20. VIUDA ALEGRE

Diez de la noche.

Cien metros antes de su destino, el pasajero dice:

—Déjeme aquí —y desde el asiento de atrás pasa un billete.

El taxista lo coge y cuando enciende la luz, ya el pasajero se ha apeado.

El taxímetro marca 8.40 y le han dejado diez dólares.

El chofer no tiene tiempo de agradecer la generosa propina. Sólo alcanza a ver al cliente que se aleja hacia atrás.

Por el acento, parecía argentino.

—¿Aquí vive Baltasar París?

—Vivía… Falleció hace unos días.

—Ah, perdone, señora… Cuanto lo siento…

—¿En qué puedo servirle?

La mujer lo escruta, temerosa, sin abrir del todo la puerta…

—Mire: yo vengo de la Argentina, y me encargaron entregar esto para él. ¿Se lo puedo dejar a usted?

Es un hombre alto, gordo, con un bigote blanco. Usa gafas oscuras y una gorra vasca.

La mujer coge, con cierta indecisión, el abultado sobre de manila.

—¿Y de parte de quién…?

—De Julio Rodríguez, un argentino que se hizo amigo de él cuando estuvo de paseo por aquí; y ahí le manda alguna zoncera, creo que un regalito para las hijas… Eso fue lo que me dijo.

—Bueno…, muchas gracias, señor, pero pase… —y abre la puerta de par en par.

—Le agradezco señora, pero otra vez será. Llegué muy cansado del viaje y todavía me quedan algunos encargos que entregar. Siento lo ocurrido. Adiós…

El hombre se toca la punta de la gorra y se aleja sin más. Ella lo ve bajar de prisa los peldaños. Con insólita prisa, para su gordura y edad.

Al salir a la calle, el hombre camina unos metros hasta la esquina; dobla en ella, continúa por la misma acera hasta la otra esquina; doblar por segunda vez y monta en un carro que lo espera con el motor encendido.

—¿Todo bien? —le pregunta una mujer, sentada al timón.

—Con tantas precauciones, esto no podía salir mal, Aurelia. Dale, vámonos rápido.

Ya el vehículo se ha alejado unas tres cuadras, y la viuda de París no acaba de abrir el paquete. Le pusieron tantos sobres, uno dentro de otro, con varias capas de cinta pegante, que se le dificulta abrirlo. Piensa en alguna broma de mal gusto.

Por fin, el último sobre contiene unos billetes.

¡Dólares!

¡Billetes de cien!

Doscientos billetes de cien.

La viuda comprende.

Aquello no viene de ningún Julio Rodríguez.

Viene de la conciencia atormentada del que arrolló a Baltasar. Pero como nadie podrá ya devolverle a su marido, la viuda se callará la boca. Nadie de su familia, ni de la familia de Baltasar, se va a enterar de que ella ha recibido ese dinero.

Es la primera alegría de su viudez; y no la compartirá con nadie. No quiere la casa llena de parientes.

Mañana saldrá a comprar ropitas para las niñas.