Lo condujeron primero a una oficina, donde le hicieron llenar unos formularios y le dieron una tarjeta amarilla. De allí, se lo llevaron a pie hasta un edificio cercano, para recoger sus «provisiones»: pantalón y chamarreta grises; una sábana, media pastilla de jabón de lavar ropa y una cuchara.
Lo sorprendió que le dejaran sus propios zapatos con los cordones. En las cárceles que él conocía, a nadie le dejaban sus cordones.
Al salir, un guardia lo escoltó, también a pie, hasta el Edificio 2. Era un joven de aspecto sonriente. Durante el trayecto, le anticipó que lo colocarían en una celda ya ocupada por tres reclusos que penaban por delitos de tránsito.
—Seguro que Mariano te pone con los tránsitos. Allí vas a estar cómodo.
El Mayor Mariano Robles Marín, especialista de muchos años en reclusos extranjeros, era el jefe del ala sur, en el piso cuarto del Edificio 2. Alberto fue cordialmente recibido en su despacho, donde se dejó aleccionar sobre el funcionamiento del ala sur, que sólo albergaba a extranjeros.
—Dentro de lo que cabe en una prisión, son gente tranquila.
Los muy agresivos, extranjeros o no extranjeros, permanecían en celdas individuales del Pabellón Disciplinario.
Entre la gente tratable entre comillas del ala sur, figuraban diecisiete asesinos, algunos muy neuróticos, fugados de los EE.UU., México, el Caribe, con los que debía guardarse cierta distancia, pero no podían considerarse peligrosos…
Alberto le refirió su interés por escribir un libro, y cuánto lo ayudaría el poder ocupar una celda individual. En fin, él tenía recursos, su cónsul, sus socios de la firma podrían ayudarlo, e incluso ayudar al penal, si hacían falta algunas cosas…
—Mire, Alberto —le aclaró Mariano, sonriendo—. Si usted quiere una celda individual, yo se la doy, porque ahora mismo hay tres disponibles. No tiene que ofrecernos nada. Debo advertirle que al penal le hacen falta muchas cosas: a veces escasea la ropa, el jabón, el papel higiénico, y cualquier ayuda sería bienvenida. Pero aquí tenemos prohibido aceptar donaciones de los reclusos. Una bobería, pero es así. De todas maneras, los extranjeros pueden recibir aquí todo lo que deseen para su uso personal; y en el caso de los delitos involuntarios, como el suyo, va a recibir de mi parte y de todo el personal del piso, la mayor colaboración posible. Díganos sólo qué cosas le hacen falta…
—Bueno, Mayor, libros, papel, utensilios de escritura, mi computadora portátil, y si fuera posible, una dieta vegetariana, algunas bebidas…
—¿Alcohólicas? —preguntó Mariano.
—¿Sería posible, mayor? —aventuró Alberto, que hasta ese momento sólo pensaba en refrescos, café, etc.
—El alcohol está prohibido, pero en celdas individuales, con gente civilizada, que no se emborrache de forma notoria, ni comparta con los demás reclusos, siempre pueden hacerse excepciones…
Desde ese primer encuentro, Alberto sacó a plaza sus mejores artes de seducción.
De entrada, no supo si aquel amable carcelero, era un gil de mierda al que podía meterse en el bolsillo, o un bandido sobornable que sabía hacer su juego.
Su primera impresión apuntaba más bien a un gil. Ya se vería. Tiempo al tiempo.
Sobre el propio buró de Mariano, Alberto redactó una lista de sus necesidades. La administración del penal se comprometió a enviar un fax a la firma TEXINAL. Alberto pedía a sus asociados, sobre todo, libros de su biblioteca, un termo, café, té, y un surtido de whiskys de los que tenía en su casa. También les sugería que se hicieran acompañar del cónsul argentino. Los diplomáticos podían visitar a sus compatriotas reclusos, toda vez que lo desearan.
Estupenda acogida.
La celda individual que le asignó Mariano, de nueve metros cuadrados, quedaba en el extremo opuesto a la puerta de acceso al pasillo, en la zona más silenciosa del ala sur.
Al comprobar que los pies le sobresalían unos diez centímetros de la cama, Alberto no pudo evitar una reflexión sobre lo incómodo que estaría Gardelón. La ducha y el retrete no eran más que simples agujeros en el piso y techo.
No existía lavabo ni agua corriente.
El propio Mariano, que lo acompañara hasta la celda, le dio algunos consejos para que todo le fuera más fácil.
El agua era uno de los problemas en el Combinado. La ducha salía de un tubo mocho de plomo, y funcionaba sólo durante diez minutos entre las 18 y 18:10.
—Añada al pedido unos cubos de plástico; que le traigan cinco o seis, para que pueda acopiar bastante agua.
Mientras tanto, para los próximos días, Mariano le prestaría unas botellas de Tropicola familiar. Así iría remediándose.
Al quedarse solo, se le repitió una fría sensación de irrealidad.
Sí, estaba preso y aquella era su celda.
Y todo tan precipitado… Una andanada de sorpresas en pocas horas: disgustos, rabias, miedos, orden de captura, el cinismo de Bini y Jaén, la Fiscalía, las esposas. Y de pronto ¿qué hacía él esposado, junto a dos patibularios en un camión? Y pensar que ese mismo día, hasta las once de la mañana, era un hombre libre, que leía bajo una sombrilla y tomaba notas para un ensayo, junto a la piscina del Hotel Copacabana.
«A llorar atrás del biombo»; y con las manos en la cintura, empezó a planear cómo organizar mejor aquel espacio, cuando le trajeran todo lo que encargara.
Como todos los «provis», Alberto había suscitado alguna curiosidad; pero cuando se supo que era otro tránsito, la mayoría perdió interés.
El ambiente del Ala Sur, no parecía de una cárcel. Por lo menos, no de las que él conocía. Que él supiera, en ninguna parte del mundo, guardaban por separado a los presos extranjeros. Y claro, la ausencia del hampa nacional, y de criminales agresivos, permitía un régimen de gran benignidad.
La primera sorpresa, fue el trato de los carceleros, en general amistoso y hasta festivo; y no sólo con él, sino con la mayoría de los casi 200 extranjeros reclusos en el ala sur.
Sin embargo, cuando los sacaron al patio, se les reunieron unos 300 cubanos, delincuentes comunes, alojados en el Ala Norte del cuarto piso, en su mismo edificio.
Aquello no le gustó nada.
Uno de los guardias le esclareció que los comunes alternaban con los extranjeros no sólo en el patio, sino también en el área de participación del cuarto piso, donde veían TV y tenían diversos entretenimientos. Y las sanciones eran severas para el que agrediese a un extranjero. Los cubanos temían a Mariano, que se volvía una fiera cuando tocaban a los suyos.
En el patio disponían de un frontón y de instalaciones para soft ball, volley y basket.
Interesado por los deportes, Alberto indagó si habría problema en que él se acercara a verlos en sus juegos.
El guardia dudó en responderle.
—Te van a pedir cigarros, fulas… Pueden tratar de asustarte; pero si tú no les tienes miedo, te dejan tranquilo.
—Como los perros —redondeó la idea Alberto—; que si te huelen el miedo, enseguida saltan a morderte.
—Así mismo es —prosiguió el guardia—: Pero si tú quieres practicar hand ball, la cosa puede coordinarse con Mariano.
Aquella era una noticia estimulante… Practicar hand ball o squash sería una maravilla. Lo mantendría en forma. Y preveía que hacer gimnasia en su celda pequeñita, sería muy engorroso.
—Si quieres, yo mismo le hablo —ofreció el muchacho, un negro muy espigado, de unos treinta años, que por lo musculoso y atlético, impresionaba como karateca.
—Sí, te lo voy a agradecer…
—¡Che, Garufa! —oyó de pronto.
Alberto giró y se llevó una mano a los ojos, como visera. A unos veinte metros divisó a Gardelón.
—¡Ah! ¿Ya conoces a Epilepsia? —se sorprendió el custodio.
—Nos trajeron en el mismo camión.
Al verlo acercarse decidido, Alberto le tendió una mano y se dieron un apretón.
—Pero qué alegrón, che… ¿Así que a vos también te guardaron en el Edificio 2?
—Y en la celda 1414…
—¿De veras, Gardelón? Así que sos el Penado 1414, jaaaa, ja, ja…
—Quevachaché, Garufa…
Siguieron bromeando en lunfardo tanguero.
Gardelón mostraba una convincente alegría por el reencuentro. Le palmeó los hombros como a un viejo amigo. Desde que se acercara, ignoró al guardia, que permaneció junto a Alberto. El viejo les sacaba la cabeza a los dos.
—Vení, así conocés a los chochamus, los socios míos —le propuso, por fin.
Alberto miró de reojo al custodio, que le hizo una imperceptible seña aprobatoria.
Un cuarto de hora más tarde, tras haberse lucido con sus compinches hablando en lunfardo argentino, Gardelón resolvió decidió homenajear a su nuevo amigo y le ofreció un tango.
—¿Cual querés que te cante? ¿Te gusta Garufa, por ejemplo?
—No, cantáme El penado catorce.
Los «socios» de Gardelón eran Nitrato y el Ruso, dos condenados a treinta años. Al rato se sumó el Guajiro, un mulato impresionante, con una cicatriz gorda y roja que le atravesaba la cara al sesgo, desde la frente izquierda a la mandíbula derecha.
«La gran puta: un machetazo así, tuvo que dárselo un zurdo…»
Partida una ceja a la mitad, destrozado el ojo y la nariz, al hablar hacía unas muecas de espanto.
«Parece Frankenstein, forcejeando pa cagar».
De los cuatro, sólo Gardelón pasaba de los cuarenta. Y se veía que ahí todo el mundo lo respetaba.
Al ver a Alberto en aquella compañía, los demás presos comenzaron a mirar de soslayo, pero guardaron una respetuosa distancia. Alberto percibió la evidente curiosidad que despertara el desenfado de Gardelón con él. Sin duda, todos se preguntaban quién sería el Nuevo.
Por la tarde, ya en el ala sur, Alberto se enteró de que el Ruso era un mandante de los más duros. Nitrato y el Guajiro eran sus lugartenientes, y Epilepsia una especie de consigliori, al que el Ruso consideraba su padre.
Se enteró también de que Epilepsia, tras haber pagado una condena a treinta años, reducida a veintidós, vivió en libertad sólo unos pocos días: los suficientes para cobrarse un tarro que le pusiera otro preso al salir, su compañero de años.
Epilepsia había anunciado su venganza y regreso en breve. Lo informó incluso a las autoridades del penal. No se iba a demorar nada. Había pedido que le guardaran su misma cama en la galera del Ruso. Antes de irse, le confió a Nitrato sus pertenencias, menos el cepillo de dientes. No eran muchas sus pertenencias: dos cancioneros de tangos, un afiche de Carlos Gardel y el cuadrito sin vidrio de la Pura. Al dorso, con una letra infantil, Gardelón había escrito: «Mi santa madre en 1933».
El cepillo de dientes se lo había confiado al Guajiro, que nunca se lavaba los suyos. Así no se lo usaba.