Eso de ir a ver al padrino, para que hablara con Rigoberto, y Rigoberto con el dactiloscopista, fue puro cristianismo tuyo. Y exageración; porque entonces ya no te cabía ninguna duda de que Alberto Ríos era Tresó. Después de verlo, de haber estado a su lado; de oír la misma voz con sus odiosas resonancias; de reconocer sus gestos y su parada compadrita con una pierna tiesa y la otra esparrancada ¿por qué te empeñaste en verificarlo con las huellas digitales?
¡La puta, che, qué exagerado!
Aquel sábado, sentado en las graditas del frontón lo viste jugando; y, no jodas, era él. Y cuando se tiró a nadar y salió con el pelo pegado al cráneo, se veía igualito que con el corte al cepillo, su misma cara de juventud… ¿Qué duda podía caberte?
Ese día debiste ponerle otro fax al Camborio para que no se molestara más en buscarte las huellas de Tresó en Montevideo. Ya no las necesitabas. Lo tenías enfrente. Era él. Te rompía los ojos. Era, además, el mismo que le enseñara lo del felacio a Bini, y ella te dijo que tenía un gallo tatuado en la entrepierna.
¡Por favor!
No se puede ser tan pusilánime.
Pusilánime e irresponsable. Porque en la piscina corriste un riesgo innecesario. Cualquiera pudo verte llevándote el vaso.
Y ahora que el tipo está en cana, es cuando tenés que ser más cauteloso. Tenés que entrenar a Bini con el máximo rigor. Durante el juicio, su actuación debe ser impecable. Un error de Bini y todo tu plan se va a la mierda.