año precedente.
Bastidas quiso ver la fotocopia del pasaporte argentino.
En cuanto la tuvo en sus manos sonrió y se la pasó a Pedrito.
En la foto se veía un viejo pepillón, bien parecido, que usaba barbita y melena blancas.
Bastidas pidió una fotocopia del expediente de Alberto y en cuanto la capitana se la trajo, se puso a subrayar lo que más le interesaba:
Pasaporte argentino No 3.675.165…
Lugar de nacimiento: Corral Quemado, provincia de Tucumán.
Fecha de nacimiento: 12 de junio de 1944.
Entrada en Cuba: 2 de junio de 1998.
Residente desde: el 18 de junio de 1998.
Categoría migratoria: Residente Temporal.
Ocupación: Inversionista y técnico de la firma TEXINAL.
Residencia en Cuba: Calle 206 N§ 20674, Atabey, C. Habana.
Teléfono en su domicilio: 24-4576.
Teléfono en sus oficinas: 24-5671.
A las 21:40, Alberto Ríos acababa de cenar en su casa y se disponía a ver el video de una película cuando sonó el teléfono.
—¿Olá?
—¿El señor Alberto?
Era una voz femenina, algo chillona.
—Sí, el mismo ¿quién habla?
—Me llamo Anita, soy una amiga de Bini…
—Ah, mucho gusto, ¿y qué es de la vida de esa ingrata que no me ha vuelto a llamar?
—Lo que pasa es que…
Y se cortó la comunicación.
Alberto golpeteó un poco en la horquilla del teléfono y por fin colgó. Ya volvería a llamar…
«Alguna putita, amiga de Bini».
Y determinó no activar el video hasta que la muchacha repitiese el llamado.
Del otro lado de la línea, la rubia con grados de teniente dirigió a Bastidas una mirada cómplice:
—Sí, capitán, conoce a Bini.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Que era una ingrata porque no lo llamaba.
A las 22:20 mientras su mujer ensayaba una sonata, Bastidas engullía un potaje de garbanzos, seguro ya de que Alberto Ríos era el propietario de los Florsheim que calzara la persona A, el día 18 de julio. Era muy probable que A y Alberto fueran la misma persona. Hacía falta saber ahora si las huellas B, de mujer, correspondían al pie de Bini.
Sonrió al pensar en la coincidencia de que A y B pudieran ser Alberto y Bini. Y al mismo tiempo, pensó en el absurdo de que un extranjero tan solvente como parecía ser Alberto Ríos, anduviera en un carro viejo, malo, y robado en el periférico reparto de El Calvario.