En cuanto terminó la lectura del informe, el Capitán Bastidas recibió un llamado de la Coordinadora.
—Sí…, sí…, anjá…, gracias.
Mientras oía, garabateaba algo en un papel que le pasó a Pedrito.
Apenas colgó el tubo se paró de un brinco.
—Llégate a la oficina y que circulen la matrícula de ese carro. Podría ser el que arrolló al ciclista.
En una estación de Policía, en la barriada del Calvario, alguien había denunciado a las 07:35 de esa mañana, el robo de un Moskvich Aleco.
—Coño, capitán, que guardia tan movida.
—Dale, vamos; y alégrate —comentó Bastidas.
Pedrito se quedó mirándolo sin saber de qué debía alegrarse.
Bastidas detestaba las guardias de domingos.
Era su día de familia y amistad, coño.
Era el día de sus tragos planificados.
En la azotea de su casa, 180 metros cuadrados, donde Bastidas techara toda una esquina, cabían mesas para cuarenta personas. Allí corría siempre una brisa fresca y se disponía de instalaciones para cocina y bar. Era el lugar de reunión con sus hijos, músicos ambos, que traían a sus novias. Allí acogía Bastidas a sus parientes, amigos, vecinos, y formaba fiesta casi todos los domingos.
Bastidas cantaba bien y se acompañaba con gracia en la guitarra. El piano de Beatriz, su mujer, y las tumbadoras de un vecino, aseguraban la descarga.
Algunos visitantes asiduos hacían su aporte en provisiones: una mano de plátano, una cabeza de puerco para la caldosa, una paleta de carnero, un saco de yuca, y rones varios, a veces de la chopin, o comprados de pipa, chispa ’e tren, saltapatrás, etc., a veinte pesos la botella, pero que igual elevan el espíritu y vigorizan la fraternidad.
El ron, la rumba, el culto de la amistad, la paz definitiva con sus hijos que durante años no le perdonaran el divorcio, era su único espacio de plenitud, complacencia consigo mismo y renovación de energías.
Los domingos también solía visitarlo su padre.
Pero era, sobre todo, el único día semanal en que se permitía beber ad libitum y sin remordimientos.
Años atrás, Bastidas era un alcohólico a la rusa, de los que empezaban a beber a las diez de la mañana. Por culpa del ron, debió abandonar su cargo en seguridad del Estado.
Durante tres años en que se sometiera a un tratamiento, se obligó a ingerir un fármaco vomitivo. Sabía que si lo combinaba con alcohol, le provocaría convulsiones y quizá la muerte. Los médicos le dijeron que cuando aguantara un par de años, el alcohol se le volvería primero indiferente, y al cabo, aborrecible.
No fue así. Cuando dejó de tomar el horrendo producto, volvió a sentir deseos de beber. Durante una década de abstinencia a pulso, todos los días deseó el alcohol. Hasta que un 1§ enero, no aguantó más. Determinó que si ya no podía darse un trago, mejor se daba un balazo.
E hizo un pacto consigo mismo, de hombre a hombre. Bebería con moderación, y sólo en ocasiones.
—Se jodió —dijeron sus amigos.
Todos lo pusieron en guardia. Su mujer se horrorizó. Un amigo médico trató de disuadirlo. El único que lo ayudó un poco fue el negro Azúa, un tipo medio brujo, que le apretó las manos, lo miró a los ojos y vaticinó que no iba a claudicar.
Así fue. Comenzó a beber, pero sólo en ocasiones que lo merecieran.
Y su mejor ocasión, era la de los domingos, en la azotea de su casa.
A veces se daba también uno o dos tragos fuera de programa. Como parte del pacto, para superar alguna ansiedad momentánea, cansancio, depresión, Bastidas se autorizaba un máximo de ocho onzas de bebidas destiladas, que podían beberse de a poco o de un solo viaje.
Y para sorpresa de todos los incrédulos, se controló. Ya llevaba ocho años sin fallar… Ah, pero los tragos del domingo en su casa, no podían faltarle. Eran su estabilizador semanal.
Lo más peligroso que podía ocurrirle, era la guardia dominical con poca o ninguna actividad; porque el deseo de los tragos que ese domingo no podía tomarse en su casa, potenciado por la frustración y el tedio, dejaba de ser un deseo y se convertía en un dolor. Todo su organismo se rebelaba y ponía en grave peligro el pacto.
Por suerte para Bastidas, los domingo eran días de tragedia, contravenciones y desorden; y rara vez le tocaba una guardia inactiva. Pero les temía.
En realidad, Bastidas se temía a sí mismo. A los 48 años, no iba a permitirse una recaída en el alcohol, que lo convirtiese en una piltrafa, candidato al suicidio.
—Sí, capitán, me lo robaron del carporche ese.
El denunciante era un gigante de casi dos metros y 280 libras, que se identificó como Lázaro López Carranza, mecánico de profesión, de 49 años.
El propietario del vehículo era un conocido pianista popular, amigo de Carranza desde niño. Y siempre que viajaba al exterior, le confiaba su carro para darle mantenimiento y efectuar algunas reparaciones necesarias. Por supuesto, el músico le concedía también autorización para usarlo.
El sábado, víspera del accidente, tras una disputa con su mujer, López Carranza resolvió dormir en casa de su madre, en El Calvario, de donde proyectaba salir al día siguiente a las 08:30 de la mañana.
—Iba a buscarme unos pesos con una familia que me pidió un viaje a Santa María del Mar, y figúrese, los dejé embarcaos.
Se trataba de una familia amiga, que alquilara una casa en la playa por quince días; y además, lo habían invitado a pasarse el domingo con ellos.
El pretendido carporche (barbarismo cubano por cochera), con su techito de hojalata oxidada y una reja de ni me mires, tal vez sirviera para proteger el carro del sol, pero no de los ladrones. Bastidas se dio cuenta de que el más torpe se la hubiera llevado de un soplido.
Según Carranza, cuando se fue a dormir, conectó primero la poderosa alarma del carro; pero, de manera inexplicable, los ladrones consiguieron desactivarla. Las dos mujeres que dormían en la casa, y los vecinos, aseguraron no haber oído la alarma, ni ruidos sospechosos.
—¿Y esa alarma nunca falla?
—Lo que es fallar, hasta ahora no ha fallado nunca —dijo Carranza pensativo—. Lo que pasa es que a veces no me acuerdo si la conecté o no…
—¿Y en este caso está seguro?
—La verdá, capitán —le sonrió avergonzado Carranza—, es que yo nunca estoy seguro de nada.
Bastidas asintió. Aquel argumento, dicho con tan llana franqueza, le resultó convincente. A él le ocurría lo mismo. A mediodía casi nunca sabía si había tomado sus pastillas hipotensoras; y a veces, al entrar a su despacho, no recordaba si había apagado el calentador del baño; y como su mujer salía a trabajar bien temprano, más de una vez regresó maldiciendo para evitar una posible catástrofe.
Tal como Bastidas previera, la búsqueda del Moskvich dio resultados casi inmediatos. Ni siquiera le cambiaron la matrícula. A las 08:40 fue ubicado en la barriada de San Miguel del Padrón, cerca de la Virgen del Camino.
A las 10:10, tras el examen de los neumáticos, y la evidencia de una contusión en el paragolpes y guardafango delanteros, el Cap. Bastidas sabía ya, sin duda posible, que aquel carro y no otro, había arrollado a Baltasar París.
Se comprobó que los victimarios del ciclista no dejaron huellas digitales ni de pisadas en su interior. Era evidente, además, que las borraron a propósito.
Para la rutina policial, el mecánico López Carranza era técnicamente sospechoso, y Bastidas debía indagarlo a fondo, pero su intuición le decía que el tipo estaba limpio.
Según su declaración, llegó a casa de su madre el sábado a eso de las 18:00. En el portal de unos vecinos, jugó dominó y se tomó unos tragos hasta eso de las 23:30 en que fue a acostarse; pero ni siquiera le servían de testigo su madre y una hija suya, allí presentes. Interrogadas por Bastidas, ambas atestiguaron haberse quedado dormidas antes de esa hora, mientras miraban la televisión. Y ninguna lo vio pasar hacia el cuartico del fondo, donde dijo haberse acostado.
Así, Carranza no tenía cómo probar que a la hora del accidente, se encontraba durmiendo en su casa. Lo de la alarma, tampoco resultaba convincente. Pero no existían pruebas para acusarlo de fingir el robo, ni motivos para sospechar de él como culpable del atropello al ciclista. Carecía de antecedentes penales, los informes del CDR eran excelentes: exhibía un pasado de mucha participación revolucionaria, miliciano, combatiente, internacionalista voluntario… Pero la razón que indujo al capitán Bastidas a casi exonerarlo de sospechas, fue el tamaño de sus pies: calzaba un 45 en zapatos de horma ancha, y en otros modelos, el 46; en tanto que la huella mayor encontrada junto al cadáver, era de un 42.
Pese al bloqueo que los EE.UU. han impuesto a Cuba y a las malas relaciones entre los dos gobiernos, los principales institutos de criminalística en ambos países, mantienen una colaboración amistosa.
El poderoso Federal Lab de Washington, D. C., adjunto al FBI, que asesora la actividad en todos los laboratorios de la Unión, ha contribuido desde hace varias décadas con el LCC (Laboratorio Central de Criminalística) en La Habana; y viceversa. Gracias a este vínculo, algunos falsificadores de dólares, y distintos prófugos, criminales, estafadores, narcotraficantes norteamericanos, han sido capturados en Cuba.
Los exámenes del cadáver y la bicicleta, efectuados en el LCC, no ofrecieron pistas sobre los victimarios de Baltasar París.
Sin embargo, cuando se detectaron las pisadas cercanas al cadáver de Baltasar París, un especialista en fotografía judicial captó, dentro de las huellas A, dos inscripciones interesantes. La primera, en un tacón derecho. Eran unas letras borrosas enmarcadas por un rectángulo donde la ampliación permitía leer algo que podía ser:
TM — — — — — — — OES;
La parte central era una masa compacta, ilegible. Las dos primeras letras se prestaban a confusión: podían ser TM, TH, IH o IM. El barro demasiado blando no permitió una impresión nítida. La segunda inscripción era más valiosa. Correspondía también a una pisada derecha, pero sobre un fango más firme y liso, que no resultó aplastado por el tacón. En este caso, era una inscripción en relieve, impresa en la suela dura que forma la curvatura bajo el arco del pie, y con toda nitidez podía leerse: Bg & Wh 345/95.
Los especialistas cubanos, tras revisar sus catálogos de zapatos, supusieron que el primer texto impreso, quizá correspondiera a THE FLORSHEIM SHOES, inscripción que lleva en el tacón todo el calzado de esa marca.
El 20 de julio, los técnicos en trazología enviaron por INTERNET al Federal Lab los dos textos, con una minuciosa descripción. Sus colegas especializados en huellas de pies y calzado, que acopian los catálogos anuales de toda la producción norteamericana de zapatos, respondieron por fax el día 23. Confirmaban que las letras del recuadro eran parte de THE FLORSHEIM SHOES. Y entre los repertorios almacenados en las computadoras del Lab, el número 345 correspondía a un modelo ofrecido al mercado durante la temporada veraniega del 97. Era un diseño de dos tonos, con talón y punteras de ala, en cabritilla de un color castaño muy claro, casi beige; y la parte en blanco lo formaba una malla de piel de cordero trenzada. Añadieron un dibujo, donde se veía el diseño y la distribución de los huequitos sobre las dos porciones de color beige.
Era una novedad que sólo se fabricaba por encargo, destinada a personas ancianas de pieles débiles. «De pieles débiles y poderosos bolsillos», comentaba el colega del Lab. En efecto, según figuraba en un catálogo reciente de la firma FLORSHEIM, se ofrecían al precio de 1 200 dólares el par. Y adjuntaban el dato de que la parte en blanco correspondía a un tono WMH-1009 y el carmelita de las punteras y el talón, a un BBC-3261. (Así figuran clasificados ambos colores en la World Colour Convention de sus computadoras, que registra 16 millones de tonos).
No sólo debía descartarse como sospechoso a López Carranza, por su pata fenomenal; sino también a casi todos los cubanos del Período Especial. Por generalizada modestia económica, era difícil imaginarse que alguien calzara zapatos de tan alto precio. Y más absurdo, era imaginarse que alguien capaz de costeárselos, anduviera por ahí robando carros.
—Esto empieza mal —pensó Bastidas malhumorado.
El ladrón del carro debía de ser algún delincuente cubano muy incoherente en la gama de sus fechorías. Y como no era posible que alguien se moviera por propia voluntad, dentro de los zapatos más caros del mundo y en un carro ruso de segunda mano y deplorable calidad, Bastidas conjeturó que el ladrón del carro y victimario del ciclista, no sabía lo que llevaba en los pies. No sólo calzaba zapatos de millonario. Caminaba sobre una bomba de tiempo, porque por esos zapatos, Bastidas lo agarraría en pocos días. Eso era seguro.
Y esa misma tarde, Bastidas tomó la iniciativa de circular, entre los oficiales responsables de la seguridad en 67 hoteles habaneros, la siguiente nota:
«Informar de inmediato a Homicidios, IBL 341, la presencia de zapatos para hombre de dos tonos, blanco y carmelita muy claro, casi beige».
Ordenó también a su ayudante, pedir a la Coordinadora que incluyeran el término Florsheim en la Alarma del Parte Resumen.
—Y la nota para los hoteles, envíala también a las estaciones más cercanas…
En eso se interrumpió y permaneció unos segundos pensativo mordisqueando un lápiz.
—Pídeme un turno con los gráficos —ordenó por fin a Pedrito.
Esa misma tarde se reunió con una dibujante narizona, buena amiga suya, que se comprometió a alistarle un dibujo en colores que respondiera al bosquejo enviado por la gente del LAB. Pero por consejo de Pedrito, pidió a la dibujante, con especial énfasis, que procurara dar con el tono exacto de beige muy claro, de la puntera y el talón, y le pasó el número de referencia cromática tomado de la WORLD COLOUR CONVENTION.
Según Pedrito le confesara, a él también lo deslumbraban los zapatos de dos tonos, al punto de mandarse hacer recientemente un par. Y sabía que cuando los artesanos cubanos fabricaban a pedido zapatos de dos tonos, usaban siempre un carmelita oscuro. No dudaba de que aquel beige llamaría la atención en cualquier barrio de La Habana.
El 24 de julio, doce copias fotográficas del diseño en colores de los Florsheim, fueron entregadas en las estaciones de policía más cercanas al punto donde localizaran el Moskvich robado; y otras tantas se distribuyeron a los encargados de la seguridad en hoteles.
Según el razonamiento de Bastidas, el ladrón del vehículo y victimario de Baltasar París, era un crápula sin cerebro.
—Juégatela que si abandonó el carro en ese punto, es porque no vive lejos de allí.
Bastidas daba por descontado que en San Miguel del Padrón y repartos aledaños, habría suficientes admiradores de los zapatos de dos tonos, para que unos Florsheim de 1200 dólares no pasaran inadvertidos. Y con toda probabilidad, la policía no sería ajena a la admiración que despertarían.
Los Florsheim de dos tonos (rebautizados en Cuba como florichéin), no sólo gustaban a ancianos con pies delicados y a millonarios de buen gusto. Por su alto precio, fueron también una moda entre gángsters de películas gringas, imitados luego por guapos y delincuentes cubanos de los años cincuenta.