2. NI AL PANTEÓN NI AL COLISEO

A los cincuenticinco, Aldo podía decir que tenía treinta y ocho. Y si declaraba treinticinco, también se los creían.

Aurelia lo había conocido dos años antes en Roma.

—¿Tú estás seguro, Gonzalo, que esa es su edad?

—Por favor, Aurelia: Aldo y yo nos criamos juntos…

¡Qué proeza de conservación! Era casi una ofensa. Esa piel, esa firmeza de rasgos… ¿Ocultaría alguna cirugía?

—Lo que pasa es que él se cuida… —refunfuñó por fin Aurelia.

—Sí, y yo también me voy a cuidar…, en un futuro. Cuando regresemos a Cuba, me pongo a dieta. Pero ahora estoy de viaje y quiero disfrutar… No me amargues la existencia, amor mío.

Muy pronto, Aurelia se avergonzaría al recordar su primera impresión negativa de Aldo. Y no sólo le envidió su prolongada juventud. Le molestaron sus éxitos. Al principio, le parecían sospechosos. Algo en él le sonaba falso: su manera de mirar, su exagerada cortesía con Pia, con ella misma. Durante las primeras semanas, Aurelia se mantuvo en guardia.

Aldo los había invitado. Pagó los pasajes de ambos y consiguió con sus amistades varias conferencias, para que Gonzalo se ganara algún dinero en universidades y centros culturales italianos. Y hasta aquella generosa acogida, a ella le inspiraba desconfianza.

Hombre carismático, apuesto, estrella de las relaciones públicas, Aldo se había casado en el 82 con Giuditta, beldad romana, hija del dueño de una inmobiliaria.

Tres años después, tras salvar al suegro de la ruina, terminaría a cargo de sus negocios. En el 90, no se sabía cómo, le compró la inmobiliaria al suegro. A poco, se amplió y se fusionó con una empresa más poderosa, de la que en el 96, se convirtió en director y accionista principal. Acumuló una rápida fortuna. Una vez le confesó a Gonzalo que lo había ayudado el padre de Pia, su segundo suegro italiano, pero cuando todavía no lo era.

Aldo siempre se coló fácil en la alta sociedad. En Buenos Aires, siendo un don nadie, logró que lo aceptaran como socio del Jockey Club.

—Caía bien en todas partes —recordó Gonzalo—. Inspiraba confianza.

En Fiumicino, los recibió con expresivas muestras de alegría.

—Pia está loca por conocerte —le anunció a Aurelia—. Y disculpála por no venir al aeropuerto, pero tenía compromisos… Vos sabés cómo es eso…

Ella lo tomó como una deferencia a Gonzalo. En general, la apabullaban los derroches de cordialidad.

Ya en el vestíbulo, tras aligerarla de su bolso de mano, la cogió por un brazo; y al abrirle la puerta del carro, le ofreció el asiento del copiloto. A Gonzalo le indicó el de atrás.

A ningún cubano se le ocurriría sentar a su lado a la desconocida cónyuge de un viejo amigo.

Y sin embargo, Aurelia no bajó la guardia.

Al conocer detalles sobre los éxitos de Aldo, ella comentó con Gonzalo que no creía demasiado en la probidad de los hombres muy apuestos y muy simpáticos, con suegros muy ricos.

—¿Tan apuesto te parece?

—Demasiado.

Sin duda lo era: uno ochenticuatro, pelo negro ondeado, ojos azules, mandíbula viril, pecho amplio, vientre liso, dentadura perfecta, y una voz que ya envidiaría cualquier locutor profesional.

—Le viene de pedigree.

Y Gonzalo le contó que su mamá, nacida en el norte de Italia pero criada en Buenos Aires, era una beldad.

—Un poeta borrachón que paraba en el boliche de la esquina, le decía la Boticelli, y le escribía poemas. Todos se metían con ella, le decían piropos.

—¿Y ella?

—Una mujer seria, de su casa, pero muy pizpireta. Recuerdo que una vez regresó a la casa muerta de risa, porque uno de los vagos de la esquina le dijo «muñequita de loza del Bazar Colón». Y de verdad que tenía una piel de adolescente. También ella escondía los años. Fijáte como sería, que ya con más de cincuenta, cuando se arreglaba un poco y se colgaba del brazo de cualquiera de los hijos, parecía la novia… Y el viejo Bianchi también, aunque mayor que ella, un veterano pintón, bien conservado. Por eso te digo: Aldo tiene un pedigree de campeonato.

—Pero se cuida —insistía Aurelia.

Indeclinable en su lucha contra la obesidad y alcoholismo del marido, Aurelia no transigía con fatalismos genéticos.

En cuanto a los éxitos de Aldo, que de inmigrante raso se convirtiera en un industrial millonario, Gonzalo lo exoneraba a priori de toda sospecha.

—Ya de muchacho, era decentísimo, muy católico, por cierto…

—¿No eran comunistas en la familia?

—El padre y los hermanos, sí; pero él salió a la madre, en todo…

—Pero se cuida.

Podía ser muy matraquillosa Aurelia.

En Roma, Aldo los instaló en la planta alta de su palazzo. Desde la terraza, contigua al dormitorio que ocuparan, ellos veían el parque interior y la piscina. Allí, entre árboles añosos, Aldo había mandado despejar una serpentina de 300 metros, que le servía de pista. Todos los días corría cuatro kilómetros; y de inmediato nadaba treinta piscinas de veinticinco metros.

Gonzalo y Aurelia fueron testigos de su disciplina. Durante el mes en que se hospedaron con él y Pia, Aldo no falló un sólo día.

A las ocho de la mañana bajaba a correr. Sus huéspedes lo observaban trotar, mientras desayunaban en la terraza.

—¿Ves? —martillaba Aurelia.

—Sí, veo —decía Gonzalo y, despechado, le ponía más mantequilla a su tostada.

Aldo, en cambio, desayunaba de pie, al salir del baño: un jugo de frutas y un café y a las 09:30 salía hacia el trabajo.

Para los días lluviosos, o los más crudos del invierno, Aldo contaba con un gimnasio interior, muy bien equipado. Por supuesto mantenía la presión y el colesterol normales.

—Y también la bilirrubina, los triglicéridos y hasta la conciencia —comentó Gonzalo—. Pero eso es por el vino tinto. ¿Sabías que prolonga la vida?

A principios del 99, Aldo se divorció de Pia. Era su segunda esposa romana.

Triunfador en toda la línea, inteligente, buen mozo, rico y casadero, Aldo se convirtió de pronto en un buen partido, hasta para mujeres jóvenes y ricas. En los clubes y salones de la sociedad cosmopolita que frecuentaba, se hacían conjeturas.

Ya divorciado, exhibió varias acompañantes, a cual más bella y distinguida, pero seguía soltero.

Hasta que un día se enamoró y anunció que se casaría.

Se enamoró en La Habana.

Se enamoró de Bini, una putita de veintiocho años.

—Una mulata zonza, ignorante —comentaría Gonzalo al conocerla.

Más que como bella individualidad, Bini llamaba la atención por su tipo de criolla agreste, ante cuya buena fachada y desparpajo en el andar, nadie seguía de largo sin volverse para una inspección ocular de la retaguardia. Alta, tiposa, felina; pero que Aurelia y Gonzalo habrían descalificado como señuelo para el mundano y refinado Aldo Bianchi.

—Una belleza muy cuestionable… Y al lado de Pia, un desastre —sentenciaría Aurelia al conocerla.

Como psiquiatra, Aurelia hizo varias suposiciones, pero le faltaban datos para componer un diagnóstico.

Como cincuentona, se sintió defraudada por Aldo.

—¡Qué comemierda!

Y como cubana, no pudo evitar un sentimiento de vergüenza; como si su país tuviera la culpa.

—Mire que venir a enredarse con esa guaricandilla…

Gonzalo y Aurelia habían quedado muy agradecidos con Pia. Durante su estancia en Roma, se portó como hermana. Les destinó una semana completa de sus vacaciones veraniegas, para conducirlos en su carro a Firenze, Bologna, Venezia.

Pia trabajaba en un museo y les resultó una guía inmejorable, muy versada en arte e historia. Y era un ser humano precioso, de límpida mirada, solidaria sin ninguna afectación. Sus gestos cálidos trasmitían sencillez y bondad. Y como esposa, se llevaba en buenos términos con Aldo.

La psiquiatra Aurelia sabía que nadie puede guiarse por las apariencias; que todo matrimonio es una caja de sorpresas…; pero coño, le resultaba doloroso e inesperado que Aldo hubiese abandonado a su mujer de 34 años, una beldad clásica, elegante, graciosa, culta, decente; y que acabase enredado con semejante chusmita.

Por supuesto, ni Aurelia ni Gonzalo suponían que Aldo fuera un angelito monógamo. Pero tampoco un putañero a granel. Casado o soltero, siempre arrastró una legión de mujeres atrás, y ambos lo suponían promiscuo. Discreta y selectivamente promiscuo. Nunca con mujeres tontas ni orilleras.

En mayo del 99, Aldo les anunció su primer viaje a Cuba. Volaría el jueves 6. Gonzalo le anticipó que no podía ir a esperarlo, porque a esa hora presidiría una mesa de exámenes. (Enseñaba literatura en la Universidad de La Habana). Pero le anunció que Aurelia se encargaría.

Aldo rehusó: iría a su hotel en un taxi, descansaría un poco, y al rato los llamaría para cenar juntos.

Pero no los llamó esa tarde. Llamó al mediodía siguiente, para excusarse y decir que acababa de conocer a alguien, en fin, un romance fantástico…

No adelantó detalles. Se le notaba con prisa. Les pidió que no se preocuparan por él. Se sentía muy bien y con deseos de verlos. Si no los llamaba esa misma noche, los llamaría sin falta al día siguiente.

Pero tampoco llamó.

A Gonzalo lo vio el último día, cuando sólo le quedaban diez horas en Cuba. Conversaron de prisa en un bar del Vedado.

Aurelia se alegró de no poder acudir. Mejor así.

—¿Qué cosa es esa, chico? ¿A ti te parece muy bien que se olvide de los amigos para andar con putas?

Decidido a cambiar de tema, Gonzalo le refirió que entre otras cosas, Aldo pretendía hablar con ellos sobre los intereses de su inmobiliaria, especializada en condominios. Complejos arquitectónicos, decía él. Y en los últimos tiempos habían construido hoteles. Por eso, el se proponía sondear el terreno en Cuba. Según él, la industria hotelera prometía mucho aquí. El bloqueo americano no sería eterno. Confiaba en su buen olfato, que nunca lo engañara, y tal vez su empresa pudiese abrir una nueva línea de inversiones.

Ese era el motivo principal de su viaje. Tuvo la idea repentina y resolvió tomarse cinco días de vacaciones. De paso conocería La Habana y visitaría a sus amigos.

Pero al entreverarse con la muchacha ya no hizo nada.

—O a lo mejor, hizo el mejor negocio de su vida.

—Por Dios, Gonzalo ¿cómo se te ocurre? —protestó Aurelia.

—Fue él que lo dijo, no yo —se defendió Gonzalo—. Y lo vieras cómo hablaba de ella, sin parar, con el entusiasmo de un pibe. Qué sé yo cuántos adjetivos le puso… Esta metidísimo con ella y dice que la cosa va en serio. Hasta habla de casarse…

—¿Y cómo es ella?

Por la descripción de Aldo, Gonzalo se imaginó una mulata oriental.

—¿Y cómo se empataron?

—La descubrió cerca del Hotel Nacional, la invitó a una cerveza, y de ahí salieron directo para el apartamento de una amiga de ella.

—¿Acabado de conocerla? ¿Sin saber quién era? Pero está loco…

—Dice que nunca en su vida sintió tanta urgencia sexual… Y hasta me confesó que desde hacía varios años lo aquejaban problemas de impotencia; que en la cama, en toda una noche, rara vez pasaba de uno. Y a menudo ni eso. En sus mejores performances, tomando VIAGRA y con mujeres muy deseadas, a veces lograba dos orgasmos en una noche. Pero con Bini fueron cinco en cuatro horas.

Aurelia soltó una carcajada despectiva.

—Y cuando me lo dijo reforzó la cifra con la mano abierta, así; y se quedó mirándome, muy serio, a ver si yo le creía.

—¿Y tú? ¿No te le reíste en la cara?

—Imposible. El hablaba en serio. Y yo, ahí, aguantando la lípori.

(La lípori era invento de una colega de Aurelia, para suplir la inexistencia en lenguas modernas, de vocablos que describan nuestra vergüenza ante el ridículo ajeno).

—Dijo que era el récord de toda su vida. Ni con veinte años alcanzaba esas marcas.

Y cuanto más cifras enunciaba Aldo en su relato, más arreciaba la lípori de Gonzalo.

—Y esa primera noche, después del quinto polvo, se fue con ella por ahí de farra. ¿Te imaginás?

—Estaría contando los palos de ella…

—No no: habló en serio de cinco orgasmos suyos.

—¡Qué ridículo! Vaya, que se me cayó…

—Y varias veces me repitió que eso no le había sucedido ni con veinte años…, y que qué noche, y que cómo se había divertido, y por eso se había olvidado de llamarnos. Ah, y me dijo que al otro día vibraba de energía, como nunca…

—Claro, y se golpeaba el pecho como Tarzán…

—… y que cuando ella se despertó, él ya la estaba acechando como un semental en primavera: tres veces por la mañana, dos por la tarde y una de noche.

—No jodas, Gonzalo, estás bromeando.

—Por mi madre, Aurelia, ¿y sabés cuál fue el total de los cuatro días?

Ella sacudió la cabeza en silencio.

—¡Veintiuno! Y calculaba que en el último clinch, antes de marcharse, acumularía veintitrés o veinticuatro…

Aurelia seguía boquiabierta.

—Esa misma cara que ponés vos —comentó Gonzalo—, debe haber sido la que le puse yo a él. «¿No me creés?», me preguntó, muy serio.

—¿Y tú?

—Qué sé yo, imagináte… En aquel plusmarquista, yo no reconocía a Aldo. Aunque no mintiese, me entristecía oírlo. Creo que algo le pasa… Esa cifra no es posible…

—¿Veinticinco en cuatro días? Sí, hay bestias que pueden… Y a lo mejor, Aldo dice la verdad… Pero, vaya, ¡qué ardentía! Ni con la tota galvanizada se aguanta eso.

Puesta en plan de psiquiatra, diagnosticó un complejo de Pigmalión. No lo aseguraba, pero era posible.

—Para asegurártelo tendría que verlos juntos, conocer a la muchacha, observar cómo actúa él en público; pero es una de las explicaciones posibles.

Gonzalo conocía el mito y sabía que tipificaba una patología psiquiátrica, pero sin mayores detalles.

Aurelia le esclareció que se trataba de un trastorno del comportamiento afectivo, asociado a los naturales conflictos de la vejez. Solía presentarse pasados los 50. A veces, un hombre se siente atraído por una joven que puede ser su hija o nieta. El primer paso en la génesis del complejo, es la artimaña psíquica con que el vejancón se exonera de toda autocrítica. Para ello, enmascara su verdadero interés. Se confiesa seducido por el original sentido del humor que exhibe la joven. O por su desaprovechada inteligencia natural. O por un temperamento sensible. O por un talento artístico que merecería cultivarse.

—¿No dices tú, que te alabó las aptitudes de narradora?

—Sí, dice que además canta y baila, y es original en todo lo que hace y dice… Está como loco con ella.

—Así es como funciona el complejo; porque para justificar una pareja tan desigual, el viejo se declara consagrado a educarla. Se vale del disfraz del magisterio. Y se busca un pretexto altruista: la talentosa muchacha merece ayuda. Está llamada a convertirse en una gran mujer. Por supuesto, digna del viejo y de su medio. Así satisface el deseo de hacerla su amante.

—¿Y borra el sentido del ridículo?

—Claro: ante otra pareja tan desigual en edad, él se burlaría. Ejercería una crítica despiadada. Pero la patología radica en el truco de que se vale el viejo, para evadir su propia autocrítica. Todo lo hace para convencerse de que la suya es una relación válida; y por ese mecanismo de autoengaño, necesita exagerar o inventar virtudes de la jovencita: está seguro de que el diamante en bruto, una vez convertido en joya, lo va a amar siempre, le va a ser fiel, y le va estar agradecida aunque él envejezca. ¿Comprendes?

Gonzalo dudaba de todo absolutismo en el diagnóstico psiquiátrico; pero juzgaba el de Aldo, un posible acierto de Aurelia. Era lo único que explicaba un poco su absurda elección.

Aldo comentó también que sus cuatro días en La Habana fueron de una relampagueante actividad, y no solo sexual. Pasearon mucho, visitaron restaurantes, discotecas, cabarets, el show de Tropicana, e incluso asistieron a un bembé.

Un vendaval, la Bini. Lo llevó a conocer a su padrino, un babalao de Regla. Se lo presentó una tarde, en que el padrino presidía un toque de muertos. A la propia Bini, hija de Yemayá, le bajó ese día un difunto. Bailó desaforada al son de los cajones y tambores. Se revolcó entre aspaventosas convulsiones sobre un piso de tierra, junto con otras personas en trance; y en varias ocasiones caminó descalza sobre las brasas donde cocinaran la caldosa, sin que se hiciera ni una llaguita en las plantas. Aldo bebió mucho ron, se emborrachó, y cuando por fin empezó la rumba, bailó hasta la madrugada. Entre tanto bailoteo, perdió su billetera con casi 800 dólares y sus tarjetas de crédito. Pero uno de los presentes la halló y se la entregó al babalao. Y al otro día, cuando Aldo se despertó en el cuarto que le cedieran junto a Bini, el viejo le devolvió todo.

El babalao le tiró el écuele, y todo lo que le dijo de su pasado, era exacto. Según comentara con Gonzalo, Aldo consideraba imposible que le hubieran gastado algún truco. Lo que el babalao le dijo, él no lo había comentado con nadie en Cuba.

—No con nosotros, ni con Bini —dijo Gonzalo.

Aldo quedó muy impresionado con el negro viejo; con el vigor de la ceremonia, y con la excelencia de los tambores que oyera la víspera. Hablaba maravillas sobre la cordialidad de aquella gente ruda y al mismo tiempo infantil. Terminó por regalarle como 500 dólares al babalao y prometió regresar a amasarles unas empanadas argentinas, cosa que hizo con ayuda de varias mujeres allí presentes. Asistió la familia del babalao y unos veinte ahijados. Al final, hubo rumba y ron, y Aldo se entregó a la fiesta. Elogió también la dignidad y hombría del viejo babalao, que en su esquema muy primario, profesaba a rajatabla una ética envidiable: un hombre que sea hombre, debe ser buen hijo, buen padre y buen amigo.

—Cómo código ético, no está mal —comentó Gonzalo.

—Sí; y da la libertad de ser ladrón, asesino o garrotero, como mi tío Eduardo.

Gonzalo y Aurelia comprendieron el deslumbramiento de Aldo con el babalao y su ambiente. No ignoraban que el embrujo de los tambores y cánticos afrocubanos, más el ron, el contagio eufórico, al lado de una hembra salvaje y bella, pueden liberar pasiones reprimidas.

Gonzalo recordó que Aldo manifestaba, ya de muchacho, una marcada propensión por lo mágico.

En Buenos Aires, Gonzalo era en realidad amigo del Pepe Bianchi, hermano mayor de Aldo y coetáneo suyo. Juntos cursaron la primaria y años después, se reencontraron en la militancia del PC argentino.

Cuando se apartó de la Iglesia, Aldo se metió en la teosofía, la yoga, el orientalismo, que para Gonzalo y el Pepe, marxistas-leninistas, no eran más que boludeces esotéricas, evasiones de la realidad. El Pepe, sobre todo, se burlaba de Aldito sin clemencia.

En época de la dictadura, Gonzalo emigró y pasaron muchos años sin verse. En el 88, el azar los reunió en Italia, en casa de un amigo común. Allí, Gonzalo supo que Aldo seguía muy interesado en las filosofías orientales.

Aldo conoció a Bini en mayo del 99. Y en las tres visitas subsiguientes, solía hablar de ella con Gonzalo y Aurelia, pero no la presentaba. Ellos deseaban conocerla, pero rehuían forzar el encuentro. Esperaban que Aldo lo propusiera. Pero la oportunidad no se presentaría hasta el mes de julio.

El día 20, Gonzalo cumplía sesenta años y su mujer dedicó los seis meses previos, a una devota actividad clandestina. Planeaba sorprenderlo con un festejo por lo alto; algo que él no se oliese. Sin informarle nada, elaboró una lista de sus amigos más viejos y queridos, dentro y fuera de Cuba. En la Argentina localizó a cuatro, y entre México, Colombia y Europa, surgieron otros doce. Se puso en contacto y persuadió a siete, para que viajaran a La Habana hacia el 16 de julio. Entre cubanos y extranjeros residentes en Cuba, invitó a otras treinta personas entrañables para Gonzalo.

Aurelia planeó y actuó con precauciones y disimulo. Gonzalo no barruntó sus preparativos. Tampoco se imaginó que Aldo colaborase con ella.

Gonzalo no festejaba sus cumpleaños desde la infancia. A veces, por iniciativa de Aurelia y su suegra, inspirada cocinera criolla, los celebraba con un almuerzo especial y ron sin regaños, en su propia casa.

Para los 60, le propuso organizar una comida con una docena de invitados. Descontaba que Gonzalo impugnaría cualquier festejo, si rebasaba el marco familiar. No le hacía gracia cumplir sesenta años.

—Es como sacar un certificado de ancianidad.

—¡Vaya, qué matraquilla!

¿De qué se quejaba él? Montaba en bicicleta, hacía caminatas de 20 kilómetros con sus amigotes, tomaba ron como un cosaco, y así, gordo y viejo, hasta enamoraba mujeres… Y si no ¿por qué lo celebraban tanto las bandoleras de su facultad?

No era tan así; pero Gonzalo, con la depre de aquellos días, no le siguió la corriente.

Sí, Aurelia procuraba halagarlo. Y el recordarle su buena salud y virtudes físicas, lo alentaba; pero aquel seis inminente, que lo acompañaría durante una década, merecía una buena amnesia y ningún festejo.

En su infancia, los sesenta marcaban la decrepitud. Y era difícil despojarse de las convicciones infantiles. Desde los 58, la perspectiva de atravesar el ominoso umbral, lo imbuía de una rara culpa, de cierta vergüenza. (Perdón, señores, no era mi intención envejecer… Me tomó por sorpresa).

Quedaron en que el cumpleaños se festejaría como él dispuso: una sencilla cena familiar: los suegros, los cuñados, la Molina y punto.

A mediados de julio, Aurelia llamó a Roma para asegurarse de que Aldo no faltara. El confirmó que viajaría el 17 y permanecería hasta fin de mes. Al cumpleaños asistiría sin falta. Iría con Bini.

Apenas llegado, Aldo telefoneó a Gonzalo. Lo invitaba a almorzar con su mujer el 20 a mediodía. Pero, por lo pactado con Aurelia, no mencionó el cumpleaños.

Aurelia, enfrascada esa tarde en los últimos toques de los preparativos para la fiesta, adujo un pretexto laboral y no fue; pero insistió en que Gonzalo aceptara. Para su depresión de esos días, le vendría bien; y conocer a la muchacha le serviría de esparcimiento.

El almuerzo con Bini era una engañifa para sacar a Gonzalo de circulación, mientras Aurelia recibía en secreto a un último invitado.

A las dos de la tarde, Aldo lo recogió en su Toyota de Cuba-Autos. Bini iba a su lado. Le tendió una mano blanda y caliente y le sonrió con timidez, sin decir nada.

De momento, era una mulata de pelo liso, cuello esbelto, longilínea, hombros relucientes. Regalaba un bello perfil, algo aquilino.

Durante el trayecto, Bini no abrió la boca. Observaba con fijeza los movimientos de Aldo al conducir.

Se apearon en Dos Gardenias, un restaurante de Miramar.

Al verla de cuerpo entero, Gonzalo coincidió con los elogios de Aldo. No exageraba. Su imagen frontal, cara anchota, pómulos algo prominentes, no desmerecía el perfil.

Gonzalo no la hubiera vestido de minifalda. La cintura estrecha, las nalgas inquietantes, las piernas torneadas con sus espléndidos hoyuelos en las corvas y tobillos, todo tan en vitrina, perdía eficacia. Para el impacto sexy le bastaba con sonreír y mostrar el sesgo de sus ojos negros. Y con ropas anchas, ceñidas, y una blusa escotada, habría lucido más sugerente, más chic.

Antes de pasar al comedor, Bini tenía sed y Aldo ofreció un aperitivo.

Se ubicaron en una mesa del bar y los tres pidieron mojitos.

Aldo y Gonzalo iniciaron una conversación banal.

De pronto, Aldo estiró el cuello y miró con interés a espaldas de Gonzalo.

—¿Qué pasa?

—¡El Gordo Villareal…! —dijo Aldo, maravillado—. Idéntico…

Gonzalo intentó darse vuelta…

—Ya se fue —dijo Aldo—. Pero era idéntico a Villareal, cuando tenía 30 años… ¿Te acordás del Dogor, no?

¡Cómo no se iba a acordar! El Gordo Villareal era uno de sus buenos amigos, y un ídolo del barrio.

Aldo no había visto a nadie: la simulación con el Gordo Villarreal, era parte del complot organizado por Aurelia. El objetivo era aguijonear a Gonzalo; provocarle evocaciones de sus viejos amigos del barrio; incentivarlo a preguntarse por ellos y su destino; potenciar la sorpresa del reencuentro inminente.

Con discreta artería, Aldo le trajo a la memoria a cuatro de los argentinos que ya se encontraban en La Habana. Gonzalo se los toparía esa misma tarde. Y en ningún momento se mencionó el cumpleaños.

De pronto, Bini los interrumpió para anunciar que iba a llamar a un tal Carlitos. Aldo le prestó el celular y ella se alejó hacia el fondo del local. A los dos minutos, regresó eufórica.

—Carlitos ya volvió. ¿Por qué no vamos a comer allí?

—¿Ya reabrió? Magnífico —la apoyó Aldo—. Es el mejor cocinero de La Habana. ¿Lo conocés?

No, Gonzalo no lo conocía.

No podía conocerlo. El cocinero Carlitos no existía ni reabrió ningún restaurante. Era otra patraña y parte del complot, en el que hasta Bini colaboraba ya.

Aldo pagó, y mientras el camarero traía el vuelto, se puso a silbar uno de los tangos preferidos de Gonzalo: «El bulín de la calle Ayacucho».

—¿Todavía bailás tangos?

—Me encanta bailar, pero aquí es casi imposible encontrar con quién. Los cubanos son muy rítmicos, pero el tango es compás, y ellos bailan dando saltitos, pataditas en el piso: un desastre…

Aldo explicó a Bini que Gonzalo era el mejor bailarín de su barrio, que las pibas se lo disputaban en los bailongos, etc.

—¡Ay, qué rico, enséñame Gonza!

Sin cruzar más de dos palabras, ya le apocopaba el nombre. ¡Qué rápida, la mina esta!

Mientras caminaban hacia el estacionamiento, Bini se colgó de un brazo de Aldo y empezó a hacerle arrumacos, y a decirle cosas en voz baja. Aldo se reía y meneaba la cabeza.

—No, Bini, ahora, no, no seas obsesiva…

—Ay, Papi, no seas malo… Si es cerquita…

—Está bien —dijo Aldo, y hurgó en un bolsillo—: Vos lo que querés es que me metan preso ¿no?

—Sí, eso mismo, Papi, así no te vas más nunca de Cuba.

Cuando Aldo le entregó las llaves, ella dio un brinquito y salió corriendo hacia el coche. Era una niña ante una golosina.

—¡Cómo rompe! Está aprendiendo a manejar y me tiene loco…

—No jodas —dijo Gonzalo, asustado.

—Ya se defiende bastante bien…

Salvo un tironcito que dio al arrancar, manejaba con soltura, como persona habituada. Tomó por la Avenida Séptima, dobló a pocas cuadras y se estacionó frente a una elegante casona colonial de dos pisos. Se veía un jardín bien cuidado al frente y un parque al fondo.

—Es ahí —señaló Aldo.

Bini soltó una risita que Gonzalo atribuyó a su satisfacción por el buen estacionamiento.

Aldo atravesó el portón de rejas, y ya frente a la alta puerta de madera, ambos se ingeniaron para situar a Gonzalo en el centro.

Cuando Aldo tocó el timbre, para sorpresa de Gonzalo, comenzó a oírse muy cerca, en bandoneón y guitarra, «El bulín de la calle Ayacucho». No era una grabación. ¿En vivo? ¡Qué era aquello!

Quien abrió la puerta fue el gordo Villarreal.

Sí, era él.

—Feliz cumpleaños, pibe —y abrazó al atónito Gonzalo.

—¿Pero…, pero de dónde salís, Dogor? —Gonzalo se echó a llorar y lo abrazaba con desesperación—. Pero si ahora mismo te vimos en un restorán.

No entendía nada. ¿Sería un sueño?

El Gordo, sin soltarlo, lo introdujo en un salón inmenso, presidido por una foto de tres metros por dos, de cuando Gonzalo tenía cinco años, peinado de cerquillo, con ropitas de terciopelo.

Cesaron el bandoneón y la guitarra, y empezaron a aparecer caras sonrientes, caras compungidas, mordiéndose los labios, secándose las lágrimas.

Eran… Eran ellos, sí…, los amigos de su vida, perdidos en el tiempo y los continentes. Y docenas de cubanos, y otros latinos, gente querida, que resucitaban en todos los rincones de la casona. Eran una pila. Y arreciaba el llanto. Se puso tieso. Tuvo mareos.

—Pero… ¿¡qué hijos de puta!? —y se refugió en Aurelia—. Mirá, la que me hicieron…

Todavía no alcanzaba a comprender.

—Por poco me da un infarto —comentaría, cuando se repuso.

En eso comenzó a sonar la Cumparsita de D’Arienzo, y para colmo de resurrecciones, desde atrás de una columna emergió la Nena Pacheco, reservada en el libreto de Aurelia, para ese momento.

La Nena se le acercó bailando con cortes.

Gonzalo tuvo que pellizcarse para creerlo.

De pareja con esa mujer, Gonzalo ganó su primer concurso de tango en Puente Alsina. Emigrada con la dictadura, la Nena se casó con un mexicano y vivía en Monterrey.

Le plantó un beso y lo sacó a bailar. Abrazados como en su juventud, de mejillas pegadas, a ambos les chorreaban las lágrimas en medio del tango.

Cuando Gonzalo pudo levantar la cabeza, vio que todos lloraban. También Bini, y en abundancia.

Gonzalo pidió un trago triple.

Aurelia, siempre vigilante, se lo dio simple. Sabía que le esperaban muchos brindis.

Y entonces empezaron los abrazos con los amigos.

—Me puse a decir boludeces —recordaría al otro día.

Las emociones lo ahogaban; no lo dejaban respirar, como abajo de una cascada.

El bandoneonista, venido de Buenos Aires, era el Tito Peluffo, profesional retirado, al que Gonzalo no reconoció hasta tenerlo al lado. (Aurelia le confesaría después, que Aldo se le ofreció para costear cuatro pasajes desde Buenos Aires). Al Tito le habían caído encima unos cuantos carnavales. Se veía muy cambiado.

Y ante la nueva emoción, otro sencillo.

—Y van tres —le recordó Aurelia, botella en mano.

Sergio Vitier, un virtuoso guitarrista cubano que acompañaba muy bien los tangos, también era un viejo amigo.

Aurelia fue la única que no lloró. Reveló que durante los preparativos, imaginando encuentros y situaciones, ya había llorado lo suficiente.

Fue la fiesta más bella que Gonzalo tuvo en su vida. Bebió mucho, y a las dos horas se declaraba avergonzado de ser tan, tan feliz.

Durante la marea de reencuentros infartantes, se oyó un discreto fondo tanguero de Troilo y Grela, con repertorio de Discepolo, Contursi, Homero Manzi, Cátulo, Celedonio. Aurelia había preparado los casetes con los favoritos de Gonzalo.

Cuando tocaron a dúo Peluffo y Vitier, Gonzalo volvió a bailar con la Nena. Eran muy buenos. Bini los observaba con incrédula admiración. Por primera vez veía bailar tangos con cortes y quebradas. No se podía estar quieta. Aplaudía, daba grititos.

Muy llamativa fue la galería de retratos. Agrupadas bajo grandes número, del cero al cinco, aparecían las seis décadas del homenajeado. La integraban fotos, algunas ampliadas a medidas colosales, y dibujos, óleos, caricaturas.

Mientras Gonzalo recorría la extensa pared donde Aurelia colgara la muestra, Bini se le colocó al lado. Emocionada, le cogió una mano y se la retuvo.

Gonzalo tartamudeó algo. No supo qué hacer. Dada la poca confianza que tenía con Bini, al principio se turbó. Era una inconveniencia de la muchacha. Tal vea fuese una de sus reacciones infantiles, frescas, que tanto enamoraban a Aldo.

Aurelia se dio cuenta y le alzó las cejas, burlona.

Envalentonado ahora, le apretó la mano y comenzó a restregarle los dedos sin disimulo. Comprendió que el mucho ron lo inducía a locuras. Pero ya entrado en los sesenta, podía otorgarse alguna franquicia. ¿Acaso no se lo permitían también la justificada borrachera y el ambiente festivo?

Bini, peligrosamente desinhibida a mitad de la velada, se dedicó a interrumpir diálogos y a obligar a bailar salsa a todo el mundo. Acto continuo, pidió silencio y echó cuentos zonzos y obscenos, que oyera en disquete a un aberrante humorista de Miami. Por fin montó un show cursi de canto y baile.

En otras circunstancias, su juventud hiperkinética entre tanto veterano, hubiera caído más pesada que simpática; pero los argentinos, emocionados y eufóricos, fueron benévolos. Todos la escucharon sonrientes.

Aurelia confirmó que Bini era una guaricandilla tonta y loca. Y a juzgar por su repertorio e interpretaciones sobreactuadas, ningún Pigmalión podría curar su pésimo gusto; sobre todo, cuando imitaba a esos cantantes insufribles que necesitan siempre de un ademán didáctico para reforzar estupideces de las letras. ¡Cómo era posible que Aldo se hubiera encandilado con semejante imbécil!

Una lípori torrencial llovía sobre los cubanos. La Dra. Livia Molina, creadora del término, estaba empapada. Al cantar «tuyo es mi corazón / oh, sol de mi querer», Bini enfatizaba la imagen con un simulacro de arrancárselo para entregarlo a Aldo.

—Halan más una par de tetas que una carreta —susurró un cubano a Gonzalo, y con los labios le señaló a Aldo, que sonreía halagado.

Cuando ya la actuación de Bini excitaba la vergüenza patriótica, la Molina, so pretexto de hacer un anuncio, le quitó el micrófono.

—Queridos invitados, pese a la fascinación y belleza de nuestra magnífica Bini, no debemos olvidar que esta fiesta es en honor de un argentino, y los miembros de la comisión organizadora del homenaje, sugerimos una nueva sesión de tangos.

En aquella casona de ocho cuartos, existían dos baños arriba y uno abajo. Aurelia la alquiló de ese tamaño, pensando en reunir unas cincuenta personas. Y en un momento en que Gonzalo salía de uno de los baños de arriba, Bini salió del otro y lo vio. En puntas de pie sobre el pasillo, se le acercó por detrás y le aplicó un mordisco en la espalda.

Gonzalo se volvió con cierta brusquedad, un poco asustado.

—Bailas muy bien. Desde que te vi me entraron ganas de morderte… —aclaró ella, en el sobreentendido de que morder era su modo de expresar admiración.

Gonzalo se olvidó de la estupidez, el mal gusto y la relación con Aldo. Lo urgieron inaplazables deseos de esa mulata loca. El mordisco salvaje, vital, le alborotó sus complejos de anciano.

—Yo también quiero morderte, y comerte y beberte, pero no aquí —le susurró, y le apretó una nalga.

El lance ocurría frente a un balcón abierto a la noche caliente; y ella le señaló un lugar oscuro, al fondo del jardín iluminado.

—Te espero allá —le dijo, y se adelantó escaleras abajo.

Diez minutos anduvieron perdidos. Tras apresuradas caricias de manos y boca, ella se alzó la falda y lo recibió en posición de arrancada para los cien metros. Y se satisficieron en diez flat.

Mientras él reacomodaba sus ropas, se dejó anegar por la euforia de quien se toca con una raya de cocó.

Al fin y al cabo, no todos los días se cumple años entre amigos queridos, venidos de todo el mundo.

No todos los días una bandolera de veintitantos años, se entrega sin interés ni cálculo, por pura pasión, a un bailarín sexagenario y gordo.

Cuando regresaron, por separado, al gran salón de la casona, Aldo, con un vaso de bebida en la mano, miraba fijo al piso, parecía ido.

—Debe estar muy borracho —comentó Aurelia.

Pero Aldo no estaba borracho, sino simplemente absorto.

Daba vueltas a una idea que se le ocurrió durante la fiesta. Ya había comprobado, sin ninguna duda posible, sus sospechas: Tresó y Alberto Ríos eran la misma persona. Y en ese momento, Aldo perfeccionaba su venganza. Desde hacía muchos años aguardaba la oportunidad.

La fiesta terminó muy avanzada ya la madrugada.

Aurelia montó a los invitados extranjeros en un autobús alquilado y los envió a sus hoteles.

Aldo, excedido en los tragos, no podía manejar. Bini formó una discusión con Aurelia y la Molina. A toda costa quería manejar ella.

—Pero miren qué bien estoy —decía con la lengua trabada y daba vueltas como una modelo.

Por fin, un cubano sobrio cargó con ambos hasta el Vedado.

Al otro día, Aurelia y Gonzalo comentaban el inicio de los trámites matrimoniales de Aldo con Bini.

—Dice él que en dos meses se la lleva a Italia.

—Un desastre, la tipa…

—En fin, Aurelia, habría que conocerla mejor… Nunca se sabe…

Gonzalo sí sabía.

Sabía que si Aldo se llevaba a Bini, en pocos meses no podría pasar bajo ningún arco romano, ni entrar al Panteón ni al Coliseo. Sus cornamentas se lo impedirían.