18. EL TOCORORO

El jueves 22 de julio, a las 06:30 Alberto Ríos acababa de levantarse. Tras apagar el aire acondicionado, descolgó el intercomunicador y apretó el botón de la cocina. Sus dos empleadas llegaban sobre las 06:00.

—Jugo de naranja, jugo de mango, jugo de fruta bomba, café con una cucharadita de azúcar —y colgó.

Cuando se dirigía al baño, sonó el teléfono.

A esa hora podía ser una larga distancia de su hermano…

—¿Sí?

—¿Alberto? —oyó una voz femenina—. Soy Bini.

—¿A esta hora? —pero lo alegró el llamado.

—Sí, soñé contigo y estoy loquita por verte.

—¿Necesitás plata? —Alberto se puso en guardia.

—No, al contrario: te llamo para invitarte a comer en el Tocororo, y pago yo.

—¿Te sacaste la lotería?

—Más o menos, y gracias a ti.

—¿Gracias a mí? ¿Y lo único que se te ocurre es comer conmigo?

—No sólo comer contigo, felacio. Quiero comerte a ti, completico, desde la punta de los pies… Yo no sé qué me ha pasado, pero hace días que estoy arrebatada por verte. Y esta vez no te va a costar un centavo. La que paga soy yo.

—¿Y si estás tan apurada por que no me llamaste el fin de semana? Vos sabés que esos son mis días para vos…

—Pero si me cansé de llamarte… El domingo pasado, como a las dos de la mañana me entraron ganas de ti, y te llamé, pero tú no estabas…

—¿El domingo? No seas mentirosa, Bini. A las dos de la mañana estaba acostado…

—Sí, pero con alguna puta que te estaba mamando una oreja, porque no oíste el teléfono…

—Te equivocás, piba; yo estaba solito, y eso de que me llamaste es cuento…

—Te lo juro, Alberto, y volví a llamarte como a las seis de la mañana, y tampoco contestaste…

—Mirá, Bini, si querés verme, no te hace falta meterme esos cuentos, ni decirme que me vas a invitar. ¿Cuánto precisás?

—Te juro que te quiero invitar a comer.

—¿Cuándo? ¿El sábado, el domingo?

—No no, tiene que ser hoy mismo. ¿Qué te parece en el Tocororo? De verdá que pago yo, y puedo hacerlo gracias a ti.

—Pero contáme ¿cómo fue eso?

—Te lo cuento esta noche en el restaurante ¿te conviene a las ocho?

Muy intrigado, Alberto aceptó.

De todos modos, supuso que pagaría él. De seguro, la muy cabrona lo llamó porque precisaba plata. Y si no era demasiado, él se la daría. Valía la pena recuperarla.

Desde hacía como tres meses no la veía.

Entre todas las putas cubanas, Bini era por lejos la que más le gustaba. Y no sólo en la cama; también le gustaba su desfachatez, y que puteara de frente, sin hacerse la víctima de la crisis cubana, ni dárselas de intelectual. A él, lo trataba de igual a igual. Podía ser alegre como una chiquilina, y al mismo tiempo violenta, loca, y hasta un poco peligrosa. Ya conocía la cana. Y era también muy orgullosa: una vez en que él dejó caer un billete al piso para que ella lo recogiera, se fue sin cobrarle y estuvo varias semanas rehuyéndolo. Desde entonces, por temor a espantarla, él la trataba con cierta deferencia.

Pero algo debió pasarle, porque desde mayo no la vio más. ¿Se habría enamorado? A lo mejor ya no seguía en la putería.

Y ahora ¿qué bicho le habría picado?

No creía que ella lo hubiera llamado el fin de semana; ni que esa noche fuera a pagarle una cena en el Tocororo; ni mucho menos, que tuviera tantas ganas de comérselo, como dijera.

Pero su reaparición lo intrigaba.

A las ocho en punto, Alberto ocupó una mesa para dos en el Tocororo. Escogió la parte de afuera, arrinconada entre helechos. Ordenó un Chivas Regal on the rocks y examinó el ambiente. Se alegró de regresar a aquel restaurante. Desde mayo, cuando estuvo su hermano, no lo visitaba.

Como siempre, se encontraban casi todas las mesas ocupadas, y predominaban los turistas y residentes extranjeros.

A su izquierda, en una mesa de doce o más personas, celebraban algo. Ya en la tanda de los brindis, alguien pronunciaba un discurso en inglés, con una copa de vino en alto. Alberto no alcanzaba a distinguir las palabras.

Del otro lado, un trío de guitarras dedicaba una ranchera a dos mexicanos bien educados, condescendientes y resignados, que masticaron su langosta estoicamente, hasta el final de la ejecución. Cuando el trío se preparaba para una segunda ranchera, los comensales intentaron librarse mediante una rápida propina; pero no era tan fácil. Agradecidos por la propina, esta vez les dedicaron un corrido, que los pobres se masticaron en silencio.

Alberto confirmó que la fatalidad de los tríos cubanos seguía vigente. ¿De dónde habrían sacado que a los turistas les gusta oír destrozar su folklore?

Desde sus primeros choques con tríos, Alberto disimulaba su acento argentino para exonerarse del inevitable tango a la cubana.

Cuando el trío dejó la mesa de los mexicanos, se acercaron a animar la soledad de Alberto. El les rogó que no lo distrajeran, porque en ese momento valoraba unos negocios que iba discutir poco después con alguien.

—La música sirve de inspiración en los negocios —propuso el más ensañado del trío.

—Si, es cierto —dijo Alberto con cara de pocos amigos—, pero a mí me gusta tanto la música que no me aguanto y me pongo a bailar solo. Figúrese, bailando me olvido de los negocios.

Y les sugirió que inspiraran a los gringos en la mesa de los brindis.

De pronto vio que eran las ocho y quince y se asustó.

¿Sería posible que la loca de mierda le hubiera dado una cita en blanco para tomarle el pelo? Y fue en ese instante que la vio entrar.

Por primera vez, no vestía de puta. De todas las mesas se volvieron para mirarla. Venía muy maquillada, con el pelo tirante y recogido en un moño. Llevaba un vestido blanco de hilo, de falda a media pierna y cintura muy ceñida, con encajes finos en la orla del escote. Lucía sus hombros y cuello perfectos y caminaba muy despacio, mirando en derredor con urgencia.

Se le alumbraron los ojos al verlo en la mesa del rincón.

—¡Qué fenómeno, che, cómo has cambiado!

Sin embargo, el atuendo elegante no cambiaba al felino montaraz que antes vestía minifaldas y blusitas baratas.

—¡Qué ganas tenía de verte, Alberto! —y lo besó de lleno en la boca.

Los labios gruesos, blandos y calientes, y aquella voz ronca, con sus cadencias chusmas, le reiteraron el efecto estimulante.

—Me tenés abandonado, no me llamás nunca…

En pocas palabras, Bini le contó los motivos del llamado y la invitación.

—Resulta que el sábado pasado jugué cien pesos a la bolita…

—¿Las bolitas? —y muy sorprendido, Alberto hizo, con el pulgar e índice, el gesto de los niños cuando juegan a las canicas…

—No, a la lotería… Aquí se juega por la de Venezuela —aclaró ella—. Y resulta que me gané 7000 pesos.

Alberto sacó la cuenta de que representaban 350 dólares. Él le daba cien cada vez que la veía. ¿Qué carajo se propondría ahora?

—Lo que pasó fue que la noche del viernes soñé contigo, y cuando se lo cuento a mi prima Chacha, ella saca una cuenta y me dice: «¡Juégale al 54!».

—¿Y qué tengo que ver yo con el cincuenta y cuatro?

—Es una cuenta que saca ella: suma las letras del nombre, las multiplica por siete y le agrega cinco. Alberto tiene siete letras, y siete por siete son 49, y cinco más, da 54. ¿M’entiendes cómo es?

Alberto no pudo menos que encogerse de hombros y soltar la risa.

¡Cuba, qué loca es Cuba!

—Y entonces, no sé si porque me diste suerte en la lotería —prosiguió Bini, que acaba de situarle su pie descalzo sobre una rodilla— me entraron unas ganas de templar contigo, como nunca.

Él ladeó la silla, cogió el pie de Bini y se lo acomodó en su entrepierna. Ella apretó los ojos y se mordió con lujuria.

—Te lo juro, Alberto… Así mismitico fue. En cuanto me dijeron que había ganado en la bolita pensé en ti y me mojé toda. Eran como las dos de la mañana del domingo, y díceme mi prima: «Chica, te ganaste 7 000 pesos en la bolita…» ¿Y tú sabes lo que yo hice enseguida?

—Sí, te mojaste, seguíme contando —y se desabrochó la bragueta para que ella pudiera introducirle el pie. Ella se deslizó en el asiento para acceder a su objetivo.

I love this fucking country —dijo en eso un gringo en la mesa de al lado.

So do I —añadió Alberto y se empinó un trago de whisky.

—Sí, claro, me mojé, como ahora, papi… —y con los dedos de los pies le pellizcó el hierro—; pero eso no es nada…

Alberto vio al maître acercarse y se enderezó en su silla. Ordenó un surtido de mariscos asados, especialidad del chef, y pidió otros dos Chivas a la roca.

—… y entonces, con las ganas que tenía, y los 7000 pesos que me trajo el bolitero, díjeme: «Me voy a bacilar con Alberto»; y ran, cogí el teléfono y te llamé, pero tú no estabas…

—Ya te dije que no te creo…

Ella retiró el pie que todavía le apoyaba en la rodilla.

—¿Me vas a decir mentirosa en mi propia cara? —y lo miró con furia—. No sólo te llamé a esa hora; después te llamé un montón de veces, porque no me podía quedar dormida…

—Pero si yo no me moví de casa. Te juro que a esa hora yo estaba acostado, y no me levanté hasta las seis…

—No sé —dijo ella, enfurruñada—. Yo seré puta, pero no mentirosa. Y tú verás que te voy a pagar la comida y que no vine a sacarte fulas. Si lo único que quiero es estar contigo, chico… Mira.

Abrió su cartera y le mostró un rollo de dólares.

—Lo que gané en la bolita lo cambié en dólares, para pagarte los tragos y la comida.

—Vos sabés que yo no te voy a dejar pagar…

—Sí, me vas a dejar pagar, porque me lo mandan mis santos.

Halagado y divertido ante tanta irracionalidad, se enteró de que el padrino de Bini, tras consultar a Orula, le había ordenado no tocar un centavo de aquel dinero ganado en la bolita de Venezuela: debía gastárselo completico con el hombre que le trajera aquella suerte.

—Por eso, man, no te puedo dejar pagar…

Al cabo de algunas horas, en el apartamento de la calle 21, Bini sacaba de su cartera el carné de Alberto Ríos y lo ponía sobre la mesa de luz.

—Se tragó el cuento completico, Aldo…

—Aldo no, carajo —la reprendería él.

—Ay, perdóname, Tito.

Le contó que después de hacer el amor, Alberto se levantó desnudo para ir al baño.

—Y ahí mismo le saqué la billetera del pantalón y le cogí el carné.

Aldo sonrió: su plan se consolidaba: a la hora en que él arrollara al ciclista, Tresó dormía solo en su casa de Atabey.

Ya: todo listo, entonces, para enfilarle los cañones.