Mirabas el mar aquella noche; su negrura detrás de las luces del Malecón, el cielo estrellado. Planeabas comprarte una casa en una playa cubana, tener un patio con árboles, un velero. Sacabas cuentas. Si te retirabas de los negocios, con sólo vender el edificio de Monte Mario, sin tocar las acciones de la empresa, te sobraría para vivir varias décadas en Cuba. Bien visto el asunto, algún día dejarías de laburar… Y qué mejor retiro que disfrutar de Bini y del delicioso quilombo del padrino… Bailar, oír música, comunicarse con la eternidad a través del ron y los tambores, salir a pescar mar adentro; en fin, un moderado hedonismo para el final de la vida; y como decían los andaluces, en verano a la sombra y en invierno al sol.
No visitabas tierras calientes desde hacía varios años, cuando estuviste en Maracaibo. Y al respirar el mismo aire salino y dulce, desbordabas de alegría adolescente; y en tu médula, aquel calor eléctrico de los carnavales en Buenos Aires.
Al bajarte del avión en Rancho Boyeros, recordaste los pomos de éter que perfumaban el barrio; y el olor de las mujeres excitadas, que disfrazaban sus voces, te provocaban con caretas y antifaces, y a vos te entraba una borrachera y unas ganas de amar…; y eso mismo te ocurría con Bini; o no con Bini, sino tal vez con su medio festivo, su clima, su temperatura, su propia irracionalidad carnavalesca.
Cuántos a tu edad no ambicionarían costearse un retiro en un clima así, bajo una palma, abrazado de una cintura joven, de unos muslos duros, con una barca para recorrer esos mares de ensueño…
Y según Gonzalo, con saberte dos trucos para vivir en Cuba y nada más que mil dólares mensuales, se lograba un nivel decoroso; y vos calculaste que con cinco mil, o sea, la mitad de lo que gastabas para vivir en Roma, aquí vivirías de puta madre, como dicen los gallegos. Y tu capital seguiría creciendo sin romperte la cabeza…
Pero en el fondo, vos siempre supiste que aquellos planes no eran más que un regodeo estéril. Nunca fructificarían; porque vos ya no estás capacitado para sobrevivir sin trabajar. Al poco tiempo de inaugurar tu programa cubano-andaluz, con el mar, las palmas, los tambores ancestrales, la irracionalidad carnavalesca y un bando de sirenas como Bini, igual te morirías de aburrimiento.
Sabías muy bien que vos no podías vivir sin algún rompedero de cabeza. Tu proyecto de pasarle la cuenta a Tresó con tanto tremendismo, podía traerte líos. Lo más sencillo y menos peligroso, para cumplir con Teresita y tu conciencia, habría sido meterle un tiro en la calle y chau, olvidarte para siempre de ese hijo de puta. Pero a vos te gustan los líos. Ese es el problema.
Cuando recibiste de Montevideo las impresiones digitales de Tresó y comprobaste que coincidían con las del vaso, comenzaste a redondear tus ideas, todavía dispersas.
Tresó andaba por toda La Habana en un convertible y sin escolta, como Perico por su casa, pidiendo a gritos que lo mataran. Y meterle un par de tiros era pan comido. Pero al mismo tiempo, meterle un tiro y nada más, era un desperdicio. Una muerte así no pagaba sus crímenes. Y si en Cuba existían facilidades para armarle una celada, vos ya no te conformabas con que el miserable muriera de un tiro. Querías que sufriera, que sintiera terror. Y que el sufrimiento y el terror lo acosaran durante el resto de su vida. La eternidad en un infierno no pagaba lo que te hizo. Y como Neruda a Franco, vos le deseabas «… que un río de ojos cortados pase mirándote, sin término».
Tras cavilar un par de días, se te ocurrió empalarlo.
«Pesado esputo, estiércol de siniestras gallinas de sepulcro», decía el poema contra el Generalísimo. Y a vos también, el humor sombrío de aquellos días te volvía vesánico. Revolvías el odio de Neruda con el humor negro del Príncipe Vlad, que gustaba de banquetear y agasajar a sus visitas en medio de un círculo de antorchas. Sólo que las antorchas alternaban con afiladas picas sobre las cuales agonizaban siempre algunos empalados. El príncipe decía que las quejas de los moribundos eran el mejor condimento para sus manjares.
Vos apelarías a un empalamiento más técnico. Te buscarías un local de techo alto, del que colgarías unas roldanas. Luego, amarrarías ambos pies de Tresó a las puntas de una tabla, de modo que le quedaran abiertos unos cincuenta centímetros. Y así, desnudo, amordazado para que no se oyeran sus gritos, amarrado de pies y manos, lo izarías mediante las roldanas hasta tenerlo, patiabierto, a tres metros de altura. Al final, te pondrías a afilar la pica delante de él, para verlo sufrir. Y lo matarías poco a poco… El primer día, le enterrarías sólo unos quince centímetros, e irías aumentando hasta que le cupieran 40 ó 50 centímetros; pero cuidando de que no se deslizara por completo, para que te durara vivo por lo menos una semana, durante la cual le tomarías abundante fotos, y hasta un video, para regalar a la mafia de sus compinches.
Aquella vesania onanista te duró un día entero; pero terminó por revolverte el estómago. Ese día no pudiste comer nada. Y te persuadiste de que vos no eras el Príncipe Vlad ni el Marqués de Sade.
No ibas a empalar a nadie, ni a arrancar ojos, ni uñas.
Lo único que podías hacer, era ajusticiarlo. Se lo debías a tus muertos. Y lo harías.
Pero ahí empezó otro problema: ¿Cómo conseguir un arma de fuego en La Habana?
Importarla era un riesgo enorme. Si te agarraban con ella encima, aunque no hubieras disparado un tiro, irías unos días en cana y nunca más te darían una visa para entrar al país; y adiós Bini, adiós todos tus proyectos.
Pedir a alguien que te introdujera el arma, era insensato. A ningún amigo lo ibas a poner en semejante riesgo. Y el trato con delincuentes europeos o latinoamericanos, que lo hicieran por dinero, era generar la posibilidad de futuros chantajes.
¿Tratar de adquirirla dentro de Cuba?
Más difícil aún. Hubieras tenido que vincularte con hampones peligrosos. Las pocas armas de fuego que circulan en poder de delincuentes cubanos, a veces han sido adquiridas mediante despojo y asesinato de algún policía. Y eso se paga con la pena de muerte. Negociar un arma con tipos de esa calaña, que mañana podían caer presos e implicarte, era una insensatez.
Pensaste entonces en envenenarlo, o en apuñalearlo, o en destrozarle el cráneo con un bate de béisbol, o en ahogarlo en el mar, o en atropellarlo con un coche. Pero todas esas variantes te exigían cercanía física, amén de que te resultaban asquerosas. El tener que prever los detalles, el imaginarlos, te abrumaba. A tus propios ojos, te transformabas en un monstruo, un miserable.
Al final renunciaste a toda sevicia. Vos no servías para eso. Lo único que podías hacer era meterle un tiro, y volviste al callejón sin salida de cómo conseguir un arma de fuego en Cuba.
Y en esos días de incertidumbre, Bini te despertó una madrugada. Tras aterrizar en La Habana esa misma tarde, apenas la habías visto unos minutos, mientras te acompañaba en el taxi. La dejaste en casa de la abuela, porque esa noche cenarías con funcionarios y ella sobraba. Además, acabarías muy tarde, y ya te mortificaba el agotamiento.
Pero a eso de las tres de la madrugada, Bini te llamó. Atascada en un barrizal con un coche de su papá, necesitaba que alguien le echara una mano. Te dio cita frente a la entrada del restaurante La Giraldilla. Vos, recién llegado, y que aún no habías contratado un coche para tu estancia, fuiste en un taxi.
Sin ninguna dificultad, conseguiste desempantanar el coche y sacarlo mediante un rodeo por una zona encharcada pero firme.
En eso arreció la lluvia. Y tronaba sin descanso, con reventones ensordecedores que te erizaban. Bini miraba al cielo con temor. A cada nuevo estampido, cerraba los ojos, sollozaba, hundía la cabeza entre los hombros, se tapaba los oídos. Te pidió que la abrazaras. Por fin te arrastró hacia el interior del auto y escondió la cabeza entre tus piernas. Era un animalito aterrorizado. Te pidió que la abrazaras fuerte, más fuerte. Con los ojos húmedos, se puso a contarte que a un primo suyo, en Oriente, lo mató un rayo. Y vos la acariciabas, y ella se abrazó de tu cintura, acurrucada.
Cuando cesó la tormenta eléctrica y las cascadas de truenos se oían lejanas, era ya muy tarde. ¿No se habría despertado su padre? Ella te aseguró que dormía siempre como un tronco, y para despertarlo, a veces tenían que darle golpes. Además, esa noche se acostó un poco tragueado, porque los vecinos, con el dominó, siempre le metían duro al ron. Así te dijo.
Cuando salieron a la Autopista, vos ibas al volante. Ella insistió en manejar, y vos no accediste: ese no era momento de ponerse a practicar. Ella empezó a refunfuñar y a lloriquear y a decir que a ella nadie le enseñaba a manejar, nadie le hacía los gustos, y por eso, ahora se iba a parar de cabeza, y empezó a hacerse la niña caprichosa, y a hacer piruetas dentro del coche y vos a reírte, y ella apoyando los pies en el techo y la cabeza en el asiento, y desde esa postura te sacaba la lengua y te decía felacio, y te ponía un tenis sobre la cara para que no pudieras manejar, y vos quitándotela de encima, y tratando de ver en medio de la lluvia que no cejaba, hasta que de pronto, zas, ella salta hacia la parte de atrás del carro y te empieza a hacer cosquillas y te tapa los ojos, y a vos las chiquilinadas te dan cada vez más risa, no podés parar, ni podés controlar su jugueteo, hasta que por fin ella empieza a hacerte cosquillas y a manotearte en la bragueta, y a desprenderte el cinto, y la pretina, y vos, erección itinerante, bajo la lluvia, nuevo récord, terminás por dejarla hacer, y te echás atrás, y la muy inconsciente se te encarama por detrás, y te abre la camisa, casi te la arranca, y se te desliza cabeza abajo sobre el pecho y comienza a morderte las tetillas, y vos, otro irresponsable, reventando de risa, te le entregás, que haga lo que quiera, y ella sigue bajando, hasta que zas, te sale por la derecha el ciclista, y por más que trataste de esquivarlo, le diste de lleno, y el pobre, con bicicleta y todo rebotó contra un árbol a unos cinco metros de la orilla, y vos conseguiste frenar el carro sobre el mismo borde de la cuneta a contramano. Ella fue la primera en bajarse. Vos le tomaste el pulso, le apoyaste la oreja en el corazón y nada: estaba muerto. Ella lloraba y se retorcía las manos, y te suplicaba llevarlo a un hospital, pero vos la convenciste de que era un disparate: nada se podía hacer por el pobre tipo.
Por fin se fueron del lugar hasta un punto céntrico donde la hiciste apearse y tomar un taxi para regresar a casa de su abuela. Le diste las llaves del coche y la alarma, para que las repusiese sobre la mesa de noche del padre, de donde ella se las quitara. Y vos te fuiste con el coche a un barrio apartado y allí lo abandonaste; pero primero limpiaste todos los lugares donde podían quedar huellas tuyas o de Bini: manivelas, palanca de cambios, freno de mano, tablero, vidrios, espejos, alfombrillas.
La idea de endilgar el arrollamiento del ciclista a Tresó, te vino recién al otro día del accidente. Y se te ocurrió un plan grandioso. Lo harías meter preso en Cuba, aunque sólo fuera por un par de años y con cualquier pretexto.
Te entusiasmaste. Aquel plan sí, valía la pena. En primer lugar, porque lo harías pagar por lo que no hizo, y eso lo enfurecería, o por lo menos lo haría sufrir.
Durante el cumpleaños de Gonzalo, se te ocurrió una idea para averiguar dónde se hallaba Tresó en la madrugada del accidente. Era importante cerciorarte de que a esa hora no estuviese en algún lugar, donde otros pudieran atestiguarlo.
Ya los detalles del nuevo plan te venían en cascada. Una jugada inteligente. Un castigo más eficaz que todos los que imaginaste antes.
¿Y Bini? ¿No metería la pata?
No, Bini era una piba inteligente; y vos la ibas a preparar con impecable minucia.