El Combinado del Este se halla en el kilómetro trece de la Monumental, en un punto idealmente distante y cercano de la capital. Como prisión, fue inaugurada en 1977. No lejos de la costa, ofrece un entorno apacible, sin ruidos, grato de ver y respirar.
Los edificios 1, 2 y 3 y el Pabellón Disciplinario, constituyen la cárcel en sí, con camas para casi 5000 presidiarios. Existe, además, el Edificio de la Dirección, que dispone de locales para servicios, administración, albergue de los guardias, etc.
El Edificio 2 alberga en sus dos primeras plantas, delincuentes comunes de media y alta peligrosidad. En la tercera planta, sobre el ala sur, están los homosexuales pasivos, y en el ala norte, los activos.
En el cuarto piso, ala norte, hay delincuentes de todo tipo, pero ninguno de alta peligrosidad para la convivencia carcelaria. Y en el ala sur, están los reclusos extranjeros, sometidos a un tratamiento más benigno.
El Combinado debe su nombre a la doble función de penal y planta del prefabricado CP 109, perteneciente al Ministerio de la Construcción.
Los reclusos que lo deseen, pueden someterse a un plan de rehabilitación, que consiste esencialmente en trabajar. Eso les permite obtener una rebaja considerable en las condenas. Se supone que así soportan mejor las penurias del cautiverio, limpian el cerebro de telarañas, y ganan algún dinero.
Sin embargo, al trabajo en la planta de prefabricado no asisten los homosexuales, porque siempre, aun involuntariamente, causan disturbios. Por las mismas razones, tampoco se admite a los reclusos de alta peligrosidad, ni a los extranjeros.
Los homosexuales y los extranjeros realizan también actividades laborales y artísticas, pero en sus propios edificios.
Alberto ingresó al Combinado el 10 de agosto a las seis de la tarde. En el camión celular, viajaron con él otros dos presos, que montaran en la Fiscalía. Los tres iban esposados.
Uno de ellos, hombre trigueño, fornido, muy alto, que bordeaba los sesenta, se tendió en una de las dos banquetas corridas y la ocupó completa. Alberto y el otro preso se le sentaron enfrente.
Sin hablar, como si los otros no existieran, el viejón se acostó de lado sobre el banco, apoyó la cabeza sobre un puño, y cerró los ojos.
Alberto quedó frente a los pies del viejo, junto a la puerta del camión. A su izquierda, en el extremo, un poco terciado sobre los barrotes que lo separaban de la cabina del chofer, se sentó un rubio muy flaco, de edad indefinida y una escualidez impresionante. El hombre fijó la vista en la ventanita enrejada de la puerta, con una sonrisa inconclusa, triste. Alberto pensó en la Mona Lisa.
Durante todo el trayecto, los tres guardaron silencio.
En el curso de las últimas horas, en varios y fugaces instantes de desconsuelo, Alberto se había refugiado en la instintiva esperanza de estar viviendo un mal sueño. Pero ahora, una realidad muy concreta, materializada en el traqueteo de aquel camión, en su olor a gasolina mal carburada, y en las estampas torvas de los dos delincuentes que tenía al lado, le sugerían la idea de que el sueño era otro. Sueño eran las pistas que corriera esa mañana temprano; sueño, su rutina de natación y lecturas durante tantos meses. Su vida cambiaba por minutos.
Ahora, su destino seguro e inmediato era el Combinado del Este. Y su destino a largo plazo, una gran interrogante.
¿En qué terminaría todo aquello?
Optó por no pensar en el futuro; pero no pudo librarse de su ominoso presente, fruto de su relación con una enigmática prostituta cubana.
Cerró los ojos y siguió rumiando.
Desde el momento de su detención, se consoló con la esperanza de hallar algún medio que probara su inocencia.
Recordó que dos días antes, en el Copa, desestimaba las sospechas de la policía. Fundadas en el error de su inscripción como huésped del Hotel Tritón, y en unos zapatos cuyas huellas se detectaran junto al cadáver de un ciclista, eran insostenibles. El error saltaría de un momento a otro. Todo se esclarecería. De alguna forma, la policía descubriría que el Alberto Ríos registrado del 24 al 26 de julio en la habitación 322 del Hotel Tritón, no era él. Y como no podía aquilatar en ese momento la magnitud del lío en que lo metieran, determinó no angustiarse. Ya se vería.
Unos días antes, cuando se le extraviara el carné, no sospechó de Bini. Ahora, en cambio, tras haber oído la grabación, le resultaba evidente: tuvo que robárselo ella, en su propia alcoba.
Quizá con idea de hospedar a otro tipo en el Tritón…
¿A otro tipo?
¡Claro…!
Cuando el camión celular se ladeaba en una curva cerrada, lo vio todo claro. Bini se robó el carro para darse el gusto de manejar; pero después, sola o acompañada, atropelló al ciclista.
Sola, no; con seguridad, iba acompañada.
Sí; y el acompañante no quiso que se descubrieran sus andanzas con una puta; ni ir preso por borracho y cómplice de un homicidio.
Existía un acompañante. Esa era la clave.
Quizá se trataba de un punto con guita; o de un jerarca del gobierno; o de algún extranjero, que por tirar una cana al aire, se veía de pronto amenazado con un escándalo y la cárcel.
Sí; quienquiera fuese, pudo ofrecerle cinco o diez mil dólares para declarar esa sarta de globos. ¿Y qué no haría por diez mil fulas una putita como Bini?
Claro: arrollado el ciclista, el tipo supuso con toda lógica, que la policía iba a sospechar de Bini. Diversos motivos permitían enfilarle los cañones: primero, por ser hija del mecánico y hallarse de madrugada en la misma casa donde se guardara el carro; y luego, por ser una jinetera prontuariada y ex presidiaria.
El tipo debió temerse que, descubierta Bini, tarde o temprano dieran con él. Por eso, prefirió fraguar aquella historia y endilgarle el muerto a otro. Si la descubrían, ella iba a ir en cana de todos modos. Pero achacándole el muerto a otro, por lo menos se ganaría un montón de guita.
Sí, pero… ¿por qué lo escogerían justo a él?
¿Y cómo podían estar tan seguros con la talla de los zapatos? ¿Sería posible que el mismo día en que le robó el carné, Bini le hubiera robado alguna plantilla de los muchos pares que él casi no usaba? Pero si los zapatos eran los del crimen, entonces no fueron obtenidos a posteriori… Sí, debieron asegurarse de eso antes de atribuirle el atropello del ciclista. Increíble prolijidad en todo.
Si lo escogieron a él, fue porque Bini lo sugirió; entre otras cosas, por constarle que él nunca dormía acompañado ni fuera de su casa. Y al no tener testigos, era el candidato ideal para achacarle un arrollamiento en la madrugada. Quienquiera fuese el cómplice de Bini, debió encargarle que le robara un documento para inculparlo con los zapatos y el hotel. Un montaje habilísimo.
Lógico: y para facilitarse el acceso a su casa, Bini lo embalurdó con el cuento de la lotería venezolana y subsiguiente calentura.
A todas luces, las fantasías de Bini, de la camarera y del tal Jaén, estaban untadas con mucha guita…
Con alivio, Alberto ratificó la convicción de que sus verdaderos enemigos no habían dado con él.
Por ese lado, podía quedarse tranquilo.
Al inicio, la sorpresa y el miedo, lo indujeron a pensar en ellos. También lo deprimía la cruda situación de verse interrogado por sospechas de homicidio.
Un frenazo lo obligó a acodarse sobre el asiento, para no irse de lado. Al abrir los ojos, alcanzó a ver al viejo resbalando acostado. Para no caerse tuvo que apoyar un pie en el piso.
—Me cago en tu madre —profirió, con una mirada furibunda hacia la cabina.
Cuando se reacomodó, boca arriba, torció un poco las esposas, para poder taparse los ojos con un brazo.
El otro preso, arrinconado contra los barrotes, apoyaba los pies sobre el banco y se abrazaba las rodillas con las manos esposadas. Era tan flaco y largo, que sin dificultad podía apoyar la frente sobre un muslo. Trabado en aquel ángulo, no parecía haberse despertado con el frenazo.
Alberto cerró los ojos y siguió rumiando.
Sí, todos untados.
Recordó que cuando Bastidas le ofreciera darle a leer lo de Jaén, él, abrumado, le pidió que se lo resumiera en dos palabras; pero el cabrón insistió en leerle los párrafos más indignantes; sobre todo aquel en que ante una foto suya, de los archivos de Inmigración, Jaén asegurara, sin ningún titubeo:
—Sí, ese mismo es.
—¿No tiene ninguna duda? —le preguntaban.
—No; yo fui el que lo inscribió en el hotel y lo vi a medio metro. No puedo equivocarme. Esa es la foto de Alberto Ríos.
Y la mucama lo describió como un hombre alto, de más de cincuenta años, que usaba barbita y tenía el pelo blanco, muy largo.
Los compraron. Hijos de puta. No les importaba mandarlo en cana por ganar guita.
Hijos de puta, no: sobrevivientes. Otro ejemplo que avalaba sus teorías sobre supervivencia y crueldad.
¿Cuántos más estarían comprados en aquel hotel?
O a lo mejor disfrazaron a alguien, con barba y melena para que se pareciera a él…
En cuanto al carné, Bini sabía que él lo guardaba en la billetera, junto con dinero y tarjetas de crédito, en el bolsillo trasero del pantalón. Le vino a la mente una ocasión, con la hija de puta a su lado, en que tuvo que sacarlo bajo protesta, a pedido de una camarera. Por falta de equipos para comprobar falsificaciones, en algunas tiendas y restaurantes, se pedía una documento de identidad a todo cliente que pagara con billetes de cien dólares. Recordó también que la última vez, él se había levantado de la cama desnudo, para ir al baño. Ella tuvo sobrado tiempo de sacarle la billetera del pantalón, que él dejaba siempre sobre el mueblecito de tijera, junto al ropero.
Abrió de nuevo los ojos, excitado.
¡Qué hija de puta!
Se esforzó por recordar sus desplazamientos durante los días 24, 25 y 26 de julio. Quizá encontrara algún detalle que desmintiese la patraña de su estancia en el Tritón.
El sábado 24, el mal tiempo le impidió navegar. Tras un amanecer muy ventoso, con la mar revuelta, llovió desde media mañana. En INTERNET, la situación meteorológica se veía muy desfavorable para embarcaciones menores. Desalentado, permaneció durante la mañana sin salir de su casa; y recordó varios llamados telefónicos equivocados; quizá de Bini y el cómplice, para controlar sus movimientos. Al mediodía, almorzó en el Hotel Sevilla con el Dr. Pazos; y por la tarde, pasó a la computadora las notas que recogiera durante el diálogo. Por la noche vio unos videos hasta pasada la una.
El domingo, desde temprano trabajó en su libro; y a eso de las once, se fue a Capdevila a jugar tenis. Allí mismo almorzó algo en la cafetería del club. Por la tarde hizo una siesta breve, trabajó otro rato, leyó un par de horas; y desde las diez, se encerró con una mujer a la que despidió poco antes de la medianoche. Pero nada de lo que hizo, impedía que en esos mismos días anduviese enredado con otra en el Tritón.
El lunes persistía el mal tiempo. Por la mañana temprano, no pudo correr sus pistas ni acudir al Copa. Aprovechó el hueco para visitar a un dibujante y discutir unas láminas que necesitaba en su libro; a las once acudió a un cita arreglada por Raquelita con un ornitólogo de la Facultad de Biología. Como era día feriado y el hombre vivía en el Vedado, se reunieron en la cafetería del Habana Libre. Por la tarde tuvo que ir a casa de Fischer, para firmar unos documentos de TEXINAL. A eso de las cinco, cuando mejoró el tiempo, se fue a dar un zambullón al Copacabana, pero tuvo que abstenerse porque volvió a llover. Por la noche, en la casa, cenó lo que le dejara la cocinera y leyó acostado hasta tarde.
Supuso que durante esos tres días, Bini y compañía le siguieron los pasos.
De hecho, ninguna de sus actividades de esos días, le servía de alibí; porque pudo perfectamente llevarlas a cabo y estar al mismo tiempo hospedado en el Tritón.
Quienquiera le hubiese armado aquella trampa, sabía hacer sus cosas. La mierda le rebasaba la mollera. Debía meterse en la cabeza que la cana por dos años, era lo más probable.
Desde ese mismo instante, en el camión en marcha, comenzó a darse psicoterapia. Lo primero era no desesperarse. Le tocaba perder. Mala suerte. Pero dos años en cana no eran el fin del mundo. Ninguna tragedia. Ya vendrían tiempos mejores. Y mientras tanto, calma, ecuanimidad, como hace la gente inteligente. Dos años pasan volando… Con tal de que las condiciones en la cárcel fueran aceptables… Ojalá pudiera conseguir una celda individual.
El camión se detuvo ante la garita de la Posta 1. Al lado, hacia la izquierda, una reja electrónica exhibía un cartel: UNIDAD COMBINADO DEL ESTE.
El guardia que acompañaba al chofer, se apeó y presentó unos papeles. Otro uniformado, provisto de un fusil automático, salió de la garita, se encaramó en el estribo trasero del camión celular y escudriñó en su interior. Regresó a la garita, escribió algo, y un compañero descolgó un teléfono.
En el camión, detrás de la reja que separaba la cabina del chofer, se corrió una ventanilla a todo lo ancho. El chofer miró hacia atrás y dejó la ventanilla abierta.
Alberto pudo ver correrse la reja de la Posta 1. Primero, de un tirón, se separó un extremo y la puerta quedó detenida, cimbrando. A poco, se deslizó con más lentitud, mientras en la garita se oía un zumbido.
Alberto oyó voces y risas, pero no distinguió lo que decían.
El preso que iba a su lado, veinticinco años quizá, abrió la boca por primera vez:
—De vuelta al gao —dijo con un bostezo, entre burlón y resignado, y alzó las muñecas esposadas como para estirarse.
—¿Cuál gao, tú? —reaccionó el más viejo—. Si tú nunca has estao aquí.
—¿Ah, no? ¿Y qué tú sabes de mí?
—Na más que de verte, sé qu’eres un comemierda, y un numeritero, y que este no es tu gao, porque nunca has estao aquí.
—Oye, vamo a respetarnos que yo…
—Y este tampoco entró nunca al Combinado —lo interrumpió el viejo con su vozarrón y señaló a Alberto, sin siquiera molestarse a mirarlo.
—Tiene razón —se rió Alberto—. Yo jamás he estado acá.
Al oírle la ye y la jota ríoplatenses, el viejo cambió por completo. Se le iluminó la cara; se le dulcificaron los ojos. Se sentó por primera vez, y señaló a Alberto. Parecía maravillado, como ante un hallazgo. Se desentendió de la discusión con el otro que, desacreditado y un poco confundido, refunfuñaba pingas y cojones, pero en voz muy baja, y en evidente retirada.
El viejo debía medir un metro noventa. Era macizo, tenía el pelo gris y una calva central.
—¿Argentino? —y señaló a Alberto.
—Sí ¿cómo te diste cuenta?
—Por el chamuyo, che Garufa —y remedó el habla porteña—. ¿Cómo no voy a darme cuenta?
—¿Y qué es eso del gao? No entiendo —dijo Alberto, que quería seguir echando leña al fuego.
—El gao es la casa, el bulín, el cotorro, ¿m’entendés, pibe?
Y didácticamente se puso a cantar, muy afinado y con buena voz, un fragmento de Mi noche triste:
Ya no hay en mi bulín,
aquellos lindos frasquitos
adornados con moñitos,
como cuando estabas vos…
—Todos de un mismo color —le rectificó Alberto, el cuarto verso.
—Sí, todos de un mismo color, tenés razón, Garufa…
Y ya no habló nada que no fuera en porteño canyengue de la guardia vieja. Una caricatura, en verdad; pero él estimaba que lo hacía muy bien.
El otro preso recuperó su octavo de sonrisa, pero ahora matizada con cierta alarma.
—Los tangos son mi vida…
«Cada loco con su tema», pensó Alberto, risueño.
El viejo informó que en el tanque le decían Gardelón, y también Epilepsia, pero se llamaba Epifanio Salazar, y lo que más deseaba en la vida era ir alguna vez a Buenos Aires, la tierra de Carlitos, pero ya el tenía cincuentitrés, iba a ser difícil…
—Yo entré aquí en el 77. Soy de los fundadores, Garufa… Y hasta me tocó dar pico y pala para terminar las construcciones, porque yo ya estaba en cana. Veintidós años me comí aquí; pero ahora sólo vengo por ocho.
Y ocho fueron las puñaladas que le dio a un singao que le quiso templar la jeva.
—Pero si todo sale bien, voy a cumplir na más que cinco.
Y con cincuentiocho años y los pesos que iba a ahorrar en el tanque, a lo mejor podía conocer la Boca, el Caminito, la calle Corrientes, Barracas al Sur…, y se puso a cantar Mi Buenos Aires querido.
Torcía la boca y abría los ojos, igual que Gardel; e imitaba a la perfección su nostalgia sobreactuada… Pero él la sentía. Ese Buenos Aires que nunca conociera, también era suyo.
«Y no canta mal el viejo loco…»
De pronto, el camión se detuvo junto a un edificio de cuatro plantas. Se abrió la puerta e hicieron bajar a Alberto.
—Epilepsia va directo al Edificio 2, y el otro al 1 —dijo uno de los guardias, con una planilla en la mano.
—Chau, Gardelón, gracias por los tangos —alcanzó a decir Alberto.
—Chau, Garufa, vos también vas pa’l dos; a ver cuando nos vemos, pa chamuyar un rato al vesre.
Alberto se aproximó al camión para despedirse con un ademán.
Y se alejó acompañado de un guardia, contento de su encuentro con Gardelón. Ojalá lo volviera a ver pronto. Si aquel orate tangófilo estuvo 22 años en cana allí mismo, debía conocer muy bien las combinaciones del Combinado del Este.