3. SIN AGUAJE

Alberto Ríos desciende sobre el silencio de los atrios. Los dedos vibrátiles de las madréporas, lo invitan a internarse en fastuosas mansiones biológicas, hijas de la marea y los siglos. Alberto alumbra unos corales orejones de ramaje amarillo y gigantescas hojas verdes, y sigue, cabeza abajo, hacia la selva nocturna de los pólipos.

Es la hora en que el coral termina de alimentarse. Las colonias se recogen a descansar y digerir, en sus inmuebles de piedra y agua, a la espera del próximo descenso de las sombras.

Con suaves impulsos de sus patas de rana, avanza ahora entre astas de venado, cornamentas laberínticas de la jungla coralina; y se desliza sobre un talud de cilindros violáceos, que figuran estremecidos mantos, como si un viento soplara por encima.

Alberto recuerda las alfombras mágicas de algunas calles, en Buenos Aires, cuando se desflora el jacarandá. Y vienen rosas de piedra, labradas en oro, y camafeos, medallones discoidales en verde y gris, que evocan el jade; y Muñoz trata de capturar un carajuelo, pez de lomo rojo erizado de espinas, muy seguro de sí hasta la boca de su cueva, desde donde te enfila sin miedo sus vigilantes ojos circulares, listo para desaparecer en su laberinto. Y en eso, irrumpe el primer plano de un candil, también rojo y brillante; y detrás, desconocidas criaturas ondulantes: y Alberto filma una vaqueta, cabeza amarilla, aletas negras, cresta azul, vedette presumida de airoso nadar; y luego una chivirica, que ladea su aplanado cuerpo negro para mirarte de soslayo; y la horrenda barracuda, que los cubanos llaman picúa, voraz y pendenciera, que no cesa de mover y exhibir su afilada dentadura, ni de enseñar sus dientes; pero Muñoz le ha enseñado que el nadador no debe retirarse, porque entonces se enardece y puede atacar; y también captan imágenes del amable tiburón gata, que se la pasa acostado sobre las blancas arenas del fondo, pez sociable, acogedor, que al recibir visitas humanas, interrumpe su ocio y comienza a corretear, a «nadatear» alrededor, con esquives y piruetas, y se alborota para que lo persigan, o a jugar a las escondidas dentro de las cavernas abisales; y de otro lado pasa, majestuosa, la lúcida mancha azul de un centenar de barberos, con sus colas transparentes, armadas de filosas navajas; y un loro, de vientre rojo y aletas verdes; y un pez trompeta, tieso como soldado de ceremonias, inmóvil durante largo rato, en postura casi vertical; y un puerco espín, irritado ante la poderosa linterna con que lo deslumbra Muñoz, se infla amenazante; y filman también gorgonias danzarinas, de córnea urdimbre, en abanicos de un gris malva, que hace millones de años se acompasan con el vaivén de las submarinas aguas; y medusas emergentes, más claras que la claridad del mar amanecido, grandes hongos de jalea; o en forma de vejigas, ópalo y turquesa, que en Cuba se llaman aguas malas; o el mimético lenguado, cuyo cuerpo chato adopta las formas anfractuosas del suelo arrecifal, y puesto que se desplaza sobre un solo lado, sus dos ojos aparecen en el opuesto; y la mancha de sardinas, que nadan casi a flor de agua y forman un gran hervidero. Y las gaviotas que revolotean al acecho, las detectan enseguida, se lanzan en picada y las engullen.

Y Alberto Ríos sonríe complacido.

El no es ningún boludo, como las sardinas, que se regalan a sus enemigos. El vive en La Habana, sin formar hervideros ni aguajes. Tiene un new look que lo hace irreconocible. Tiene un nuevo nombre y papeles fraguados, pero impecables. Es un residente extranjero en regla, con una sólida cuenta bancaria, dedicado a un negocio rentable y honesto. A ninguno de los que quieren asesinarlo, se le ocurriría buscarlo en Cuba.